Es difícil explicar la fresca brisa matinal que sopla incluso en los días más calurosos de estío sobre las colinas que rodean La Habana. No es necesario explicar la posibilidad que se nos ofrece de criar gallos de pelea, adiestrarlos y participar en competencias dondequiera que se organicen, por tratarse de un asunto lícito.
Es una de las razones de vivir en aquella isla.
Acaso no les guste la pelea de gallos.
Tampoco tiene uno que referir los extraordinarios y hermosos pájaros que se ven en la finca durante todo el año, las aves de paso que se detienen en ella y la codorniz que muy temprano va a beber agua en la superficie ondulada de la piscina, ni las distintas especies de lagartijas que viven y cazan en el emparrado al extremo de la piscina, ni las 18 clases de mangos que crecen en la ladera de la loma que se extiende hasta la casa. No debe uno hablar de nuestro equipo de pelota —no softball, sino pelota de verdad— donde todo aquel que pasa de los 40 puede tener a su disposición un muchacho que corra por él...
Se les contesta que uno vive en esta isla porque para ir a la ciudad no hace falta más que ponerse los zapatos, porque se puede tapar con papel el timbre del teléfono... y porque en el fresco de la mañana se trabaja mejor y con más comodidad que en cualquier otro sitio. Pero esto es un secreto profesional.
Pero hay muchas más cosas que uno no debe decir; y si ellos a su vez hablan de la pesca del salmón en el río Restigouche y de lo que cuesta pescarlo allí, pero sin mencionar demasiado el dinero que gastan, y si hablan bien y apasionadamente sobre esta pesca, entonces uno les explica que la razón principal de vivir en Cuba es el Gran Río Azul, de tres cuartos a una milla de profundidad y de 60 a 80 millas de ancho; desde la puerta de la finca, y a través de un hermoso paisaje, se tardan 45 minutos en ir allá, donde hay la mejor y más abundante pesca que he visto en mi vida.
de una crónica sobre la corriente del Golfo,
Holiday, julio 1949