44
Buscando el bien de nuestros semejantes encontramos el nuestro.
PLATÓN
A las diez y cuarto de la mañana, Marcos entró desesperado en el vestíbulo del centro de mayores. Lo atravesó a la carrera, pasó por delante de recepción, farfulló un escueto «hola» a Sara, y llamó al ascensor. Necesitaba hablar con Ruth urgentemente.
—Marcos —lo llamó Sara—, Ruth está en la cafetería, desayunando.
Marcos giró en redondo sobre sus pies, cabeceó agradecido en dirección a Sara y caminó a marchas forzadas hasta la cafetería.
Su chica estaba sentada en una mesa al fondo, sujetaba con una mano una manzana detenida a la altura de su boca y observaba con atención unos papeles depositados sobre la mesa.
—Hola, Avestruz —saludó él, apartando la manzana de su camino y depositando un suave beso en los labios dulces y cálidos de ella.
—Hola, Marcos —respondió ella sorprendida—. ¿Cómo es que estás por aquí?
—Necesito hablar contigo —comenzó él sereno—. Soy un fracaso. —Terminó hundiendo la cabeza entre las manos.
—¿Por qué dices eso? —preguntó asustada, dejando la manzana sin morder en la mesa y prestándole toda su atención.
—Hemos llegado media hora tarde, he olvidado los deberes, no he sido capaz de hacer que desayunara, ¡ni siquiera he conseguido que el chándal resistiera un solo lavado de cara!
—Bueno, no te preocupes por eso. Ha sido tu primera vez, la próxima seguro que lo haces mejor —dijo Ruth restándole importancia. ¡Qué susto le había dado por nada!
—Se me olvidó calentar el Cola Cao y no encontraba la taza vacuna, y por eso no ha desayunado —murmuró compungido.
—No pasa nada, ya le dará algo de comer su profesora. La próxima vez no te olvides y listo. —Ruth volvió su atención a los papeles que estaba revisando.
—No quería levantarse de la cama, se negaba a ir al colegio —continuó él, hundido en la miseria.
—Claro, claro. —Ruth no levantó la vista de los papeles, tenía un retraso impresionante.
—Le he tenido que prometer que le compraría chuches para lograr que se pusiera el chándal —finalizó él derrumbándose sobre la mesa sobre los papeles que Ruth leía.
—¡Marcos! Casi los tiras. ¿No ves que esto es importante?
—¡Lo que me ha pasado también! Soy un fracaso como padre, no soy capaz de atender a mi hija correctamente.
—No digas tonterías —cortó Ruth—. A ver, ¿Iris está gravemente herida?
—No.
—Pues entonces no ha pasado nada. No te preocupes. —Recogió los papeles y se levantó de la mesa, dejando la manzana olvidada junto al café.
—¿No puedes compadecerte de mí ni siquiera un poco?
—¡Marcos! Compórtate, hombre. Estás dando el espectáculo. A ver, ¿qué quieres que haga exactamente? —preguntó irritada; tenía muchísimas cosas pendientes por hacer.
—Que escuches mis penas, que atiendas mis frustraciones, que me compadezcas, que me animes. ¡Que me digas qué coj… minos hago para hacerlo bien!
Ruth lo miró alucinada. ¿Este era el hombre imprevisible y visceral del que estaba enamorada? Por Dios, si parecía un niño pequeño. Le dio unas palmaditas en el hombro, le besó en la frente y le aconsejó que fuera más autoritario con Iris. Un padre no era solo un colega, sino un mentor. Luego recogió la manzana, le dio un mordisco y abandonó la cafetería con la mente puesta en todos los archivos sin actualizar y los informes sin comprobar.
Marcos dejó caer la cabeza sobre la mesa y empezó a golpeársela contra la madera. Estaba teniendo un día de mierda.
—Romper la mesa con la cabeza no es la solución —comentó una voz a su espalda.
Marcos levantó la vista. Mercedes lo miraba con los labios fruncidos.
—¿Qué pasa, Mercedes? —preguntó una anciana pintarrajeada como si fuera una muñeca de porcelana.
—Este joven no sabe ocuparse de su hija —respondió Mercedes hundiendo a Marcos en la depresión.
—Les pasa a muchos. Si quieres saber mi opinión, hoy en día a los padres les falta disciplina —comentó un señor mayor totalmente calvo y con un bastón que era más un arma que un instrumento en el que apoyarse.
—No saben imponerse a sus hijos y luego estos les dan por todos lados —comentó otra anciana de pelo blanco y sin dientes.
—Si escucha lo que tengo que contarle, seguramente evitará muchos problemas, jovenzuelo —comentó el anciano del bastón, balanceando este peligrosamente cerca de la espinilla de Marcos.
Marcos se encontró de pronto rodeado de momias que le daban consejos sobre la mejor manera de tratar a su hija. Algunos parecían acertados, y otros… Bueno, él no pensaba darle a Iris aceite de hígado de bacalao —fuera eso lo que fuera— si no desayunaba, ni tampoco pensaba castigarla de cara a la pared con los brazos en cruz y un libro en cada mano si no obedecía. Pero preparar el desayuno antes de levantarla le parecía una buena idea, y hacer que se lavara antes de vestirla prevendría posibles accidentes. Cogerla del pelo para levantarla de la cama estaba totalmente descartado, pero amenazarla con no comprarle ninguna chuche más si no lo hacía quizá diera resultado. En contra de su sentido común se encontró escuchando atentamente a todos y cada uno de los sabios ancianos, y además se dio cuenta de que las cosas que decían —en su mayoría— tenían mucho de eso, de sentido común.
—¿Reunión de moribundos? —Se burló una voz—. ¿Haciendo planes de dónde queréis ser enterrados? —continuó Elena.
Los ancianos miraron a la mujer escuálida que tenían enfrente, y uno a uno se marcharon tan deprisa como se lo permitían sus piernas, bastones, andadores y muletas. Solo quedó Mercedes, con la espalda muy erguida y los ojos llameantes.
—Un día, Dios acudirá a mi llamada y te mandará al infierno.
—Dios no existe, vieja pasa. Yo soy Dios —contestó Elena—. Largo.
Mercedes se fue con la cabeza alta y echando pestes por la boca.
—Me debes una por espantar a los viejos —dijo Elena enredando los dedos en la larga melena del hombre.
—Aléjate de mí. —Se levantó él ahogando un quejido cuando ella no le soltó el pelo—. Suéltame.
—¿Ya has comprobado lo que te dije? —Se acercó más a él, pinchándole con sus puntiagudos y artificiales pezones en el torso—. Qué lástima, ¿verdad? Te ha engañado como a un tonto. Tu inocente y virginal Ruth, madre de una niña… ¿Ya le has propuesto matrimonio? —se burló Elena.
—Sí —respondió Marcos sonriendo—, y con un poco de suerte antes del verano estaremos casados y viviendo juntos. —Al menos por eso iba a luchar él—. ¿Sabes qué?, tengo que darte las gracias por la información. Si no es por ti, hubiera tardado más tiempo en saber que tengo una hija preciosa con Ruth, una hija a la que adoro —menos a la hora de ir al cole—, igual que a la madre —menos cuando no se apiada de mí.
—¿Qué? —exclamó ella soltándole el pelo estupefacta.
—¿No lo sabías? Huy, tendrías que haberte informado mejor. La niña es mía. —Le guiñó un ojo—. Y la madre también.
—Estás loco, te has dejado convencer por esa furcia.
—Vuelve a insultarla y te mato —susurró Marcos entre dientes.
Agarro a Elena del pelo y tiró de él hacia atrás. La mujer ahogó un quejido y abrió mucho los ojos. Por primera vez desde hacía mucho tiempo estaba asustada.
—No me tientes —exclamó Marcos dando un nuevo tirón para después soltarla de golpe y marcharse.
—Hijo de puta —siseó ella.
En la primera planta, Ruth escuchaba con atención las palabras del director, atónita.
—Me alegro de que esté mejor, Ruth. La hemos echado mucho de menos en estas tres semanas que ha estado de baja. —El señor García interrumpió su monólogo un segundo y frunció el ceño—. Si he de ser sincero, no solo la hemos echado de menos sino que el centro se ha convertido en un verdadero caos. No me había dado cuenta de todo el trabajo y las responsabilidades de las que usted se hacía cargo hasta que no ha estado para ejecutarlas.
—No entiendo cómo ha podido pasar, señor García. Le aseguro que cada día mi hermano venía a recoger mi trabajo pendiente, pero imagino que el pobre no sabía exactamente qué cajas debía coger. No obstante, le certifico que esto no volverá a suceder. Estoy totalmente centrada en mi trabajo y le doy la absoluta seguridad de que antes del próximo fin de semana lo tendré todo al día.
—¿No volverá a suceder? ¿Su hermano venía al centro? ¿Tener al día su trabajo antes del fin de semana? Ruth, creo que no sé ni la mitad de las cosas que pasan aquí —afirmó, algo más que irritado.
—Señor, le garantizo que…
—Permítame terminar, Ruth —la silenció él—. En primer lugar, todos, ancianos, familias, trabajadores y yo mismo, esperamos que no vuelva a estar enferma, no porque su trabajo se vaya a quedar sin realizar, que no ha sido el caso, sino porque todos hemos estado preocupados por usted, por su salud. Los ancianos encargaron que en la misa de los domingos, en la capilla, se hiciera una súplica por usted, y le puedo asegurar que se puede contar con un dedo las personas que faltaron.
—¿Una súplica por mí? No debería haberlo consentido, no estaba enferma. Solo fue que mi hermano se empeñó en que sí y el médico lo creyó —refutó ella horrorizada. ¡Por Dios, qué habían pensado!
—¿Asevera usted que su endocrino y su médico de cabecera estaban equivocados? ¿Que las bajas que me han llegado y sus informes de salud, informes privados, que no sé cómo se han traspapelado y han aparecido en mi agenda —aquí frunció el ceño a la vez que sonreía: tendría que hablar con Sara, extraoficialmente claro, para ver cómo había conseguido esos informes, aunque quizás el susodicho hermano tuviera algo que ver— no son correctos?
—Bueno, no insinúo eso, pero sinceramente creo que son algo exagerados. —¡Muchísimo! Ella no estaba al borde del colapso.
—Ruth, la hemos añorado, no por su trabajo, sino por ser usted quien es, el alma de este lugar. No vuelva a ponerse en peligro.
—Señor, le agradezco mucho esas palabras, pero creo sinceramente que exagera. Todos y cada uno de los empleados formamos un conjunto y hacemos lo que está en nuestra mano para lograr resultados aceptables con…
—Por otro lado —interrumpió él—, su trabajo, el suyo propio —enfatizó—, ha sido presentado sin falta cada día, lo cual me sorprendió bastante, ya que esperaba que, estando usted de baja, quedara atrasado. Pero no fue así. Pregunté a Sara si era ella quien lo ponía al día, y me emplazó a que compareciera en el vestíbulo cualquier día a las nueve y cuarto de la mañana. Si he de ser sincero, me molestó un poco el misterio, pero allí estuve. Cuál no fue mi sorpresa cuando vi aparecer a un hombre vestido de leñador con una de nuestras cajas de archivar papeles, dejarla sobre el mostrador de información y hacerse cargo de otra caja, casi idéntica, que Sara le proporcionó. Por supuesto me acerqué estupefacto a ver qué había pasado. En la caja estaba el trabajo que tenía usted que realizar, actualizado, ordenado y completado, junto con varios DVD que contenían esos mismos datos pasados a nuestro programa informático y un cuaderno con tapas de vaquitas y ranitas —sonrió ampliamente al recordarlo— en el que estaban anotados varios comentarios sobre informes que usted había solicitado y no había recibido, ideas a realizar en talleres, recordatorios sobre citas e informes médicos de ancianos, etc. —El director apoyó las manos sobre la mesa y esperó una respuesta.
—Le aseguro, señor García, que ninguna información confidencial ha sido expuesta en los traslados. Mi hermano es una persona muy responsable y ha tenido sumo cuidado al transportar las cajas con los informes. Además, estas estaban cerradas con precinto y las he abierto yo en mi casa. Nadie ha tocado nada. Y del mismo modo se han entregado única y exclusivamente a manos de Sara, que es una de las empleadas más competentes, serias y responsables con las que he tratado nunca. No obstante, si decide usted penalizar esta acción, le ruego que no culpe a Sara porque, en realidad, ella no quería sacar los datos del centro, pero yo, como superiora suya, se lo ordené. Por tanto, asumo toda responsabilidad ante cualquier amonestación que crea conveniente llevar a cabo.
—No tengo ninguna duda de que los datos han sido tratados con el mayor de los respetos, responsabilidad y confidencialidad. Lo que no me explico es, por qué estando usted de baja, al borde del colapso físico según dos médicos, uno de ellos especialista en su dolencia, se le ha ordenado, fuera de toda legalidad, completar su trabajo.
—Nadie me lo ordenó, señor. Al contrario, como antes he referido, fui yo quien ordené que se pusiera a mi disposición dicho trabajo, y por tanto le ruego encarecidamente que en caso de alguna incidencia de carácter legal solo se tenga en cuenta mi persona. —Ay Dios, ay Dios. Por favor, que nadie más que ella pagase por su irresponsabilidad.
—Comprendo. Lo que no comprendo es qué la llevó a usted, en su delicado estado, a obviar las advertencias de los médicos y dedicarse en su tiempo de reposo a trabajar.
—Me aburría en casa, señor.
—Interesante. Tengo entendido que tiene usted a su cargo una hija, aparte de su padre, Ricardo, paciente en nuestro centro, del que se ocupa.
—Sí, señor.
—Y se aburría.
—Mi padre no me da ningún trabajo. Es un hombre excepcional y muy cariñoso, que coopera en todo lo que puede —y recuerda—, y mi hija da el mismo trabajo que cualquier niña a cualquier madre trabajadora del mundo. Estar todo el día en casa, reposando —aquí hizo un mohín de disgusto con los labios—, me dejaba muchísimo tiempo libre que me pareció oportuno utilizar como creí más conveniente —repuso retadora. Había hecho su trabajo, lo había hecho bien. Se había saltado algunas normas, correcto. Pero no había pasado nada, no tenía por qué darle tanta importancia.
—Entiendo. La felicito por su dedicación y entrega al centro. Y le aseguro que estoy gratamente sorprendido por ello.
—Gracias, señor.
—No obstante, hay una cuestión más que quería comentar con usted. —Se levantó y sacó los informes del mes anterior. Los depositó sobre la mesa y comenzó a pasar los dedos sobre ellos—. ¿Le suenan?
—Sí, señor. Son los informes de diciembre de la cuenta de mantenimiento del centro.
—¿Los redactó usted?
—Algunos de ellos, señor. En diciembre hubo mucho trabajo. —Se apresuró a completar la información—. Y se hizo necesaria la cooperación entre departamentos para concluirlo en su fecha.
—¿Sabe? Son idénticos a los del resto de los meses del año pasado, y del anterior, y, bueno, digamos que son idénticos a los de hace cuatro años en adelante. Bien redactados, con los cálculos correctamente ubicados en su lugar correspondiente, con las cuentas ordenadas. Diría que son impecables. Al igual que… —Volvió a levantarse y sacó otro archivo— los informes de personal, los informes de cuentas, el inventario, los balances de gastos y sus previsiones… En definitiva, se ve la mano de la misma persona una y otra vez. En departamentos distintos.
—Como le refería, a veces un departamento, por causas ajenas a él, sufre un incremento de trabajo y, si otro departamento puede ayudar, lo hace. —No pensaba disculparse por eso.
—Me parece estupendo. Por ejemplo, en el de contabilidad y facturación, la… mano amiga se ve en algunas ocasiones específicas, como fin de trimestre y cuentas de IVA, o en julio con el impuesto de sociedades. Me parece totalmente lógico que se ayuden entre departamentos. Pero… y esto es lo que no me cuadra, en recursos humanos, que es uno de los más importantes, por no decir el que más, esa mano amiga, se ve de continuo.
—No sabría decirle, señor —repuso Ruth con cara de póquer.
—Lo imaginaba. Por eso, antes de llamarla, revisé los informes de ese departamento de hace más de cinco años. No fue fácil encontrarlos, no estaban correctamente clasificados. —Sacó otra carpeta y la depositó sobre los cientos de papeles que ocupaban la mesa—. Como podrá comprobar, los hay de dos tipos: unos similares a los de la mano amiga que se van incrementando en número con el transcurrir de los meses, y otros que… no tienen nada que ver. —Los extendió para que Ruth los viera—: Conceptos incorrectos, faltas de ortografía, errores en las sumas, manchas de… ¿café?, ningún orden aparente… ¿No le parece extraño?
—No sabría decirle, señor; han pasado muchos años. De hecho, debido a su antigüedad, no tienen ningún referente legal. Todo aquel documento que sobrepase los cinco años no puede ser tomado en cuenta.
—Lo sé, lo sé. Solo me resulta extraño. Más que nada, porque durante su ausencia por enfermedad —recalcó esta última palabra— los pocos y escasos informes que me han llegado, ni la cuarta parte de los que me tendrían que haber sido entregados, se parecen extrañamente a estos antiguos que acabo de mostrarle.
—No sabría decirle.
—Una última cosa antes de que se retire. ¿Sabía usted que se ha propuesto la expulsión de uno de los residentes?
—¿De quién? —Ruth se levantó de golpe de la silla.
—Aquí tiene el impreso de salida.
—No, hay un error —comentó Ruth leyendo por encima el impreso escrito a bolígrafo, con faltas ortográficas y tachones—. Se me comentó la intención de anular la residencia de Mercedes debido a que su yerno ya no trabaja y, supuestamente, dispone del tiempo necesario para cuidarla, pero la desestimé. Arturo necesita todo el tiempo de que dispone para ir de obra en obra entregando currículos. Además, madruga muchísimo para ir a Mercamadrid a cargar y descargar camiones, aportando un ínfimo, pero importantísimo ingreso en su casa y, si se viera en la necesidad de cuidar a Mercedes, cortaríamos cualquier posibilidad de incorporación laboral.
—Conoce usted a la familia. —No era una pregunta.
—No de un modo personal, señor. —Ay, Dios, ¿le iba a acusar de tráfico de influencias?
—¿Cómo entonces?
—No sabría decirle.
—Comprendo. Puede usted retirarse.
—Gracias.
—Por cierto —la llamó antes de que saliera por la puerta—. Le está totalmente prohibido realizar ningún trabajo que no sea el suyo propio.
—Señor, con el debido respeto, mi trabajo jamás ha quedado sin finalizar. No es necesario que se me prohíba realizar otros menesteres, ya que no influyen en la consecución de mis tareas y son realizados en el tiempo que me queda libre.
—Ruth. Le aconsejo, no, le ordeno —rectificó— que acuda al centro en el horario que consta en su contrato, si no estoy equivocado, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. Quizá así no le quede tanto tiempo libre.
—Señor. Tengo tres talleres de los que me hago cargo voluntariamente fuera de mi horario —apuntó Ruth furiosa.
—Esos talleres puede realizarlos.
—Los imparto de cinco a seis lunes, miércoles y viernes. Me parece una necedad regresar a mi casa a las cuatro para volver al centro a las cinco, perderé todo el tiempo en el trayecto cuando aquí soy necesaria.
—Entonces le emplazo a que se traiga una buena novela y utilice esa hora para leerla sentada en el jardín o en la cafetería. No trabajará más horas de las estipuladas en su contrato. Y tampoco le está permitido llevar trabajo a casa.
—Como ordene —dijo Ruth saliendo airada del despacho y dando un ligero portazo.
—Todo un carácter —se dijo el director al verla marchar. Volvió a mirar los informes de años pasados y se pasó las manos por los ojos. Se le había olvidado por completo.
Informes sin terminar, mal redactados, erróneos.
Discusiones con su mujer, acusándole de obligar a su hermana a realizar más trabajo del que podía.
Sonrisas burlonas de Elena cuando, por evitar confrontaciones en su matrimonio, obviaba los errores y los corregía en casa.
Miradas satisfechas de Elena, cuando hizo la vista gorda al comprobar que iban llegando informes totalmente correctos redactados por la recepcionista del centro.
Ceño fruncido de su cuñada al enterarse de que dicha persona había sido ascendida a administrativa, más ceños cuando la convirtió en secretaria.
Y, sobre todo, el paso del tiempo, el irse acostumbrando a las cosas bien hechas, entregadas en su momento, sin errores, sin discusiones, sin dramas familiares… Y todo había recaído en la misma persona que, sin quejarse, había asumido el exceso de trabajo, y no solo eso, lo había mejorado. Había tomado las riendas del centro, de los trabajadores y de los ancianos y había dado un paso adelante. Sin hablar de ello, sin siquiera ser consciente de lo que estaba haciendo, con una sonrisa en los labios y una palmada de ánimo en los hombros para cada trabajador y anciano del lugar. Siempre adelante, siempre un paso más. Y siempre en la sombra.
Rememoró las últimas tres semanas; todo había sido un descontrol. Los informes de Elena, imprescindibles para el centro, llegaban con cuentagotas si es que llegaban. Los ancianos entristecidos, las familias de estos acudiendo al centro a cada segundo, preguntando por la salud de la muchacha, contándole historias increíbles.
Como la de la familia de Francisco, que habían pasado dos horas desesperados porque el anciano aseguraba tener un demonio que zumbaba en su oreja. Ruth lo había atendido dejando de lado todo lo demás, descubriendo una mosca viva en su oído y, con una visita inmediata al otorrino para que se la extrajera, el anciano había vuelto a ser el de siempre. Con toda seguridad los médicos lo habrían descubierto en su cita semanal, pero Ruth se había molestado en atender a la familia, había dejado su trabajo y había bajado a hablar con el anciano, lo había escuchado, le había dado crédito. Simple y llanamente lo había tratado como a una persona querida, y el anciano se había tranquilizado lo suficiente para que ella pudiera hallar la solución.
Los trabajadores del centro también habían abierto la boca… O más bien, habían actuado en la sombra. Sara se había negado a entregar al hermano de Ruth cualquier trabajo que no fuera el suyo específico, el director lo había averiguado cuando un nuevo informe médico se coló por casualidad en su agenda y decidió interrogarla. Entre eso y los informes llenos de tachones de Elena, la falta de control en el centro, el caos que se había desatado con la falta de Ruth, y la incongruencia de que su trabajo, justo el trabajo de la única persona que no estaba en el centro, por enfermedad, sí estuviera correctamente realizado, no había sido difícil atar cabos.
No podía continuar cerrando los ojos.
—Sara —dijo descolgando el teléfono—, localice a Jaime del departamento laboral y que se presente inmediatamente en mi despacho. Luego informe a Elena que quiero verla hoy a las cuatro en punto. Estaré reunido el resto del día, no aceptaré llamadas de nadie. De mi esposa tampoco. Una última cosa: tomaría como favor personal si pudiera usted averiguar el nombre de algún abogado especializado en asuntos… domésticos. —Solo por si acaso.
El martes, Marcos se presentó en la casa a las siete y media de la mañana. Ruth le abrió la puerta. Lo primero que pensó Marcos era que había pasado algo. Lo segundo, que le iba a dar un agradecido beso en la boca al director del centro.
Entre dientes, y muy irritada, Ruth le contó que le habían prohibido trabajar más de ocho horas y hacer otro trabajo que no fuera el suyo. Darío y Marcos se miraron y sonrieron. Luego se dieron cuenta de lo que habían hecho y fruncieron el ceño. No se caían bien, tendrían que recordarlo y dejarse de sonrisitas.
Ruth se despidió de ellos y se fue al trabajo. Pensaba llegar por lo menos un cuarto de hora antes; nadie podría decirle nada por ser puntual, ¿no?
Darío se metió en su cuarto y Marcos entró en la cocina, preparó la leche con el Cola Cao, que estando caliente se disolvió sin problemas y lo dejó en el microondas para darle un toque en el último segundo. Colocó el desayuno, anudó la mochila de Iris a su cazadora y entró con paso firme en el cuarto de la niña. Subió la persiana y con voz autoritaria dijo:
—Iris, es hora de levantarse. Hay que ir al colegio.
La niña le hizo el mismo caso que el día anterior, pero esta vez estaba preparado. Usó su tono más firme y autoritario y volvió a intentar despertarla, aunque la niña se dio la vuelta en la cama. Marcos la destapó, ella gritó. Él la levantó en brazos y la llevó gritando hasta el baño, le lavó la cara —con jabón— y la puso a hacer pis. La niña lloró y Marcos le dio una chuche. Iris sonrió y dijo que se volvía a la cama. Marcos se dio cuenta al instante de su error y le quitó la chuche con la amenaza de no dársela si no se portaba bien. No se portó bien, pero consiguieron llegar al cole a las nueve menos un minuto, con los deberes y el almuerzo en la mochila, dos galletas y medio vaso de leche en el estómago, y el otro medio sobre la camisa de Marcos. Pero habían llegado y eso era lo que contaba. Mañana lo haría mejor.
Cuando Ruth llegó al centro, todos y cada uno de sus compañeros la observaron sonriendo. Si pensaban que iba a llegar todos los días tan tarde iban listos. En cuanto el director se olvidara, volvería a su turno; no podía dejar las cosas sin hacer. Sería una gran irresponsabilidad.
Al pasar frente a recepción Sara le informó de que el señor García estaba esperándola en el despacho. Ruth suspiró, revisó su vestuario —falda negra y ajustada por encima de las rodillas, zapatos de salón y chaqueta entallada, todo recién salido de su última y alocada incursión al terreno de la moda—, y se recolocó su pelo despuntado y desordenado.
Nada más entrar en el despacho, el director le indicó con un gesto que tomara asiento y le pasó un pliego de hojas. Ruth se dispuso a leerlo. Lo soltó sobre la mesa como si quemara. Volvió a cogerlo. Pasó las páginas con rapidez hasta llegar a la última y comprobó que la firma del señor García estaba en ella. Lo miró confundida.
—Si quiere leerlo con detenimiento puede hacerlo —comentó él con voz grave.
—No, no es necesario. Pero…
—¿Ve algún problema?
—No, no. En absoluto. Es solo que… —Se detuvo aturullada, se había quedado sin palabras.
—¿Y bien?
—No sé si estoy preparada para esto —comentó asustada.
—¿No lo sabe? Perfecto. Su trabajo no es saberlo. Ese es mi trabajo, a no ser que dude usted de mi capacidad de apreciación y elección.
—No, no en absoluto. No pretendía dar a entender…
—Perfecto. Entonces llévese el contrato y léalo. Lo quiero sobre esta mesa, firmado, dentro de una hora.
—No es necesario, ya… ya lo firmo —contestó cogiendo el bolígrafo que le tendía—. Pero… este puesto está ocupado —dijo con el bolígrafo alejado del papel aún sin firmar.
—Ya no.
—Comprendo. —Firmó el contrato—. Imagino que Elena estará contenta —comentó.
—Imagina mal.
—¿No quería ser ascendida? —preguntó estupefacta. ¿Qué le pasaba a esa mujer?
—No ha sido ascendida.
—¿No? ¿Y por qué se me ofrece a mí su puesto? —No entendía nada.
—Ya no es su puesto.
—¿Cuál es su puesto ahora?
—No tengo ni la más remota idea.
—¿No?
—No sigue en este centro. Lo que haga a partir de hoy no es asunto mío.
—¿Ha despedido a Elena? —Porque, si así fuera, en menos que canta un gallo la mujer del director se ocuparía de montar el mayor escándalo del mundo.
—¿Está poniendo usted en duda mi criterio? —preguntó amenazante.
—No, por supuesto que no… —Solo su integridad física en el ámbito doméstico, pensó para sí.
—Elena no ha sido despedida —dijo para tranquilizarla, temiendo al ver cómo había palidecido que le diera un patatús.
—¿No? Disculpe mi arrogancia, había pensado… otra cosa. Estupendo entonces. Pero… si no ha sido despedida, entonces…
—Ha dimitido.
—¿Ha dimitido?
—Tras comprobar los gastos incorrectos de la cuenta de tarjetas, y el estado general de su trabajo, así como los más de cuarenta días de vacaciones, y los, un segundo… —Sacó unos cuantos papeles y los leyó—, los veintitrés días de asuntos propios, y unas cuantas semanas de baja por enfermedad, eso sí, sin informe, ni firma médica, hizo gala de un sentido común impropio en ella y decidió dimitir voluntariamente.
—Ah. —Ruth cerró la boca. No se había dado cuenta de que eran tantas sus faltas. De hecho, sí que faltaba mucho, pero no se había molestado en comprobar cuánto—. Si no dispone nada más… —indicó, deseando salir de allí para tener un ataque al corazón tranquilamente en el servicio.
—Puede retirarse.
—Gracias. —Ruth recogió su copia del contrato y salió apresurada por la puerta. Allí encontró a Sara con una enorme mirada interrogante. Estaba a punto de gritar de alegría cuando le llegó la voz del director desde el despacho.
—Ruth, encárguese de que la directora de recursos humanos se presente en mi despacho esta tarde a las cuatro en punto.
—La informaré inmediatamente, señor —respondió ella con la frase de costumbre.
—Ruth.
—Sí, señor.
—Usted es la directora de recursos humanos. Procure recordarlo a partir de ahora.
—Por supuesto, señor.
—Sara. Pase a mi despacho.
Esa misma tarde, la nueva directora de recursos humanos y su nueva secretaria, Sara, entrevistaron a la que sería la nueva recepcionista de información.