Santuario
Una de las ironías empleadas por Gertrude Stein en su guerra particular con Hemingway fue decir que él tenía un olfato especial para encontrar buenos lugares donde vivir y comer. Había algo de cierto en esto. Finca Vigía, la quinta rústica de las afueras de La Habana, donde Hemingway tuvo su residencia más prolongada, es un buen lugar para vivir. Es un lugar maravilloso para las cosas que constituían la felicidad hemingwayana: escribir por las mañanas, tener estantes llenos de libros y una poltrona para sentarse a leer por las tardes, recibir amigos, criar gatos y experimentar con los cruces (él sostenía la convicción de que había fomentado una nueva raza de estos animales) y ser dueño de dos o tres perros y de una cría especial de gallos de pelea. Hemingway lo consideraba así. Las bondades de Finca Vigía están descritas en algunas de sus crónicas periodísticas de los años 50; y en una porción de párrafos de la novela Islas en el Golfo se reseña con satisfacción evidente —a través del protagonista, Thomas Hudson— los interiores de la casa.
«Esta finca es un lugar espléndido... o lo era», dijo Hemingway, en 1958 en una entrevista con George Plimpton. La alternativa de emplear el verbo en pasado significa que para esa fecha, y en particular después de recibir el Premio Nobel y de la filmación en Cuba de El viejo y el mar, Finca Vigía se había convertido en un centro de peregrinaje. Finca Vigía fue una dirección conocida de sobra por toreros, magnates de Hollywood, boxeadores, soldados, artistas, periodistas y otras muchas clases de personas que aterrizaban en La Habana.
Hemingway había abandonado su primer refugio cubano por esta misma razón; el hotel Ambos Mundos, de La Habana Vieja, le había servido como base operativa de tierra en la década del 30, al inicio de sus campañas de pesca mayor en la corriente del Golfo. Pero 10 años más tarde, a su regreso de la Guerra Civil Española, en la época de su romance con Martha Gellhorn, necesitaba otro lugar donde guarecerse. El hotel había perdido privacidad, se había complicado, porque Ernest Hemingway era ya un escritor famoso y todo el mundo sabía su dirección. Fue así como dijo adiós a la zona de La Habana que en otros tiempos había utilizado como escenario para una novela y media docena de crónicas para Esquire y se trasladó a la finca que Martha Gellhorn había encontrado en las sierras al sudeste de la ciudad. Justo a tiempo, porque, con excepción del Ambos Mundos, el antiguo escenario de Harry Morgan y Tener y no tener iba a ser demolido y luego transformado. Martha Gellhorn conoció de la existencia del inmueble a través de los clasificados. Sin embargo, no fue un lugar que se aceptara sin reservas. Hacia mediados de abril de 1939, ella, que estaba en Cuba por primera vez, llevó a Hemingway a la finca, pero él dijo que se hallaba demasiado lejos de sus lugares favoritos en La Habana —a unos 15 kilómetros de distancia— y que el alquiler resultaba muy caro: 100 pesos mensuales. Hemingway se fue de pesquería y, al regreso, Martha Gellhorn lo volvió a llevar a Finca Vigía, que había sido remozada por albañiles y carpinteros pagados por ella misma, y presentaba un aspecto mejor. Logró persuadirlo. Ella fue la del olfato especial en este caso. Hemingway se dejó guiar simplemente. Martha Gellhorn se salió con la suya y la pareja tuvo un sitio donde establecerse. Pero Hemingway era quien estaba más necesitado, porque traía a medio camino un borrador importante sobre la Guerra Civil Española, una novela comenzada en el Ambos Mundos, cuya terminación exigía un rincón tranquilo: una finca limpia y bien iluminada. La alquilaron por un año; después la compraron. Y, desde luego, no pasaría mucho tiempo sin que Martha Gellhorn sintiera que el paraje comenzaba a serle opresivo, mientras Hemingway dejaba que le creciera un sentimiento de amor por Finca Vigía. El inmueble conquistó su entusiasmo. En Islas en el Golfo, Thomas Hudson compara su casa en Bimini con un barco. Es el símil más encomiástico que podía encontrar el escritor para describir una casa. Pero Hemingway nunca tuvo residencia fija en Bimini. En su época, no hubo allí una casa como la que describe en Islas en el Golfo. Sin duda, a través de su alter ego, estaba pensando en Finca Vigía, de la que él, mirando sus paredes blancas, dijo más de una vez: «Parece un barco viejo.»
El recinto va a adquirir la fama que surge de una estrecha asociación hogar-escritor. Si Somerset Maugham tenía su Villa Mauresque en la Riviera Francesa, y Voltaire su Fernay en Suiza, Finca Vigía, el lugar donde Hemingway vive y donde elabora una parte considerable de su producción, será también un hito reconocido en las letras universales.
Mas a fines de 1943 la inmortalidad estaba lejos de los pensamientos de Martha Gellhorn. Había descubierto Finca Vigía, pero un día decidió —alrededor de octubre de aquel año— que todo el local la hacía sentirse mal y que había llegado el momento de la retirada. Una retirada definitiva. Se encontró con el doctor José Luis Herrera Sotolongo, uno de los grandes amigos de Hemingway desde la Guerra Civil Española, en un sendero del jardín: «Me voy a despedir de usted, doctor», dijo. «Me voy a Europa.» Y comentó, refiriéndose a Hemingway: «Yo no vuelvo más con este animal.» «Ella es de San Luis, Missouri», dijo crípticamente Hemingway a Herrera cuando este entró a la casa en busca de una explicación.
«Su padre era un médico famoso.» No pasaría mucho tiempo, sin embargo, para que el escritor hiciese sus maletas y viajara a Europa; algunos dicen que para reportar la invasión de Normandía; otros, que detrás de su esposa. Cualquiera que haya sido la motivación, el resultado fue que Finca Vigía adquiriría su segunda señora: Mary Welsh.
Nuestras simpatías pueden estar a favor de Martha Gellhorn, la mujer independiente, linda, que escribía novelas y había participado como periodista en la Guerra Civil Española. Pero no era la mujer idónea para Finca Vigía. El lugar fue bueno mientras sirvió de abrigo y escenario para una historia sentimental. No pudo adaptarse cuando se convirtió en el refugio del escritor. Según parece, ella estaba poco interesada en las cosas hogareñas y le prestaba más atención a la práctica de determinados deportes. Se pasaba el tiempo en las casas de sus amistades en la Quinta Avenida, de Miramar, al oeste de La Habana, donde residían los millonarios cubanos y norteamericanos. Se ocupó de la cancha de tenis y de la piscina mientras estuvo en Finca Vigía, y delegaba sus otras obligaciones en empleados como el jardinero Pichilo y el carpintero Francisco Castro. Tampoco pudo adaptarse a que en Finca Vigía se instalara el estado mayor de una agencia de operaciones secretas. En eso se había convertido cuando Martha Gellhorn decidió que no regresaba más. Se aburrió de la finca y se fue.
Cuando Mary Welsh llegó aquí, después de la Segunda Guerra Mundial, se ocupó firmemente de la casa. Un ciclón había azotado la zona el 18 de octubre de 1944, mientras Hemingway se hallaba en los frentes europeos; y, entre otros desastres, había estropeado la cancha de tenis que, a partir de entonces, se fue marginando; la nueva pareja casi no se volvió a ocupar de ella. Se le llamaba cancha aunque era solo una extensión de tierra apisonada que se dividía en dos mitades con la net.
Mary Welsh, afable en el recuerdo de la mayoría de la gente de la localidad, intentando pronunciar y escribir el español, simpática, trabajadora, quizás excesivamente trabajadora, va a ser al final la mujer representativa de este lugar. Vamos a recordarla cuando regresaba por el sendero de piedras hacia la casa, luego de una jornada de trabajo intenso junto a sus rosales. «Salía de allí sudando mucho», dice Pichilo, el antiguo jardinero. «Y llena de fango», afirma el médico Herrera Sotolongo.
Cuidó a Ernest Hemingway y «lo ayudó mucho», según los criterios recogidos. Y la verdad parece ser que, en las desavenencias que surgieron, él la trató a ella mucho peor de lo que ella a él, también según el recuerdo de algunos amigos.
Finca Vigía, que el lenguaje oficial describe como «quinta rústica» o «de recreo», va a convertirse con Mary Welsh en el puesto de mando permanente y soleado del escritor. Una buena posesión en la cima de la colina, con una vista lejana sobre la corriente del Golfo, donde va a estar el personaje nórdico, intelectual, bien alimentado, de destino trágico, sumido en la vegetación exuberante; Ernest Miller Hemingway entre los mangales y las caña-bravas del monte de una colina del sudeste habanero. Y bajo ios aguaceros interminables, los huracanes y las sequías. Y junto a una tropa de vecinos y amigos, excelentes jugadores de béisbol y de gallos.
Algunos han querido ver un símbolo en la casa de Hemingway: una hacienda omnipresente dominando las humildes casas de San Francisco de Paula. Pero no es así como piensan los vecinos del pueblo. Hemingway es un recuerdo grato siempre.
2
Las piezas de caza y los pequeños souvenirs se encuentran en los lugares de costumbre, y cada vez más adquieren el aspecto de cosas viejas e inútiles. Con toda probabilidad, a Hemingway e hubiese irritado que sus zapatones y sus libros fueran puestos en exhibición, pero se trata de un hecho consumado, y Finca Vigía se conserva en estado de congelación. Allí están, a la vista de todo el mundo, los zapatos y las sandalias del número 11, las botas de infantería, los espejuelos de armadura metálica, la colección de dagas nazis y las escopetas y cañas de pescar. «Todo se encuentra en el mismo sitio que lo dejamos [en I960]», declaró Mary Welsh en su viaje a La Habana de julio de 1977; y agregó: «Pero el lugar no vale nada sin Ernest.»
A los visitantes se les permite husmear actualmente a través de las ventanas abiertas de la casa y caminar a lo largo de los pasillos que la rodean. El acceso al interior está prohibido. Se plantea que es una medida administrativa «para proteger los bienes museables». Algunos objetos se han perdido. Es auténtica la historia de cierto ministro extranjero que fue descubierto en el acto de cargar con uno de los proyectiles de ametralladora de la Segunda Guerra Mundial que estaban sobre el buró de Hemingway. Nadie supo qué hacer de momento. No hay fórmulas de protocolo para decirle a un ministro que no se robe un proyectil calibre 30.
De cualquier modo. Finca Vigía, debido a ese respeto extraño que los latinos profesan por los muertos y la «gente importante», se ha convertido en un museo. Pero los visitantes tienen acceso a casi toda la casa que se domina desde las ventanas, excepto la cocina, la habitación de Miss Mary y el sótano. Algunos periodistas, investigadores e invitados especiales reciben autorización para pasar al interior, aunque, en definitiva, lo que queda fuera del campo visual desde las ventanas es de importancia secundaria. Solo en el sótano, donde una vez hubo barricas de vino y cajas de whisky, vale la pena hacer una incursión. Un sótano húmedo y oscuro como suelen ser los sótanos. Cinco baúles cubiertos de calcomanías reposan allí, y un estuche vacío de catalejos, un morral de cazador y una faja deportiva, quizás utilizada alguna vez por Hemingway para sus dolencias de columna. Los baúles aparecen regularmente en las fotografías que le tomaban al escritor al desembarcar en puertos y aeropuertos en los años 50. Los llevó cargados de medicinas, desinfectantes, anestésicos e instrumental quirúrgico en su segundo safari africano, cuando se propuso abrir un dispensario en territorio masai y realizar prácticas de cirugía menor.
Otra zona oculta —pero que guarda un interés relativo como historia— es lo que Hemingway llamaba «el cementerio de los gatos» y que algunos denominan «cementerios de los gatos y los perros». Se encuentra bajo la puerta del comedor; Hemingway enterraba sus animales domésticos allí. Pero debe ser solo el de los gatos, porque el escritor había colocado cuatro lápidas (que han sido restauradas) al lado de la piscina, con los nombres de Blackie, Negrita, Machakos y Black Dog. Los restos mortales de un personaje literario, el gato Boise, se encuentran debajo de esa puerta del comedor. El gato no adquiere la estatura de un Rocinante, pero ocupa una porción de páginas de Islas en el Golfo.
La sala se conserva actualmente como en los últimos tiempos de la estancia de Hemingway. Su mobiliario fue diseñado por Otto Bruce y Mary Welsh y construido por Francisco Castro y Cecilio Doma. La alfombra de fibra que cubre el piso fue comprada por el matrimonio Hemingway-Gellhorn en 1941 en Filipinas.
(Enrique de la Uz)
Graham Greene, el novelista inglés, estuvo aquí en un par de ocasiones después del triunfo de la revolución. Es evidente que no recibió la misma oleada de entusiasmo por el lugar que su propietario y colega norteamericano. Greene, claro, tenía una cuenta que saldar con Hemingway desde que este le dedicara un párrafo burlón en su entrevista con George Plimpton para The Paris Review. Greene revisó la casa y dijo con fuerza suficiente como para que lo escuchara un periodista que lo acompañaba: «No sé cómo un artista puede escribir con tantas cabezas de animales muertos a su alrededor.» Insistió: «Demasiadas cabezas.» Cuando René Villarreal, el fiel sirviente de Hemingway, mencionó la cantidad de whisky que entraba normalmente en Finca Vigía —cajas y cajas de la casa importadora Recalt—, Greene dijo: «Ahora comprendo por quién doblan las campanas.» Una frase ácida y en apariencia inocua como aquellas que Gertrude Stein le dedicara a Hemingway.
3
UNA DE LAS COLECTAS clásicas tenía por objeto recaudar fondos para la conmemoración de las fiestas patronales de San Francisco de Paula, el 2 de abril de cada año. Hipotéticamente, esa era la fecha de fundación del pueblo. Cada paisano —Hemingway incluido— hacía su aporte «en metálico». Se podía celebrar de muchas maneras, pero lo que no faltaba nunca era una misa y Venta de cerveza en las calles. Invariablemente el 3 de abril por la mañana, en los periódicos de La Habana, aparecía la foto del alcalde y del cura del pueblo en algún acto público.
San Francisco de Paula, a pesar de su proximidad con La Habana, ha crecido poco a poco desde su fundación a finales del siglo xviii. En el Relicario histórico de Guanabacoa, de G. Castellanos, en las páginas 205 − 206, se dice que en 1774 «el isleño de Canarias Agustín Francisco de Arocha favoreció la construcción de la ermita de San Francisco de Paula». Lo que existe allí en ese momento son algunos hatos, fincas, con propietarios en litigio constante, según puede verse en los documentos más tempranos. La ermita va a ser el centro alrededor del cual surge el pueblo, como era usual en las poblaciones fundadas por los españoles. La ermita se alza todavía en una de las colinas aledañas a Finca Vigía.
En el Diccionario geográfico, estadístico, histórico de la Isla de Cuba, de Jacobo de la Pezuela, editado en 1866, se lee:
San Francisco de Paula (aldea de). Está situado a 4 1/2 leguas casi al O. de Sta. María del Rosario, en terreno quebrado y elevado en la falda septentrional de la loma del Bacalao, hacia los nacimientos del río Luyanó. Su aspecto es risueño [sic], y la forman 26 casas con 141 habitantes de toda edad, sexo y color. Tiene una ermita de mampostería que se construyó en 1795 con limosnas recogidas por Dn. Francisco Arocha, el que para sostenimiento de su culto donó 3 estancias. El cuadro estadístico de 1846 le señalaba con 7 casas y 53 habitantes, y el de 1841, con 57. Dista por la calzada del S.O. a orillas de la cual se halla, ¾ de legua de Sta. María del Rosario, a cuya J[urisdicción] pertenece, y 2 ½ de La Habana.
Las informaciones más antiguas que pueden encontrarse en Cuba se hallan en el Archivo Nacional, en el Fondo Realengos, en folios que han sido plastificados para su conservación, muchos de los cuales son ilegibles en su casi totalidad. Estos pertenecen a los años 1711 y 1775 respectivamente. El primero:
... sobre las denuncias de un paño de tierra realenga, sobre el cual han poblado sin justo título los corrales «El Brujo», «San Blas», «San Francisco de Paula» y «San Joseph de (ilegible)» y «La Seiba»: hecha la denuncia por Dn. Lázaro Medina, vecino de esta ciudad de San Cristóbal de La Habana.
El revistero de la sala tue diseñado por Mary Welsh y construido por Francisco Castro. La pintura, a la derecha, está basada en un cartel de Roberto Domingo, comprado por Hemingway en 1929 ó 1930. Esta obra fue utilizada en 1932 en el diseño de la cubierta de la primera edición de Death in the Afternoon Muerte en la tarde). Las dos piezas fueron cazadas por Hemingway: el impala, inmediatamente a la izquierda del revistero, cerca del Kilimanjaro en 1953 y el beisa orix en Kenia el mismo año.
(Enrique de la Uz)
El segundo:
Testimonio de la escritura de renta que hace Da. María Isabel González de Carvajal, viuda, albacea y tenedora de bienes del tte. coronel Dn. Lope Nicolás de Morales, al convento de Santo Domingo Orden de Predicadores de esta ciudad, de una Hacienda nombrada Sn. Francisco de Paula, alias el sitio de Herrera, con dos anexos titulados Nuestra Señora de la Soledad y el Rosario...
Las dos menciones a nuestra localidad aparecen en esos legajos viejos e ilegibles, y las dos son anteriores a la llegada de don Francisco de Arocha, y, por supuesto, a su decisión de soltar el dinero para construir la ermita.
En el primer caso se trata de litigio por un realengo (la tierra que quedaba disponible en el centro de las grandes mercedes que se entregaban a los conquistadores, llamadas asi porque eran propiedades del Rey); el segundo documento es solo la certificación del pago de una renta, pero en este texto el nombre de la localidad surge investido de toda personalidad, aunque compita con un alias.
Es una suposición generalizada que en los terrenos de la actual Finca Vigía, hubo un fortín español a finales del siglo pasado. Una edificación de madera que fue utilizada como puesto de vigilancia y que disponía de un sistema de comunicación por heliógrafo. De ahí su nombre original: La Vigía. Pero no es el único caso. Resulta frecuente encontrar en Cuba otros lugares llamados así: en una elevación cercana al puerto del Mariel, en una colina de Trinidad, en la Sierra Maestra.
Una de las misiones de los soldados españoles acantonados en La Vigía fue perseguir a un insurrecto cubano que operó hacia 1895 en los maniguales próximos a San Francisco de Paula. Los españoles afirmaban que era un falsificador y que había quemado la casa de sus padres como primera acción de guerra. Propaganda colonialista, sin duda. Lo cierto es que el cubano mantuvo en jaque a los peninsulares, realizó con éxito algunas emboscadas, incendió propiedades españolas, y nunca mostró preocupación, descontento o indignación por el apodo con que podía pasar a la historia: Manolito el Chivo.
Pero nada confirma los datos. La ceiba que se halla a la entrada de la casa es el único testigo de la historia de Finca Vigía. Su edad se calcula entre 150 y 200 años. De cualquier manera, la casa debió ser construida en la primera década de este siglo. Hay anuncios de Finca Vigía desde los años 20 en la prensa cubana. Hemingway, según han explicado algunos de sus íntimos, desconocía el origen del lugar y nunca prestó interés en conocerlo. Un francés llamado Joseph D'Orn Duchamp, que tenía una firma de bienes inmuebles, era el dueño de Finca Vigía y de otras propiedades. Si la información resulta difícil de obtener ahora es porque el juzgado de Guanabacoa, donde se conservaban los documentos de la región, se incendió en 1940 y se perdieron las placas de amillaramiento.
Un dato curioso es que Joseph D'Orn Duchamp es recordado por algunos paisanos de San Francisco de Paula como «Míster Don», según la costumbre cubana de considerar a todos los extranjeros ricos como norteamericanos.
El precio de Finca Vigía era de 18 500'pesos cubanos. Hay un error evidente en la biografía de Hemingway escrita por Baker, en la cual se afirma que el costo fue de 12 500 pesos. Baker dice que Hemingway le regaló la finca a Martha Gellhorn, y que Otto Bruce, el antiguo ayuda de cámara, llevó las negociaciones de compraventa. El dinero provenía de los royalties pagados al novelista por la adaptación cinematográfica de Por quién doblan las campanas. (Gregorio Fuentes, el patrón del Pilar, recuerda que él estaba con Hemingway a bordo de la lancha, atracada a un muelle del puerto habanero, la mañana que llegó el cheque de la Paramount. Gregorio dice que la cifra ascendía a 100 000 dólares y que Hemingway enarboló el cheque como una bandera por encima de su cabeza y exclamó: «Tenemos asegurada la vejez.»)
Lo que sigue es un fragmento del acta de compraventa de Finca Vigía, localizada entre toneladas de legajos y documentos en un almacén de La Habana. Sin duda, el arcaico lenguaje oficial de este texto debe haber exasperado a Hemingway. Soportó estoicamente que un notario le diera lectura. Todavía hoy puede ser consultado en el almacén de documentos de la calle Prado, en los llamados libros del Registro de la Propiedad Unificada de Guanabacoa; en el tomo 239, folio 41.
En el comedor, en primer plano, según se entra en la casa desde el fondo: un gran kudú cazado por Hemingway en territorio masai, en 1934. En uno de los párrafos más hermosos y originales de Las verdes colinas de África, se describe el momento en que caza este antílope. A la derecha del kudú, estuvo colgada durante 22 años una de las obras capitales de Miró; La granja.
(Enrique de la Uz)
El referido señor Roger Joseph D'Orn Duchamp de Chastaigne, natural de Francia, ciudadano francés, con carnet de extranjero número cien mil cuatrocientos noventa y siete, mayor de edad, casado con la señora Angele D'Orn, del comercio y vecino de La Habana, en la calzada de Concha número tres, segrega de dicha finca la porción de terreno descripta al objeto de formar una distinta y solicita su inscripción con la descripción consignada al principio de este asiento, y al propio tiempo la venda [sic] al señor Ernest M. Hemingway, que no usa otro apellido por su nacionalidad, natural de los Estados Unidos de América, ciudadano americano quien carece de carnet por ser turista, mayor de edad, casado con la señora Martha Gellhorn, escritor y vecino de San Luis, Estados Unidos de América del Norte, por el precio de diez y ocho mil quinientos pesos (subrayado en el original) en moneda que el vendedor recibió en el acto del otorgamiento de la escritura, de que da fé el notario por medio de un cheque número F-doscientos cincuenta y siete mil seiscientos setenta y seis contra The Trust National Bank of Boston, Sucursal de Aguiar y Lamparilla en La Habana, suscripto en la fecha de la escritura por el comprador a la orden del vendedor. En su virtud el señor Ernest M. Hemingway, que no usa otro apellido, inscribe a su favor esta finca, por título de compra-venta previa la segregación antes expresada. Todo lo referido consta del Registro y de una primera copia de la escritura número mil ochenta y tres, de veinte y ocho de diciembre de mil novecientos cuarenta, otorgada ante el Notario de La Habana, Doctor Mario Recio y Forns, que ha sido presentada en este Registro a las nueve de la mañana del día de ayer, según el asiento número novecientos sesenta y ocho, al folio doscientos treinta y cinco vuelto del tomo cuarto del Diario Pagado por Derechos Reales, la suma de trescientos setenta pesos, según Carta de Pago número quinientos cincuenta y uno expedida en el día de ayer por el Distrito Fiscal de esta Villa, la que dejo archivada con el número treinta y dos en el legajo de los de su clase. Siendo todo conforme con los documentos a que me refiero firmo la presente en Guanabacoa a veinte y dos de enero de mil novecientos cuarenta y uno.
[Hay una firma, ilegible]
En total Hemingway estaba adquiriendo 43 345 metros cuadrados de territorio cubano.
El primer cambio sustancial se produjo de inmediato. Mister Don retiró sus grandes perros feudales que impedían el acceso de los muchachos de San Francisco de Paula a la finca. Esto lo recuerda con precisión Luis Villarreal, un hombre de 48 años en 1977, vecino de Finca Vigía desde su nacimiento: «Se acabó la guerra entre nosotros y los perros de Mister Don, para siempre.» La guerra era motivada por los hermosos y suculentos mangos que había en la finca y que, siguiendo una ancestral costumbre cubana, los muchachos entraban a robar durante la temporada. La presencia de Hemingway como inquilino de la finca significó de inmediato un beneficio para los muchachos del pueblo. Muchos de ellos, ya hombres hechos y derechos, se lo agradecen.
Hay gente en San Francisco de Paula que recuerda la primera vez que Hemingway vino a esta finca, en un Cadillac negro (otros dicen que en un Lincoln, del mismo color). Todos los muchachos se reunieron a la entrada de Finca Vigía para ver al sustituto de Mister Don cuando se apeaba del carro. Lo que vieron fue un hombre de color rojo, corpulento, que vestía de manera bastante estrafalaria: un short color caqui y una guayabera algo sucia y sudada.
4
Finca vigía se encuentra en una de las cotas más elevadas de la región. La parte más alta se halla a poco menos de un kilómetro de allí y tiene dos nombres. Loma del Yoyo o Loma del Bacalao, con un acceso mucho menos limitado que el de la finca. San Francisco de Paula semeja una barriada de La Habana, aunque haya una franja de terreno dedicado a la agricultura que los separe. A principios de siglo se construyeron quintas como Finca Vigía. Por un momento pareció que esta iba a ser una zona residencial de la ciudad. Sin embargo, la mayoría de las casas son pequeñas, algunas de madera con techo de cinc, y casi todas con techo de tejas rojas. Solo hay media docena de casonas, entre las que se encuentran Finca Vigía, la antigua casa de los Steinhart y la llamada El Castillito.
«Lo que se hizo de nuevo en la finca, con Hemingway, en el transcurso de su vida aquí, fue la torre y la casita de madera para los invitados. La cancha de tenis existió siempre y el garaje se remodeló de una caballeriza. Al otro lado estaba la lechería La Vigía, de Julián Rodríguez, aunque de esto hace mucho tiempo. Julián distribuía su leche en unos pomos largos que decían La Vigía, leche grado A. La misma entrada servía para la lechería y para la casa de Hemingway hasta que este lo compró todo.» Luis Villarreal también recuerda que habían sembrado millo para consumo del ganado desde el sendero hasta la arboleda, al fondo de la finca, y que después de la arboleda había unas casas de vivienda. Por allí se encontraba la valla de gallos que pertenecía a Gerardo Dueñas, un potentado local.
Al comprar el terreno que ocupaba la vaquería, a un costado de la finca, casi toda la colina quedó en manos de Hemingway: la cumbre y casi todas las laderas en redondo, excepto la ladera de noreste en la que se encontraba la casa de Frank Steinhart. Hemingway en la cima, Steinhart en una ladera y las pequeñas casitas al borde de Finca Vigía, que lindaban con el cercado de «malla de puercos» (un tipo de alambrada baja y tupida para que los cerdos no escapen).
En el comedor, un orix callotis de Kenia. En la mesa, piedras talladas por aborígenes cubanos y una copa entregada en 1956 a Hemingway por el Instituto Cubano de Turismo.
(Enrique de la Uz)
En la arcada que divide el comedor de la sala, un antílope prong-horn cazado por Hemingway en 1939 en las montañas de Idaho.
(Enrique de la Uz)
Finca Vigía ocupa un costado de San Francisco de Paula; en ciertas partes su cerca bordea el pueblo, las casas y los edificios, pero después conduce a un campo abierto. Hay dos caminos que circundan la finca; el conocido callejón de La Vigía y una calle asfaltada llamada Steinhart; las dos forman una V cuyo vértice se encuentra frente al portón de la finca. Por el costado izquierdo, más allá de la casa de Steinhart, solo se hallan el campo y las fincas ganaderas que pertenecían a este personaje de la política local, el representante Gerardo Dueñas, propietario además de una vaquería y una lechería. En el callejón de La Vigía, Hemingway tenía los siguientes vecinos: en la primera casa, Diego del Otero, jefe de turno de una hojalatería; Carlos Medina en la segunda casa, comunista, mecánico de tranvías; José Gutiérrez, propietario de un solar cuando Hemingway llegó aquí y que solo muchos años después reunió el dinero suficiente para hacerse una casa; David Fernández en la cuarta casa, obrero de la fábrica de cerveza (Hemingway le consiguió este trabajo); y, en la quinta casa, Manuel Antonio Angulo, oficinista en un juzgado. A continuación vienen edificios de minúsculos apartamentos que también pertenecían a Gerardo Dueñas; y un poco más al este había solares vacíos y una valla de gallos semiclandestina.
En las casas cercanas de la calle de enfrente, sus otros vecinos eran un hilandero, un tabaquero, un sereno, un tractorista, un mecánico, una viuda y un pensionista. Veinte años después de la muerte de Hemingway seguían viviendo y trabajando en los mismos lugares.
Más allá están los pequeños comercios sobre los cuales Hemingway nunca escribió, y un pueblo de calles torcidas, a veces empinadas, adaptándose a la topografía del terreno; ninguna de estas calles está completamente asfaltada, excepto, desde luego, la Carretera Central a 50 metros del portón de la finca, que fue durante 50 años la vía más importante para el transporte automotor en Cuba. Las calles comienzan con un buen asfalto y de pronto se convierten en caminos de tierra, terraplenes en el mejor de los casos. Hubo ocasiones en que Hemingway se perdió por esos callejones después que había empinado el codo un rato en compañía de sus alegres vecinos. La bodega de Víctor, la bodega de Ignacio, la bodega de Aníbal, nombres de los establecimientos donde se podía comprar un ron barato y la excelente cerveza cubana que entonces valía entre 10 y 20 centavos la botella.
En el Cuarto Veneciano, libros, un espejo ovalado y, sobre el aparador, objetos rituales de la tribu masai.
(Enrique de la Uz)
Las fuentes de trabajo eran una cervecería en el Cotorro, el pueblo cercano, una fábrica de géneros textiles llamada Facute y una siderúrgica, Antillana de Acero. La cervecería fabricaba la cerveza Hatuey, de la que Hemingway habló un par de veces en sus libros, para grata satisfacción de sus propietarios, quienes, aprovechando el revuelo publicitario alrededor del Premio Nobel concedido a Hemingway —la primera y única vez que un Premio Nobel con su medalla, diploma y dinero, aterrizaba en Cuba—, le organizaron un homenaje al escritor. Los periódicos del martes 14 de agosto de 1956 reflejaron el acontecimiento:
En horas del mediodía de ayer tuvo lugar en los jardines de la Cervecería Modelo, en el Cotorro, el homenaje de simpatía que las instituciones culturales cubanas rindieron a Ernest Hemingway, el gran escritor norteamericano autor de El viejo y el mar, quien desde hace años reside entre nosotros.
Pero, según lo expresado por un testigo, «los periódicos no lo dijeron todo».
El almuerzo se sirvió a la hora de la merienda y Hemingway, vestido con una guayabera blanca, parecía, en las palabras de uno de los invitados, «abatido por el tiempo» y «prematuramente envejecido». Una numerosa tropa de fotógrafos, periodistas y aprendices de escritores, todos habaneros, se apretaban junto al escritor que «quizás por primera vez en su vida estaba realmente asustado». El homenaje se ofreció en un jardín inmenso al aire libre donde se repartían gratis cervezas Hatuey y daiquiríes, y un almuerzo que consistió en piernas de lechón asado, plátanos y arroz, todo lo cual se sirvió frío. Rodeado de pescadores, que llegaron en grupo a última hora y con los que se retrató, Hemingway dijo: «Para ser un hombre solitario, tengo bastantes amigos.»
Había un gigantesco cartel que expresaba: «La cerveza HATUEY saluda al viejo ERNESTO HEMINGWAY.» Cuando los pescadores de Cojímar llegaron al lugar, el maestro de ceremonias dijo: «¡Aquí están los humildes pescadores de Cojímar, grandes amigos del gran escritor y amigos de Hatuey y Bacardí, que se complacen en tenerlos en su casa! ¡Bienvenidos, pescadores de Cojímar!»
La biblioteca fue originalmente una habitación para invitados. Mary Welsh la transformó en 1949, debido a la acumulación progresiva de libros. Mary diseñó el mobiliario y Francisco Castro lo construyó con majagua, una de las maderas preciosas cubanas. El león en primer plano que cazado por Hemingway en 1934, en su primer safari.
(Enrique de la Uz)
Otro cartel desplegado decía: «El ron Bacardí da la bienvenida al autor de El viejo y el mar.» El acto comenzó con el Himno Nacional cubano y alguien preguntó por qué no «ponían también el himno americano». Le explicaron que Hemingway «se había hecho ciudadano cubano». Luego tríos típicos interpretaron un cha-cha-chá llamado Viva Hemingway, y una guaracha sin título, cuya letra consistía solo en: «¡Hemingway! ¡Campoamor! ¡Pessino!» Fernando G. Campoamor era el organizador del acto y un íntimo de Finca Vigía (aún en 1980 se le podía encontrar en los puntos favoritos de Hemingway en La Habana, especialmente el Floridita) y Pessino, el administrador de la cervecería. Uno de los números que suscitó emoción fue cantado por Amelita Frade, con música de La guantanamera:
El Premio Nobel pescó
porque es un tigre escribiendo;
cuando escribe estamos viendo
los momentos que él vio.
Ante su estampa tembló
la pantera de Zambeze
su libro decir parece
que el viejo fue Hemingway
pero que el mar es de Hatuey
¡porque él se la merece!
Le gusta sentir bravio
el viento sobre El Pilar
y de noche conversar
con la selva y con el río.
Le gusta este suelo mío
y nuestro mar antillano
le gusta estrechar la mano
de los humildes de aquí
y le gusta el daiquirí
sano, sabroso y cubano.
Finalmente llevaron a Hemingway a la tribuna, donde dijo: «Un hombre que no sabe hablar un idioma no debe hablarlo ni en su casa.» Luego pronunció un discurso «en perfecto español aunque con fuerte acento», según uno de los cronistas. Hemingway repitió su vieja máxima de que un escritor no debe hablar sino escribir, y anunció su decisión de donar la medalla del Premio Nobel a «Nuestra Señora de la Caridad del Cobre». Campoamor agradeció estas palabras con un: «Hemingway, Cuba te quiere como una madre.» Al otro día el reaccionario Diario de la Marina recogía el ofrecimiento de Hemingway con júbilo, y en la columna diaria del Padre José Rubinos, se decía: «Hemingway... ahora ha embarcado con todos nosotros en la barca de la Virgen de la Caridad... El gran novelista va rumbo a la Gran Iluminación... Yo me hago la ilusión de que sus novelas, en adelante, tendrán la perspectiva de lo infinito del alma cristiana.»
Como souvenir de este homenaje a Hemingway, se publicó un folleto en papel estraza, en el cual se reproducían las menciones a la cerveza Hatuey que aparecen en El viejo y el mar y Tener y no tener, con la siguiente nota adicional:
Recuerdo
Almuerzo celebrado en los jardines
de la Cervecería Modelo, en el Cotorro,
Habana, el lunes 13 de agosto de 1956.
Página de la edición de Tener y no
tener (To Have and Have Not) con el
sello editorial de Charles Scribner's
Sons, de New York, USA, donde el genial
novelista alude en sus diálogos a la
cerveza Hatuey.
En el reverso del folleto se incluía el mismo texto respecto a El viejo y el mar.
Por la Carretera Central, el Cotorro queda a poca distancia de San Francisco de Paula. Por allí continúan pasando grandes camiones llenos de cal; hay unas canteras cercanas, en constante movimiento, que envían material de construcción a La Habana. (Es otra de las fuentes de trabajo donde se desenvuelve la vida económica de esta región en la que el Dios de Bronce de la Literatura Norteamericana fijó su residencia.) Como la cal se extrae con dinamita, cada explosión significa que Finca Vigía se conmueve; se ve a los lejos la blanca columna de humo, y parece que se está próximo a un campo de batalla. Los cristales tintinean en el interior de Finca Vigía.
5
En la calle que da acceso a la finca —que se considera como una extensión del callejón de La Vigía— se encuentra la farmacia que Hemingway evitaba mirar cada vez que pasaba; un resentimiento crónico a todas las medicinas. Ya en la Carretera Central, en dirección a La Habana, aparece el conocido cafetín El Brillante: un gran brillante que centellea está pintado en la pared. El paisaje que aparece a continuación fue descrito por Hemingway en la Segunda Parte, «Cuba», de Islas en el Golfo; Thomas Hudson lo recorre en su automóvil cuando se dirige a la embajada norteamericana y al Floridita:
Avanzaron a través de la miseria de una calle lateral del pueblo y doblaron para coger la Carretera Central. Dejaron atrás la casas del pueblo, las dos grandes tiendas que daban a la calle, con sus bares y sus hileras de botellas flanqueadas por las estanterías de productos envasados, y pasaron el último bar y el inmenso árbol de laurel español, cuyas ramas se extendían sobre todo el ancho del camino, y se encontraron corriendo loma abajo por la vieja carretera de piedra.
Era una costumbre cubana que las tiendas de víveres tuvieran un bar anexo. El laurel español todavía existe a la entrada de San Francisco, pero la carretera no es de piedras, solo su basamento. Está cubierta por una capa gruesa de asfalto.
6
Frente a Finca Vigía hay actualmente una unidad militar en lo que antes era un patio enorme donde se acostumbraba a organizar fiestas y homenajes. Se alquilaba para eso. No podemos imaginar lo que Hemingway hubiese pensado sobre esto: un local para fiestas convertido en guarnición. Pero podemos calcular con aproximación suficiente el placer que le hubiese causado conocer el cambio registrado al otro lado de su propiedad, donde Frank Steinhart vivía. Steinhart, el millonario, al cual Hemingway se empeñó en hacerle la vida imposible durante muchos años.
De todos sus vecinos, Frank Steinhart. hijo, era el de mejor situación económica: vivía de las rentas. Su padre había sido el propietario de la Havana Railway Co., la compañía de tranvías de la ciudad. El nombre de Steinhart, padre, se hizo célebre al inicio de la República de Cuba. El primero de los grandes escándalos en los tiempos del presidente Gómez —hacia 1912— lo originó el préstamo que Magoon, antiguo gobernador norteamericano en la isla, concertó con Speyer y Compañía, los banqueros alemanes representados en La Habana por el hermano del presidente Taft y Steinhart; el escándalo estalló cuando ese dinero, que debía ser invertido en obras públicas de primera necesidad, fue a parar a los bolsillos de Gómez y sus consejeros alemanes y norteamericanos, incluidos los del señor Steinhart, padre.
Apenas una década después, el 6 de enero de 1921, Crowder, un enviado plenipotenciario de Washington, desembarcó en La Habana. Su viejo amigo y colaborador en tiempos de Magoon, Frank Steinhart, aún era el director de la Havana Railway Co. Fue él quien escribió el 28 de abril al secretario de Estado, Charles Hughes, para decirle que era absolutamente necesario que Crowder se quedara «para el mejoramiento y la estabilización de las condiciones comerciales de Cuba». En realidad, Crowder, apoyado por la escuadra norteamericana, debía impedir que una de las tantas situaciones explosivas de la política cubana de entonces se convirtiera en una revolución.
Hasta Hugh Thomas, en su tendenciosa historia de Cuba, describe asi la situación política a finales de agosto de 1923: «la revolución... parecía otra vez estar a la vuelta de la esquina»; por lo que el general Gerardo Machado, futuro dictador, telefoneó a Frank Steinhart para pedirle que Estados Unidos iniciara una acción preventiva.
Hemingway no estaba al corriente de estos hechos, y las acciones comando que llevaba a cabo contra su vecino Steinhart poco tuvieron que ver con ellos. «Eran —según José Luis Herrera Sotolongo— chiquilladas de Ernesto»; él gozaba de manera insistente y sistemática con esa guerra no declarada. Hubo grandes luchas y combates en la frontera de las dos fincas. Herrera Sotolongo recuerda que ellos lanzaban bombas pestilentes y petardos cuando Steinhart hacía sus fiestonas. Hemingway era el de la idea y arrastraba con él a los hermanos Herrera Sotolongo y a cualquier otro amigo que quisiera seguirlo; la hora propicia para el operativo era la medianoche y Hemingway dirigía a sus hombres por la oscura arboleda que conducía a la cerca del enemigo. Reclamaba silencio de sus seguidores y se le veía excitado y feliz, muy feliz, mientras se aproximaba al lugar de la acción. Estaban armados con caña-bravas ahuecadas que se utilizaban como bazucas para disparar fuegos artificiales. Después de la andanada, Hemingway siempre se iba el último «para cubrir la retirada», pero, según cuenta Herrera Sotolongo, era para ver cómo saltaban las copas y platos de los comensales cuando estallaban los petardos, o ver a las señoronas excusarse y retirarse cuando el aire traía lo que soltaban las bombas pestilentes. La acción se ponía sabrosa porque Steinhart soltaba sus perros. En una ocasión interrumpieron con fuego graneado de cañabravas otra fiesta de los Steinhart, y este se enfureció tanto que respondió disparando con una pistola cuatro o cinco veces hacia la casa de Hemingway. Pero dice Herrera Sotolongo, «como estábamos echados en el suelo, en la oscuridad, no nos vio y no logró hacemos nada».
Mary Welsh desaprobaba estos juegos. Gracias a su mediación, Hemingway y Steinhart llegaron a algún acuerdo, porque, recuerda Herrera Sotolongo, las acciones fueron suspendidas a principios de los años 50. Además, ya había ocurrido el golpe de Estado de Batista, y la lucha clandestina contra este se había intensificado; todo tipo de explosión se convirtió en un acto subversivo. (A partir de 1955 decayó la distribución y venta de los pequeños cohetes y voladores que se fabricaban en el barrio chino de La Habana.) Mary menciona a los Steinhart en su libro How It Was, pero como vecinos amables y distinguidos. No hace alusión a estas luchas en las que su marido hacía de capitán de guerrilleros.
La casa de los Steinhart evoca las construcciones típicas de los millonarios de los años 20 y, comparada con la de Hemingway, Finca Vigía parece apenas la casa de un granjero medio. La mansión de los Steinhart, con su estilo arquitectónico ecléctico, muestra del art nouveau criollo para uso de un tycoon radicado en La Habana, fue convertida después del triunfo de la revolución en una secundaria básica donde reciben clases casi todos los adolescentes de San Francisco. Se llama Fernando Chenard Piña, en honor a un revolucionario, fotógrafo de profesión, muerto en combate en el ataque al cuartel Moncada el 26 de julio de 1953. La cerca que protege la antigua casa de los Steinhart es de piedras, y mucho más alta que la de Finca Vigía. La piscina está vacía. El antiguo callejón de Steinhart se ve repleto de muchachos a la hora de entrada o salida de la escuela. Hay un cartel colocado en el portón de la antigua residencia de los Steinhart: «Si yo muero y esto se salva vístete de rojo que se ha salvado la patria», palabras del revolucionario Chenard Piña.
Pero las acciones comandos con voladores no se limitaron a la frontera entre las fincas del magnate y el escritor. A Hemingway le gustaba gastar dinero en esto; sus cohetes favoritos eran los de 20 centavos, que hacían mucho ruido, y las baratas bombitas (dos por cinco centavos) envueltas en papel de aluminio que se hacían estallar lanzándolas contra el piso. También había cohetes de a medio y de 40 centavos. Los más corrientes eran los de a medio, de color rojo y con una mecha amarilla, que tenían el grosor de un cigarrillo.
Varias veces, sobre todo en época de Navidad, Ernest Hemingway, rodeado de una veintena de muchachos, recorrería San Francisco de Paula tirando voladores. Pero mantenía una reserva de cohetes en la casa para su guerra particular con los Steinhart. Uno de los muchachos que perteneció a la pandilla de Hemingway era Gilberto Enriquez. Este recuerda:
Los cohetes se vendían al menudeo, o por ristras, y Hemingway, en sus correrías con nosotros, llevaba su ristra en los bolsillos y colgándole del hombro, en bandolera. Los cohetes se prendían con cigarros y, como él no fumaba, todos nosotros queríamos llevar el cigarro prendido. Unos Partagás fuertes, inmensos. Se podían prender con fósforos, pero el cigarro nos confería el carácter de zapadores auténticos. La cosa se hacía en comandos siempre. A Hemingway le gustaba asustar. Por ejemplo, había una barbería a la cual nos acercábamos sigilosamente y colocábamos una seguidilla de cohetes. Aquello sonaba como un ametrallamiento y la gente de la barbería se echaba al piso. Luego alguien decía: «No, si fueron los muchachos con los cohetes.» A veces veían que era Hemingway y se enojaban: «Coño, tan grande como está el americano ese», pero no pasaban de ahí. En primer lugar, Hemingway era un tipo muy alto y fuerte y había que saber medirse con él. En segundo lugar, porque realmente era un tipo muy simpático y la gente tenía que perdonarle las chiquilladas. Claro, él no se detenía, para que lo vieran. Se mandaba a correr junto con los muchachos. Pero uno puede imaginarse lo que parecía ese hombre grandulón acompañado de 15 ó 20 muchachos corriendo cuesta abajo o cuesta arriba por una de esas calles de San Francisco. Y la gente decía: «Pero.. si es Hemingway», y entonces se escuchaban las explosiones: «Hemingway poniendo cohetes...» Y Hemingway, excitado, se reía y luego enviaba a uno de los muchachos a ver qué había ocurrido en la barbería o en el lugar que fuese, y cuando regresaba lo interrogaba, como si se tratara de una verdadera operación guerrillera: «¿Así que se echaron al piso?», preguntaba. Y el explorador hacía su narración. Cuando una cosa le hacía gracia, Hemingway se viraba para el resto del grupo buscando aprobación.
En la biblioteca, un leopardo cazado por Hemingway en 1953 en Kimana Swamp. El put redondo lo compró el matrimonio Hemingway-Welsh en 1954 en El Cairo.
(Enrique de la Uz)
A la izquierda, una de las mesas de trabajo del escritor. A lo largo de las paredes, el tesoro bibliográfico.
(Enrique de la Uz)
En uno de los libreros de la biblioteca: una fotografía del Pilar, barómetros, corales secos y abanicos de mar. (Enrique de la Uz)
Para los muchachos lo más divertido eran las guerras de voladores. Hemingway colocaba a las «tropas» en dos trincheras diferentes, en cualquiera de los declives que hace el terreno de la finca, y él se situaba de un bando como capitán, y le decía a alguno de sus amigos, de los visitantes de la casa, que se colocara en el otro. Los muchachos estaban armados de verdaderas rampas de lanzamiento, de madera; «con ellas nos apuntábamos». Así comenzaba la guerra de voladores. «A cualquiera le arrancaban allí la cabeza», añade Gilberto, uno de los «sobrevivientes». «Había que andar ligero.» José Luis Herrera Sotolongo cuenta que un día Hemingway y otro amigo, quizás Paco Garay o Sinsky, le hicieron una encerrona. Herrera Sotolongo «no estaba armado» y lo cogieron dentro de la casa con las cañabravas. El médico tuvo que escaparse a la carrera porque le dispararon a los pies, a boca de jarro. Querían hacerlo bailar.
7
Las estrellas de Gigi
Andaba por la finca en short y sin camisa en verano. A veces con una pistola calibre 22 al cinto. Les decía a los muchachos de San Francisco de Paula: «Cojan mangos y llévenlos a su casa, pero no tiren piedras a las matas.» Tenía la obsesión de que no maltrataran sus árboles, y, sobre todo, insistía en su prohibición de que no les tiraran piedras. Claro, eso es muy difícil, porque, para un niño, la mejor manera de coger mangos es a pedradas. Una vez alguien le dijo: «Bueno, ¿pero usted no quiere que estos muchachos sean peloteros? La forma que tienen de aprender a pitchear es tumbando mangos con piedras.» Hemingway se quedó pensativo al oír esto, pero luego dijo que no, que aprendieran a pitchear con pelotas y guantes y no con piedras y mangos. Que él pagaba los equipos. Así que les compró trajes de peloteros y guantes de pelota y esa fue la época en que los niños de San Francisco de Paula tuvieron su club de béisbol, Las estrellas de Gigi, en homenaje a su hijo menor, Gregory.
Muchas veces en el pisicorre de Hemingway los integrantes de Las estrellas de Gigi fueron a competir con clubes de otros lugares. A Hemingway le entusiasmaba llenar su pick-up con los muchachos y los equipos, y sentir el olor del cuero de los guantes y hacer el papel de manager de este team de grandes bateadores. Después que constituyó Las estrellas de Gigi, vio que se hacía imprescindible formar otro equipo de béisbol, porque había muchachos suficientes para eso, y porque se necesitaban buenos rivales, así que sacó más plata del bolsillo y equipó otra novena. Dos teams de béisbol en su nómina. Quizás una descripción del sentimiento que experimentaba Hemingway hacia estos niños y de su presencia entre ellos, se halle en la escena de Islas en el Golfo en que un Roger paternal y feliz se encamina hacia la playa rodeado de los hijos de Thomas Hudson.
Pero había ocasiones en que Hemingway «iba a lo suyo» y bajaba por el sendero de la finca, generalmente en el mismo pick-up, y los muchachos lo veían pasar, taciturno, solo en el carro, y todos sentían un sentimiento indefinido, entre nostalgia y celos, porque no iban con él. Así lo confiesan ahora. Y recuerdan que en esas ocasiones Hemingway iba casi siempre sentado atrás, con su acostumbrado vaso de bebida en la mano, o con un termo en que dos o tres grandes trozos de hielo navegaban en un mar de whisky.
8
Los MUCHACHOS podían entrar en la finca sin zapatos y sin camisa y entonces Hemingway practicaba boxeo con ellos. Se ponía a enseñarlos a esquivar los golpes. Recibía, pero nunca devolvía. Aquel hombrón, sonriente, bonachón, muy fuerte, muy saludable, pero sudoroso, animaba a los contrincantes a lanzarle el jab, mientras les decía que él aguantaba cualquier cosa. Los otros muchachos del barrio se mantenían a su alrededor y gritaban, y él, sonriente, era el sparring.
Una tarde, Félix Sosa, que ya estaba un poco crecido, hizo guantes con Patrick, el hijo mediano de Hemingway. Todos vieron cómo Félix golpeaba con la rodilla. Hemingway detuvo el round, los separó y le dijo al tramposo: «Así no se boxea. Te voy a enseñar cómo se hace.» Cuando Hemingway comenzó a ponerse los guantes, Félix Sosa se quitó los suyos y huyó corriendo de la finca. Unos días más tarde Hemingway lo mandó llamar y le dijo que lo hacía para «pasarle la mano», es decir, para que no se sintiera agraviado. «Lo cierto —dice Gilberto Enríquez—, es que no se recuerda que tuviera un gesto malo.»
Luis Villarreal es el hermano jimagua de René, y René es un personaje imprescindible en la vida cubana de Hemingway. La familia, que tenía una desvencijada cabaña de tablones cerca de la finca, se vinculó de manera trágica con el escritor. Los recuerdos sobre Hemingway que Villarreal cuenta están relacionados con la infancia: Hemingway organizando una guerra de voladores o jugando a la pelota con ellos: «Papa nos decía: “Yo dirijo el juego, lo veo desde afuera, porque soy muy grande y puedo golpear a un niño sin querer”.»
«Papa.» Aparece ahora este mote en nuestro relato. Pero lo utiliza Luis Villarreal que, de cierto modo, era uno de los íntimos de la familia cubana de Hemingway. No todos lp van a llamar así aquí. Otros lo prefieren hacer con la retórica del respeto: «Jemingüey» o «Míster Wey».
«Nosotros nos pegamos a Papa —añade Luis Villarreal— por medio de una curiosa circunstancia, que también puede servir para revelar una faceta de su carácter. El caso es que estábamos nosotros, los niños del barrio, jugando, cuando un hermano mío y de René se cayó de una carreta cargada de yucas. Las ruedas le pasaron por encima. Este hermano mío se llamaba Rodolfo, y, reventado, comenzó a agonizar. Nosotros no sabíamos qué hacer con él tirado en la calle. Había una enorme gritería, figúrese, y la noticia llegó a oídos de Hemingway, allá arriba en la casa: a Rodolfo lo había arrollado una carreta. Fue Hemingway quien lo recogió y llevó en su máquina a la clínica. Le dijo a los médicos (era una institución privada): “Sálvenle la vida a este muchacho no importa lo que cueste, yo lo pago.” Desde luego, todos los esfuerzos resultaron inútiles. Era una carreta que pesaba varias toneladas y mi hermano murió. Ahora yo podría intentar una explicación del comportamiento de Papa, y es que él era muy sentimental; como la carreta se hallaba en el callejón de La Vigía, pudo sentirse aludido o responsable de alguna forma. No sé, él era un hombre sentimental...»
Mario es el nombre con que Hemingway designa a René Villarreal en Islas en el Golfo. Hay una escena en que hace una alusión al difunto Rodolfo. Thomas Hudson y su chofer cruzan la verja de la finca, con destino a La Habana, y, como no tiene portero, se presenta el problema habitual: ¿quién se apea del carro para cerrar la gran puerta de madera?
En el automóvil Thomas Hudson y el chofer descendieron por el camino, y el chofer bajó un momento y quitó la cadena del portón; luego volvió a subir y pasó el portón con el automóvil. Un muchacho negro se acercaba por la calle y le pidió que cerrara el portón. El muchacho sonrió y dijo que sí con la cabeza.
—Es un hermano menor de Mario.
—Lo sé —dijo Thomas Hudson.
La muerte de Rodolfo impulsó a Hemingway a llevarse a uno de los hermanos a su casa, y adiestrarlo como secretario o mayordomo. Desde entonces René vino a ser un segundo al mando de Finca Vigía, y el hombre que atendía la casa en ausencia de Hemingway.
René Villarreal emigró hacia Estados Unidos, con ayuda de Mary Welsh, a fines de los años 70. Se hizo orfebre, maestro de joyería, y en 1977 trabajaba en un establecimiento de New Jersey.
Páginas mecanografiadas de la versión original del cuento «In Another Country» («En otro país») que incluye como segunda parte el texto de lo que sería un cuento independiente: «Now I Lay Me» ( —Mientras los demás duermen»).
El resto de su familia vive aún en Cuba. Otro de sus hermanos es un importante dirigente sindical, Oscar Villarreal. Después de la muerte de Hemingway, en 1961, René se hizo cargo de la administración de la casa, esta vez como museo. Atendió el lugar con cuidado y esmero. Es probable que adquiera algunos vicios retóricos de los guías, pero era capaz de dedicar largo rato a un visitante inteligente o que conociera el tema. En 1966 un escritor cubano habló con él. René extrajo del bolsillo de su camisa una carta que había sido doblada y desdoblada centenares de veces. Pese a que tenía que saberse de memoria el contenido de la carta, se le aguaron los ojos mientras leía. René Villarreal, solemne y lloroso, dijo que era «la última carta enviada por Hemingway». Habrá querido decir la última carta enviada por Hemingway a él. Hemingway le hablaba de una enfermedad y de una considerable pérdida de peso, y le decía que —Old Papa no era ya el mismo de antes» y que no se engañaba respecto al futuro, pues no volvería a ser nunca más el Hemingway de siempre.
En su testamento, el escritor le encargó a Mary Welsh que entregara su carabina Winchester a René Villarreal. Un regalo espléndido, la Winchester de Hemingway. En la actualidad no se encuentra entre los objetos del museo.
A René Villarreal se le puede ver y escuchar en Memorias del subdesarrollo; en este filme la voz del protagonista, refiriéndose a René Villarreal, dice en off que es «un esclavo», entre otras cosas. Esta parte del filme está basada en el ensayo «El último verano», de Edmundo Desnoes, que es también coguionista de la película. Un fragmento del ensayo:
«Yo era la única persona que podía entrar en su cuarto mientras escribía», nos explicó con orgullo René Villarreal, el hombre de confianza de Hemingway, mientras recorríamos su casa ya convertida en museo. El famoso escritor norteamericano había recogido al pobre niño negro muchos años atrás, creo que por las calles de San Francisco de Paula, lo protegió, lo amoldó a su personalidad, a las necesidades de la casa. Cuando Hemingway escribía, René podía entrar en la habitación porque no hacía ruido, caminaba sigilosamente como una pantera africana, silenciosamente; cuando Hemingway se iba de viaje quedaba cuidando la finca.
«Comíamos todos juntos en esta mesa», explica todavía René para demostrar que Hemingway lo trataba como a uno más de la familia.
Esta idea se vierte en el filme mientras la cámara recorre la estancia, la sala de la finca, hace close-ups de los trofeos de caza, etcétera. «El hombre parece que no entendió que se trataba de una obra de ficción», relata Tomás Gutiérrez Alca, el director.
«Cuando la película se puso en exibición, se agenció un revólver. Estuvo buscándonos para matarnos, a Edmundo y a mí.»
Luis Villarreal fue entrevistado en la finca una tarde de noviembre de 1977. Era la primera vez en muchos anos que, pese a vivir a escasas cuadras del lugar, se decidía a visitarlo. La tarde estaba cayendo. Al pasar frente a la antigua caballeriza, que luego se convirtió en el garaje, dijo: «Él tenía un Plymouth y un Chrysler v el pick-up era un Buick.» La noche se cerro por completo. La casa a casi 20 años de la muerte de Hemingway, estaba a oscuras y la majestuosa silueta de la ceiba imponía su presencia en la escena. Solo un par de faroles daban una luz amarillenta bajo la que flotaban los insectos. Luis Villarreal dijo que recordaba las veces que Papa se había ido de viaje, «a veces hasta un año fuera, y mi hermano René se quedaba al frente de la casa. Cuando Papa regresaba, todo estaba en orden, y yo venía a saludarlo. Una buena parte de sus vecinos de San Francisco venían a saludarlo. Pero, decididamente, no me gusta venir ahora porque parte de mi vida la he pasado aquí, junto a un hombre que nos amó mucho».
9
El circo Miguelito
Muchos en San Francisco pueden contar algún episodio en el que el narrador aparecerá al lado de «Míster Güey», como en las fotos. Uno de ellos tiene que ver con un par de leones viejos, tres o cuatro payasos y una carpa de lona remendada; el pequeño circo Miguelito. Este relato pertenece a Kid Mario, un antiguo boxeador, masajista de Hemingway. Dice que el circo «manigüero» se instaló por un par de días en San Francisco y que Hemingway, siguiendo una costumbre suya, fue a ver los animales en sus jaulas y a «conversar con ellos». Allí dijo delante de algunos curiosos que él podía domar aquellos leones, o que era capaz de meterse en la jaula a domarlos. Quizás nunca lo haya dicho realmente, y alguno de los presentes lo imaginase. De cualquier manera corrió la noticia: Hemingway iba a domar los leones. Hemingway tenia la experiencia de África e iba a hacerlo. Y el propietario lo tomó en serio. Y lo anunció. A la noche San Francisco entero estaba en las gradas esperando por la actuación de «Jemingüey», quien, efectivamente, llegó con su traje de cazador africano, silla y látigo en mano. Estuvo bregando dos horas con las fieras. Al día siguiente por la mañana, cuenta Kid Mario, «yo estaba dándole mis masajes al señor Güey, cuando mandó a buscar al dueño del circo Miguelito. El hombre llegó al rato. El señor Güey ordenó al criado que e sirviera un trago y le dijo: “¿Usted sabe por qué yo actúe ayer en su espectáculo? Lo hice porque no me gusta defraudar al pueblo, y porque usted había anunciado que yo iba a domar leones.” “Fue una buena función, dijo el dueño. “Usted no se preocupe por mis honorarios”, le dijo el señor Güey. “Me he puesto en comunicación con mis abogados de Nueva York, que se encargarán de cobrar. Mi precio es de 10 000 pesos por función.» En ese momento tuve que abandonar los masajes que le daba al señor Güey para ayudar a revivir al dueño del circo, mientras un criado recogía los cristales del vaso que había caído en el piso. El señor Güey le advirtió que lo iba a “perdonar” porque el hombre, revivido, aseguró que nunca había visto 10 000 pesos juntos, “ni siquiera 1 000”. “Espero que no vuelva a utilizar mi nombre sin la debida autorización”, fue la advertencia final del señor Güey.»
En la habitación de Hemingway, los libros de Cossío, un clásico de la tauromaquia. (Enrique de la Uz)
10
El compinche de Hemingway en el negocio de los gallos era Pichilo, tal como llaman a José Herrera en San Francisco de Paula.
Muchos pueden decir que conocieron a Hemingway. Pero lo cierto es que hay una foto de Pichilo, en la pequeña valla de gallos que construyó en Finca Vigía, en la que Hemingway mira atentamente hacia su trabajo y en la que también aparece un juvenil René Villarreal.
A Pichilo le gustaban los gallos más que cualquier otra cosa, y así lo confiesa: «Yo era jugador. Lo era de veras.» Su negocio de gallero con Hemingway resultó afortunado. Dice que comenzaron en 1942 con «un gallo especial, un jerezano español», un hermoso ejemplar de peleador, famoso por su fortaleza, cuya adquisición se hizo a un precio elevado. Pero el favorito de la sociedad Hemingway-Herrera era un malatobo coliblanco que, a fines de la década del 40, en la valla de gallos de Guanabacoa, ganó una pelea sangrienta. «Mal herido, pero ganó», recalca Pichilo. La ganancia inmediata de Hemingway fue de 800 pesos, una suma considerable para su época. «Él lo mandaba a uno a jugar. Siempre apostaba.»
El «buró de trabajo» de Hemingway, más bien un museo personal Bajo el cristal, lotos de Mary Welsh, dibujo de Renata Borgitti y un recorte sobre Zelda y Scott Fitzgerald. Encima, cartuchos, mapas, silbato de caza, insignias capturadas a las tropas alemanas en Francia, la llave de la ciudad de Matanzas entregada a Hemingway en 1957 y tallas compradas por Hemingway en África oriental. (Enrique de la Uz)
El negocio comprendía unos 20 gallos. Cuando estaban de pelea, o sea, cuando eran «pollones», se les ponían botas de tela a sus espuelas para que no se hirieran entre sí, con sus afilados espolones naturales. «Uno ve el que se destaca, lo va comprobando en su comportamiento, y en las primeras peleas», le explicaba Pichilo a Hemingway, quien se acostumbró a tener la cría en el patio de la finca. «Me gusta tenerlos aquí en la casa», le confirmaba Hemingway a Pichilo. Gallo bueno es el que «se demuestra», el que hiere mucho en el combate; «el gallo heridor es un fenómeno», fenómeno quiere decir excelente, bueno, «un negocio, un cheque al portador», según la descripción del gallero. «La ejecución del galo nace con él, es un problema de vocación natural, digamos, como un buen boxeador, o un corredor de fondo.» Pero nada mejor que los gallos heridores, esos que colocan con rapidez una herida en el gallo contrario, una herida «noble», como le llaman los galleros veteranos a la herida producida en la vena del cuello del contrario, el «venazo» que provoca su caída inmediata. Hay otra herida terrible, el «cielazo», que es cuando uno de los gallos hace un giro rápido y le saca un ojo al contrario; este se queda con la cuenca vacía «mirando» hacia arriba, hacia el cielo. Hemingway preguntaba siempre qué clase de herida era el «cielazo». Nunca entendió bien el término y lo que significaba. «Sus gallos le salían peleadores», dice Pichilo, rememorando. «Él no era fatal para el juego. No, no lo era, y sacaba plata.»
«Claro, en este deporte, como en otros, cualquiera pierde», razona Pichilo. «Hemingway tenía buen perder; esa es la pura verdad. “Apuesta lo que quieras”, me decía, porque me dejaba que lo guiara en ese sentido. A veces perdíamos, pero no me lo reprochaba. Tenía esa confianza en mí. Claro, yo compartía con él lo mismo la pérdida que la ganancia en las apuestas. En eso del dinero, ni él ni yo éramos agachados.» De estas circunstancias y de estas amistades, tipos escandalosos, auténticamente criollos, el escritor va a obtener una experiencia vital y diferente. Hemingway va a compartir en plano de igualdad el ámbito de estos personajes ruidosos —los jugadores de gallos cubanos eran los tipos más ruidosos del mundo— y disfrutar junto a ellos el espectáculo de dos animales que pretenden mutuamente sacarse los ojos.
El propio Hemingway se lo decía a los galleros: «A mí lo que me gusta es ver la pelea.» Así que le entregaba una cantidad de dinero a Pichilo y lo dejaba apostar, que era el incentivo fundamental de las peleas de gallo, antes de que fueran prohibidas en Cuba. Aquellos galleros, sudorosos, en guayaberas y pantalón duro de trabajo, con sombreros, joyas de oro macizo, tabacos, gritando que apostaban tantas monedas a un gallo (una moneda equivalía a cinco pesos; el término procede de una costumbre española) y Hemingway entre ellos viendo la pelea.
En la década del 50 se hicieron algunos intentos para que los turistas norteamericanos asistieran a las vallas habaneras. Incluso se construyó una en el patio del sofisticado cabaret Sans Souci. Pero todos los intentos culminaron en el fracaso, por la extraordinaria crueldad de la oferta. El público norteamericano no acabó de acostumbrarse.
Después de ganada una pelea, Hemingway invitaba a los concurrentes a la cantina de la valla, donde se consumían varias cajas de cerveza y botellas de ron mientras se conversaba a viva voz. Más de una vez los parroquianos escucharon esta admonición de Hemingway, no exenta de cierto alarde: «Tome lo que usted quiera, pero no se convierta en un borracho comemierda. Yo tomo y me emborracho todos los días, pero no molesto a nadie.»
Dice Pichilo que Hemingway podía pasarse un largo rato, en silencio, mirándolo preparar las espuelas de un gallo que iba a luchar. Podía haber espuelas de nácar, o de acero, según el caso, ya que sus espuelas naturales se le cortaban, dejando un muñoncito para adaptar los espolones de combate. Estos detalles relacionados con las lidias de gallo eran lo que Hemingway podía mirar durante horas enteras, lo mismo que hacía con los pescadores, cuando los observaba preparar sus artes, o con los guerreros masai, en África, para aprender a cazar con lanza.
El Vietnamita es el mote de Rafael Romero. Era uno de los pocos combatientes del Ejército Rebelde que en el año 1975 llevaba el uniforme verdeolivo de campaña y una pistola Colt calibre 45, con cachas doradas, de las que abundaron en una época en Cuba, casi siempre capturadas a los batistianos. Nadie sabe el porqué de su mote: el Vietnamita. Tampoco él lo sabe. Un día, al principio de la guerra en el sudeste asiático, comenzaron a llamarlo así, pero no era seguramente por su aspecto. No se parece en absoluto a un vietnamita: bajo, sólido como un roble, trigueño. Debe haber cambiado poco desde el día en que Hemingway le hizo una de sus habituales apuestas, en diciembre de 1959. «Fue, desde luego, un lío relacionado con gallos de pelea», dice el Vietnamita.
El teniente Romero estaba con un inmenso tabaco en una valla de San Francisco de Paula, cuando comenzaron las apuestas. Se jugó 50 monedas a un gallo patinegro que estaba dispuesto a echar una buena refriega. Hemingway aceptó la apuesta. Le dio un codazo a Pichilo, quien, en medio de los gritos en la valla, dijo que aceptaba. Ganó el gallo de Hemingway y el Vietnamita tuvo que pagar 250 pesos. El patinegro estaba muerto en medio de la valla y los jugadores se iban retirando, cuando se escuchó la voz de Hemingway, fuerte, sonora, que decía: «¡Mala suerte, teniente!» El teniente Romero se encogió de hombros: «Sí, mala suerte.»
Esa fue una de las últimas veces que el Vietnamita vio en vida a Hemingway, pero también fue su última apuesta. «Ese día de diciembre de 1959 decidí que había terminado mi vida de gallero. Me jodió tanto que Hemingway hablara de mi mala suerte, que cogí mi automóvil y me dirigí a la pagaduría de la Fuerza Aérea Rebelde —yo estaba destacado allí— y fui a ver al pagador, que era un antiguo oficial del ejército batistiano, y le dije: “Perdí un gallo y 250 pesos en una apuesta con Hemingway.” “Yo no juego gallos, no conozco a Hemingway”, dijo el pagador. “Ese dinero yo lo tenía par? pagar la casa y la fiesta de Nochebuena de la familia”, dije. “El juego es malo, el juego corrompe”, me dijo. En aquel momento estaba ciego, y, sin pensarlo, había sacado la 45 y la había puesto en la ventanilla de pagaduría. No la tenía en la mano ni nada, pero él me dijo: “Bien, lo que podemos hacer es un préstamo personal.” El hombre así lo hizo, y yo, una semana más tarde, fui a San Francisco de Paula y busqué al americano y le dije: “Se acabó mi mala suerte porque yo no vuelvo a jugar gallos Solo me queda una maldita deuda, para terminar para siempre con los gallos.” Entonces fue cuando Hemingway me dijo que lo mejor que podíamos hacer era tomarnos un trago.»
Manuel Hernández, 65 años en 1977, que se ganaba la vida como —gallero de los Dueñas—, recuerda que se tropezaba con Hemingway en algún cafetín de San Francisco, y este le preguntaba: ¿No hay batalla hoy?» Se refería a las lidias de gallos. «A mi lo que me gusta es presenciar la batalla —, explicaba Hemingway a Manuel.— Lo que me gusta es ver.» Manuel, un tipo seco y taciturno, afirma que sus recuerdos están narrados con precisión. «Parece que [Hemingway] se armaba sus líos con las expresiones. Cuando comenzaba la pelea, le gritaba a los gallos: ¡cógelo! Pero esto no es lo que se grita en una pelea. Uno en la valla lo que hace es apostar, proponer sus apuestas. Se grita así: voy tantas monedas a tal gallo, y también malas palabras, pero no se dice cógelo, por nada del mundo se dice cógelo.»
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La presencia de Hemingway en San Francisco de Paula era motivo de satisfacción para los vecinos del pueblo por otras razones también. Hizo contribuciones generosas, como los 2 000 pesos que dio para la construcción del acueducto.
Las colectas eran frecuentes entonces en San Francisco de Paula; la ya acostumbrada colecta para dotar de un equipo de bombeo de agua al pueblo, o dinero para alguna fiesta, o para algún funeral. Y en Navidad se hacían colectas de todo tipo. Hemingway siempre se mostró generoso y su buena disposición está testimoniada en innumerables artículos. Se ha señalado en crónicas y notas biográficas la costumbre de Hemingway de enviar coronas a cada paisano de San Francisco que moría.
También podía haber colectas o «picadas» por motivos particulares, cosa habitual en Cuba antes de la revolución. Si alguien tenía un enfermo, iba a casa de los ricos a pedir. Si se trataba de alguien como Hemingway, las visitas resultaban frecuentes. Luis Villarreal recuerda que Hemingway se dirigía a su hermano René y preguntaba: «¿Conoces a esta persona?» Cuando René asentía, Hemingway hacía otra pregunta (la persona estaba delante): «Dice que tiene un familiar enfermo y que necesita ayuda económica. ¿Eso es cierto? ¿Tú sabes si tiene algún familiar enfermo?» Las respuestas eran afirmativas regularmente y Hemingway 'sacaba cierta cantidad de su bolsillo, de acuerdo con el caso. Pero si la respuesta era negativa, si Hemingway veía que había sido objeto de un intento de engaño, su actitud podía ser realmente peligrosa. «Si había un enfermo, él se desprendía rápidamente de 15 ó 20 pesos, pero si habían tratado de estafarlo, se ponía furioso y blasfemaba como un demonio. Una vez hubo un personaje de aquí, de San Francisco, que le dijo que estaba haciendo una colecta para comprar unos equipos de pelota para un team local. Era una estafa. Cuando Papa lo supo, había que oír los gritos que daba: “Me cago en la puta madre, estafador”, uno de los insultos más violentos que se dicen aquí.»
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Para mantenerse en forma Hemingway contaba en Finca Vigía con Kid Mario, el masajista. Kid Mario es, desde luego, el apodo profesional. Mario Sánchez Cruz, según su propia explicación, se llama en realidad Agustín Sánchez Cruz, pero desde pequeño le dicen Mario, y cuando comenzó a boxear lo apodaron Kid Mario. Uno de sus orgullos es la media docena de carnés, casi todos ya en desuso, ajustados con una gruesa liga, que invariablemente abultan uno de los bolsillos de su camisa; con ello puede demostrar en cualquier momento que es una persona «integrada», esto es, en uso de la terminología cubana, un hombre integrado a la revolución, un revolucionario. Uno de sus carnés dice lo siguiente: «Por medio de la presente estoy comunicándole un HAGO CONSTAR que el cro. [compañero] de Ref. [referencia], perteneciente al territorio de ese sector 18, desempeña un cargo en este sector 17. Dicho cargo es que dicho compañero pertenece a la Sección de Servicios Técnicos.»
Fue campeón de los pesos welter en los años 30 y 40; después comenzó a ganarse la vida como masajista a domicilio. Iba a casa de los Steinhart tres veces a la semana, cuando Mary Welsh, que tenía cierto problema en el coxis, requirió de sus servicios. Así comenzó su trabajo en Finca Vigía en días alternos. Se ganaba cinco pesos por sesión, que duraba dos o tres horas. Hemingway fue el último en interesarse por sus servicios. Se fijó en él cuando le escuchó decir una vez, de pasada, que había hecho guantes con Gene Tunney. Finalmente fue el masajista oficial de Ernest Hemingway. Cuando Kid Mario comenzó su trabajo en Finca Vigía, el escultor Boada estaba modelando el busto de Hemingway. Fue el mismo boceto en barro que sirvió de base para el busto de bronce que actualmente se encuentra en el Floridita. «Se demoró bastante», comenta Kid Mario. «Yo le daba mis masajes al señor Güey y el hombre hacía su busto. Bien, cada cual se busca la vida como puede.»
En agosto de 1961, cuando Mary vino a La Habana a recoger las pertenencias de Hemingway y se entrevistó con Fidel Castro, le dijo al dirigente cubano: «Lo único que yo quiero es que me envíe a Mario de vez en cuando a Estados Unidos. Eso es lo que yo más quiero, que si necesito sus servicios, usted me lo mande. Es el mejor en su especialidad, aunque es miliciano.» Se supone, según relata Mario, que la respuesta de Fidel fue: «Mucho mejor si es miliciano.» En julio de 1977 Mary le trajo un regale, un juego de chaqueta y pantalon de mezclilla Levi. No vio a Mario, pero se lo envió a través de unas amistades.
Tres protagonistas de las narraciones de Hemingway tuvieron en sus manos la carabina Mannlicher que se conserva sobre el librero. Mary Welsh se la ofreció a Fidel Castro, como un recuerdo personal, en agosto de 1961, pocas semanas después de la muerte del escritor. Encima, el búfalo que Hemingway cazó en su safari de 1934. (Enrique de la Uz)
Hemingway adquirió la costumbre de colocar la correspondencia sobre su cama. En el mismo sitio se han conservado algunos de los últimos periódicos y revistas que llegaron a Finca Vigía después de su muerte. (Enrique de la Uz)
En el lugar de siempre, su máquina de escribir. En la pared, el impala que cazó en 1953 en Kenia. (Enrique de la Uz)
Un librero en la habitación de Hemingway. En la fotografía, montada en un marco de plata, aparecen sus hijos Patrick y Gregory. (Enrique de la Uz)
Según Kid Mario, Hemingway era un cliente dócil y amable. Un día le dijo: «No me llames más por el apellido. No me digas más Güey ni Jemingüey.» Otra vez le sirvió un trago y le dijo: «Puedes sentarte en mi butaca.» Intercambiaban golpes con guantes Everlast de 16 onzas. Pero no hacían sacos ni peras, pues en Finca Vigía no había esos equipos. Jugaban a lanzarse una pelota de 12 libras, para activar los brazos y el pecho. Hacían calistenia porqué Hemingway se lo pedía a Kid Mario. Su cliente pesaba unas 200 libras y tenía barriga, que Kid Mario achacaba a la cantidad de bebida que Hemingway ingería. «Después que pasó de los 50 se puso barrigón cantidad, pero esto no le impedía hacer flexiones y tocarse la punta de los dedos doblándose por la barriga. Estaba en forma. Tenía un porte derechito.»
En julio de 1960, Hemingway se despidió de él con las siguientes palabras: «Cuando uno llega a los 60 debe apurarse con lo que está haciendo para no quedarse a mitad de camino. Pero yo be pasado de los 60. Ya nada me apura.»
Kid Mario es un tipo formidable y entusiasta. Veinte años después de su despedida de Hemingway continúa trabajando como masajista a domicilio. Y fue a este hombre de sólidos brazos, ancha y firme quijada, a quien Ernest Hemingway le reveló el gran secreto de su vida. Una biografía de Ernest Hemingway debe incluir, probablemente, la revelación de este secreto. Y Kid Mario, entrevistado en el verano de 1977, relató que, en cierta ocasión, mientras untaba aceite en el cuello y los hombros de Hemingway, este se lo había confiado.
Los cuernos son de un búfalo cazado por Hemingway en 1953 en las alturas de N’Guarumani, al oeste de Magadi, Kenia. (Enrique de la Uz)
El entrevistador lo escuchó con atención, pero como entendió que era un secreto auténtico, no hizo ningún comentario al respecto y continuó su interrogatorio, porque quería saber qué había ocurrido en un circo llamado Miguelito en el que Hemingway había domado leones. Kid Mario hizo el relato del circo, y, al final, como de pasada, dijo que recordaba perfectamente el día aquel en que Ernest Hemingway le reveló el gran secreto. El entrevistador, desde luego, volvió a asumir la misma actitud de reserva anterior. Kid Mario dijo entonces que aquel era realmente el secreto de la vida de Hemingway. Antes de despedirse, cuando el entrevistador serraba su libreta, agradecía la hospitalidad y se hallaba cerca de la puerta de la calle, Kid Mario hizo un tcht con la boca y dijo: «Aquel secreto lo atormentaba mucho.» Días después y a horas diversas en el transcurso de algunas semanas, este entrevistador recibió en su casa diversas llamadas telefónicas de Kid Mario, en las que el masajista y antiguo boxeador se interesaba por la salud del «compañero escritor» y por el curso de su trabajo e informaba que solo él conocía el gran secreto de la vida de Hemingway.
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Gilberto era uno de los tantos niños del pueblo que se confundía entre la tropa de compañeros de Gigi. Pero a mediados de 1950 era algo más que un adolescente y se podía adivinar bajo su ropa el peso sólido de una pistola calibre 45. Para entonces ya todo el mundo sabía en San Francisco de Paula que con Gilberto Enriquez «no se jugaba».
Hemingway, con su agudeza, tiene que haberse dado cuenta del cambio que había operado la personalidad de este niño en su paso a la adolescencia, y luego a la juventud. Se convirtió en un hombre de pocas palabras, taciturno, hosco. Había formado parte habitual de la pandilla de Gigi y tomó activa participación en las guerras de voladores «que se formaban en la finca». Por otro lado, a Gilberto Enríquez le costó trabajo reconocer a su antiguo compañero Gigi en la foto de la carátula del libro Papa Hemingway. Un amigo le enseñó el libro y Gilberto vio un médico envejecido que había escrito sus memorias. No preguntó por los otros hijos de Hemingway. Aquí en San Francisco de Paula nunca se habla de ellos, ni de Jack ni de Patrick.
Gilberto fue jefe de una de las células clandestinas de la Juventud Socialista, pero tuvo que alzarse y se integró en una de las columnas guerrilleras bajo el mando de un comandante legendario: Camilo Cienfuegos. Cuando triunfó la revolución, le entregaron las llaves de San Francisco de Paula en un acto público y se le reconocieron sus méritos como combatiente clandestino de la zona. Un día del invierno de 1959 Gilberto se encontraba en El Hoyo, un pequeño y apartado bar de la localidad. Como había una disposición que prohibía a los militares de uniforme ingerir bebidas alcohólicas en lugares públicos, Gilberto estaba algo retirado, semioculto. Cuando fue a pagar la cuenta, le dijeron que Hemingway ya lo había hecho. Hemingway se encontraba allí y se le acercó. «¿Cómo está, teniente?», dijo. «Yo quisiera que usted ahora me aceptara un trago a mí», respondió Gilberto. «Con mucho gusto», aceptó Hemingway.
Y se pusieron a hablar de un enemigo común.
El enemigo no era ninguno de los pacíficos parroquianos de una barbería de San Francisco de Paula, o los muchos jugadores de gallos y bebedores que se gastaban su sueldo en el cafetín El Brillante, cuando Hemingway y su pandilla aparecían por una esquina, cargados de voladores. El enemigo era un hombre alto, de rostro aguileño, de cabeza grande y cargado de hombros.
Hemingway, a fines de los años 50, renovaba su interés por los toros y había vuelto al ruedo, pero en ese momento lo que estaba ocurriendo en «su barrio» era grave. El enemigo andaba siempre en un jeep Willys, vestido con su uniforme de guardajurado, de color caqui, sombrero alón con barboquejo y gafas calobares. De sargento fue promovido a teniente cuando se «destacó» en unas acciones de represalia contra unos huelguistas. Mató a «cuatro o cinco muchachos», entre ellos a uno llamado Guido Pérez, que, con toda probabilidad, era uno de los que participaba en los juegos de voladores y boxeaba en casa de Hemingway. Maldonado es el apellido del asesino: no debe confundirse con otro, con el teniente Correa, que fue el que practicó un registro en la finca en otra época y bajo otro gobierno, el de Ramón Grau San Martín. Este es el teniente Maldonado, jefe batistiano del cercano puesto de Santa María del Rosario, bajo cuyo mando, sin duda, estaba la patrulla que merodeaba la finca en busca de armas y mató una noche a culatazos uno de los perros de Hemingway; algunos dicen que la víctima fue Machakos (Mary Welsh, Carlos Baker), otros, que Black Dog (Hotchner, José Luis Herrera Sotolongo).
Carlos Baker afirma en su biografía, Ernest Hemingway. A Life Story, que el jefe de esa patrulla —Baker no cita nombres— fue ajusticiado:
Desde luego, hubo un gran derramamiento de sangre. La docena de jóvenes de San Francisco de Paula y del vecino pueblo del Cotorro habían sido arrestados y arrojados a las cunetas por la policía secreta de Batista. Por otra parte, algunos muchachos del Cotorro habían ahorcado en noviembre «con las mutilaciones habituales» al sargento batistiano que había matado a tiros en agosto al perro Machakos.
Pero hay errores en la información del señor Baker. Ninguno de los esbirros ajusticiados en Cuba en el transcurso de la insurrección fue mutilado. Se les ajusticiaba sin miramientos, desde luego pero no se conocen casos de mutilación. Y la realidad es que a Maldonado no solo no lo mutilaron sino que en 1980. 21 años después del triunfo revolucionario, estaba vivo, y parecía que iba a seguir estándolo. La historia es bastante curiosa porque todo el mundo en San Francisco consideraba a principios de 1959 que había llegado la hora para el último esbirro de la localidad. En el juicio público estuvo llorando todo el tiempo, hasta que su ayudante, otro asesino, de rostro cetrino, se levantó de la silla y le dijo: «Compadre no llores más como una puta, que tú mataste y yo también.» Se encontraba en el juicio otro viejo batistiano al que llamaban Caballo Loco. Había sido capitán, jefe del puesto de la Guardia Rural del Cotorro y, por tanto, jefe directo de Maldonado, que se desmayó cuando oyó decir esto. Todo indica que Caballo Loco no había cometido ningún crimen, pero «estaba impresionado en el juicio». La condena para Maldonado fue de 30 años. El hecho de que no lo fusilaran motivó una reacción de protesta general en la localidad, incluso hubo manifestaciones públicas para exigir una revisión del juicio y la aplicación de la pena máxima, como se había procedido con otros asesinos batistianos en el resto del país. Pero en esos momentos ya se había ordenado que cesaran los fusilamientos de esbirros.
«Ese es un hombre que hay que matar», le dijo Gilberto Enriquez a Hemingway aquella tarde de invierno mientras se tomaban el trago en Él Hoyo. «Un mal hombre, una hiena, ¿no cree, teniente?» dijo Hemingway. «Mi problema no es pensar que él esté vivo, sino en los que él mató... mis compañeros muertos por sus manos.» Hemingway, dice Gilberto, comenzó a escucharlo en silencio. La conversación había caído de manera inevitable en este tema. «Se va a morir de viejo, coño. Eso es lo que va a pasar con él. Y para este pueblo lo que tiene que ocurrir es que Maldonado esté enterrado.»
El tono de complicidad entre Gilberto y Hemingway se había establecido por hechos como los ocurridos una noche, tres años antes, a principios de 1957.
Gilberto Enriquez ya había logrado armar una pequeña tropa de luchadores clandestinos: «Revolvito a revolvito había logrado armar a 18 hombres.» En cierta ocasión se propusieron ahorcar a un chivato y ajusticiar a uno de los soldados que había participado en una acción de represalia contra los revolucionarios que halan atacado el cuartel Goicuría de Matanzas. Estos proyectos se frustraron por falta de coordinación. Pero, de alguna manera, la noticia llegó a lo alto de Finca Vigía, y tuvo su respuesta. René Villarreal conversó con Gilberto sobre unas armas que estaban en poder de Hemingway y que este quería entregarle «Papa tiene unas armas ahí... y quiere hacérselas llegar a ustedes.» Convinieron una hora y un lugar fuera de la finca, en el callejón de los Steinhart; de noche, desde luego. Según recuerda Gilberto, él, acompañado de José Rabaza y Alfredo Sumí, se apareció en un viejo Ford. René Villarreal estaba reunido con ellos en el lugar convenido, cuando una luz de linterna los alumbró. El hombre de la linterna era Panchito, el guardajurado de la finca de los Steinhart; vestía un uniforme amarillo y polainas, y llevaba un revólver calibre 38 de cañón largo a la cintura. Panchito, sosteniendo la linterna, dijo: «¿Qué hacen ustedes aquí?» Luego, en tono paternal, les aconsejó que se retiraran: «Ustedes saben que la cosa está mala, muchachos.» Fue una operación frustrada.
Al día siguiente Gilberto fue herido en un encuentro con la policía. Se repuso de las heridas y se alzó.
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Un día, a mediados de 1939, Pichilo había terminado uno de sus trabajos por ajuste en Finca Vigía y el nuevo inquilino, un norteamericano corpulento y joven, llamado Ernest, lo mandó buscar. Le preguntó si sabía pintar. Pichilo respondió que sí. Entonces Hemingway le dijo que quería que trabajara fijo allí. «Lo he visto desenvolverse y puedo decir que usted es un hombre responsable. Me gustaría que trabajara para mí.» Según el recuerdo de Pichilo, cuando Hemingway adquirió Finca Vigía, el lugar no se hallaba en las mejores condiciones. Dice que muchas partes, especialmente los pisos, necesitaban una reparación capital. Pero Martha se enamoró del lugar y buscó gente para arreglarla. Pichilo dice que Martha era una mujer emprendedora y, según sus palabras, le gustaría saber qué fue de ella y por qué no regresó nunca más por aquí. Cuando se le explica que la señora Gellhorn debe estar viva y que compareció el 6 de noviembre de 1975 en un programa de la BBC-1, Televisión de Londres, en donde se discutía la autenticidad de una famosa fotografía de Robert Capa —la instantánea del miliciano que cae herido de muerte en Somosierra—, Pichilo se muestra contento, y dice: «¿En televisión? ¡Ah, qué bueno!»
Pichilo entró en Finca Vigía ganando 70 pesos quincenales. Tenía derecho a que su ganado pastara en la propiedad de Hemingway, lo cual representaba un ahorro para él, y luego aumentó sus ingresos con el negocio de los gallos de pelea. Asegura que Hemingway trataba de pagar con justeza el trabajo de los demás.
Su labor consistía —en cuidar los jardines y ocuparse de las hortalizas. Casi todas las hortalizas que consumían en la finca procedían de su propio huerto. Pichilo vive orgulloso de haber ostentado la jefatura de este jardín, y de ser él quien distribuyera el trabajo de jardinería a los otros empleados.
Unas notas dejadas entre la papelería de la finca demuestran la preocupación de Hemingway por las labores de jardinería. Algunos de estos papeles, redactados en un español bastante deficiente pero esforzado, están mecanografiados y firmados por Mary Welsh En otros casos se pueden encontrar minúsculas notas manuscritas con la inconfundible caligrafía de Hemingway en las que ordena hacer algún trabajo específico en el jardín. En una de las más graciosas le dice al jardinero que —no debe molestar al señor de la casa con los problemas del jardín», porque estos problemas deben tratarse con la señora Mary, que es la indicada para eso. «Él tiene bastantes ocupaciones con su trabajo de escritor», apunta el mismo Hemingway en español. Las notas escritas a máquina fueron conservadas de un año a otro para observar el estado del jardín. Además de los trabajos al inicio de cada temporada, se ve la preocupación especial de Mary por tener sus propias hortalizas y la atención que dedicaba a sus flores.
Pedro, el jardinero anterior de la finca en los tiempos del señor D'Orn, tuvo un final muy curioso, en el que Hemingway se vio implicado de manera directa, y que provocó que consumiera agua de un pozo donde había un cadáver.
La versión más difundida dice que Hemingway había acabado de adquirir su finca, o todavía la tenía alquilada, cuando llamó al viejo Pedro y le preguntó si él era el jardinero. «Sí, señor», respondió Pedro. «Bien, usted es el jardinero y soy el nuevo dueño. Lo único que voy a decirle es una cosa. Yo no quiero que me pode las matas. Yo no quiero que aquí se corte nada, ni la hierba.»
Y mucho menos que los muchachos tiren piedras. De ahora en adelante su trabajo aquí es no cortar nada.» Pedro, se dice, tragó en seco y exclamó: «Pero yo no trabajo de guardajurado. Yo no voy a estar vigilando a los muchachos para que no tiren piedras.» Hemingway repuso: «No le he pedido eso. Usted es el jardinero. Y su trabajo es no cortar, no podar.» «Pero, señor, el trabajo de un jardinero es podar.» «Sí, pero el trabajo de jardinero, en mi jardín, es no podar.» Pedro, del que nadie recuerda el apellido, se supone que no resistió esta conversación y pidió que se le liquidaran sus haberes porque él se iba. Desde luego, se afirma que esta no fue la conversación exacta, pero concuerda con el hecho de que Hemingway era remiso a que se podaran las plantas; sustentaba la teoría de que las plantas había que dejarlas crecer «hasta donde ellas quieran», aunque en realidad los jardineros —con su autorización— podaban matas en la finca y cortaban la hierba, y en todo eso interviene la tijera.
Pedro cobró su liquidación y salió a buscar trabajo, pero es evidente que no lo encontró en otro lugar, y desanduvo el camino al cabo de las dos semanas y le dijo a Hemingway que tenia razón; si en definitiva él era el dueño y decidía no podar las matas, pues cumpliría sus órdenes «y sanseacabó». Hemingway lo escuchó, se cruzó de brazos y le dijo, con todo respeto, que lo sentía mucho pero que ya tenia otro jardinero y que no podía darle trabajo, El final es conocido: Pedro, desconsolado por el trabajo que había perdido en la finca, se lanzó en uno de los pozos de Finca Vigía. Se dice que pasaron algunos días antes de que descubrieran su cadáver, alertados por el número de auras que revoloteaban alrededor del pozo. Una de las versiones asegura que en ese tiempo el agua de consumo de la casa provenía de allí.
La anécdota, en boca de Pichilo, tiene sus variantes. Sea como fuese, hubo un jardinero llamado Pedro que se lanzó en uno de los pozos de la casa de Hemingway y pasaron días antes de que se descubriera el cadáver. Esos son los hechos.
Pichilo dice que la historia del «agua del muerto» —así la titula— ocurrió en 1941, y que Pedro, debido a su avanzada edad, «se trastornó de la cabeza y se suicidio lanzándose al pozo». Pichilo aclara que lo hizo en un pozo cubierto por cañabravas, que, en aquel entonces, le daba agua «solo a la piscina». Lo único que ocurrió, según él, fue que el agua se puso como si se hubiese endulzado. Como a los dos o tres días, corrió la voz de que Pedro se había perdido: no aparecía por ningún lado en el pueblo. Alguien dijo que lo había visto merodeando el pozo de las cañabravas, y cuando se acercaron al pozo, vieron las auras.
«A la piscina, que tiene una capacidad de 90 000 galones, siempre se le administraban pastillas desinfectantes», dice Pichilo. «Pero lo cierto es que el señor Hemingway nunca entendió qué fue lo que ocurrió y me preguntaba: “Explícame, Pichilo, ¿por qué este hombre ha venido a matarse a la finca mía?” Yo, realmente, no tenía qué explicarle. Tampoco le podía decir que Pedro no era propietario de ninguna finca, así que se podía matar en cualquiera... Pero, bueno, ¿qué culpa tenía el señor Hemingway de que Pedro no tuviera finca? Era muy complicado. Y si puedo asegurar que Hemingway no comprendía ni cojones.»
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La ceiba situada a la entrada de la casa es el símbolo de Finca Vigía. «Aquí estuvo un señor —dice un jardinero, Gabino Enriquez, apodado el Negro, aunque es blanco, quizás llamado así por su bigote trigueño, tupido y bien cuidado—, un científico que dijo que la ceiba tenía como mínimo 90 años. Examinó la mata, y las raíces, y los nudillos, como si esta fuera un anciano, y dijo: “No menos de 90 años.” Pero todo el mundo aquí dice que la ceiba tiene por lo menos 150 años. Yo, como jardinero oficial del Museo Hemingway, lo que hago es sellarle los gajos secos para que dure un poco más.»
La ceiba se menciona de pasada en Islas en el Golfo, cuando Thomas Hudson, abrigo en mano, sale a esperar su automóvil. Aguarda junto al árbol y observa las hojas y los gajos partidos que cubren el suelo. La ceiba, el árbol sagrado de Cuba, todavía está ahí; el árbol más que centenario, con sus ramajes desnudos durante casi todo el año, y que le costó a Mary Welsh, según se cuenta, un enojoso problema conyugal; provocó que su esposo, Ernest Hemingway, le cayera atrás a un jardinero con una escopeta de dos cañones. Una escena digna de las comedias del cine silente.
Camino de acceso a la piscina, visto desde la casa. (Enrique de la Uz)
La torre de Finca Vigía, construida en 1947. Primer piso, los baños. Segundo piso, la casa de los gatos. Tercer piso, la sala de armas. En el último piso, la biblioteca militar y el refugio de trabajo. (Enrique de la Uz)
La casa cubana de Ernest Hemingway y la ceiba centenaria en su jardín. El lugar aparece descrito en Islas en el Golfo.
La fotografía fue tomada 14 años después de la muerte del escritor, en julio de 1975. (Enrique de la Uz)
De esta historia también existen versiones diferentes. De nuevo en este caso Pichilo tiene su interpretación, también atenuada, como la del «agua del muerto». Según el resto de los informantes que uno puede encontrarse en San Francisco, una de las raíces de la ceiba comenzó a crear un «estropicio», un problema a los habitantes de la casa, porque levantaba el piso de las habitaciones. Las raíces de una ceiba son fuertes y se alargan en busca de agua. Esta cruzaba por debajo del piso de la casa y había comenzado a levantar las losas. Hemingway dio una de sus órdenes terminantes de acuerdo con la teoría suya de que las plantas debían crecer sin limitaciones. En este caso, dijo Hemingway, la raíz retrocedería cuando no hallara agua, y las losas regresarían a su lugar. Se les echaría un poco de cemento y finalizado el incidente.
Pero hubo una mujer (la mayoría dice que Mary Welsh; Pichilo afirma que Martha) que pensó de manera distinta a su marido y contrató a un jardinero de afuera». No contrató a Pichilo ni a ninguno de los conocidos, porque con estos sabia que no podía contar. Esperó una mañana que Hemingway saliera para La Habana, y cuando el automóvil dobló la esquina, la esposa, en este relato Mary Welsh, le dio órdenes al jardinero de que pasara, y este, que había sido informado muy a la ligera de que «había un marido malcriado que no quería que se cortara una raíz particularmente molesta», puso manos a la obra: levantó las losas del llamado Cuarto Veneciano, desplazó la tierra alrededor de la raíz, sacó sus instrumentos, dio un poco de machete, luego un par de hachazos, y la raíz estuvo en sus manos. La ceiba quedó mutilada.
Y Ernest Hemingway, desde luego, parado en la puerta, mirando al jardinero y a la esposa, que estaban absortos en su tarea. ¿Regresó a la casa por intuición, la intuición del «viejo león en alerta permanente»? Cualquiera que haya sido el motivo, cuando el jardinero y Mary sintieron su presencia y levantaron la cabeza y él dijo el consabido «¡Ajá!», lo que tenían delante era a Hemingway con una de sus Remington de dos cañones, calibre 12. Se dice que Mary se quedó en el cuarto, que el jardinero saltó por la ventana y salió corriendo, aún con la raíz en la mano, y que no la soltó hasta la mitad del jardín, al tiempo que trataba de ganar la puerta. Mientras tanto, Hemingway, que le pisaba los talones, hizo los primeros disparos al aire.
Según Pichilo, el personaje femenino de la historia es Martha Gellhorn. Y no hubo tanta violencia. Quizás haya sucedido dos veces la misma historia, dos raíces, y la que Pichilo recuerda es la primera historia. La de Mary tiene un final religioso, simpático, porque recibió un castigo. Estuvo obligada, durante cierto tiempo, a permanecer arrodillada ante la ceiba pidiéndole perdón, en una especie de rezo. Esto ocurría todos los dias por la mañana durante un buen rato. Y Hemingway vigilando que se cumpliera la penitencia. Es muy difícil imaginar a una aristócrata como Martha Gellhorn aceptando una sanción semejante. Martha nunca se hubiese arrodillado delante de ningún árbol.
Hay una prueba de que algo ocurrió con la ceiba. Al menos, en el Cuarto Veneciano se encuentra todavía hoy un trozo de raíz, colocado como un trofeo encima de la puerta.
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Pichilo trabaja en Antillana de Acero, como fundidor, desde 1962, un año después de la muerte de Hemingway. Su vida ha sufrido una auténtica transformación: abandonó los gallos y el juego, pero sigue siendo un hombre sólido, fuerte, de vientre protuberante, necesariamente buena persona, tabaco en mano, sin camisa mientras se mece en un sillón en el portal de su casa y con un casco plástico de minero por sombrero. Nacido y criado en San Francisco de Paula, Pichilo es bien conocido allí.
Entre sus pertenencias conserva una colección de 50 fotos de Hemingway —casi todas del safari de 1953 − 1954— que constituye una valiosa posesión. Con otras posesiones no ha tenido igual suerte. Pichilo explica con toda seriedad que de las cuatro vacas que Hemingway le dejó en herencia, solo una le quedaba viva en 1978. La res tenia 25 años de edad cuando se le cayeron todos los dientes. Pichilo se la vendió «al gobierno en 120 pesos para llevarla al matadero». Las vacas eran la Josca, la Amarilla, la Negriblanca y la del Pisicorre. Todo puede ser utilizado como nombre. Josca se llamaba así por su pelaje; los campesinos cubanos designan por «josca» a las vacas de color carmelita amarillento o «quemado». Las otras también habían recibido sus nombres por su coloración: Amarilla y Negriblanca, excepto la vaca del Pisicorre. Parece ser un enigma para el que Pichilo no tiene respuesta. ¿Por qué Ernest Hemingway tendría un animal llamado la Vaca del Pisicorre? (En Cuba se designa pisicorre a los automóviles de tipo vagoneta o pick-up.)
Pichilo afirma que la leche que se producía era de buena calidad y las vacas eran Holstein, buen ganado lechero. «Una pena —dice— que Hemingway no tomara leche.»
Parte del resultado del trabajo de Pichilo y de los jardineros que allí laboraron, puede constatarse en que hoy día hay más de 100 matas de mangos que todavía paren y constituyen un atractivo para las nuevas generaciones de muchachos de San Francisco de Paula. Mangos de las mejores clases: chino, high (los cubanos lo llaman «jay»), filipino, criollo, amarillo, y el suculento mango-melocotón. Hay matas de tamarindo (Mary Welsh recuerda la primera mata de tamarindo que Hemingway le mostró en Finca Vigía: «¿Verdad que es un nombre romántico?», le dijo a Mary.), de mamey de Santo Domingo, de laichi, el mamoncillo chino que Pichilo sembró y que comenzó a parir a principios de los años 70. «En hortalizas teníamos de todo: habichuelas, tomates, ajíes, lechugas, bróculi, acelga, maíz, perejil, calabaza, yuca, zanahorias, rábanos, remolacha, col, plátanos, berenjena, cebollas. Había que tenerles hortalizas muy variadas, porque ellos son amantes de las ensaladas. Y de las comidas chinas, que llevan muchas hortalizas. Mi trabajo eran las flores, pero, como decimos aquí, el que siembra flores, siembra hortalizas.»
También son notables las matas de almendras en el área de la piscina. «¡Unas almendras grandes, tiernas, que paren esas matas!»
El producto del huerto que no se iba a consumir de inmediato se lo regalaban a los amigos y empleados o lo guardaban en un treezer, donde también conservaban mangos y pulpa de tamarindo.
El «delirio» de Mary eran las flores, principalmente los rosales que había sembrado en la parte de abajo de la casa. «Habíamos sembrado ixoras, que son muy resistentes, y rosas, las favoritas de esta casa y las que más se sembraban.» Y añade Pichilo: «Los rosales siempre había que estar ayudándolos con abono químico y vegetal. Pagó esas rosas muy caras, como oro. Pero tenía rosales, que era lo que la señora Miss Mary quería.»
Cuando Mary Hemingway regresó en 1977 pudo comprobar que la mayor parte de las plantas sembradas por ella estaban aún en su lugar; del mismo modo encontró los flamboyanes, palmas reales, plátanos y las 18 variedades de mangos distribuidos en el centenar de robustas matas, que Hemingway mencionó con satisfacción en una de sus crónicas. Y la ceiba intacta, desde luego, con sus raíces desafiantes.
«La tierra no es buena —insiste Pichilo—, muy arenosa y pedregosa abajo, lo que nosotros llamamos piedra de cachimba, una piedra muy sólida.» Para sembrar cada árbol se producía una pequeña gesta, y había que profundizar y dar barreta y gastar mucho dinero en abono y en camiones cargados de capa vegetal; «el agua de lluvia se lleva la capa vegetal y la arrastra por las laderas. Lo peor de la finca es la falta de agua. Hay que profundizar mucho para obtenerla; parece que uno está buscando petróleo. Tuvimos que abrir un pozo de 98 pies, y un pozo artesiano de 380. No hay manantiales dentro de la finca.» Por esta razón se instaló un sistema de canales que recogía el agua de lluvia y la depositaba en el hermoso aljibe de losetas azules frente a la casa. Pichilo aclara que el agua del aljibe no se utilizaba para el consumo humano: «La falta de agua potable la resolvimos con esos pozos y con un motor que impulsaba el agua a los dos tanques instalados al fondo de la casa. Esos tanques garantizan el suministro del líquido. Agua buena de manantiales que se encuentran fuera del lindero de la finca.»
Sembraban enseguida que terminaba la temporada de lluvia, en noviembre, y así tenían flores y vegetales desde Navidad hasta junio o julio.
En cuanto a los rosales de Mary, elogiados por Hemingway en una de sus crónicas cubanas, se trataban, en una época, de rosales viejos y mal atendidos. Algunas de las plantas tenían 15 ó 20 años cuando Mary Welsh comenzó a trabajar en el jardín en 1945. Realizó una limpieza total, una poda y un programa de alimentación de las plantas viejas; en el transcurso de los años siguientes trajo nuevas plantas, rosales finos de Estados Unidos. Pero comprobó que sin un cuidado constante y excepcional las plantas norteamericanas solo vivían aproximadamente dos años en el clima de calor y humedad de la finca, así que desistió de los rosales norteamericanos. Probablemente desde principios de los años 50, todos los rosales que hubo en Finca Vigía, y que hay todavía, son cubanos.
Para la siembra y el cuidado del terreno había que tomar en cuenta las condiciones climatológicas de la isla, aunque la tierra de la finca —muy seca y de poca grasa— no guarda necesariamente similitud con otras tierras del país. Cuba está situada en el paralelo 23, un poco al sur del Trópico de Cáncer. Las temperaturas, estables, varían entre 20 y 26 grados centígrados, y las estaciones se diferencian más bien por contrastes en humedad que por cambios de temperatura. En el verano hay lluvias fuertes, pero el invierno es relativamente seco. El promedio anual de lluvia es de 40,32 pulgadas. La tierra es alcalina.
Estos son los arbustos, enredaderas y plantas que se encuentran aún en los terrenos de Finca Vigía:
CASCO DE BUEY; ORCHID TREE (Bauhinia uariegata): Su color es lila con manchas blancas. Florece en invierno. Necesita luz solar, buen drenaje y una ligera poda cuando acaba de florecer.
Se propaga por medio de semillas, que deben mantenerse un tiempo en agua antes de sembrarse. Era utilizada en Finca Vigía para llenar espacios vacíos en los canteros.
TULIPAN; AFRICAN TULIP TREE (Spathodes campanulata): Color anaranjado-rojizo; comienza a florecer en noviembre y alcanza su máximo esplendor en febrero. No requiere grandes cuidados. La propagación del árbol es fácil, gracias a las semillas que se encuentran dentro de una membrana delgada. Se plantaba en el sendero de la finca.
CALIANDRA; CALLIANDRA (Calliandra surinamensis): De color rosado, florece casi todo el año. Es un arbusto tupido cuya altura fluctúa entre los tres y los 15 pies. Solía ser empleado como pantalla para esconder una vista poco estética.
MAR PACIFICO; HIBISCUS (Hibiscus Rosa-sinensis): Rojo escarlata; florece todo el año. Su exuberancia en enero. Los tallos enraízan con facilidad. La planta es resistente al viento, pero necesita mucho sol y poda fuerte para florecer profusamente. Solía usarse como planta de relleno y para setos.
IXORA BLANCA; WHITE IXORA (Íxora acuminata): Florece a intervalos durante todo el año. No prospera a pleno sol. Si al sembrarse se orienta al norte o al este, se favorece su desarrollo. Crece bien a media sombra. Una poda regular proporciona una planta coposa y bien proporcionada. Como florece a menudo, debe ser bien alimentada y regada. No se le reservó un lugar específico para crecer en Finca Vigía.
AZULEJO; ERANTHEMUM (Eranthemum nervosum): Florece en invierno. Los gajos prenden y crecen rápidamente en una buena tierra si reciben sol parcial, y riego adecuado. Alcanza hasta 5 pies de altura y ramifica mucho en sentido lateral. Se acostumbraba a sembrarlos en grupo.
LAGRIMA DE CUPIDO; CUPID'S tears (Russelia equisetiiormis): Su color es rojo. Florece todo el año. Es una planta muy útil, que resiste el sol, el viento y la sequía. La propagación se facilita dividiendo los mazos de raíces o cubriendo con un poco de tierra las puntas de las ramas que tocan el suelo. Se utilizaba para sembrarse delante de otras variedades.
GRANO DE ORO; THYRALLIS (Thyrallis glauca): Tiene un color amarillo y es muy fragante. Florece todo el año. Es un arbusto coposo de mucho ramaje y crece a una altura de tres a cinco pies. Es indiferente al tipo de tierra, pero requiere un poco de sombra y es resistente a la sequía y a los vientos tropicales. Se empleaba como seto.
VICARIA; PERIWINKLE (Vinca rosea): Florece durante todo el año. Prospera en cualquier tierra y se extiende por todo el jardín. Debe ser podada anualmente. Se lograban tonalidades muy alegres combinando las variedades blanca y magenta.
CORDON DE SEDA; WOOLLY MORNING GLORY (Argyreia speciosa): Florece en puchas blancas, en invierno. Crece tan rápidamente que necesita mucho espacio a su alrededor. Se propaga fácilmente. Era una enredadera útil para cubrir los pasillos de la casa.
IPOMEA BLANCA; BRIDAL BOUQUET, WHITE IPOMES (Porana paniculata): Florece en noviembre. Sus flores duran poco y las hojas se marchitan pronto por el viento. Se da bien en tierra al calina o seca. Es muy fuerte e inmune a las enfermedades e insectos. Servía para resguardar los portales de los aguaceros.
COLA DE GALLITO, MANO DE ESTRADA PALMA; TRIMEZA (Trimeza Cipura martinicensis): Es amarilla. Su época de florecimiento dura todo el año. Se utilizaba en las orillas de los canteros. Este iris tropical se da bien dondequiera, en sol o sombra.
JAZMIN TROMPETA; CAPE HONEYSUCKLE (Tecomaria capensis): De color violeta, florece todo el año. Se puede sembrar donde se necesiten colores brillantes. Se le deja trepar en muros alrededor de columnas. Prospera en tierra pobre sin mucha humedad, pero debe podarse anualmente y limpiarse cuando se le infestan las escamas.
El final fue que Hemingway vino caminando desde la finca hasta la casa de Pichilo, apenas unas tres cuadras, un caluroso día de julio de 1960. Le dijo: «José, dicen que el que mucho se despide, acaba por no irse nunca. No obstante, nos hemos despedido muchas veces. Pero ahora estoy preocupado. Yo no creo que esto dure mucho porque me siento enfermo. Y los médicos en Cuba no me han descubierto el mal.» José tuvo una extraña intuición cuando. Hemingway, de manera intempestiva, le contó cómo había muerto su padre, y terminó diciéndole: «José, los animales y los seres queridos no deben morir en la cama, ni hacer sufrir a los demás, ni se les debe dejar sufrir.»
17
«FUE UNA VIDA de verdadera intimidad porque las amistades que se hacen en la guerra son profundas. Tuvimos, eso sí, choques y contradicciones por diferentes cosas, más o menos violentos algunas veces, pero nunca lograron interrumpir ni atenuar la amistad en ningún momento. El carácter de Ernesto era bastante difícil, en el sentido de que con sus amistades mas cercanas tuvo problemas, quizás por el mismo afecto que les profesaba» («Qué mierda», dice Willie, en la línea final de Islas en el Golfo. recriminándole a Thomas Hudson lo que parece ser su incapacidad afectiva. «Jamás comprendes a los que te quieren.»)
Quien habla es José Luis Herrera Sotolongo, español, veterano de la Guerra Civil Española, uno de los jefes de sanidad de la XII Brigada Internacional bajo el mando del general Lucasz. Un tribunal franquista lo condenó a muerte, pero, sobreviviente, se exilió en Cuba y se hizo amigo de Fidel Castro en la época en que este era estudiante universitario. Participó en la insurrección contra Batista. Herrera Sotolongo había conocido a Hemingway en el transcurso de la guerra civil y reanudó su amistad al venir a Cuba.
Herrera Sotolongo nos restituye una imagen humana y poco legendaria de Hemingway. Tiene todos los elementos para hacerlo: fue su médico personal durante más de 20 años y conocía todos sus padecimientos, su psicología, el funcionamiento de su organismo. Herrera Sotolongo es auténticamente de los íntimos y no de los personajes que se agregan a la comitiva.
Podemos reconstruir con él cualquiera de las noches que se sucedieron desde el año 1945 hasta el verano de 1960, cuando ningún extraño alteraba la tranquilidad hogareña. Se ven luces en el interior y afuera de Finca Vigía. Después de la cena, Ernest Hemingway lee algún libro y toma el vino sobrante de la comida, mientras Mary juega canasta con Herrera. Hemingway no va a estar mucho rato levantado: habitualmente se acuesta a las 11. Desde luego, no se dirige a su habitación, a la de la cama repleta de cartas, sino en dirección opuesta, a la de Miss Mary. Va a dejar al lado de su poltrona una botella vacía de vino. Ha hecho lo mismo en la cena: otra botella vacía debajo de su silla. Esos son los pequeños hábitos. Si es miércoles (según la costumbre establecida, Herrera Sotolongo iba a Finca Vigía todos los miércoles) o uno de los fines de semana en que Herrera Sotolongo se lo pasa allá, el médico juega a las cartas o conversa con Mary, pero Hemingway se retira sin problema, dice «buenas noches» en español y sigue su camino. En definitiva Herrera es de la casa. Un rato más tarde el médico regresa a La Habana. Todas las luces de esta estancia apacible se apagan. Sin embargo, si Hemingway está solo, primero hace un recorrido alrededor de Finca Vigía. Se echa la pistola calibre 22 a la cintura y con una estaca a modo de bastón emprende una caminata nocturna antes de irse a dormir. Lo acompaña, olisqueándolo todo, a unos pasos detrás, Black Dog. Los empleados están abajo, en sus casas del pueblo. Mary, probablemente con sus parientes en Estados Unidos. Hemingway hace su patrullaje nocturno. Sin novedad en el frente y a dormir. Herrera Sotolongo dice:
Aunque parezca mentira ese hombre estaba solo allá arriba con frecuencia... Sin embargo, él va a tener una serie de problemas que surgen con el éxito, tanto por los libros que produce como por la adopción de esos libros para películas, lo cual le crea una fama grande en Cuba. Con una particularidad: que hay un poco de fantasía siempre; la fantasía popular que se produce cuando hay una persona de realce que se convierte en un personaje: se le encumbra, o se cuenta acerca de él una serie de historias que no son objetivas. En fin, hay un poquito también de eso. Hay algo de leyenda con respecto a Hemingway.
Inicialmente fondeaba el Pilar en Cojímar; entonces traba amistad con los pescadores y esto le va a ir dando una personalidad aquí en Cuba. Pero no es todavía un hombre famoso en el país.
Posteriormente, desde principios de los años 50, él toma parte en los concursos de pesca, e incluso se instituye un premio con su nombre, y frecuenta el Club de Cazadores del Cerro. En fin, él se va creando aquí un núcleo de amistades que son las que poco a poco lo van rodeando y van aumentando su esfera de relaciones.
Su vida cubana adquiere auge cuando recibe el Premio Nobel. Empiezan a partir de entonces los agasajos oficiales, a los cuales renuncia casi siempre.
Una de las pocas condecoraciones que acepta es la Orden de San Cristóbal de La Habana. Se le condecoró después, en 1954, con la Orden Nacional «Carlos Manuel de Céspedes», que él consideraba como un legítimo orgullo porque era un reconocimiento de Cuba. Pero la Orden de San Cristóbal de La Habana fue la condecoración que le causó verdadero placer; le fue entregada el 17 de noviembre de 1955, en el antiguo Palacio de los Deportes de La Habana. Una condecoración perdida, olvidada entre los vaivenes de la política oficial cubana de entonces. Habitualmente se le entregaba a los choferes que cumplían un largo período —un cuarto o medio siglo— de conducción en la ciudad sin tener accidentes. Hemingway decía, con auténtica felicidad, que le habían concedido una condecoración que era para los choferes. Como quiera que sea, las condecoraciones contribuyeron a cimentar una reputación y su leyenda.
Ninguna de las dos órdenes existe ahora. Pero la prensa habanera el 18 de noviembre de 1955 incluyó la foto de Hemingway junto al gobernador de la provincia de La Habana, Francisco Batista, Panchín, hermano de Fulgencio Batista. Con ellos aparecía el alcalde de la ciudad, un viejo político, improvisado y torpe, llamado Justo Luis del Pozo. Salvaba el honor de la fotografía la estampa de Adolfo Luque, una luminaria del béisbol cubano, condecorado también, que recibe un homenaje modesto en Islas en el Golfo.
Juan David, el caricaturista cubano más popular de este siglo, se encontró con Hemingway en el Palacio de los Deportes cuando el escritor recibió la medalla de San Cristóbal de La Habana. Fue un encuentro curioso y atropellado. En la puerta de entrada, Hemingway tenía agarrado por el cuello a otro famoso caricaturista criollo, Conrado Massaguer. Este había hecho una caricatura del escritor y, evidentemente, Hemingway no estaba contento con la visión que el artista cubano tenía de él. Sostenía a Massaguer por el cuello con la mano izquierda y con el puño derecho estaba a punto de golpearlo en la cara. Hemingway exclamaba: «Goddam it!» Juan David, corpulento, seis pies y una pulgada de estatura, se interpuso y logró sacar a Massaguer de la llave hemingwayana. El escritor preguntó: «¿Y tú quién eres?» «David, el caricaturista.» Hemingway se puso en guardia. David también enarboló sus puños. Así, continuaron el diálogo. Hemingway preguntó con un jab en el aire: «¿Tú me vas a hacer otra caricatura?» David le respondió: «No, yo venía a saludarte.»
18
«DURANTE la Segunda Guerra Mundial —cuenta Herrera Sotolongo— Hemingway había estado prestando servicios, primeramente en Cuba. Estuvo a cargo de una serie de trabajos que se hicieron por aquí con los cazasubmarinos americanos. Era un enlace fundamental entre las fuerzas navales y el gobierno norteamericano. En aquella época adquirió muchas relaciones. Después, se marcha temporalmente y va a Inglaterra y toma parte en la invasión del continente europeo, el desembarco de Normandía, y en una serie de acciones en las que se destaca como combatiente y no como corresponsal de guerra, que era el cargo oficial de él. Y participa como guerrillero. Estuvo unido a grupos guerrilleros que iban delante del ejército norteamericano, y cuando él regresa a La Habana le conceden una condecoración de Estados Unidos, la Estrella de Bronce [la recibió el 16 de junio de 1947 en la embajada norteamericana).»
«Esas eran las cosas que lo iban convirtiendo en personaje. Nadie que no sea un personaje va a recibir tanto enchape. Un día Ernesto se colgó de la solapa las tres medallas y dijo que era asi como iba a aparecer en los billetes. Una broma de él. No es que fuera vanidoso u orgulloso, pero no le gustaban estas cosas. En aquella oportunidad la prensa cubana hizo comentarios desfavorables. Se le criticaba haberse presentado en la embajada norteamericana con una guayabera sucia. Pero esto no es cierto. Yo conducía el coche ese día. Él sudaba mucho, porque era un hombre muy corpulento, y recuerdo el siguiente detalle: cuando llegó al parqueo de la embajada, se cambió de guayabera. Llevaba una limpia en el coche. Sin embargo, se dijo que había recibido la medalla en esa situación, con una guayabera sucia. Claro, lo que ocurrió es que volvió a sudar estando dentro de la embajada, y de ahí surgieron los comentarios de los periodistas.»
Esta fotografía y las que siguen: el símbolo de Finca Vigía en el hierro para marcar ganado y en los servicios de mesa. Representa los tres monts de París: Montparnasse, Montmartre y St. Geneviève, así como las tres colinas de Finca Vigía. La punta de flecha es de la tribu Ojibway, radicada al norte de Michigan y Minnesota, donde Hemingway pasó su infancia y parte de su juventud. Las tres barras simbolizan el grado de capitán, que ostentaron Hemingway y Mary durante la Segunda Guerra Mundial, así como el hijo mayor del escritor, John, en el cuerpo de paracaidistas. (Celso Rodríguez)
A veces, en los años 40 ó 50 van a amanecer en la finca algunas celebridades, una luminaria de Hollywood, un torero, o una pieza exótica, como una condesa italiana. Incluso puede ocurrir que estas personalidades pasen una temporada al abrigo de Hemingway.
Pero las cosas finalmente toman su cauce: las maletas se hacen, los señores invitados abordan el Chrysler descapotable o el pick-up (depende de la cantidad de equipaje) y salen rumbo al aeropuerto de Rancho Boyeros. Hemingway y sus amigos pueden volver a reunirse los días indicados y reanudar el cauce de la costumbre.
Herrera Sotolongo, el médico, va a sostener su visión de un Hemingway solitario y tranquilo, al menos durante un largo período de su vida en Cuba.
A propósito de homenajes y premios, un periódico habanero de principios de los años 50 aportó esta avalancha de elogios, lisonjas, alabanzas, loas y consideraciones filosóficas. Hemingway lo guardaba en una de las gavetas de Finca Vigía. El recorte está encuadrado con lápiz rojo, pero no conserva el nombre del periódico ni la fecha de publicación.
Disquisiciones
ERNEST HEMINGWAY
Y EL NOBEL
(Por JOSÉ M. PICART)
Acaba de ser agraciado con el Premio Nobel de Literatura, correspondiente al año que decursa, Ernest Hemingway, el afortunado autor de «Por quién doblan las campanas», «Las Nieves del Kilimanjaro», «Adiós a las Armas» y, más recientemente, «El Viejo y el Mar», traducida al castellano y de un realismo y brillantez que asombra y desconcierta, entre otras obras que le han llevado al pináculo del éxito y del renombre. El año pasado, no sorprendiendo a nadie, porque ya se esperaba, resultó triunfante, en esta hermosa y muy codiciada lid, Winston Churchill, el viejo estadista inglés, paladín glorioso de su pueblo, fundamentalmente, en la sangrienta lucha universal, pasada.
Y hay quien se pregunta cómo, no ya Hemingway, sino Churchill, frisando en los ochenta años, pudo dar al mundo una obra maestra de tal envergadura, a la hora de deducirse, en pura lógica que es ilógica, la total decadencia del genio por razón directa del paso del tiempo que no perdona y opaca las facultades del hombre. A colación de tales apreciaciones, queremos poner de relieve, una vez más y, sin aspiraciones de que esto sea el descubrimiento de un nuevo sol, el total divorcio que existe entre el desgaste natural del organismo, y el vigor que suele mantener la mente a través del tiempo, en primer término y, evidenciar, para que se tome muy en consideración (motivo básico de este trabajo) lo importante que resulta establecer la debida diferencia entre la edad cronológica, gris completamente en muchos casos, y la física, esto es: el estado de nuestras arterias, de nuestro funcionamiento glandular, del ritmo que mantengan nuestro corazón, nuestras ilusiones, fortalecido por el imperio del cerebro, constructor o destructivo, según se le encauce, ya que, este último, es quien rige la armonía y desenvolvimiento del ser en todos y cada uno de los pasos que damos por los vericuetos de la existencia.
La Historia, esa gran señora que nos ilustra y nos traza las pautas a seguir en infinitos ordenes, dice, bien a las claras, no ya en lo pasado y en lo moderno, sino en lo contemporáneo, del logro feliz que, «en la tercera juventud», han obtenido muchos grandes hombres, dándole a la vida sus obras cumbres, remontados, con creces, los sesenta años, delineando, muy precisamente, la recta que señala la plena madurez del genio, precisamente cuando la nieve se ha detenido en nuestros cabellos, profusamente, proclamando a los cuatro vientos la, al parecer, etapa postrera de nuestras proyecciones en multitud de manifestaciones reñidas con los achaques que suelen hacer su nefasta aparición en los alientos últimos que escapan de nuestros labios.
Hemos tenido oportunidad de ver, repetidamente, hasta el cansancio, a jóvenes-viejos y viejos-jóvenes. Y no radica esto, exclusivamente, en un estado de salud más o menos precario. Tiene su quintaesencia, cabalmente, en el motor directriz que es la idea, la imaginación, esas funciones vitales que se asientan entre las celdillas del cráneo. Porque, de no ser así, ¿concebiríamos a Ernest Hemingway disponiéndose a emprender una cacería por el África, en la cual jugaron papel, casi trágico, dos accidentes aviatorios que estuvieron a punto de costarle la vida en unión de su cuarta esposa y, decimos cuarta esposa, ex profeso, para que se sume esto al empeño de una mente que, eternamente, será moza pese a los surcos del rostro y la mirada apagada, en exceso, de los que tramontan la empinada cuesta de la ancianidad? ¡Imposible! Porque pululan por ahí, y no se crea que escasamente, sino a montones, individuos a los cuales les resulta un esfuerzo atroz hasta mover los brazos, personas que, antes de emprender algo, ya dan por descontado el fracaso, hundiéndose en un pesimismo negativo, y derrotista, por causa directa del anquilosamiento de sus facultades mentales depauperadas, lamentablemente, por una carencia absoluta de voluntad de «hacer» y «vivir» dictada, enérgicamente, por una mente que no quiere perecer, que se niega, apasionadamente, a hundirse en las sombras de un nirvana que rechazamos, violentamente, porque aún sentimos rumores de fronda y palpitar de alas, cantándole un himno vibrante al séptimo sentido de ser y estar, aspirando, a bocanadas llenas, el aire de la vida, saturado de quimeras y de afán de crear, de dejar una huella perdurable en la que hemos de seguir viviendo cuando ya no seamos ni siquiera polvo en el sueño final.
Eso, afán de crear, de perpetuarnos en lo inmortal, es lo que lleva y sostiene al hombre, por lo accidentado del camino.
Cuando este propósito deja de ser, es cuando, realmente, llega la muerte. En tanto persigamos un fin, noble, desde luego; mientras haya una proyección de luz en el horizonte de la humanidad, que emprender y plasmar en bella realidad, permaneceremos jóvenes, dispuestos a librar la última batalla, en consecución de mantener vigente el hálito que no nos permite hacer mutis en el vasto escenario de un globo terráqueo que, si ha andado mucho aún tiene senderos inéditos, los que nos han llevado, del brazo de la gloria, ya habiéndonos besado el cuatrenio revelador; el que puede gritarle a los demás, sin titubeo alguno, lo útil o lo improductivo de un ciclo de vida al cual no nos debemos porque, la existencia, en unidad aislada, no es fructífera. Hay que lanzarla al procomún, con el criterio firme de que «renovarse es volver a vivir».
Este profundo sentido, a su debido tiempo, lo supieron asimilar Churchill antes y, ahora, Hemingway, el profundo literato que acaba de ser laureado una vez más, por el secreto tesoro de su eterna juventud.
19
Había proyecciones privadas de filmes en Finca Vigía. Entre los espectadores se hallaban los visitantes asiduos de la casa: el médico Herrera Sotolongo y su hermano Roberto, Sinsky, el cura don Andrés y algunos otros habituales. Se arrellanaban en los butacones de la sala y un proyector de 16 mm lanzaba sus imágenes sobre la pantalla.
Hemingway alquilaba el material a diversas compañías distribuidoras. Se trataba casi siempre de documentales de boxeo. Había uno que les interesaba particularmente: mostraba la pelea de Rocky Graciano y Tony Zalet por el campeonato mundial de los pesos medianos, celebrada en Nueva York el 27 de septiembre de 1946 (una de las tres que sostuvieron en esa época, entre 1946 y 1949). «Muy buena pelea», comentaba Hemingway en español.
En cierta ocasión obtuvieron de la embajada norteamericana la serie completa de Victoria en el mar, que narra las operaciones navales norteamericanas en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Es una excelente serie de 20 capítulos, de una hora de duración cada uno, realizado con los materiales tomados por camarógrafos de la Marina norteamericana. Pero había una escena que llamaba la atención de Hemingway. La proyectó una y otra vez y ordenaba detener el proyector en cierto cuadro: en uno de los islotes del Pacífico, los marines han obtenido la victoria, y la defensa nipona es casi nula. Hay un blocao, que ya no hace resistencia. Los japoneses se ven obligados a salir de su prisión de concreto. Afuera, un sargento de los marines espera a los japoneses con un lanzallamas en las manos y los «fusila» uno a uno quemándolos vivos. Los prisioneros se hinchan y arden. La toma está hecha desde atrás del sargento. A ratos este se vira hacia la cámara y sonríe.
—Yo dudo que esta escena aparezca en todas las copias de Victoria en el mar —afirmaba Hemingway.
—Chicos —preguntó una vez el cura don Andrés—, ¿por qué se detienen siempre en esta dichosa escena?
—Hemos jurado matar a este tipo dondequiera que lo encontremos —explicó el médico Herrera Sotolongo—. Ernesto quiere que nos aprendamos su rostro de memoria.
20
A parece ahora nuevamente, envuelto en las sombras de la noche, la silueta del teniente Maldonado, proyectándose cerca de la finca con su jeep y acompañantes. Las reuniones de amigos íntimos de Hemingway van a traer complicaciones por la suspicacia de un gobierno ilegítimo que se ha instituido por medio de un golpe de estado. En Finca Vigía, semanalmente, se suceden reuniones.
Herrera Sotolongo dice que Hemingway tuvo problemas en la finca durante el período de la tiranía. Incluso intentaron practicar registros allí, mas Hemingway lo impidió. No dejó que entraran.
«Lo ultimo que le hicieron a Ernesto fue matarle a Black Dog. se perro está enterrado al lado de la piscina. Lo mataron a culatazos los guardias rurales de Santa María del Rosario que estaban al mando del teniente Maldonado.»
Pero las reuniones que despertaban las sospechas del teniente Maldonado no tenían nada que ver con una conspiración.
«El teniente se apareció un día que estábamos nosotros allí, pero no era una reunión política, aunque siempre se hacían comentarios sobre la situación. La revolución era el tema del día en todos los sitios. En realidad, lo que hacíamos en la finca era ver películas y charlar. Un miércoles, la guardia rural pensó que algo extraño ocurría; como ellos habían notado la frecuente entrada y salida de coches pensaron que había una conspiración en Finca Vigía. Allí no había tal conspiración. Oíamos las emisiones de la Sierra Maestra, pero eso lo hacía todo el mundo. Además, esto ocurría solo a partir de 1957, porque antes no había ese tipo de emisora clandestina.»
«Cuando Maldonado quiso entrar en la finca aquella noche, Ernesto se lo impidió. Bajó por el sendero desde la casa hasta el portón de la finca y se enfrentó a Maldonado y a media docena de guardias rurales. Les dijo que aquello era una propiedad norteamericana y que la única conspiración que había allí era con un litro de whisky. Fue resuelto y valiente. Los rurales optaron por retirarse.»
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Según herrera Sotolongo, «Hemingway no era un bebedor extraordinario.» Hemingway tomaba, pero «para los que estamos habituados a la vida del bebedor en países donde se empina el codo de verdad, él no era tan bebedor». El doctor afirma que cuando se le iba un poco la mano «ya no servía para escribir».
El motivo principal de conflicto entre Hemingway y su médico fue precisamente la bebida. Pero ocurrió una sola vez, cuando Hemingway se enamoró de Adriana Ivancich, la condesita italiana que había conocido durante una cacería en Taglimento, Italia, en 1948. Hemingway la invitó a que lo visitara en Cuba.
«Empezó a tomar y no servía para escribir», dice Herrera Sotolongo. «Yo le dije: “Si tú sigues bebiendo así no vas a poder escribir ni tu nombre.” Fue la temporada en que se alcoholizó, la temporada nefasta para él; fue cuando tuvimos nuestro problema. Le dije: “Chico, tú te has transformado en un borracho habitual y yo repudio esa clase de gente. Tendremos que romper nuestra amistad si tú no te modificas. He procurado, en la medida de mis posibilidades, que dejes eso, pero si no lo he conseguido, será mejor que cada uno siga por su lado.”»
Ocurre entonces el problema entre Mary Welsh y Hemingway, del cual Herrera Sotolongo es testigo: «Yo tuve que intervenir y en un momento incluso irme a las manos con él. Me marché de la finca a las cuatro de la mañana, cuando ya consideré que no había ninguna dificultad grave por parte de ninguno de los dos, pues allí se amenazaron con armas y demás: cada uno cogió un rifle Tuve que quitarles las armas y meterlas en mi máquina. Traje todas las armas para mi casa. Resultó riesgoso porque era la época en que no se podía andar por ahí con armas, la policía de Batista practicaba registros constantemente. Cuando llegué a mi casa le escribí a Ernesto una carta en términos enérgicos y se la envié al día siguiente con mi hermano Roberto. Al otro día él recibió la carta y enseguida me llamó por teléfono y me pidió por favor que fuera a verlo. Cuando estuve en la finca me dijo que yo tenia razón y que él lamentaba mucho que yo me sintiera tan ofendido, pero que iba a tratar de rectificar y que yo tratase de ayudarlo. Así fue como no llegamos al rompimiento definitivo y se arregló la cosa.»
La carta se ha extraviado. Después de la muerte de Hemingway todas las cartas que Herrera Sotolongo le había enviado aparecieron en el archivo del escritor, excepto esta del rompimiento. Mary Welsh, en su viaje a Cuba en julio de 1961, pocos días después de celebrarse los funerales de su esposo, le devolvió a Herrera Sotolongo las pertenencias suyas que estaban en la casa. Le entregó un file que, al parecer, había organizado el propio Hemingway con las cartas de Herrera Sotolongo. Mary Welsh le dijo que sería mejor que él mismo las conservara.
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Hemingway intentó explicar su afición por el alcohol. En una segunda posdata en una carta manuscrita dirigida a Ivan Kashkin, el crítico soviético, fechada en agosto de 1935, Hemingway hace una entusiasta defensa de la bebida:
P.D. Seguramente que usted no bebe. He notado que habla con desprecio de la botella. Yo bebo desde los 15 años y hay pocas cosas que me hayan producido tanto placer. Cuando la cabeza ha trabajado intensamente todo el día y sabe que al siguiente le aguarda una labor igualmente intensa, ¿qué puede distraer el pensamiento mejor que el whisky? Cuando se ha calado uno hasta los huesos y tiembla de frío, ¿qué hay mejor que el whisky para reanimar y confortar? ¿Es que hay otra cosa mejor que el ron para sentirse bien antes del ataque? Prefiero renunciar a la cena que a un vaso de vino tinto a la hora de acostarme. Solo en dos ocasiones es malo beber: cuando se escribe y cuando se combate. Eso hay que hacerlo estando sereno. Pero el vino me ayuda a tirar cuando voy de caza. La vida moderna ejerce a menudo una presión mecánica, y el alcohol es el único contraveneno mecánico. Dígame si tengo algún dinero que cobrar por mis libros [editados en la URSS] e iré a Moscú (subrayado a mano en el original); allí elegiremos a unos cuantos que entiendan de vinos y nos beberemos mis honorarios para vencer la presión mecánica.
El Pilar en su ubicación actual: una pieza de museo en los jardines de Finca Vigía. (Celso Rodríguez)
Cabina del Pilar: así se conserva. (Enrique de la Uz)
La popa del Pilar con su antigua matrícula de Key West. (Enrique de la Uz)
Thomas Hudson, en Islas en el Golfo, desde el asiento posterior de su automóvil, también combate la «presión mecánica»: bebe mientras contempla la miseria de La Habana de los años 40. En la vida real, para empezar el día, Hemingway se tomaba en la piscina dos jaiboles o Tom Collins, o whisky con soda, o whisky a la roca. Después, vino en el almuerzo. Como dormía la siesta hasta las 4 o las 5, y más tarde leía en espera de la cena, lo más probable es que no volviera a beber hasta sentarse a la mesa. Había una segunda sesión de lectura entre la cena y la medianoche, pero esta sí iba sazonada con un poco de vino.
En un día promedio de Finca Vigía, tres o cuatro amigos podían consumir tres o cuatro botellas de whisky. Hemingway tomaba la mayor cantidad. Nunca era mucho para él, atendiendo a sus alimentos y corpulencia.
A veces cambiaba de bebidas. Tenía la costumbre de ir variando. Whisky, ginebra, Campari, Tom Collins, tequila. También cambiaba de vinos. Rosé francés, luego Chianti, de paja, cuatro o cinco litros en cualquier comida. Él servía el vino. Cogía la botella por el cuello y lo iba sirviendo. Era más trabajoso, pero se disculpaba con una frase: «Las botellas, por el cuello. Las mujeres, por la cintura.»
Él lo llamaba —presión mecánica» en 1935. Pero el médico Herrera Sotolongo no se preocupó por estos detalles semánticos aquella tarde del 17 de noviembre de 1955. Recuerda que Hemingway recibió la Orden de San Cristóbal de La Habana ese día. Se habían citado en el Floridita después de la ceremonia de condecoración. Allí lo encontró. Le vio la cara y los ojos amarillos. El médico dijo: «Dile a Juan el chofer que te lleve a casa ahora mismo. Acuéstate y espérame.» Al otro día Hemingway estaba posando para Boada en el último piso de la torre cuando Herrera Sotolongo se apareció allí y llamó a un especialista, el doctor Infiesta. El diagnóstico fue inmediato: hepatitis. Esto provocó una restricción en el consumo de bebida; el máximo que Herrera Sotolongo le permitió tomar a Hemingway era dos onzas diarias, un período denominado por Hemingway «la nueva ley seca». He aquí una contingencia, la única quizás, para la cual Hemingway no pudo acudir, al alcohol. Un litro de cualquier cosa destilada le servía para enfrentarse a tormentas, combates y momentos de soledad. Pero no a la hepatitis. Hemingway tuvo que guardar cama.
«Ernesto presentaba una tendencia a la hipertensión, pero se la teníamos controlada. Sin embargo, tardamos mucho en normalizar su afección en el hígado. En esa época ya había algunos autores que no atribuían determinadas enfermedades del hígado, como la hepatitis, a la bebida, y yo compartía ese punto de vista. Era de la opinión de que con una buena dieta y reposo se evita la cirrosis o fibrosis. Sobre esa base le puse el plan, y, en efecto, esta hepatitis viral —la segunda en su vida— no llegó a la cirrosis.»
En esa época, según Herrera Sotolongo, Hemingway se interesó por la literatura médica sobre las enfermedades del hígado. En su biblioteca se encuentra El hígado y sus enfermedades, Editorial Alfa, Buenos Aires, 1949, la edición argentina del libro de H. P. Himsworth, The Liver and Its Diseases, al cual Hemingway le hizo algunos subrayados con lápiz. Casi todos estos subrayados se relacionan con las enfermedades del hígado que son propias del trópico. En el libro, de 326 páginas, hay una veintena de subrayados, los cuales ofrecen un cuadro de sus preocupaciones en aquel momento.
Los subrayados que van de la página 102 a la 119, describen los efectos de la cistina en relación con la injuria hepática. Un material denso, difícil de digerir, del que se desprenden algunos conocimientos tales como que la deficiencia de cistina conduce a la necrosis hepática masiva y que la cistina acentúa la hiperplasia que se presenta normalmente en las lesiones fibrosas del hígado, que las grandes dosis de cistina producen necrosis hemorrágica del hígado que la cistina provoca el desarrollo de la «cirrosis alimenticia del hígado» y que, finalmente, la intoxicación aguda por cistina produce necrosis zonal. Hemingway subraya estas líneas amenazadoras y, como es de suponer, en Fina. Vigía se declara la guerra a la cistina.
En esta página y las siguientes: fotografías montadas en medallones de metal, como Hemingway las conservó en uno de los estantes de su habitación en Finca Vigía. Aparecen Pauline Pfeiffer y Hemingway, a principios de los años 20. Carecen de inscripción por lo que no se puede determinar la fecha ni el lugar donde fueron tomadas.
Los próximos subrayados indican preocupaciones de carácter social y están relacionados con la zona tropical en la cual Hemingway vive. Desde luego, Hemingway no va a padecer de desnutrición ni de falta de proteínas, que es la problemática estudiada en el capítulo cuarto del libro.
«En los países tropicales y subtropicales no son raros los brotes de un tipo severo de ictericia.» Otro subrayado: «Se llama vagamente ictericia tóxica... Y el estudio de las dietas en estos países revela que las de las clases más pobres son groseramente deficientes en proteínas.» Hay una nota al pie de la página 137 que está subrayada: «Mi amigo el doctor H. C. Trowell, de Uganda [uno de los lugares favoritos de caza de Hemingway] resumió el problema diciendo que si el paciente mejoraba se trataba de hepatitis infecciosa; si moría, de ictericia tóxica.»
Otro de los subrayados del mismo capítulo fue hecho con la intención de fijar un conocimiento preciso: «Los estados más moderados de edema e infiltración grasa del hígado, que se presentan en las Antillas, se curan con aporte adecuado de leche.» ¿Era este el tratamiento que le hubiera convenido a Hemingway? Tal vez. Pero es de todos conocido que él despreciaba la leche.
La declaración científica que Ernest Hemingway estaba buscando aparece en la página 146 (Herrera Sotolongo va a apoyar esta tesis): «A pesar de los repetidos intentos para demostrar que el grupo de condiciones conocidas como cirrosis hepática es causado por el alcohol, lo más que se puede establecer es que la cirrosis es más común entre alcoholistas que entre abstemios.» A renglón seguido: «Ahora se admite generalmente que el alcohol, a lo sumo, es un factor que contribuye en la patogenia de esta lesión.»
Pero todavía es una afirmación débil. Dos páginas después encuentra lo que quiere. Le pasa el lápiz al párrafo completo. Y es el último subrayado en el libro: «Si el alcohol por sí solo puede contribuir al desarrollo de esta lesión por una acción tóxica directa sobre las células hepáticas, es algo todavía no establecido; pero, en el caso afirmativo, parece que tal contribución es injustificada y que la asociación aparente de fibrosis hepática y alcoholismo puede ser más fácilmente explicada como resultado de una mala nutrición que como consecuencia del alcohol.»
La hepatitis infecciosa de Hemingway, aunque tardó varios años en curársele, no volvió a aparecer de manera intensa. Hubo momentos de gran satisfacción para Herrera Sotolongo en el transcurso de la enfermedad de Hemingway, al que solo le permitía ingerir una onza de whisky por la mañana y otra onza por la tarde. El médico logró que Hemingway fuera obediente y este incluso bebió menos de lo permitido. Cuando Herrera Sotolongo llegaba a Finca Vigía para hacerle el chequeo diario, Hemingway le mostraba el pequeño vaso de cristal grueso que aún conservaba la onza de whisky y decía: «Mira, la toma de la mañana sin probar todavía.»
Fue esta una de las pocas ocasiones en que Hemingway se plantó largas jornadas frente al aparato de televisión para ver el desarrollo de un campeonato de béisbol. Era fanático de uno de los clubes profesionales de aquella época, el Habana, cuyos uniformes de color rojo llevaban estampados un león. La pasión por la televisión y sus acaloradas discusiones en defensa del Habana le hicieron temer a Herrera Sotolongo por la salud de Hemingway. Había en particular un pitcher norteamericano, Wilmer Mizel (al que llamaban Vinagre Maicel), que apasionaba al escritor. Ese año Vinagre batió el récord de ponches.
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Media cinco pies once pulgadas, pero debido a su corpulencia, casi todos afirmaban que era «un hombrón de más de seis pies». Para Gregorio Fuentes la explicación es clara: «Era ancho de hombros y tenía los pies demasiado grandes.» Por cierto, solía andar descalzo. «Esos cascos no aguantaban zapatos», afirma Herrera Sotolongo. Llevaba medias en pocas ocasiones y su calzado favorito eran los mocasines. «Se ponía un par de mocasines viejos que parecían barcos», dice el médico. No usaba calzoncillos, una actitud de sacrilegio, desafiante, en un país hispánico.
No se preocupaba por la ropa. Vestía con frecuencia el mismo pantalón gris claro de lonilla y su camisa de gingham azul.
A cada rato se estaba peinando. Es una de las costumbres suyas que más se recuerdan. Un pequeño peine de nylon en el bolsillo y el gesto de acomodarse el pelo con las manos y peinarse. También se le recuerda cuando salía de la cancha de tenis con una gorra de visera y la raqueta recostada al hombro como una carabina. Pero permanecer tanto tiempo al sol le hace daño. Tiene el rostro y las manos afectadas por un cloasma melánico, que él insiste en considerar «un cáncer benigno».
«Ernesto estaba bien cuidado», declara orgulloso José Luis Herrera Sotolongo. «Bien paradito. Padecía de una hipertensión de tipo esencial, aunque controlada. Nunca pasaba de 160. Estaba su problema de la vista, miopía y astigmatismo. Yo le recetaba vitamina A. Y le iba bien, porque se quitaba los espejuelos para tirar y las palomas no se le escapaban. Hubo una época en que se cansaba mucho y le indiqué un tónico cerebral de la CIBA. Dio resultado porque se lo suministraba con reserpina, por su hipertensión. A decir verdad, era un poco cobarde para las enfermedades. Surgían en algún lugar inaccesible del organismo y no podían controlarse, según su teoría. Le ocurría lo contrario con las heridas. Aseguraba tener no menos de 200 cicatrices en su cuerpo y que era capaz de relatar la historia de cada una.»
Parecía saludable cuando partió de Cuba en 1960. Herrera Sotolongo recibió una carta suya desde España: «Estoy OK», le escribió después de ser examinado por el doctor Madinaveitía, que lo atendía en Madrid. «De pronto se enferma y sale para Estados Unidos, donde lo ingresan en la Clínica de los Hermanos Mayo. A partir de ese momento perdí el contacto. Mary no me dio ninguna explicación cuando ella vino después de la muerte de Ernesto, en agosto de 1961. Lo habían obligado a adelgazar hasta 150 libras. Lo deshicieron con los condenados electroshocks en esa Clínica Mayo.»
La alternativa del suicidio se convirtió en una obsesión. En más de una oportunidad, en Finca Vigía, dijo que iba a matarse con sus propias manos, y llegó a ensayarlo en presencia de algunos amigos: «Miren cómo lo voy a hacer.» Hemingway se sentaba descalzo en su poltrona, colocaba la culata de la Mannlicher Schoenauer 256 sobre la alfombra de fibra de la sala y se inclinaba hasta apoyar el cielo de la boca en el cañón del fusil. Oprimía el gatillo con el pulgar de un pie. Se escuchaba un chasquido seco. Hemingway levantaba, la cabeza y sonreía. «Esta es la técnica del harakiri con fusil», decía. «El paladar es la pane más blanda de la cabeza.»
«Papa no entraba mucho en esas cosas de relajo», dice Gregorio Fuentes. «No podía contarse con él para chistes gruesos ni conversaciones sobre aventuras amorosas.» Sin embargo, un visitante ocasional de Finca Vigía, Angel Martínez, el legendario dueño de La Bodeguita del Medio, recuerda otra cosa. Dice que una mañana de los años 50 visitó al escritor. «Iba con unos amigos, unas guitarras y unas botellas.» Y decidieron pasar la mañana con Jemingüey. El autor de «Los asesinos» y de «Las nieves del Kilimanjaro» los recibió en la piscina. «Señores —dijo—, hagan el favor de quitarse los zapatos y meter ios pies en el agua de esta piscina donde Ava Gardner se ha bañado desnuda hoy.»
Herrera Sotolongo afirma que «Hemingway tenía la vanidad de seguir siendo hombre a pesar de la edad». Es decir, aún estaba en capacidad de consumar el acto sexual. «Era un hombre fuerte, que llegó a pesar más de 200 libras. Practicaba gimnasia y boxeo y fue sparring de Carpentier [a quien Hemingway se complacía en confundir con el novelista cubano Alejo Carpentier]. Boxeaba bien y pegaba duro.»
Pero existe la tendencia a identificarlo con sus alter egos y atribuirle las aventuras y dolencias de sus personajes. Por ejemplo, esta la cuestión del protagonista de Fiesta: Jake Barnes, herido de guerra, es impotente, aunque lo es de una manera muy especial, según las propias declaraciones de Hemingway y lo que se describe en la novela. Sin embargo, Hemingway nunca presentó problemas de impotencia. Al menos Herrera Sotolongo asegura que «no hubo presencia de eso» y añade que «jamás me vi en la necesidad de ponerle tratamiento en tal sentido».
Era diferente la opinión del doctor Frank Stermayer, uno de los más prestigiosos siquiatras cubanos, del que Hemingway fue paciente y amigo durante largos años. Cuando se supo la noticia del suicidio del escritor en La Habana, Stermayer se mostró quejoso y amargado de que a Hemingway le hubiesen dejado armas a su alcance «conociéndose sus depresiones y desequilibrios». Hubo advertencias reiteradas de Stermayer en este sentido desde los años 40. Al contrario de Herrera Sotolongo, consideraba que los electroshocks fueron inevitables, debido a que los sicofármacos aún no habían alcanzado el nivel de desarrollo actual. Cuando Stermayer murió, a mediados de los años 70, uno de los tópicos de su agonía fue Hemingway, un largo monólogo sobre sus recuerdos del escritor, y contó algunas anécdotas inconexas respecto a su amigo muerto 15 años atrás.
Frank Stermayer nunca hubiese dicho una palabra al respecto, pero se sabe que le había hecho un test de Rorschach, y había sacado sus conclusiones. Entrevistada la viuda de Stermayer en 1976, se le preguntó, quizás brutalmente, si Hemingway había padecido de impotencia. Ella dijo que este era un secreto profesional de su marido. Pero otro prestigioso científico cubano, Gustavo Torroella, tuvo conocimiento de la enfermedad de Hemingway a través de algunos intercambios profesionales sostenidos con Stermayer. Sufría períodos de impotencia, «una enfermedad crónica», que iba y venia. «Eran esos períodos de agresividad y de matanzas de animales en los que daba rienda suelta a problemas profundos de su personalidad. El mismo sentimiento que mostraba hacia las armas; la representación fálica del cañón es bien evidente en su caso.»
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Jamas hablaba de literatura. Solo decía: «Estoy trabajando bien.» A ratos informaba: «Hoy hice tantas palabras.» En otras ocasiones admitía que estaba «escribiendo malo». Entonces se pasaba tres o cuatro meses sin utilizar un lápiz, ni la máquina de escribir, y eran las épocas en que confesaba estar «aburrido» y bebía en cantidades considerables. Así que aquello de que «la inspiración debía cogerlo trabajando», es solo una frase hermosa.
Una broma habitual en Finca Vigía: Hemingway firma una postal en la que se reproduce una obra, en este caso de Cézanne, y la firma como propia, en un francés no muy pulcro: «A Miss Mary, un homenaje respetuoso de Paul Cézanne.»
La manía de los números, otra característica de Hemingway: en esta edición de Wuthering Heights (Cumbres borrascosas) aparecen fluctuaciones de temperatura y pulso; las anotaciones abarcan algunos meses.
Una postal y el autógrafo —«con gran admiración»— de Rocky Marciano.
De Antonio Ordóñez: «Felicidades y hasta que nos veamos pronto en La Habana.»
Luis Miguel Dominguín torea en Maracay, Venezuela, en enero de 1955. Hemingway conservaba entre sus papeles una colección de fotografías de este torero. (Mark Kauftman/Sports Illustrated)
Autógrafo de Luis Miguel Dominguín en el reverso de una tarjeta.
Una fotografía y el autógrafo de Marlene Dietrich: «¡Oh, Ers, te amo!» (John Engstead)
Pese a todas las rivalidades, William Faulkner firmó este retrate y Hemingway lo conservó en una de sus gavetas en Finca Vigía. La foto no tiene fecha ni lugar de procedencia, y el autógrafo de Faulkner, hecho con estilográfica, se ha ido desvaneciendo con el tiempo.
Su horario, un día de trabajo en Finca Vigía, podía ser de seis horas, desde el amanecer hasta un poco antes del mediodía, de pie frente a su máquina portátil Royal. Cuando terminaba, colocaba un trozo de mineral de cobre sobre las cuartillas escritas y se iba a la piscina o a la cancha, o se cambiaba de ropa y se trasladaba en máquina hasta Cojímar, donde fondeaba el Pilar. Pero si se quedaba en la finca, se mantenía en la piscina, nadando, leyendo The New York Times, tomando los primeros tragos —la pareja de Tom Collins, o el «ginebrazo», o whisky con soda— hasta que René Villarreal venía por el sendero de piedras y anunciaba que el almuerzo estaba servido.
Pero llegaba Ava Gardner, o Spencer Tracy con Katherine Hepburn, o Jean Paul Sartre (que no era santo de la devoción de Hemingway), o el general Buck Lanham, o los toreros Dominguín y Ordóñez, o el campeón Rocky Marciano, y esa era la circunstancia que obligaba a Hemingway a reducir su jornada de trabajo para dedicar tiempo a las actividades sociales y al agasajo de sus visitantes. Días de poca producción pero de muchas sesiones etílicas.
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Ernest Hemingway era un anfitrión refinado. Al oficiar una mesa en Finca Vigía no había nada en él que recordara el hosco carácter de sus personajes de ficción. Cuando venían invitados especiales o gente que él quería agasajar, Hemingway se ocupaba de seleccionar la vajilla y los cubiertos. Se había mandado a hacer una mantelería que tenía bordado en cada pieza el símbolo de la finca: tres colinas, una punta de flecha y las tres barras del grado de capitán. Este símbolo se hallaba grabado en las copas y cubiertos de plata e impreso en la loza. Al término de una cena y una buena botella de vino, Ernest Hemingway se ponía a cantar, en castellano o en vasco, canciones como la del Quinto Regimiento, pero era realmente desafinado, como recordarán sus antiguos comensales. Ninguna de las clases de contrabajo que le proporcionó la señora Grace Hall Hemingway logró hacerlo más musical a la hora de vocalizar.
Hemingway presidía sus sobremesas con gracia y sentido del humor, y él mismo se preocupaba de ciertos pormenores, aunque Mary Welsh era eficiente y capaz, como antes lo fue Martha Gellhorn.
Hemingway, según recuerdan sus invitados, era atildado a la hora de sentarse a la mesa; se peinaba, trataba de estar limpio aunque con su acostumbrada ligereza al vestir: una camisa de gingham y un short, en las ocasiones informales, por ejemplo, los almuerzos, de una tarde de verano. Pero en las cenas de gala se ponía su saco de cuadros, su corbata y camisa blanca, y el eficiente René Villarreal debía servir con una filipina blanca y guantes.
Mary, como anfitriona, tenía sus veleidades románticas que a veces molestaban a Hemingway. Gustaba de comer a la tenue luz de velas en sus fanales. Hemingway protestaba porque no veía lo que comían: «Cualquier día nos vamos a comer un cucaracho.»
Otro motivo de queja por parte de su esposo era la frecuencia con que había espaguetis en la mesa, a pesar de estar servidos con apetitosas salsas. Sin embargo, Hemingway se los comía en silencio, al igual que los espesos caldos de hueso que Mary demoraba cinco o seis días en hacer.
La despensa de los Hemingway nunca dejó de estar bien provista. En el sótano había cuatro o cinco congeladores que mantenían numerosos alimentos a 30 grados bajo cero, especialmente marisco y carne de tortuga. La carne de res se guardaba en paquetes y la de tortuga, en papel parafinado blanco.
Todo se envolvía y se le ponía su fecha. «Hoy vamos a comer una aguja que tiene ocho meses», le dijo un día Hemingway al cura don Andrés. Hemingway cortaba los bistés de tortuga y los empaquetaba; guardaba las patas y las colas de las tortugas para hacer sopas. Siempre se iba sacando la carne congelada por las fechas más antiguas.
«Allí no se comía nada fresco», dice Herrera Sotolongo, aunque indudablemente una parte de los vegetales que comían eran frescos. Esto era responsabilidad de Pichilo. Pichilo recuerda que Mary, para que se preocupara aún más por su trabajo, le insistía: «Al señor Ernesto le gustan los vegetales frescos.»
Los Hemingway tenían un hábito curioso: consumían mucha sopa de tortuga, pero helada. Hacían la sopa y la congelaban. Podían conservarla así unos meses. Luego la ponían en una batidora y la servían como si fuera un daiquirí. Sopa frapé de tortuga. Pero a veces la servían caliente. La descongelaban y la ponían al fuego.
Pese a las ocasionales protestas, Hemingway aprendió a no desdeñar la sabia dirección culinaria de Mary Welsh. Hubo allí algunos gazpachos memorables y también una serie de platos preparados con bacalao que hicieron relamerse de gusto a más de un comensal.
Había pocas contradicciones entre los hábitos de los dos norteamericanos y la comida cubana. El tamaño, por ejemplo, parece haber sido uno de los puntos de contradicción. En la finca se conservan notas dirigidas a los criados en las que se ruega que corten las frutas en trozos «mucho más pequeños». Hay una indicación en la que se distingue la caligrafía de Hemingway, que solicita le sirvan los aguacates en pedazos más reducidos. Además —y esto era una especie de sacrilegio para los cubanos de la servidumbre—, consideraban el aguacate como fruta y no como vegetal. No lo incluían en la ensalada.
En Finca Vigía había dos cocinas instaladas, una eléctrica y otra vieja de carbón, grande, fuerte, típicamente criolla; una ancestral cocina cubana que con toda seguridad había sido construida junto con la casa y donde, claro está, prefirió trabajar el cocinero chino. Se recuerda solo su nombre: Ramón. Hemingway disfrutó mucho de los manjares de este cocinero, que empezó a trabajar para él durante el mayorazgo de Martha Gellhorn. Pero Ramón combinaba raras virtudes con peligrosos defectos. La cocina era su reducto inexpugnable y no permitía que nadie entrara ni interfiriera en sus asuntos. Cocinaba lo que él quería y hacía postres todos los días, pastelería casi siempre, excelente, desde luego. Mostraba gran paciencia cuando los tres invitados se convertían en seis sin previo aviso. «Oye, Chino, son seis», le decía Hemingway. Y Ramón respondía: «Chino no tiene problemas.»
Pero el Chino sí tenía problemas: las botellas no podían entrar mediadas en la cocina. Ramón, el Chino, era un borracho y se tomaba cualquier clase de bebida, vino o ginebra o lo que fuera. «Se murió en un reventón de alcohol, cinco o seis años después de abandonar Finca Vigía», dice Pichilo; «probablemente a fines de la década del 40».
Herrera Sotolongo lo recuerda como un hombre «muy nervioso», que, en cierta ocasión, salió de la cocina con ojos desorbitados y un cuchillo inmenso en la mano, buscando a Juan, el chofer, que le había jugado alguna broma pesada. Parece que era habitual que Ramón saliera de la cocina con ese cuchillo cada vez que algo le salía mal. No asimilaba los contratiempos. Dice Herrera Sotolongo que podía ocurrir que estuvieran almorzando, Hemingway en la punta de la mesa, Martha en otro lado, los invitados en su lugar, y todos saboreando un plato de chop-suey, cuando, de repente, se escuchaba un grito en la cocina, y, un segundo después, aparecía Ramón con el cuchillo en la mano diciendo que «él sí que mataba a cualquiera». Bastaba que le ocurriera la cosa más tonta para que se pusiera así. Hasta que un día que se escuchó el grito, se abrió la puerta, apareció Ramón con su cuchillo y no pudo articular palabra, «porque fue Ernesto el que soltó su blasfemia cubana habitual: “Me cago en la puta madre.” Y dio un sonoro manotazo sobre la mesa». Hemingway tumbó copas y vasos, y miró a Ramón firmemente. Se acabó el problema. Y se acabó Ramón, porque pidió que le liquidaran la cuenta.
La Plaza de la Puente, en la zona portuaria de La Habana, donde se inicia la acción de Tener y no tener, primer escenario cubano empleado por Hemingway en una obra de ficción. Es también el escenario de las primeras aventuras habaneras de Hemingway. La loto es de la época del relato, hacia principios de los años 30.
Para la iconografía del café La Perla de San Francisco. La foto fue tomada en la misma época de Tener y no tener. El café fue demolido a principios de los años 50 para construir otro edificio.
El café La Perla de San Francisco según la óptica de la revista Cosmopolitan. Las ilustraciones son de Harold von Schmidt y los paneles de Rockwell Kent, páginas 20 y 21 de la edición de abril de 1934. Los defectos de reproducción han sido inevitables porque el material procede de una fotocopia.
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El hogar del matrimonio Hemingway seguía una especie de ritual para su limpieza y cuidado al igual que la mayoría de las casas cubanas. El procedimiento se complicaba debido a las características de los dueños de Finca Vigía y a la diversidad de objetos que tenían allí. Habían instrucciones precisas para la conservación del lugar. Revelan la minuciosidad con que se atendía habitualmente la casa.
Los animales disecados y las pieles de todo tipo debían limpiarse con un cepillo de cerdas —nunca de nylon— para quitarles el polvo. No podían lavarse. Los cuernos eran sacudidos y luego se les aplicaba cera de pulimento. Se permitía usar cualquier pulimento para muebles a base de cera; si se utilizaba alguno a base de aceite, los cuernos criaban moho. Esta limpieza, tanto de pieles como de cuernos, se efectuaba dos veces al año.
Hemingway compró la alfombra de fibras vegetales de la sala en 1941 en Filipinas. Se conservó reparándola y renovándola con la misma fibra, que es de la planta pandamus; hay dos grandes plantas de este tipo en la finca. René Villarreal sabía cómo cortar y procesar las hojas de pandamus para preparar las cintas y trenzarlas en las partes gastadas de la alfombra. La alfombra se hallaba en mal estado en 1961, pero fue reparada una vez más cuando la finca se convirtió en museo.
Muchos de los marcos de las pinturas eran invadidos por el comején. Para matarlo se quitaban las pinturas de la pared, se colocaban boca abajo sobre una base bien protegida, se cubría la tela con varias capas de papel y se rociaban el marco y los tensores con un spray de veneno contra comejenes. La pintura descansaba boca abajo hasta que el liquido se secara lo suficiente para que no se corriera y manchara el cuadro por la parte posterior, ya que esas manchas no pueden eliminarse.
Los dueños de la casa acostumbraban a quitarle el polvo a cada libro dos veces al año. También rociaban con Flit o un spray similar aquellos ejemplares que tuvieran polillas. Para los que no conocían esta labor, era necesario mostrarles cómo abrir los libros, cómo buscar las huellas de las polillas, yendo cuidadosamente de la cubierta anterior a la posterior, aguantando el lomo del libro con la mano izquierda, evitando así que se rompiera. Cuando Hemingway trabajaba en su cuarto, estaba prohibido sacudir los libros cerca de él. Eso lo molestaba. Así que existía la posibilidad de que algunos de los libros se quedaran sin despolillar.
En cuanto a los muebles, la caoba de las mesas de la sala, del comedor y del cuarto de Mary y la majagua de la biblioteca, se cubrían con un líquido plástico que normalmente se aplicaba cada dos años. De esta forma, la superficie resistía las manchas de vasos o de cualquier otro desecho. El plástico se había deteriorado en 1960 y las mesas se cuarteaban más de lo debido. Razón por la que el líquido plástico de color claro, que permitía que los matices verdaderos resaltaran, debió ser quitado y vuelto a aplicar.
Los desniveles de los pisos, en especial el piso de la sala, son consecuencia de las raíces de los árboles cercanos, ya sea de las 10 variedades de plantas trepadoras que hay alrededor de la casa o por las raíces de la ceiba. Para eliminar los desniveles, se quitaban cuidadosamente las maderas del piso y se iba cavando la tierra hasta encontrar la raíz, que se cortaba (si el señor Hemingway no se encontraba en casa); luego se rellenaba el hueco con tierra y se reponían las maderas. Las maderas del piso tenían alrededor de 60 años en 1961. Era importante que estas no se rompieran cuando se quitaran, ya que era muy difícil encontrar otras iguales.
Cuando Mary Welsh entregó la casa al gobierno revolucionario, se excusó por el mal estado en que esta se hallaba. Dejó la excusa siguiente por escrito: «Estuvimos demasiado tiempo en España en 1959 y la salud del pobre Ernest me hizo olvidarlo todo en este año que pasó.» Y añadió una nota curiosa:
La casita situada a un lado de la residencia era para los invitados y en ella permanecieron en diferentes momentos una gran variedad de personas, incluyendo a Jean Paul Sartre, de París, y Charles Ritz, de París, Gianfranco Ivancich, el poeta y artista de Venecia, Alan Moorehead, el autor de Londres, Fernanda Pivano, la filósofa, y Ettore Sottsass, el artista de Milán, Alfred Vanderbilt, el deportista de Estados Unidos, Denis Zaphiro, jefe de partidas de caza y gran cazador de Kajiado, Kenia, los hijos de Ernest y sus esposas y varias bellas muchachas de diferentes lugares.
En la casa principal, la casita y el garaje hay extinguidores que se cargaron por última vez en junio de 1960. Este trabajo lo realizaban los bomberos de la estación de la calle Montserrate.
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SONIA, la hermana de Ana Tsar, sustituyó al imprevisible cocinero chino y parece que no se presentaron más dificultades en la cocina, aunque desconocemos si la repostería siguió igual. Hoy nadie sabe a ciencia cierta dónde pueda encontrarse Sonia. Ana Tsar, de ascendencia servia, era la lavandera y la última sirvienta que trabajó bajo las órdenes de Hemingway. Cuando Mary visitó de nuevo Cuba en 1977, vio a Ana, que había sufrido una trombosis. Probablemente no reconoció a Miss Mary. La familia la arregló lo mejor que pudo; la vistieron y la enviaron a la finca a saludar a la viuda del señor «Way». Ana estuvo todo el tiempo con una sonrisa hierática, mirando en torno a ella el incomprensible despliegue de los funcionarios y de las grandes limousinas negras del protocolo cubano.
Ana fue testigo de la ejecución de Bigotes, uno de los gatos asesinos que convirtieron temporalmente en una jungla africana los plácidos jardines de Finca Vigía. Bigotes se había aliado a gatos extraños para constituir un sindicato del crimen que liquidó a algunos desprevenidos felinos de la familia Hemingway. Bigotes ya estaba muerto en el corredor, con el hocico cuajado de sangre, y Hemingway, gimoteando, escopeta en mano frente al animal, cuando apareció la lavandera y le preguntó: «¿Por qué llora por un gato si usted ha matado tantos leones?»
La respuesta de Hemingway carece de lógica. Le dijo a Ana: «Porque allá es la guerra y aquí es la paz.»
Había dos hermanas de apellido Richard, una de las cuales, Lola, también sirvienta, se suicidó dándose candela porque, según dejó escrito en un papel, «estaba aburrida de la vida». Mary Welsh consigna con asombro en How It Was esta forma tan cruel de suicidio y el argumento tan insólito para hacerlo.
Mary Welsh también se refirió en su libro a algunos de sus otros empleados, aunque no los menciona a todos. El más famoso, claro está, es René Villarreal, que aparece en todas las biografías en su papel de sirviente fiel.
El chofer Juan Pastor López está descrito en Islas en el Golfo con el nombre literario de «Juan». El autor describe a Juan con bastante animadversión. Incluso para sus adentros Thomas Hudson lo llama «hijo de puta» mientras Juan conduce el automóvil desde la finca hasta la embajada norteamericana. Mary Welsh en How It Was ofrece una imagen diferente: en cierta ocasión Juan encontró una cartera perteneciente a Adriana Ivancich, que se había perdido en un resquicio del garaje. La cartera contenía 27 000 dólares, suficiente dinero para resolver todos los problemas en la vida de varios Juanes. Nadie lo hubiese descubierto, pero Juan la devolvió.
Arnoldo es uno de los plomeros mencionados por Mary Welsh, pero la información es insuficente y hoy nadie puede decir cómo era ni dónde está. Había otro plomero, el pequeño Anchía, al que Hemingway una vez le jugó una broma pesada tirándolo a la piscina en un día de intenso invierno. Estaba Roberto Herrera Sotolongo, otro personaje importante, hermano del médico José Luis, quien tuvo a su cargo la administración de la finca casi desde principios de la década del 40; fue uno de los integrantes de la operación de persecución de submarinos alemanes a bordo del Pilar. Después de la muerte de Hemingway tuvo tiempo de graduarse de médico, con casi 50 años de edad, gracias a un plan de estudios del gobierno revolucionario, pero siguió manteniendo una estrecha vigilancia sobre la finca, aunque ya Hemingway no se encontrara en ella y la casa estuviera convertida en museo. Falleció a causa de un infarto el 13 de octubre de 1970.
Uno de los antiguos vecinos de San Francisco revela una faceta doméstica de Ernest Hemingway: el hombre preocupado por construirse un santuario inexpugnable. En 1979 Francisco Castro tenía 76 años de edad y llevaba 39 viviendo en el pueblo. Pancho Castro, el ebanista, cuenta: «Vine a vivir aquí por Ernest Hemingway. Yo trabajaba en el hotel Ambos Mundos y él me veía allí a menudo. Cuando se mudó para acá, necesitó de un carpintero-ebanista. Fue a buscarme al Ambos Mundos, donde me encontraba construyendo las ventanas giratorias del hotel, y me dijo que quería invitarme a una cerveza. Fuimos a la Casa Recalt que estaba frente al hotel y me dijo: “Tome una cerveza y vaya a trabajar a mi casa. Solo me tiene que decir cuánto es lo que quiere ganar.” Hicimos trato porque él era un hombre recto y muy buena persona. Estuve con él hasta 1952. Para entonces ya había hecho mi vida en este pueblo, hacia donde me había mudado, y aquí me quedé.»
Pancho Castro, un hombre de baja estatura pero de sólida musculatura, habla con un inconfundible acento español; fue uno de los personajes con que Hemingway se rodeó para mantener a flote su casa y facilitarse la vida y disponer de sus comodidades. Pancho construyó casi todos los muebles de la casa de Hemingway: el revistero en una esquina de la sala, que aparece en muchas fotos de los años 50, y la mesa redonda, blanca, que se encuentra en el centro de la sala, y el mobiliario completo de la sala, la mesa-bar que quedaba a la izquierda de la poltrona de Hemingway y los mobiliarios completos del comedor, la biblioteca y la habitación de Miss Mary. Hoy día estos objetos son considerados valiosas piezas de museo. «El diseño regularmente lo hacía Miss Mary, aunque yo siempre le ponía algo mío. Los muebles había que hacerlos cómodos y funcionales, y la madera que se encargaba era la mejor: caoba y majagua, las maderas preciosas cubanas. En cierta ocasión Hemingway me pidió que realizara un trabajo en el Pilar. Pero tuve que negarme. Yo no soy carpintero de ribera, sino de tierra firme.»
Pancho entró a trabajar en la época de Martha Gellhorn, de quien dice «tenía otro carácter»; esta le ordenaba otras labores, Martha no se ocupaba de diseñar muebles. Muchas veces, incluso tiempo después de que dejara Finca Vigía, Hemingway le enviaba a Pancho Castro el producto de sus pescas.
A fines de los años 40 contribuyó como carpintero a la construcción de la torre de mampostería de tres pisos situada en la parte más elevada de Finca Vigía.
Cecilio Doma fue el carpintero que sustituyó a Francisco Castro a principios de los años 50 «Cecilio es ya difunto», es la única explicación que se puede obtener de él en San Francisco de Paula.
Los que trabajaron en Finca Vigía y le facilitaron la vida al escritor en su refugio habanero atesoran los recuerdos de aquella época: los pequeños incidentes familiares a los que tuvieron acceso en los años que convivieron junto a los Hemingway.
Ernest Hemingway tampoco los olvidó. Están presentes en su testamento.