Hemingway, el nuestro
Ernest Miller Hemingway llegó por primera vez a La Habana en abril de 1928, a bordo del vapor inglés Orita, que lo llevó de La Rochelle a Cayo Hueso en una travesía de dos semanas. Lo acompañaba su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, con quien se había casado apenas 10 meses antes, y ni él ni ella debían tener por aquella ciudad del Caribe un interés mayor que el de una escala tropical de dos días después del vasto océano y el bravo invierno de Francia. Hemingway tenía 28 años, había sido corresponsal de prensa en Europa y chofer de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, y había publicado con un cierto éxito su primera novela. Pero todavía estaba lejos de ser un escritor famoso, y seguía necesitando un oficio secundario para comer y no tenía una casa estable en ninguna parte del mundo. Pauline, en cambio, era lo que entonces se llamaba una mujer de sociedad. Sobrina de un magnate norteamericano de los cosméticos que la mimaba como a una nieta, lo tenía todo en la vida, inclusive la belleza estelar y el humor incierto de la esposa de Francis Macomber. Pero aquel no era su mejor abril. Estaba encinta y aburrida del mar, y el único deseo de ambos era llegar cuanto antes a Cayo Hueso, donde iban a instalarse para que Hemingway terminara su segunda novela: Adiós a las armas.
La Habana era entonces —y sigue siéndolo hoy— una de las ciudades más bellas del mundo. El dictador Gerardo Machado estaba en el apogeo de sus delirios faraónicos, sustentados por los últimos esplendores de un auge azucarero reciente, y por el padrinazgo de los Estados Unidos. Había roto los vínculos que mantenían los gobiernos anteriores con la Banca Morgan, y vivía en concubinato público con el Chase National Bank de la familia Rockefeller, que le negaba muy poco a cambio de todo. Los estragos del progreso material se veían por todas partes, y Hemingway no pudo verlos con indiferencia desde la ventanilla de un Packard alquilado en el Parque Central. El paseo del malecón, cuyas obras de protección y embellecimiento habían sido iniciadas en otra época, estaba siendo prolongado hasta su dimensión actual, y nuevas avenidas con árboles y mansiones de millonarios surgían al occidente de la ciudad vieja. Pero la obra mayor iba a ser el esperpento neoclásico del Capitolio Nacional —copiado piedra por piedra del Capitolio de Washington—, en cuya cantera trabajaba un picapedrero llamado Enrique Lister, que años más tarde sería uno de los generales legendarios de la Guerra Civil Española.
La prostitución frenética que muy pronto iba a convertir a La Habana en el burdel de lujo de los Estados Unidos, conservaba todavía la máscara inocente de las escuelas para aprender a bailar. Se llamaban academias de baile, y sus alegres muchachas —medio vírgenes, medio putas— ganaban un centavo por cada cinco que cobraban por bailar, y eran conocidas con un nombre que no podía pasar inadvertido para un escritor: académicas. Sobre las lunetas del honorable Teatro Nacional se había construido un tablado para bailes públicos, cuyo acontecimiento mayor era el concurso anual de danzón. El servilismo del dictador Machado con los Estados Unidos llegó hasta el extremo de manipular al jurado para que aquella competencia de virtuosos en el país más bailador del mundo se lo ganara el embajador norteamericano Harry F. Guggenheim.
De esas 48 horas de Hemingway en La Habana no quedó ninguna huella en su obra. Es verdad que en sus artículos de prensa él solia hacer revelaciones muy inteligentes sobre los lugares que visitaba y la gente que conocía, pero entonces se había impuesto un receso como periodista para consagrarse por completo a escribir novelas. Sin embargo, seis años después escribió su primer artículo de reincidente, y era sobre un tema cubano. A partir de entonces escribió una media docena sobre su estancia en Cuba, pero en ninguno de ellos hizo revelaciones útiles para la reconstrucción de su vida privada, pues se referían de un modo general a su pasión dominante en aquella época: la pesca mayor. «Esta pesca —escribió en 1956— era en otro tiempo lo que nos llevaba a Cuba.» La frase permite pensar que en el momento de escribirla, cuando ya Hemingway llevaba 20 años viviendo en La Habana, los motivos de su residencia eran más hondos o al menos más variados que el placer simple de pescar.
No fue un caso de amor a primera vista, sino un proceso lento y arduo, cuyas intimidades aparecen dispersas y cifradas en casi toda su obra de madurez. En 1932, cuando hizo su primer viaje a Cuba para la pesca del pez espada, parecía convencido de que por fin había encontrado un hogar estable en Cayo Hueso, donde había tenido un hijo y había escrito su segunda novela, y donde sin duda había sembrado un árbol para ser el hombre completo del proverbio. Desde entonces hizo un número incontable de idas y regresos en compañía de su compinche Joe Russell, que era el propietario del Sloppy Joe's de Cayo Hueso, y que al parecer usaba la pesca como pantalla de otros oficios más productivos. «Una vez llevó de Cuba [a Cayo Hueso) el más grande cargamento de licores que se ha conocido», escribió Hemingway. Licores de contrabando, por supuesto, en una época en que los borrachos de los Estados Unidos agonizaban de sed por la ley seca. Pero aquellas excursiones equívocas que de mucho tenían menos de literarias, le permitieron a Hemingway ponerse en contacto con la buena gente de mar que habían de ser sus amigos hasta la muerte, y le revelaron también un mundo que había de sustentar su obra futura. El propio Hemingway, en un artículo publicado por la revista Holiday en julio de 1949, reveló quiénes eran sus amigos cubanos de esa época. «Revendedores de lotería a quienes conozco desde hace muchos años —escribió—, policías que me han devuelto con favores los pescados que les he regalado, patrones de botes de remos que han perdido la ganancia de un día sentados conmigo en el juego del frontón, y conocidos que pasan en automóvil por el puerto y el malecón y me saludan con la mano, y a los cuales les devuelvo el saludo aun cuando no puedo reconocerlos a distancia.» Es decir, que el propio Hemingway se veía desde entonces como un personaje familiar por las calles de La Habana.
También por esa época conoció el Floridita, un bar con restaurante de mariscos establecido en el siglo anterior, y que existe todavía con los mismos frisos dorados y las mismas cortinas episcopales. Allí se promovió el daiquirí, una combinación feliz del ron diáfano de la isla con polvo de hielo y jugo de limón, que Hemingway contribuyó a divulgar por medio mundo. Pero según él mismo había de escribirlo más tarde, su interés primordial por aquel sitio no se fundaba tanto en la bebida y la comida, como en él deseo de encontrarse con la corriente tormentosa de los compatriotas suyos que pasaban por la ciudad. «Eran gentes de todos los estados de la Unión y de muchos lugares donde uno ha residido —escribió—: marineros de la Armada, navegantes, funcionarios de aduanas y del departamento de inmigración, tahúres, diplomáticos, aspirantes a literatos, escritores mejor o peor situados, médicos y cirujanos que han acudido a la capital para asistir a diversos congresos científicos, miembros de la Legión Americana, deportistas, individuos que están mal de dinero, sujetos que serán asesinados dentro de una semana o de un año, agentes del FBI, el gerente del banco donde uno tiene su dinero, algunos tipos estrafalarios y muchos amigos cubanos.» Esta evocación la hizo Hemingway cuando ya había recibido el Premio Nobel, y más que un recuerdo periodístico parece un directorio telefónico de la nostalgia. Es difícil releer ahora su obra sin reconocer a muchos de los personajes de esta lista, cambiados de lugar y de tiempo y transfigurados por la letra impresa, pero marcados sin remedio por el pecado bautismal del Floridita, donde hay en la actualidad un busto de Hemingway en un nicho del muro, y un viejo cantinero de sus tiempos que no se cansa de indicarles a los turistas cuál era el taburete de la barra donde se sentaba.
Cerca del Floridita está el hotel Ambos Mundos, donde Hemingway alquilaba una habitación cada vez que se quedaba a dormir en tierra, y terminó por hacer de ella un sitio permanente para escribir cuando regresó de la Guerra Civil Española. Esa habitación fue siempre la misma: el cuarto sin número del quinto piso de la esquina nordeste. «Sus ventanas —según las describió Hemingway— daban a la antigua catedral, y ala entrada del puerto y al mar por el norte, y daban por levante a la península de Casablanca y a los tejados de las casas que se extienden hasta el puerto y a todo lo ancho de él.» Nunca he podido entender por qué Hemingway eliminó de esa enumeración al Palacio de los Capitanes Generales, que es el edificio más hermoso que se veía desde su ventana, y que sigue siendo uno de los más hermosos de La Habana. Años después, en su entrevista histórica con George Plimpton, Hemingway le dijo: «El hotel Ambos Mundos era un buen sitio para escribir.» Es probable que esa declaración estuviera ya enrarecida por la nostalgia, pues aquella habitación no era ni mucho menos el lugar limpio y bien iluminado con que Hemingway soñaba para escribir. Era un cuarto lúgubre de 16 metros cuadrados, con una cama matrimonial de madera ordinaria, dos mesitas de noche y una mesa de escribir con una silla. El Ambos Mundos es en la actualidad un hotel estatal para maestros y funcionarios del Ministerio de Educación Superior, pero la habitación del quinto piso de la esquina nordeste está cerrada e intacta en memoria del huésped ilustre, y se conserva inclusive una vieja edición de El Quijote en castellano, en dos volúmenes, puesta como al descuido sobre la mesa.
Cuando uno piensa en la meticulosidad con que Hemingway escogía los lugares para escribir, su preferencia por el hotel Ambos Mundos solo podría tener una explicación: sin proponérselo, tal vez sin saberlo, estaba sucumbiendo a otros encantos de Cuba, distintos y más difíciles de descifrar que los grandes peces de septiembre y más importante para su alma en pena que las cuatro paredes de su cuarto. Sin embargo, cualquier mujer que debiera esperar a que él terminara su jornada de escritor para volver a ser su esposa, no podía soportar aquel cuarto sin vida. La bella Pauline Pfeiffer lo había abandonado en sus momentos más duros. Pero Martha Cellhorn, con quien Hemingway se casó poco después, encontró la solución inteligente, que fue buscar una casa donde su marido pudiera escribir a gusto y al mismo tiempo hacerla feliz. Fue así como encontró en los anuncios clasificados de los periódicos él hermoso refugio campestre de Finca Vigía, a dos leguas y media de La Habana, que alquiló primero por 100 dólares mensuales, y que Hemingway compró más tarde por 18 000 de contado. A muchos escritores que tienen varias casas en distintos lugares del mundo les suelen preguntar cuáles consideran como su residencia principal, y casi todos contestan que es aquella donde tienen sus libros. En Finca Vigía, Hemingway tenía 9 000 y además 4 perros y 57 gatos.
Hemingway vivió en La Habana 22 años en total. En una crónica publicada en 1949, él mismo trató de contestar a la pregunta de por qué vivió allí tanto tiempo, y se extravió en una enumeración dispersa y hasta contradictoria. Habló de la acariciadora y fresca brisa matinal en los días de calor, habló de la posibilidad de criar gallos de pelea, de las lagartijas que vivían en el emparrado, de las 18 clases de mangos de su patio, del club deportivo junto a la carretera donde se podía apostar tuerte en el tiro al pichón, y habló una vez más de la corriente del Golfo que estaba solo a 45 minutos de su casa, y donde se podía hacer la pesca mejor y más abundante que había visto en su vida. Sin embargo, en medio de tantas justificaciones más bien elusivas, intercaló un párrafo revelador. «Uno vive en esta isla —escribió— porque... se puede tapar con un papel él timbre del teléfono para evitar cualquier llamada, y porque en él fresco de la mañana se trabaja mejor y con más comodidad que en cualquier otro sitio.» Al final de este párrafo, que lo mismo pudo escribir por distracción que por coquetería, agregó: «Pero esto es un secreto profesional.» No necesitaba advertirlo, pues ya casi nadie ignora que el lugar donde se escribe es uno de los misterios insolubles de la creación literaria.
La Habana, en general, y Finca Vigía en particular, fueron la única residencia de veras estable que tuvo Hemingway en su vida. Allí pasó casi la mitad de sus años útiles de escritor, y escribió sus obras mayores: parte de Por quién doblan las campanas, A través del rio y entre los árboles, El Viejo y el mar, París era una fiesta e Islas en el Golfo. Escribió también muchos artículos de prensa —incluido «El verano sangriento»—, e hizo incontables tentativas de la rara novela proustiana sobre el aire, la tierra y el agua, que siempre quiso escribir. Sin embargo, son esos los años menos conocidos de su vida, no solo porque fueron los más íntimos, sino también porque sus biógrafos han coincidido en pasar sobre ellos con una fugacidad sospechosa.
Mientras Hemingway construía letra por letra él mundo propio que había de sustentar su gloria, alcanzó su plenitud el proyecto de sumisión nacional iniciado por él dictador Gerardo Machado, y conducido a término infeliz por sus sucesores. La corrupción política y moral logró una dimensión de escándalo babilónico. La sumisión a los Estados Unidos, que se veía a simple vista por todas partes, adquirió visos de novela fantástica: el transbordador diario de la Florida llevaba a La Habana un vagón de ferrocarril que luego se enganchaba en el tren local para abastecer a la isla de los artículos de primera necesidad producidos en los Estados Unidos, inclusive el pescado fresco pescado en las propias aguas de Cuba.
Se dice con demasiada facilidad que Hemingway no era más que un espectador pasivo, si no un cómplice callado, de aquella gigantesca empresa de desnaturalización cultural. Su pensamiento político, que se había expresado de un modo tan inequívoco y apasionado en la Guerra Civil Española, parecía ser un enigma frente al drama de Cuba. No hay indicios de que hubiera intentado alguna vez hacer algún contacto con él ambiente intelectual y artístico de La Habana, que en medio del envilecimiento oficial y la concupiscencia pública seguía siendo uno de los más intensos del continente. Esa indiferencia parecía referirse no solo al ámbito del Caribe, sino a toda la América Latina, a la que nunca conoció, y de la cual no quedó ninguna referencia seria en su obra. Los únicos países que visitó fueron México, en 1942, y el Perú, cuando encabezó la expedición que buscaba un pescado bastante grande para la película de El viejo y el mar, pero apenas si pisó tierra firme. Hemingway resumió así aquella aventura pasional: «Estuvimos 32 días dedicados a la pesca desde el amanecer hasta que las sombras del crepúsculo nos impedían seguir tomando fotografías.»
Otro aspecto muy controvertido de Hemingway en sus últimos años fue su comportamiento frente a la Revolución Cubana. Si bien no se recuerda una opinión suya de aprobación pública, tampoco se conoce, una de desacuerdo, aparte de las poco confiables que algunos de sus biógrafos parciales le han atribuido como dichas en privado. Casi un año después del triunfo de la revolución, y cuando ya estaba planteada la hostilidad del gobierno de los Estados Unidos, el periodista argentino Rodolfo Walsh le hizo a Hemingway una entrevista instantánea entre los empujones y alaridos de la muchedumbre embotellada en el aeropuerto de La Habana. En esa entrevista, que Rodolfo Walsh recordaba como la más corta de su carrera, y que sin duda fue también la más corta y una de las últimas de la vida de Hemingway, este alcanzó a gritar en su castellano correcto: «Vamos a ganar. Nosotros los cubanos vamos a ganar.» Y agregó en inglés sin que nadie se lo preguntara: «I'm not a yanky, you know.» No pudo terminar la frase en medio del tumulto. Un año y medio después se quitó la vida, todavía sin terminar la frase, que se ha prestado a toda clase de interpretaciones de ambos lados.
La Revolución Cubana, sin embargo, parece estar al margen de esta polémica viciosa. Ningún escritor —salvo José Martí, por supuesto— ha sido objeto en Cuba de tantos homenajes a tantos niveles. El propio Fidel Castro, desde el primer momento, ha sido el promotor de los más significativos. Fue él en persona quien se ocupó de la última esposa de Hemingway —Mary Welsh— en las dos ocasiones en que estuvo en La Habana después de la muerte de su marido. Fueron ellos quienes acordaron los términos para que Finca Vigía quedara intacta, como lo está hoy, y convertida en un museo tan vivo que a veces se tiene la impresión de sentir la presencia del escritor deambulando por los cuartos con sus grandes zapatos de muerto. Lo único que la viuda se llevó fueron los cuadros de la estupenda colección particular de los mejores pintores contemporáneos. Durante su última visita, en 1977, Fidel Castro declaró ante un grupo de periodistas norteamericano? que Hemingway es su autor favorito. Hay que conocer a Fidel Castro para saber que nunca diría una cosa así por simple cortesía, y que en todo caso tenía que pasar por encima de algunas consideraciones políticas importantes para decirlo con tanta convicción. La realidad es que Fidel Castro ha sido desde hace muchos años un lector constante de Hemingway, que lo conoce a fondo, que le gusta hablar de él y lo sabe defender con argumentos convincentes. En sus largos y frecuentes viajes por el interior del país, lleva siempre en su automóvil un montón confuso de documentos de gobierno para estudiar, y con frecuencia se ven entre ellos los dos tomos de pastas rojas de las obras selectas de Hemingway.
En todo caso no es fácil que alguien trate de terminar ahora la frase que Hemingway dejó trunca en él aeropuerto de La Habana. La realidad es que hubo siempre dos Hemingway distintos y a veces contrapuestos. Había uno para el consumo mundano —mitad estrella de cine, mitad aventurero— que se exhibía a sus anchas en los lugares más visibles del mundo, que entraba con la vanguardia de las tropas de liberación en el hotel Ritz de París, que apadrinaba a los toreros de moda en las ferias de España, que se hacía fotografiar con las actrices de cine más deslumbrantes, con los boxeadores más bravos, con los pistoleros más tenebrosos, y que mataba primero al león y después al bisonte y después al rinoceronte en las praderas de Kenia, y todavía se daba el lujo de estrellarse dos veces en dos aviones sucesivos. Era el Hemingway de espectáculo público que no había leído un solo libro y que tal vez no quiso a nadie en el mundo, y al que no se le podía quedar ninguna frase sin terminar. Pero había otro Hemingway en La Habana, escondido de sí mismo en una casa rodeada de árboles enormes, en cuyos aposentos se fueron acumulando a través de los años los trofeos de artes viriles que el Hemingway mundano le llevaba como recuerdos de sus navegaciones y regresos. Un artesano insomne que nadie conoció a ciencia cierta, postrado por la servidumbre insaciable de la vocación, y al que no solo se le quedó una sino muchas frases por terminar.
Cómo era ese Hemingway secreto fue la pregunta que se hizo el joven periodista cubano Norberto Fuentes, en julio de 1961, cuando su jefe de redacción lo mandó a Finca Vigía para que escribiera un artículo sobre el hombre que la semana anterior se había volado la cabeza con un tiro de rifle en el paladar. Lo único que Norberto Fuentes sabía de Hemingway en aquel momento era lo poco que su padre le había contado una tarde en que lo encontraron por casualidad en el ascensor de un hotel. En alguna ocasión —cuando no tenía más de 10 años— lo vio pasar en el asiento posterior de un largo Plymouth negro, y tuvo la impresión fantástica de que lo llevaban a enterrar sentado en la carroza fúnebre más conocida en las cantinas de la ciudad. A partir de aquellas vivencias fugaces, Norberto Fuentes se empeñó en la tarea colosal de averiguar cómo era el Hemingway de Cuba que algunos de sus biógrafos postumos parecían interesados no solo en ocultar sino también en tergiversar. Necesitó muchos años de pesquisas meticulosas, de entrevistas arduas, de reconstituciones que parecían imposibles, hasta rescatarlo de la memoria de los cubanos sin nombre que de veras compartieron su ansiedad cotidiana: su médico personal, las tripulantes de sus botes de pesca, sus compinches de las peleas de gallos, los cocineros y sirvientes de cantinas, los bebedores de ron en las noches de parranda de San Francisco de Paula. Permaneció meses enteros escudriñando los rescoldos de su vida en Finca Vigía, y logró descubrir los rastros de su corazón en las cartas que nunca puso en él correo, en los borradores arrepentidos, en las notas a medio escribir, en su magnífico diario de navegación donde resplandece toda la luz de su estilo. Estableció por percepción propia que Hemingway había estado dentro del alma de Cuba mucho más de lo que suponían los cubanos de su tiempo, y que muy pocos escritores han dejado tantas huellas digitales que delaten su paso por los sitios menos pensados de la isla. El resultado final es este reportaje encarnizado y clarificador que nos devuelve al Hemingway vivo y un poco pueril que muchos creíamos vislumbrar apenas entre las líneas de sus cuentos magistrales. El Hemingway nuestro: un hombre azorado por la incertidumbre y la brevedad de la vida, que nunca tuvo más de un invitado en su mesa, y que logró descifrar como pocos en la historia humana los misterios prácticos del oficio más solitario del mundo.
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ