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Muéstrame un obrero con grandes sueños y en él encontrarás
a un hombre que puede cambiar la historia.
Muéstrame un hombre sin sueños, y en él hallarás a un simple obrero.
JAMES CASH PENNY
Nunca olvido una cara.
Pero en su caso, estaré encantado de hacer una excepción.
GROUCHO MARX
8 de diciembre de 2008
«Así que aquí trabaja Ruth», pensó Marcos frente a la entrada del centro de día. El sitio a simple vista parecía bastante acogedor, y el entorno era, cuanto menos, agradable.
Se encontraba ante un edificio de dos plantas, rodeado por un muro de piedra rematado en una verja. Se acercó a la puerta de entrada exterior de la finca y llamó al videoportero. Tras identificarse, un celador vestido de blanco salió del edificio y le abrió las puertas para al momento volver a cerrarlas con llave.
—No es que intenten escaparse, es que a veces se despistan y si la puerta está abierta… ya sabe.
Recorrieron los escasos metros ajardinados que separaban los muros de la entrada. Una vez allí, Marcos comprobó que para acceder al vestíbulo debía traspasar otras dos puertas. El celador llamó a otro videoportero y, pocos segundos después, la primera de las puertas se abrió. Esperaron unos segundos en el descansillo y, cuando la primera puerta estuvo cerrada, pudieron por fin traspasar la segunda.
Se encontró en un espacioso vestíbulo de suelos brillantes que no resbalaban en absoluto. Amplios pasillos se abrían desde allí hacia las distintas dependencias, según informaban los carteles indicadores, y al fondo, justo frente a las puertas, había una enorme recepción, un gran tablón de anuncios indicando las salidas, excursiones y talleres, y cuatro ascensores, dos a cada lado del mostrador.
Se encaminó con seguridad a la recepción, donde se presentó y solicitó con amabilidad la presencia de la señorita Vázquez. La recepcionista lo miró extrañada mientras marcaba la extensión en el teléfono y, tras breves segundos, le informó más alucinada todavía que la señorita Vázquez acudiría en breve.
Marcos había pasado las dos últimas semanas en Las Médulas, una antigua explotación de oro de la época romana situada en El Bierzo, León, fotografiando el increíble espectáculo de la montaña abierta desde su mismo centro. Los contrastes entre roca y vegetación, luz y sombra, ocres y verdes, provocados por la brutal erosión a la que sometieron a la montaña los antiguos romanos en su afán por conseguir el oro, eran subyugadores. Pocas fotografías lo habían emocionado tanto como lo hicieron aquellas. Cuando tornó a Madrid, al piso de su madre, se había sentido, en contraposición con la grandeza de Las Médulas, inmerso en un mundo muy pequeño lleno de coches, edificios y carreteras. Durante un par de días fue como si le faltara el aire, aunque poco a poco se habituó de nuevo a la opresión de la ciudad y, según iba eligiendo las fotografías que mejor representasen aquellos parajes agrestes, se le fue ocurriendo un plan; un plan que ahora, observando el acogedor vestíbulo, los talleres del tablón de anuncios y los ancianos que recorrían los pasillos del centro, se iba haciendo más y más viable.
Elena se dirigía hacia la salida del vestíbulo cuando vio a un hermoso espécimen masculino frente al corcho de los anuncios. Redujo sus pasos hasta que los tacones dejaron de resonar en el vestíbulo, y lo observó a conciencia. Era guapo. Mucho. Alto y delgado. Vestido con una chaqueta de cuero que había visto épocas mejores, una camiseta azul de cuello vuelto bajo una camisa a cuadros abierta y unos pantalones vaqueros que se ajustaban como guantes a unos muslos bien formados y que delineaban a la perfección una entrepierna que en reposo no estaba nada mal. ¡Cómo sería cuando estuviera en erección! Ojos azules, aunque posiblemente fuera por las lentillas, igual que los suyos, y nariz un poco grande pero que podía operarse. El pelo, quizás un poco demasiado largo, rubio con reflejos dorados, caía liso pero con volumen hasta casi la cintura. Se lo imaginó sobre ella, sobre sus pechos perfectos talla 100 copa D, haciéndole cosquillas en la cintura, talla treinta y ocho, y se le hizo la boca agua, con su labio superior relleno con colágeno para potenciar volumen. Sí. Decididamente el café que pensaba tomarse podía esperar.
—¿Puedo ayudarte en algo? —le preguntó con voz ronca, sugestiva y sensual.
Marcos se volvió para quedar frente a una mujer espectacular. Lo primero que le llamó la atención de ella fueron sus tetas. Unas tetas grandes y firmes que casi estaban a la altura de la barbilla, escasamente tapadas por un top negro con rayas rojas. Lo segundo su pelo, una melena de un imposible caoba no natural. Lo tercero, su cintura de avispa marcada por un cinturón negro de cuero con incrustaciones de brillantes (imaginaba que falsos). Y lo último sus piernas, apenas ocultas bajo una ajustada minifalda negra, largas y torneadas, que terminaban en unos pies calzados con unos zapatos de tacón altísimo. En definitiva, una mujer que pedía guerra a gritos.
—Estoy esperando a la señorita Vázquez, no creo que tarde mucho. Gracias —contestó Marcos pasando de ella olímpicamente.
Había tenido algunas experiencias con mujeres de ese tipo y siempre se había sentido como un pobre colegial que no daba la talla. Tanta sensualidad a flor de piel y golpe de bisturí en la cama terminaba convirtiéndose en afectación para conseguir la postura que mejor partido sacase a sus increíbles formas y, entre eso y los gemidos perfectamente acompasados y las muecas de placer que no arrugaban ni un ápice la piel, él acababa dudando de si el orgasmo de su pareja había sido ficticio o real.
—¿Te refieres a Ruth? —Elena lo miró de arriba abajo, empezando por los ojos azules y terminando en la ingle, sitio en que se demoró un par de segundos, los justos para lamerse los labios—. ¿Para qué quieres verla? —Imposible que tal espécimen tuviera algo que ver con el espantapájaros de su secretaria.
—Hay un proyecto del que quiero hablarle.
—¿Qué tipo de proyecto? —preguntó echando los hombros hacia atrás, marcando pecho.
—Preferiría comentárselo a ella primero —contestó Marcos pensando que Victoria Beckham era mucho más natural que la mujer que tenía enfrente.
—No sé qué te habrá contado Ruth, pero ella solo es una empleada más. De hecho es mi secretaria, así que cualquier proyecto relacionado con el centro debes hablarlo antes conmigo.
—Entiendo. De todos modos acaba de salir del ascensor, así que, si te parece bien, os lo comento a las dos a la vez. —Increíble, esa mujer había conseguido caerle fatal en menos de dos minutos—. Hola, Ruth.
—Buenos días, Elena. —Ruth inclinó la cabeza a modo de saludo y después se dirigió a Marcos—. ¿Qué proyecto dices que tienes en mente?
Marcos sonrió para sus adentros. Su amiga podía haber cambiado con el paso de los años, pero si algo había permanecido inmutable era su desmedido sentido de la responsabilidad. La única información que tenía para localizarla era que trabajaba en ese centro, y sabía de sobra que si se presentaba por las buenas en su horario de trabajo, que por cierto no tenía ni idea de cuál era, ella lo ignoraría por completo. Jamás dejaría de realizar su trabajo para charlar con un viejo amigo. Pero si le ponía un buen cebo, acudiría, y eso era lo que había hecho. Había mandado un mensaje con la recepcionista; un mensaje con poca información que Ruth se apresuraría a confirmar. Un posible proyecto que daría publicidad al centro y que quizá incluso generara beneficios. Y Ruth no había tardado ni cinco minutos en bajar a informarse.
—Es algo que he estado pensando estas dos últimas semanas, desde que fui a la exposición benéfica, aunque creo que lo mejor es hablarlo en algún sitio más privado.
—Vamos a mi despacho y me lo cuentas —dijo Elena despidiendo a Ruth de paso—. Yo me haré cargo de esto, querida. Puedes seguir con tus cosas.
—Muy bien. —Ruth frunció el ceño, no le gustaba la idea de no estar presente. Elena tendía a ir demasiado a su aire, pero era la jefa y no le quedaba más remedio que obedecer, así que se dio la vuelta para dirigirse al ascensor.
—¡Espera! —exclamó Marcos—. No te lo tomes a mal… ¿Elena? —Se llamaba así, ¿verdad?—. Pero me gustaría que Ruth estuviera presente. Nos conocemos desde hace años, y a veces soy un poco obtuso y cuesta algo entenderme. Ella me traducirá en caso de que me líe con los términos. —Finalizó guiñando un ojo, cómplice.
¿Obtuso? ¿Marcos? ¡Ja! Era la persona más directa que conocía, pero, si Elena se tragaba la mentira, por ella perfecto. Y ya fuera porque se la tragó, o porque se dio cuenta de que Marcos no iba a ceder, Elena consintió.
Subieron a la segunda planta y entraron en un despacho amplio, con grandes ventanales y paredes pintadas en blanco con alguna que otra imitación de Andy Warhol. El mobiliario constaba de una mesa enorme y vacía sobre la que yacía abandonado un ordenador apagado, y nada más. Ningún papel por medio, carpeta, libreta de notas o bolígrafo. Completaban la estancia un sillón giratorio de director y dos butacas bastante cómodas. Elena ocupó el primero y Marcos y Ruth los otros dos.
Marcos no podía evitar mirar de reojo a su amiga. Volvía a ser la bibliotecaria aburrida. Vestía una chaqueta negra sin forma, una falda del mismo color justo por debajo de la rodilla; ese tipo de falda aburrida, ni con vuelo ni ajustada sino todo lo contrario, con el largo que peor podía quedar a cualquier pierna, medias color carne y zapatos de tacón bajo. El pelo estaba recogido de nuevo en un moño clásico y aburrido. No se le veía ni rastro de maquillaje en la cara ni en las uñas. Era la mujer invisible. No pudo evitar preguntarse si llevaría liguero, y cómo sería esta vez su ropa interior. ¿Tanga de encaje negro? ¿Minibraguitas con algún letrero divertido? Demonios. Le encantaría saberlo.
—Bien, os pongo en antecedentes —comenzó a decir antes de que sus neuronas bajaran a la ingle por culpa de tanto especular sobre prendas íntimas—. Trabajo como fotógrafo para una publicación que tiene como premisa realizar reportajes que sirvan para dar a conocer el país, ya sea a través de paisajes, cultura, turismo, sociedad, etc. Desde el día en que asistí a la exposición, una idea ronda por mi cabeza. Poca gente conoce los intríngulis de este tipo de centros. Para ser francos, todos sabemos de las residencias geriátricas, lugares a tiempo completo donde los ancianos están internos. Pero ¿centros de día? No dudo de que haya muchos, pero son completamente desconocidos. Cuando alguien menciona centro y ancianos, piensa directamente en geriátricos, pero esto no es exactamente un geriátrico. ¿Me equivoco?
—No —contesto Ruth, que entendía completamente a qué se refería. Poca gente tomaba en serio un centro de día.
—Le he estado dando vueltas en la cabeza, y pienso que sería buena idea hacer un reportaje sobre ello: la ayuda que presta a la sociedad, las ventajas y desventajas… En fin, realmente no sé bien cómo enfocarlo todavía; me haría falta recopilar datos, conocer la historia de los ancianos, de los trabajadores, los prolegómenos de la gestión, etc. Cuando recopile esa información, mi intención es pasarla a la revista y ver si a ellos les parece tan interesante como a mí, y, en caso afirmativo, sería cuestión de poner en marcha el proyecto. Para eso necesito autorización del centro y de las familias de los ancianos que saldrían en el reportaje.
—Es muy interesante —comentó Ruth entusiasmada. El reportaje se traduciría en que más gente conocería la labor de los centros de día, y quizá consiguieran más benefactores y, con mucha, muchísima suerte, la burocracia lo mismo dejaba de congelarles las subvenciones. Aunque eso sería más un milagro que otra cosa.
—¿Y qué ganamos nosotros? —preguntó Elena.
—Bien, veamos. —Marcos procedió a explicarle a Elena lo que Ruth había visto desde el primer momento.
Elena escuchaba desapasionadamente, prestando más atención a sus uñas de porcelana, perfectamente esculpidas, que a todos esos chismes sobre dar a conocer el centro y, cuando Marcos terminó la explicación, preguntó lo que verdaderamente importaba.
—Sí, todo eso está muy bien pero ¿qué beneficio económico saca el centro? Y no me vengas con posibles donantes.
—Bueno, beneficio económico, ninguno. La publicación para la que trabajo no paga por reportaje. De hecho, ninguna publicación paga a los protagonistas de los reportajes, a no ser que sean personajes públicos y exclusivas rosas. —Marcos se estaba hartando de tanta tontería. ¿Qué narices se pensaba esa Victoria Beckhan de pacotilla?
—Pues entonces, sinceramente no le veo ningún… —comenzó Elena.
—Creo que el señor García estará muy interesado en la propuesta —interrumpió Ruth.
—¿Perdona? —exclamó Elena irritada. ¿Quién se creía que era esa pedorra para interrumpirla?
Ruth miró a Elena, consciente de que tenían que hablar, y de que sería del todo contraproducente que debatieran sobre el tema en presencia de Marcos. Por tanto, con una sonrisa en los labios solicitó a su amigo unos minutos a solas con su superiora y lo acompañó a su propio despacho, para al segundo siguiente entrar en el de Elena y cerrar la puerta.
¡Joder, cómo se nota quién curra y quién no!, pensó Marcos al sentarse en la única silla del despacho de Ruth. La oficina era un cuadrado de dos metros cuadrados y la pared en la que se abría la puerta estaba enteramente ocupada por estanterías metálicas del suelo al techo llenas de archivadores de la a a la zeta y libros contables. Dos mesas en forma de ele se adueñaban del espacio restante. La pared que quedaba libre estaba pintada en un tono blanco y de ella colgaban varias acuarelas y oleos sin enmarcar, que supuso estaban pintados por los niños de Ruth. Frente a él, justo sobre la mesa más grande, se abría una pequeña ventana con cortinas venecianas blancas que daba a un jardín con bancos por el que paseaban los residentes. Sobre las mesas, aparte del ordenador y el teclado, miles de papeles, cuadernos, carpetas y lo que parecían apuntes se amontonaban en pilas ordenadas simétricamente a la espera de ser despachadas. Pegados al monitor post-it de colores recordaban citas con el señor García, horarios de talleres, ideas y mil cosas más. Le llamó la atención un cubilete redondo de plástico lleno de lápices perfectamente afilados, bolígrafos y rotuladores fosforitos. Lo cogió y comprobó sonriendo que era un bote de Cola Cao forrado con un folio pintado: una casa, un árbol más grande que la casa y flores enormes e imposibles, dibujadas con lápices de cera de vivos colores y trazo infantil. Era como si hubiera sido decorado por un niño pequeño. Lo observó más detenidamente. El artista había dejado su firma en la base, aunque era casi ilegible, no porque estuviera borrada, sino porque, de las cuatro letras, cada una era de un tamaño y usaba indistintamente mayúsculas y minúsculas. Sonrió al leerlas: IrIs.
Volvió a dejar el cubilete en su sitio y siguió buscando algo más que cotillear. No parecía haber nada interesante. No vio fotos familiares sobre la mesa, ni revistas que leer. Estuvo tentado de abrir los cajones en busca de algo, pero se imaginó la reacción de su amiga si lo pillaba cotilleando y se contuvo. Así que solo le quedaba pensar.
Pensó en su madre, a la que cada vez se le iba más la cabeza, en Carlos y sus pájaros, en que no le apetecía nada empezar a buscar una casa donde vivir, por lo que seguiría viviendo con su vieja. Al fin y al cabo, esta cambiaba de personalidad telenovelesca cada día, lo que significaba que no le daba tiempo a aburrirse.
¡Demonios! ¡Qué incómoda era la maldita butaca! Cambió de posición con la intención de acomodarse, pero no hubo manera. Era dura como una piedra. Apoyó los codos en los reposabrazos y siguió pensando. ¿Seguiría Ruth llevando el pubis depilado y ese bigotito rosa fuerte? ¡Ojalá! De ahí pasó al tema de la ropa interior. Como no tenía nada mejor que hacer comenzó a imaginar los distintos estilos de tanga que podría llevar bajo la falda monótona y aburrida, y se le ocurrieron múltiples diseños. Demasiados para su pene, que se rebeló casi de inmediato saltando dentro de los vaqueros.
¡Ahora sí que estaba incómodo!
Se levantó de la silla y metió la mano bajo la tela de los pantalones con la intención de dar acomodo a cierta parte de su anatomía que estaba algo tensa. Lo malo es que ese fue justo el momento que aprovecharon las mujeres para entrar en el despacho.
—He conseguido hablar con el director del centro, el señor García, y nos ha hecho un hueco para el miércoles a las cuatro. ¿Te va bien? —comentó Ruth sonriente. Le había costado un poco convencer a Elena, pero, tras conseguir hablar por el móvil con el director, esta no había podido decir nada en contra.
—Me va perfecto —contestó Marcos mientras se daba la vuelta para quedar frente a ella a la vez que daba gracias al cielo por estar acomodándose de cara a la pared, y no de cara a la puerta. Se cerró rápidamente la chaqueta de cuero y toda evidencia quedó oculta.
—Magistral —respondió Ruth contenta.
—Magnífico —recalcó irónica Elena—. Ahora ¿qué te parece si nos vamos a tomar un café? Son casi las doce y no he almorzado —comentó colgándose del codo de Marcos.
—Vaya, te lo agradezco, pero si no hay inconveniente me gustaría que me enseñarais un poco cómo va el centro, para ir recopilando información que pasar a la revista y así el miércoles poder acudir a la cita con datos fiables y no solo conjeturas.
—¿Pretendes que te haga una visita guiada por aquí? No te molestes, te lo cuento rápido: solo hay viejos, viejos y más viejos. Les damos de comer, de merendar, un poco de gimnasia, algún taller tonto y a casita —resumió Elena despectiva—. Vamos a tomar ese café.
—Preferiría recorrer el centro —contestó Marcos con toda la educación que fue capaz de reunir. Le estaba cargando la pija.
—¿Sí? Tú mismo. Me temo que yo tengo muchas cosas que hacer como para perder el tiempo oliendo a desinfectante.
—¿Puedes acompañarme tú? —preguntó a Ruth.
—¿Ruth? Imposible, tiene muchísimo trabajo pendiente. —Elena señaló las pilas de carpetas sobre la mesa.
—Bueno… —Ruth miró la mesa, calculó el tiempo que tardaría en ponerse al día y decidió, como siempre, acudir un par de horas antes al centro por la mañana; con eso bastaría—. No hay problema. Mañana vendré antes.
—No creo que esa sea la solución —inquirió Elena furiosa.
—Genial —comentó Marcos a su vez—. ¿Por dónde empezamos?
—Bajemos, te enseñaré la planta baja y, a partir de ahí, ya iremos viendo.
—¡Cojonudo! —exclamó Elena—. Tú verás, Ruth, querida, pero mañana a las ocho de la mañana quiero todos los archivos pendientes sobre mi mesa.
—Los tendrás —aseveró Ruth rotunda.