48
Si es bueno vivir,
todavía es mejor soñar,
y lo mejor de todo, despertar.
ANTONIO MACHADO
Iris y Luisa hacía rato que estaban dormidas. Ruth miró el despertador, los números digitales de tono verdoso no cesaban de parpadear. Las tres de la mañana y despierta. ¡Señor! Esto no podía continuar así. Aún quedaba una semana para el regreso de Marcos, necesitaba apaciguarse. Se levantó de la cama y fue al cuarto de baño. Quizá una ducha bien caliente le templara los nervios permitiéndole dormir aunque solo fueran unas horas. Cerró la mampara de la bañera y abrió el grifo del agua caliente.
Marcos insertó la llave en la cerradura y la giró despacio para no hacer ruido. En el momento en que sus botas pisaron el vestíbulo, el silencio de la noche se rompió con el ruido que hacía el calentador de gas al encenderse. Frunció el ceño ¿Cuál de sus mujeres estaba despierta a estas horas? Entró sigiloso y observó las habitaciones, la de Ruth estaba vacía. En el pasillo comprobó que la luz escapaba por debajo de la puerta del baño. Sonrió. Al parecer no era el único incapaz de dormir por las noches.
Retrocedió hasta el comedor y cogió un par de almohadones. Luego fue al cuarto de Ruth, encendió la lámpara de la mesilla, dejó los cojines y su mochila en el suelo, y sacó tres cosas de ella. Una la colocó bajo la almohada, en el lado en que pensaba acostarse él; las otras las dejó sobre la mesilla. Salió de la habitación y atravesó el pasillo, sigiloso, a la vez que cerraba las puertas de los dormitorios de su madre y su hija. Aislándolas. Sumiéndolas en el silencio.
Entró en el baño, Ruth seguía duchándose sin percatarse de su presencia. Se desnudó, abrió la mampara y entró. Ruth se giró sobresaltada.
—Has vuelto.
—¿Lo dudabas?
—No.
—Bien.
Marcos se acercó dominante, posó las manos sobre sus mejillas y la besó. Ella entreabrió los labios ante su empuje; ambas lenguas se entrelazaron, se acariciaron, se degustaron. Con la respiración agitada Marcos se separó de ella y la hizo girar hasta que quedó de cara a la pared de la ducha.
—¿Qué haces?
—Chis.
Marcos cogió el gel de baño y lo derramó sobre sus manos, para a continuación usarlas como esponjas sobre el cuerpo de Ruth. Recorrió sus hombros, su espalda y su abdomen, dejando un rastro de espuma y fuego en cada lugar por el que pasaba. Recorrió el interior de los muslos, las pantorrillas, los tobillos, mientras el agua no cesaba de caer sobre ellos creando una nube de vapor a su alrededor. Asió uno de los tobillos y lo levantó, guiando el pie hasta el borde de la bañera, donde lo depositó.
Ruth se echó hacia atrás y apoyó la espalda sobre el poderoso y cálido pecho de su amigo, su amante.
Marcos no lo permitió; la obligó a apoyar los codos contra la pared, inclinándola hacia delante, la espalda arqueada, el trasero respingón, accesible. Deslizó los dedos por el interior de los muslos hasta la vulva mientras la abrazaba por el abdomen, inmovilizándola. Tentó la entrada a la vagina, acarició los sensibles labios que la ocultaban, los abrió con delicadeza con los dedos anular e índice, y deslizó el corazón en su interior, a la vez que frotaba con el pulgar el resbaladizo clítoris. Estaba hinchado, suave, tan suave que era como acariciar satén, duro e inflamado, despuntando desde el capuchón que lo cubría.
Ruth posó la frente sobre los fríos azulejos de la pared, intentando refrescarse, calmar el calor que recorría su cuerpo de arriba abajo, y se concentraba en el interior de su útero.
La mano que la sostenía por el abdomen se deslizó lentamente hacia su espalda, creando espasmos con su roce. Resbaló sobre sus nalgas, se detuvo para acariciarlas y apretarlas, e introdujo los dedos húmedos y resbaladizos entre las esferas gemelas, allí donde él sabía que ella se derretía por sentir sus caricias. Con el pulgar trazó círculos sobre el clítoris inflamado, a la vez que un dedo pujaba contra el orificio oscuro y prohibido.
Ruth alzó la cabeza cuando lo sintió entrar en ella. Impaciente y excitada, notó la primera falange del dedo en su ano, introduciéndose poco a poco, abriendo y estirando los músculos contraídos de su recto mientras su vagina estallaba en llamas al sentirse invadida por otro dedo más. El pulgar no paraba de moverse sobre el clítoris, de mandar mensajes eróticos a todo su cuerpo, haciéndola temblar de anticipación. Sintió cómo un segundo dedo intentaba colarse entre sus nalgas, dentro de su ano, y se alejó temerosa y excitada, desconfiada y anhelante.
—Me estoy anticipando —jadeó Marcos para sí mismo, sin darse cuenta de que hablaba entre susurros.
—¿Qué pretendes…?
—Chis. No digas nada.
Se retiró de su interior, los dedos abandonaron la vagina y el ano. Colocó la gruesa cabeza de su pene rígido y dilatado en la entrada de su sexo y la penetró. Ruth apoyó su espalda en él, su cabeza sobre la curva del irresistible cuello de su amigo y empujó hacia atrás con las manos apuntaladas en la pared, intentando introducirlo más, más fuerte, más duro, más rápido, más firme. Él la mordió en el hombro, succionó sobre la exquisita piel de la clavícula, acarició con los dedos de una mano el sedoso y terso clítoris a la vez que pellizcaba con la otra los pezones inhiestos y endurecidos. La oscilación de sus caderas inició un ritmo vertiginoso que los llevó a ambos al abismo. Apenas tuvo tiempo de retirarse de su interior cuando notó los primeros estremecimientos del orgasmo. El calor que se formaba en sus testículos, alzándolos y rugiendo en ellos, se proyectó fulminante por su polla inflamada para acabar derramándose entre los muslos de su mujer mientras él continuaba amasándole el clítoris, imparable, aun después de haber sentido cómo apretaban su polla los espasmos del intenso clímax de su amiga, su amante… su esposa.
Ruth se dejó deslizar a lo largo del cuerpo de Marcos hasta acabar sentada sobre el plato de la ducha, agotada, aletargada.
Marcos cerró el grifo del agua, salió de la ducha y cogió una enorme toalla. Envolvió con ella a su amiga, cogiéndola entre sus brazos. Atravesaron silenciosos el pasillo hasta la habitación. La depositó en horizontal sobre el lecho, liberándola de la toalla en que estaba envuelta. Luego se sentó en la cama con la espalda apoyada en el cabecero y colocó la cabeza de Ruth sobre su regazo.
—Aún no hemos acabado, ¿sabes? —comentó él acariciándole el pelo.
—¿No? —respondió Ruth adormecida. Tumbada, con la cabeza apoyada sobre sus muslos, estaba dispuesta a dormir las horas que no había dormido esas semanas.
—Chis. No digas nada. Solo escúchame —repitió—, no hemos terminado. Voy a mostrarte todo lo que tengo, todo lo que puedo ofrecerte. Voy a revelarte todas las razones que existen para que no puedas vivir sin mí. —Le acarició el pelo con movimientos rítmicos, casi hipnóticos—. Soy un buen tipo, un buen padre, y seré un buen compañero para ti. Soy buen trabajador, tengo un buen trabajo, ambiciono mejorar y llegaré tan alto como pueda —expuso lo que él creía que eran sus virtudes, mostrándole que en su futuro no le iba a faltar dinero para comer—. Sé lo que quiero, hasta dónde quiero llegar y tengo la fuerza y los principios morales para conseguirlo. Te quiero a ti. No creo en el juego sucio ni en las mentiras, no te engañare ni te daré falsas esperanzas, lo que tengo es lo que soy. Soy tuyo.
—Yo… —«Te quiero a ti», iba a decir Ruth, pero él se lo impidió.
—Chis. No digas nada. Solo escúchame —la interrumpió poniendo un dedo sobre sus labios, impidiendo que alzara su cara para mirarle—. Soy un buen amante, sé lo que deseas, y te lo voy a proporcionar. Te voy a demostrar, sin dejar lugar a ninguna duda, que es lo que quieres porque, Avestruz, si de algo estoy seguro en esta vida, es de que me quieres a mí. Desde el momento en que me viste por primera vez, desde que siendo niña me perseguías por el barrio y me espiabas con tus gemelos de opereta, desde ese preciso instante, eres mía. Siempre has sido mía, y siempre lo serás. No te quepa ninguna duda.
—No creo que…
—No tienes que creer nada. Yo creeré por los dos. —Los dedos de Marcos detuvieron sus caricias para enredarse en los cortos mechones de cabello oscuro de Ruth—. Me encantaba tu pelo antes, tan largo y sedoso. Soñaba con él todas las noches. Nos imaginaba como estamos ahora: tú tendida en la cama, tu cabeza acunada sobre mis muslos, tu cabello derramándose sobre mí, excitante y cautivador. —Sujetó los mechones cariñosamente y tiró hacia arriba, alzándole la cabeza sobre su pene rígido y erguido. De la abertura del glande asomaba una solitaria lágrima de semen—. Quiero mi sueño, Ruth. Lo quiero ahora —ordenó apretándola contra él.
Ruth abrió los labios y su lengua asomó entre ellos posándose sobre esa solitaria gota, tomándola y llevándola a su paladar para saborearla mientras con los dedos le acariciaba el interior de los muslos, sintiendo en las yemas el fino vello, la piel flexible, los músculos contrayéndose a su paso.
—Es mejor ahora —susurró Marcos—. En el sueño tu melena no me dejaba ver. La retiraba y volvía a caer una y otra vez, impidiéndome la visión que contemplo en este instante. Ver tu boca resbalar sobre mí a la vez que siento su calor rodeándome… es increíble, Ruth. Me estoy perdiendo dentro de ti —jadeó cuando lo introdujo entero en su boca—. Mueve los dedos, Avestruz. Tócame. —Sujetó la corta melena con una mano, y bajó la otra hasta posarla sobre los dedos que se negaban a ir donde debían—. Así, Avestruz. Ahí. —La guio hasta el escroto—. Acaríciame ahí. Sí. Con cuidado, están llenos por ti —gimió cuando ella obedeció—. Listos para ti. Esperando vaciarse en tu boca. Sigue así, Avestruz. Méteme dentro otra vez —ordenó cuando ella acogió en la boca la corona entumecida de su pene—, aprieta tu lengua contra mí. Sí. Ahí, justo ahí —jadeó con fuerza—. Succiona fuerte, Ruth; ahora, sí. No pares, no pares ahora. Basta, me estás matando. —Inhaló con fuerza tirándola del cabello—. Espera un segundo. ¡Dios! Ahora no, no hagas eso ahora. No puedo más… —siseó entre dientes, sin apenas respirar, cuando ella mordisqueó cuidadosamente el prepucio para luego introducir la punta de su lengua en la abertura del glande—. Por favor, Ruth. Por favor, para… Si continúas… —jadeó sin poder hablar cuando ella comenzó a deslizar la lengua por el tronco de la polla, deteniéndose para raspar ligeramente con los dientes cada vena—. ¡Dios! Avestruz, sigue, no pares. No, no me hagas caso, detente, estoy a punto de… No quiero… No tan pronto… espera… ¡joder! Sí. Avestruz, así, entiérralos en tu boca —ordenó cuando Ruth comenzó a lamer sus testículos—. Muy bien, preciosa, sigue así —aprobó cuando ella lo empezó a masturbar a la vez que le succionaba con delicadeza la bolsa escrotal.
Respiró de nuevo, aliviado al ver que todavía mantenía parte del control. Necesitaba recuperarse un poco o acabaría tan pronto como cuando era adolescente y se masturbaba pensando en ella.
—¡No! Espera un poco —jadeó desesperado. Los labios de Ruth subían lentamente por su polla, los dedos acogían sus testículos, amasándolos—. Por favor… —suplicó cuando ella sepultó el glande entre sus labios y movió la lengua sobre la abertura, raspando con los dientes el frenillo—, por favor Ruth…
No sabía si suplicaba para que continuara o para que parara, pero estaba suplicando y no podía detenerse. Verla así, desnuda en la cama, era mejor que el mejor de los sueños.
—¡Dios! No pares —jadeó olvidándolo todo cuando ella empezó a succionarle con fuerza mientras lo introducía poco a poco en la humedad de su boca—. Más… Estoy tocando el cielo… No pares… Por favor no pares ahora…
Todo el cuerpo de Marcos se tensó, vibró con sacudidas incontenibles mientras eyaculaba con fuerza, con las manos aferradas al cabello de su amiga y los músculos temblando mientras ella bebía hasta la última gota de su semen.
Ruth sonrió lamiéndose los labios. Marcos la miraba jadeante, incrédulo.
—Me la has jugado, Ruth. No pretendía perder el control, no así. Vas a tener que pagar, lo sabes.
—Lo estoy deseando —contestó revoltosa. Se tumbó boca arriba y se acarició con un dedo el abdomen.
—No me provoques. —Él sonrió, siguiendo con la vista los movimientos lánguidos de su dedo para luego ponerse serio de repente al observar en su pubis un… ¿dibujo?—. Mmm… ¿Te has hecho un tatuaje en el pubis?
—No.
—¿No? —Se tumbó de lado, apoyado sobre un codo, y escrutó la silueta de su amiga. Ahí estaba. Justo en mitad del pubis, una intrincada enredadera de color negro—. Yo diría que sí —comentó a la ligera, acariciando el perfil del tatuaje.
—No es un tatuaje, es un diseño con henna. Se irá en diez días más o menos. ¿A que es precioso? —preguntó acariciándolo con los dedos.
—Divino. —La miró fijamente—. ¿Quién te lo ha hecho? No. No respondas. —Sabía la respuesta a esa pregunta—. Da lo mismo.
—No ha pasado… —¿Estaba irritado por el dibujo? ¿Iba a tener que explicarle por enésima vez que Jorge no era su amante?
—Lo sé —la interrumpió sonriendo—. Solo te ha hecho un dibujo, nada más. Él no te ha acariciado, no te ha besado, no te ha tenido. Lo sé. —Quería coger por el cuello al cabronazo que había hecho el maldito tatuaje y matarlo… Pero no iba a ser posible, porque el susodicho le caía jodidamente bien.
Marcos se giró hasta acabar tendido de espaldas en la cama, su mano reposando todavía sobre el dibujo, los ojos cerrados, la respiración reposada.
—Marcos.
—Dime. —Seguía con los ojos cerrados.
—He estado pensando en…
—No quiero hablar de eso ahora.
—¿Por qué no quieres hablar de…?
—Porque no es el momento.
—¿No? ¿Y cuándo será el momento según tú? —preguntó irritada.
—Más tarde. Ahora tienes una deuda que pagar.
—¿Que yo tengo qué?
—Me gusta cuando te alteras. —Se giró hasta ponerse de lado, pegado a ella—. Eres tan serena, tan independiente —continuó a la vez que recorría su cuello con lentos lametones—. Lo tienes todo bajo control, hasta que… —se introdujo un pezón en la boca y lo saboreó brevemente— de repente explotas. Y entonces eres otra persona, te desinhibes totalmente. Dejas de ser un mujer seria y racional —recorrió con los dedos el pubis hasta llegar al clítoris y comenzó a acariciarla—, y te conviertes en una mujer temeraria, dispuesta a darlo todo, a conseguir cualquier imposible. Adoro ver cómo te trasformas. —Sus labios resbalaron por el abdomen, recreándose en cada escalofrío—. No tienes miedo a nada, no te detienes ante nada. Y eso me postra de rodillas a tus pies. Y no estoy hablando de sexo. Hablo de ti. De todo lo que eres. —Se separó para coger algo de la mesilla y después lo dejó medio oculto entre las sábanas—. Te enfrentas a lo que sea por lo que consideras tuyo. Tu hija, tu padre, tu familia, tus amigos, tus ancianos. —Le separó las piernas y se arrodilló entre ellas—. ¿Te enfrentarías a todo por mí? —Inclinó la cabeza y le mordió el interior de los muslos para a continuación lamer con suavidad la piel enrojecida—. ¿Me considerarás alguna vez tuyo? —Levantó la mirada y la posó en los ojos color miel de Ruth—. Daría mi vida porque así fuera.
Estaba arrodillado ante ella, mirándola sin ocultar nada. Ruth iba a hablar, quería confesar que sí lo consideraba suyo, que… pero no le dio tiempo.
Marcos agachó la cabeza y comenzó a lamer sus labios vaginales despacio, perezoso, mientras uno de sus dedos se colaba en su interior. De repente, Ruth se sobresaltó al sentir algo frío recorrer su vulva. Intentó incorporarse sobre los codos para ver, pero la cabeza de él seguía entre sus piernas, impidiéndoselo. Era algo suave, muy suave, y estaba frío, aunque lo notaba más caliente a cada pasada que daba sobre su piel, era rígido, y… lo introdujo en la vagina. Ruth soltó un gemido sobresaltado. Era grueso, largo, y se movía al ritmo que Marcos marcaba.
—¿Te gusta? —preguntaron los labios del hombre acariciando su clítoris.
—¿Qué es?
—Un falo de cristal. Sé que tienes a Brad, pero… táchame de posesivo, incluso de celoso si quieres, pero no me gusta la idea de jugar con él. He comprado esto pensando en ti. Dime que he acertado —dijo moviéndolo dentro y fuera de ella, apretándolo contra las paredes de su vagina, mientras los dedos de la otra mano resbalaban hacia la hendidura de sus nalgas.
—Has acertado —afirmó ella jadeante.
—Bien.
Dejó dentro de ella el falo de cristal y cogió los almohadones que había tirado en el suelo.
—Levanta las caderas. —Ruth obedeció. Marcos metió los cojines debajo de ella, alzándola—. Pon tus pies sobre mis hombros y abre bien las piernas.
Marcos podía ver cómo asomaba en el interior de su vagina la base cristalina del consolador; era una de las imágenes más eróticas que había visto en su vida.
Lo tenía todo a su alcance. El clítoris terso y endurecido, la vulva húmeda e hinchada, la vagina abierta y dispuesta, el ano fruncido y excitante. Todo era suyo, al menos por el momento, y pensaba disfrutarlo. Cogió de entre las sábanas el tubo de lubricante y lo derramó sobre sus dedos, para luego recorrer con ellos todo lo que tenía ante la vista. Ruth apretó los pies contra él, levantó las caderas, tembló.
—Es increíble lo suave que te siento —comentó Marcos acariciándole el perineo con las yemas—. Tu piel es tan perfecta, tan sedosa, tan lisa. —Los dedos resbalaron un poco más allá, hasta posarse sobre el anillo de músculos del ano—. El cristal entra y sale de ti, resbalando por tu vagina y me imagino que soy yo quien se introduce en ti. —Enterró toda la longitud del pene artificial en ella—. Quien se aprieta contra ti. —Presionó en círculos hasta oírla jadear—. Quien sale de ti —añadió sacándolo—, hasta que supliques que entre de nuevo —finalizó sonriendo. Ruth apretó los dientes con fuerza—. ¿No?
Dejó la punta del consolador en la entrada de la vagina, y bajó la cabeza hasta que sus labios besaron el pubis. Lamió el contorno del tatuaje mientras su dedo pujaba contra el ano. Deslizó la lengua lentamente hasta casi tocar el clítoris a la vez que penetraba el orificio prohibido con la yema del dedo. Y esperó.
Ruth alzó las caderas.
Él introdujo la primera falange del dedo a la vez que soslayó con la lengua el clítoris y comenzó a mordisquearle los muslos.
Ruth se movió inquieta.
Marcos sonrió y clavó el dedo entero en ella. La oyó jadear. Y esperó.
—Marcos…
—Dime —respondió pasando la lengua por los labios vaginales. Notó cómo la entrada a la vagina temblaba, haciendo vibrar el pene de cristal.
—Vamos… —jadeó impaciente.
—¿Dónde quieres que vaya, Avestruz?
—Marcos… vamos…
—¿Dónde?
—Dentro, mételo dentro.
Lo hundió en el tenso interior y Ruth arqueó salvajemente las caderas.
La lengua de él voló hacia el clítoris, los labios lo succionaron, los dientes lo pellizcaron mientras el consolador no dejaba de entrar y salir, rápido y profundo. El dedo comenzó a moverse en su ano, imitando los movimientos que se sucedían sin pausa en su vagina. Dentro y fuera. Y cuando estaba a punto de estallar, Marcos paró. Y esperó.
—¡Marcos! —Medio jadeó, medio gritó.
—Espera… no tengas prisa —comentó risueño sacando el dedo del ano y poniendo en su lugar el tubo de lubricante.
—¿Qué haces? —preguntó más impaciente que asustada.
—Volverte loca.
Apretó el tubo.
El gel se vertió dentro de ella, sintió su frescor resbalando por el recto, mandando escalofríos por todo el cuerpo. Levantó la mirada. Marcos la observaba atentamente, pendiente de cada reacción, de cada gemido. Lo vio moverse inquieto. Bajó la mirada hacia su pecho, y más abajo. Se estaba masturbando. Mientras apretaba el tubo y la llenaba de gel, rodeaba con la mano libre su polla enorme y brillante, pasaba una y otra vez el pulgar sobre su capullo, bajaba y subía por todo su pene en movimientos constantes e hipnóticos.
—¿Te gusta ver cómo me masturbo? —preguntó él al ver su mirada.
—Sí —jadeó.
—La próxima vez… tú te masturbarás para mí, y yo para ti. Pero ahora voy a hacerte enloquecer.
Retiró el tubo y posó dos dedos en su lugar, apretó tentando la entrada, empujando con cuidado, atento a los gemidos y movimientos de su amiga. Esperando paciente hasta ver cómo lo aceptaba.
Ruth jadeó con fuerza y apretó los pies contra él. Empujó hacia atrás, alejándose, para al momento siguiente relajarse. Marcos soltó su polla y, llevando la mano libre hasta el clítoris, comenzó a acariciarlo, trazando círculos sobre él hasta que la oyó gemir. Apretó los dos dedos de nuevo contra su ano. Apenas estos resbalaron en su interior, ella se tensó de nuevo, respirando agitadamente. Marcos bajó la cabeza y succionó el clítoris a la vez que metía y sacaba el pene de cristal de la vagina húmeda y resbaladiza. Separó despacio los dedos que tenía en su trasero, masajeó el recto, apretando e introduciéndolos muy despacio, intentando abrirse camino. Ruth jadeó y alzó las caderas de golpe, logrando que los dedos se hundieran casi por completo. Marcos paró asustado. No pretendía ir tan rápido.
—¡Marcos! —jadeó ella ante su inmovilidad.
—Lo siento… —dijo comenzando a sacar los dedos.
—¡No los saques un milímetro más, maldito bastardo! —gritó apretando el ano y alzando las caderas—. ¿Quieres oírme suplicar? ¡Yo no suplico! Mete los puñeteros dedos dentro y muévete de una vez.
Marcos se quedó paralizado. Jamás había oído a Ruth decir un solo taco, una sola palabra más alta que otra, y ahora estaba gritando y…
—¡Ya! —ordenó.
Marcos hundió los dedos en el ano y lamió con fruición el clítoris mientras metía y sacaba el pene de cristal fuertemente en la vagina. Notó en los dedos las contracciones de su amiga, la vibración de la vagina estrujando el consolador. Saboreó con la lengua el dulce flujo que manó de su interior, y empujó, succionó y bombeó hasta que todos los músculos del cuerpo femenino se tensaron en un único espasmo y se hizo el silencio. Levantó la mirada hacia Ruth, su cabeza se hundía con fuerza en la almohada mientras se mordía el puño de una mano. La otra estaba cerrada sobre las sábanas, sujetándose.
Marcos retiró el consolador de la vagina. Sin dejar de mirarla, la penetró con su pene hinchado y endurecido. Ruth abrió los ojos. Su respiración nerviosa se volvió agitada.
—Te ha gustado. —No era una pregunta.
—Dios, sí.
Se retiró de su interior sin dejar de mirarla. Ambos orificios vacíos, solitarios, disponibles. Agarró su pene con la mano y recorrió con él la grieta entre las nalgas.
—Relájate.
—No puedo estar más relajada. Apenas tengo fuerzas para moverme —respondió ella. Abrió más las piernas y levantó las caderas.
—Mejor.
Encontró la entrada a su ano, aún dilatada.
—Es la primera vez que hago esto —reveló confuso y estremecido—. Si… —gimió empujando la corona de su pene contra el ano—, si ves que… no va bien… lo dejamos…
—¡Deja de hablar y actúa! —jadeó ella—. Toda la vida improvisando y actuando sin pensar, ¿y te pones a meditar ahora? ¡Justo en este momento!
No necesitó más aprobación. Se deslizó en ella cuidadosamente, sin otorgar una tregua que no era solicitada. Osciló con mesura sus caderas, hasta que vio los dedos de Ruth deslizarse sobre su abdomen femenino, liso y perfecto, sortear el tatuaje y pararse en la vulva.
Observó atónito a su amiga abrirse con sus propios dedos los labios vaginales y acariciarse el clítoris, y en ese momento perdió todo control. Bombeó con fuerza dentro de ella, gimió su nombre una y otra vez, mientras ella alzaba las caderas a su encuentro, murmurando entre dientes obscenidades que jamás le había oído decir. Perdió la cordura. Entró en ella una y otra vez hasta que sintió cómo Ruth se tensaba acariciándose con fuerza el clítoris y entonces estalló. Se derrumbó sobre ella mordiéndole la clavícula para no gritar, para no soltar todo el placer que sentía en un grito que a buen seguro despertaría a todos los habitantes del vecindario.
Notó los dientes de Ruth clavarse en su cuello, su cuerpo tensarse, y luego oscuridad. Silencio.
—Marcos… —le llamó Ruth al cabo del tiempo… Horas, minutos, segundos… ni idea.
—Ahora hablaremos —dijo él sentándose en la cama—. No quiero continuar así. —Clavó su mirada azul en los iris color miel—. Me niego a seguir siendo tu amante.
—Espera un momento.
—No. Lo he pensado mucho. Quiero que nos casemos.
—¿Quieres? Así, ¿ya está? ¿Yo Tarzán, tú Jane? —respondió divertida. ¿Dónde había quedado toda la sensibilidad de que había hecho gala mientras le hacía el amor?—. Marcos, respóndeme una pregunta: ¿por qué me has hecho el amor así?
—¿Cómo?
—Con palabras. Me has hecho el amor con tus palabras. No ha sido sexo… ha sido más intimo, más personal.
—¿Quieres que sea sincero o voy improvisando sobre la marcha?
—¿Qué tal ambas?
—No tengo ni idea de lo que me ha pasado. Si te soy sincero, venía dispuesto a follarte hasta conseguir que cada vez que pensaras en sexo vieras mi rostro, hasta que asimilaras la palabra sexo a mi persona, hasta que un solo roce en tu piel te recordara mi presencia.
—Vaya. Tanta sinceridad me abruma —comentó alucinada.
—Pero cuando te vi en la cama, disfrutando de mis caricias, supe con toda certeza que no quería que pensaras en mí como una máquina de follar. Quería que supieras lo que siento, lo que quiero. Puedo no ser muy fino hablando, ni decir palabras grandilocuentes, pero no creo que me haya expresado tan mal que no me hayas entendido —comentó aturullado. Tanta sinceridad, en efecto, era abrumadora.
—Te he entendido de sobra. A ver… eres un buen tipo —repitió sus palabras—, tienes un buen trabajo, sabes lo que quieres, y me quieres a mí… Ah, se me olvidaba, y yo soy tuya desde el día en que te perseguí y te espié. Más o menos iba así, ¿no? Y para dejarlo todo bien afianzado, exiges que nos casemos. Que firme un contrato diciendo que soy tuya. —Ruth puso su cara de póquer, pero por dentro se moría de ganas de gritar: «¡Sí!».
—No has entendido una mierda —respondió él comenzando a enfadarse—. No quiero que seas mía.
—¿No? —Ahora la acababa de dejar de piedra.
—Quiero pertenecerte. Quiero necesitarte, depender de ti, sonreír por tus sonrisas, jadear por tus gemidos, vivir por ti. No entiendes una mierda. Nunca lo has hecho. ¿Crees que voy a mi bola? ¿Que soy un tipo independiente? Pues entérate bien, Avestruz. No me ha quedado más remedio, no he tenido otra opción. —Estaba verdaderamente frustrado, no sabía cómo explicarse y lo estaba embrollando todo—. Conoces a mi madre, sabes cómo es. Jamás pude contar con ella, y mi padre era igual o peor. Jamás se me ha permitido necesitar a nadie. Pero apareciste tú, con tus coletas desparejadas y tu ropa tres tallas más grande, con tu inteligencia y tu amistad. Te necesitaba de niño, necesitaba tus frases cortantes y tus cartas llenas de mierda para sentirme vivo.
»¿Te has planteado por un momento cuánto te eché de menos cuando me obligaron a irme de Madrid? ¿Tienes siquiera una pequeña idea? Y de repente apareces una noche, y vuelvo a sentirme bien. Y tú me das lo que no le has dado a nadie… y yo meto la pata hasta el fondo. Te busqué, Ruth. Al día siguiente fui a casa de tu amiga, pero te habías ido. Te intenté olvidar, volví a Madrid sin ninguna esperanza… Y de repente te veo en un cuadro, dentro de un escaparate. Y en ese momento lo tuve claro. Ibas a ser mía. Pero me equivoqué de cabo a rabo. No quiero que seas mía. Porque siempre lo has sido, siempre has sido mi amiga. Mi vida.
Se pasó las manos por el pelo, desesperado por detener las palabras que se le escapaban entre los dientes.
—Quiero darte mi corazón y saber que lo tienes guardado junto al tuyo. Quiero un jodido contrato que diga que te pertenezco, que no me vas a dejar nunca, que seré tuyo el resto de mis días. Quiero un anillo en el dedo, para mirarlo cada día y saber que voy a estar contigo toda mi vida, que voy a amarte, respetarte y adorarte más allá de la muerte. Porque, si te soy por completo sincero, me da lo mismo que me quieras o no. Estoy perdido si no me acoges en tu vida. Puedes hacer lo que quieras, puedes casarte conmigo, o ser solo mi amiga. Tú decides —dijo saliendo de la cama y comenzando a vestirse—. Solo quería que supieras cómo me siento —finalizó avergonzado.
—Marcos…
—Soy ridículo, ¿verdad? —interrumpió sin mirarla, terminando de vestirse.
—Marcos…
—No te preocupes. —Evitó que siguiera hablando, no podría soportar su negativa—. Me voy a mi cuarto antes de que Iris se despierte; no voy a jugar sucio, ya te lo he dicho.
—Marcos, escúchame.
—Tengo que regresar esta tarde a Tenerife, aún no hemos acabado el reportaje. —Se volvió hacia ella con la mano en el picaporte de la puerta—. Espera a que esté a punto de embarcar en el avión para darme tu respuesta, así evitaré humillarme cuando me contestes. Déjame al menos eso.
—¡Sí! —gritó Ruth irritada porque no la dejaba hablar—. Sí. Me enfrentaré a todo por ti. Sí. Me perteneces. Sí. Soy tuya, lo he sido desde que te espié la primera vez, desde que me volví tan loca que te mandé una carta untada con excrementos. Desde que perdí el control una noche y me entregué a ti. Y si sales por esa puerta, te juro que te perseguiré adonde quiera que vayas… aunque tenga que convencer a san Pedro para que me deje atravesar las puertas del cielo. Desde el momento en que has dicho «te quiero a ti» tenías mi firma en tu contrato.