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De toda memoria solo vale
el don preclaro de evocar los sueños.
ANTONIO MACHADO
Somos nuestros recuerdos.
ETIEN
4 de julio de 2001
Marcos dejó caer el cigarro al suelo y lo observó mientras se consumía sobre la hierba. El humo ascendía perezoso en un fino hilo que contaminaría un poco más el ambiente de la ciudad.
En Detroit, al igual que en toda Yanquilandia, fumar era algo peor que una herejía.
Por esa única razón fumaba él.
Cogió la botella de Jack Daniel’s que le pasó Bruce y buscó un vaso que no estuviera demasiado sucio. Sobre la mesa situada en mitad del jardín vio uno que más o menos cumplía sus expectativas. Echó un par de dedos de bourbon y dio un trago que le quemó la garganta. Arrugó el entrecejo; con un par de hielos estaría mejor, pero a falta de pan… Sonrió complacido al darse cuenta de que a su mente todavía acudían refranes españoles.
Habían pasado ocho años desde la última vez que pisó suelo patrio. Ocho largos años en los que había ido de un sitio a otro. Primero a Chicago, con sus altos edificios, su gente respetable y su instituto privado, elitista, uniformado y rígido. Poco tiempo después, recaló en Nueva York, con su mezcla de culturas y personas, viviendo en un apartamento mal ventilado, estudiando en un instituto público lleno de bandas y subsistiendo con la pensión que les pasaba Luisa para, supuestamente, pagar el colegio elitista al que no iba. Y mientras, Felipe buscaba «la empresa» que se diera cuenta de todo su potencial. Por supuesto, cuando las empresas veían todo ese potencial, relegaban al hombre a su antiguo puesto de delineante. Por tanto Felipe y Marcos se trasladaban a otro sitio en busca de un puesto mejor. Y a otro. Y a otro. Y todas las empresas encontraban lo mismo en Felipe: mediocridad.
Marcos aprovechó esos cuatro primeros años, se centró en los estudios y sacó excelentes calificaciones. Con dieciocho años, una edad en la que ya no necesitaba el permiso paterno, obtuvo una beca para estudiar lo que más le apetecía, e hizo lo único que deseaba hacer desde hacía años: mandó a la puñetera mierda las expectativas de su queridísimo padre y se largó con viento fresco.
Y aquí estaba ahora, en Detroit, alojado en la casa familiar de uno de sus aventureros compañeros. Tenía un par de semanas por delante antes de partir hacia Santo Domingo y comenzar el trabajo que le habían encargado, y pensaba disfrutar de cada segundo de ese tiempo.
Depositó el vaso sobre la mesa y miró alrededor buscando alguna diversión. Sus labios se levantaron en una sonrisa irónica y hastiada, recordando. Había visto Sensación de vivir cuando era un crío en España y él y sus amigos se habían quedado asombrados por las fiestas que montaban los americanos ricos cuando sus padres no estaban en casa. Resopló, nada más lejos de la realidad. En todos esos años se había hartado de acudir a ese tipo de fiestas y, en contra de lo que salía por la tele, lo único que hacían los adolescentes americanos era reunirse con sus amigos, hacer una barbacoa, poner una mesa con mucha bebida y… bañarse en la piscina si el tiempo acompañaba o jugar a las cartas si no lo hacía. Nada más. Nada de polvos salvajes en el jardín, ni borracheras bestiales que acababan con la casa destrozada, ni bacanales frenéticas entre amigos. ¡Ni por asomo! Al igual que la gente del resto del mundo, cuando los americanos querían montar la de Dios es Cristo, se largaban lejos del hogar paterno.
Buscó a su alrededor alguna diversión, pero nada le llamó la atención. Un grupo de crías tomaba el sol en biquini junto a la piscina, unos cuantos tipos charlaban de pie cerca de la barbacoa… Tomó de nuevo su vaso y dio otro trago. Frunció el ceño pues llevaba demasiados tragos encima y quizá debería parar un poco, pero estaba demasiado aburrido. Se dio la vuelta, buscando algo que llamara su atención. Ese día era la fiesta nacional yanqui por antonomasia. ¡Tenía que pasar algo divertido por narices!
Al otro lado del jardín, Bruce acarreaba una caja con los petardos y fuegos artificiales que encenderían cuando llegase la hora. En otro punto, cerca de la puerta del garaje, un grupito de personas alborotaban, riéndose y pidiendo a gritos que alguien cantara. Eso podría ser divertido, pensó ya que se les veía más o menos animados. Dejándose guiar por un presentimiento, se acercó a ellos. Eran de los pocos que tendrían su edad, unos veinte años, porque el resto de los allí reunidos no pasaban de ser adolescentes consentidos en busca de fiesta con sus hermanos y primos mayores. Reconoció a una de las primas de Bruce que se había acercado hasta allí para pasar el gran día. Creía recordar que le había dicho que vivía cerca, un par de casas más abajo. «Genial, una gran familia feliz reunida en la misma manzana», rumió con cinismo.
Estaba a menos de dos metros del grupo cuando captó al completo su conversación y su estómago dio un vuelco.
—No me lo puedo creer, todos los himnos tienen letra —comentaba alguien en inglés.
—El español no —respondió una voz que, aunque cambiada por el tiempo y el idioma, Marcos conocía a la perfección.
—Eso es imposible. ¿Estás segura?
—Bueno, no por completo. Nada hay seguro en esta vida excepto la muerte. Estoy fehacientemente convencida de que no existe una letra para el himno de mi país. No obstante, y por no faltar a la verdad ni seguir en la ignorancia, mañana mismo indagaré donde sea preciso para confirmar lo que presupongo y, en caso de que el resultado fuera negativo y efectivamente existiera letra, os lo haría saber.
A los labios de Marcos asomó la primera sonrisa sincera de todo el día. Sin lugar a dudas era «su» Ruth. Nadie se expresaba de manera tan complicada, con tantas palabras y tan adecuadamente usadas, excepto ella. Aunque lo hiciera en un idioma que no era el suyo. Se acercó un poco más, alzándose sobre las puntas de sus deportivas para ver qué aspecto tenía, si era igual que como la recordaba.
No lo era, en absoluto.
Había crecido.
Mucho.
Seguía teniendo el pelo negro como la noche, liso y largo, y le caía libre hasta media espalda. Llevaba una camiseta roja ajustada por encima del ombligo, dejando ver un vientre liso y unos pechos no muy grandes, pero sí muy erguidos, con pezones duros que se marcaban a través de la tela. Unos cordones rosas de biquini emergían por debajo del escote y acababan anudados al cuello, un cuello largo, delgado y grácil, que ya no era el de un avestruz, sino que se asemejaba más al de un cisne. Complacido con lo que veía, siguió recorriendo con la mirada a su antigua amiga, una falda corta que empezaba en la cadera y acababa un poco por debajo de las nalgas, dejaba ver un par de piernas perfectas y largas en las que se perdería de buen grado. Las pantorrillas y muslos de músculos delineados le decían que a su amiga le seguía gustando correr detrás de un balón o, al menos, hacer ejercicio a menudo. Acabó la revisión en los pies, con las venas marcadas en el empeine, que más que afearlos parecían llamarlo para que los lamiera. ¡Dios! Sí que había cambiado.
Ruth canturreaba el himno español en esos momentos. Parecía que la habían convencido para cantarlo, aunque fuera sin letra.
Marcos se rio e incapaz de quedarse callado intervino:
—No seas mentirosa, Avestruz, sí que hay letra para el himno. —Se abrió paso a codazos para a continuación ponerse a cantar frente a ella—: Franco, Franco, se chupa el culo blanco porque su mujer lo lava con Ariel…
—¿Marcos? —Ruth lo miró con los ojos abiertos como platos, sorprendida. Al cabo de un segundo reaccionó dando un tremendo bote y saltando a sus brazos—. ¡Marcos! —Volvió a gritar abrazándolo con fuerza, olvidándose por completo de hablar en inglés y pasando de manera automática al castellano—. Solo a ti se te podría ocurrir cantar esa canción delante de la gente. ¡Vaya! ¡No me lo puedo creer! ¿Qué haces aquí? —preguntó girando a su alrededor y contemplándolo boquiabierta—. ¡Jopelines, cuánto has cambiado!
—Mira quién fue a hablar —respondió él usando también el castellano, mirándola de tal manera que la hizo enrojecer. Memorizó el rostro conocido que apenas había cambiado, aquellos ojos grandes color miel, los labios gruesos color rubí, los pómulos altos y los dos divertidos hoyuelos que se formaban en la comisura de la boca cuando sonreía, exactamente igual que ahora—. ¿Cómo es que estás en Detroit?
—Me he tomado un año sabático.
—¿Te has tomado un año sabático? ¿Tú? ¿La misma persona que estudiaba a todas horas para sacar las mejores notas del colegio, que asistía a clases extraescolares tres días a la semana, que cuidaba de la casa y de sus hermanos y que en su tiempo libre ayudaba a su padre en la zapatería? ¡No me lo creo! No sabes lo que significa la palabra sabático. No va contigo.
—¡Tonto! Pues sí; aunque no te lo creas, me lo he tomado. Pero no eludas mi pregunta, ¿qué haces tú aquí?
—Vivo aquí. Por ahora.
—¡No! Mecachis, pensaba que residías en Chicago.
—Estuve allí, luego viví en Nueva York, más tarde en Maine, Florida, y bueno… mil sitios más. No he estado mucho tiempo quieto.
—¡Vaya aventura! —exclamó fascinada.
—Ya ves —contestó Marcos con suficiencia.
—Ey, chicos, es de muy mala educación hablar en un idioma que nadie entiende —interrumpió Bruce en inglés.
—Vaya. Lo siento —se disculpó Ruth cambiando al inglés.
—No pasa nada. ¿Os conocéis?
—Sí —exclamaron los dos a la vez.
Marcos le contó a su compañero la historia compartida y luego, guiñándole un ojo, agarró a Ruth por la muñeca y se la llevó al jardín. Buscó una sombra libre de gente y se sentó sobre la hierba. Ruth se lo pensó un segundo antes de hacer lo mismo. No estaba acostumbrada a llevar falda y, menos todavía, una tan corta que además tenía vida propia y jamás se quedaba en el lugar que le correspondía, es decir, tapándole el trasero. Por lo que sentarse como los indios en el suelo se le tornaba complicado, aunque al final recordó que era su amigo Marcos el que estaba esperando, el mismo niño que la había visto llena de barro, con los pantalones rotos y de mil formas mucho más vergonzosas de recordar, así que era imposible que se sobresaltara por verla con esa ropa, o, más bien, la ausencia de ella.
—Explícame lo del año sabático. Es que te juro que no me lo creo. No te pega.
—Bueno, hace dos años terminé el bachillerato y al año siguiente obtuve mi título de inglés de la Escuela Oficial de Idiomas y de repente me encontré con mucho tiempo libre. Entre mis hermanos y mi padre me convencieron de que debía apuntalar más mis conocimientos del idioma y se nos ocurrió que podría vivir un año aquí, interactuando con la población e instruyéndome en una academia especializada. Conseguí un trabajo de au pair con el que sufragar los gastos, y aquí estoy.
—¡Vaya! Ya decía yo que eso de estar sin hacer nada no iba contigo.
—¿Y tú? ¿Qué has hecho estos años?
—Ir de un lado a otro.
—¡No! Vamos, hablo en serio.
—Yo también. Estudié, me saqué un título de fotografía gracias a una beca y desde entonces me dedico a ir de un lado a otro sacando fotos para una revista —comentó después de dar un nuevo trago a su vaso de Jack Daniel’s.
—¡Vaya! Justo lo que ambicionabas —exclamó entusiasmada—. ¿Trabajas para National Geographic?
—No. Vendo mis reportajes gráficos a la revista Travelling.
—Mmm, no conozco esa publicación. Claro que desde que estoy en esta ciudad apenas he leído ninguna revista.
—Está especializada en viajes turísticos, localizaciones paradisíacas y cosas por el estilo. Dentro de dos semanas partiré a Santo Domingo para fotografiar un nuevo complejo resort.
—¡Genial! ¡Conocerás muchos lugares impresionantes!
—Unos pocos. —Dio un nuevo trago, no le apetecía nada hablar de su trabajo. No le gustaba hacer reportajes que eran más anuncios de hoteles que otra cosa—. ¿Y los demás? ¿Qué ha sido de sus vidas? —Cambió de tema.
—Pili y Javi siguen juntos. Están ahorrando para comprarse un piso.
—No sé por qué, pero no me extraña nada —contestó Marcos riendo—. ¿Siguen tan empalagosos como siempre?
—¡Más! —exclamó Ruth entre carcajadas—. Viven en un San Valentín perpetuo.
—¡Me lo imaginaba! ¿Y el resto? ¿Los sigues viendo?
—A Pili y a Luka sí, pero del resto apenas sé nada —reconoció mordiéndose los labios. Estaba siempre tan ocupada que casi no tenía tiempo de ver a sus amigos—. Luka se dedica a montar exposiciones de pintura.
—¿Pinta? —profirió sorprendido. No se imaginaba a esa diabólica chica pintando.
—¡No! Enmarca cuadros de pintores amateurs y luego los monta en galerías de arte.
—Ah. ¿Sigue igual de… seria?
—¿Luka? Bueno, sigue haciendo de las suyas —reconoció con una sonrisa.
—¿Y Cagón?
—¡Se llama Carlos! —le amonestó—. No te lo creerías jamás, se ha convertido en cetrero.
—¿Cetrero?
—Sí, su abuelo le dejó una casa en ruinas con algunas tierras más allá de El Escorial y Carlos lo ha convertido en una especie de granja de cría de aves rapaces.
—¡Dios! Jamás me imaginé al Cagón cerca de nada que pudiera hacerle daño… y el pico de las rapaces se ve muy peligroso —se burló dando otro trago al vaso y dejándolo vacío.
—¡Marcos! No seas malvado.
—¿Yo? —respondió con cara inocente—. ¡Siempre!
—¡Tonto!
—¿Y Boca cloaca? ¿Qué ha sido de ella?
—¿Enar? Está casada y tiene una niña —contestó pensativa. De la panda, Enar era la que menos había cambiado su manera de ser, y a la que más le había cambiado la forma de vida.
—¡No jodas!
—¡Marcos! Hay muchos sinónimos de ese término que puedes usar perfectamente sin tener que caer en lo chabacano —le reprendió muy seria. No le gustaban las palabrotas, menos cuando había tantas expresiones adecuadas que podían usarse en su lugar.
—Mierda, Ruth, no lo hagas.
—¿Qué no debo hacer?
—Empezar a hablar como una marisabidilla. Lo estabas haciendo muy bien hasta ahora, ¿sabes? Casi parecías normal.
—¿Qué quieres decir con que casi parecía normal?
—Pues que por unos instantes estaba entendiendo a la perfección todo lo que decías, no empieces ahora con tus palabras raras y tus sinónimos. —Siempre le había cabreado la facilidad de Ruth para cambiar todas las palabras de una frase sin mudar el significado de la misma. Hacía parecer idiotas al resto de los mortales que hablaban normal y corriente. Esa era una de las cosas por las que discutían siempre de niños. La otra era el afán de Marcos por ponerle mote a todo el mundo y, en ese momento, con una copa de más, o varias, le parecía importante dejar clara su opinión.
—¿Quieres que parezca normal? —preguntó Ruth poniéndose de pie y mirándole con las manos apoyadas en las caderas, resaltando esos pezones marcados que lo estaban volviendo loco—. Vete a freír espárragos. ¿Es lo suficiente normal para ti?
Se dio media vuelta alejándose de la tentación de dar un pisotón al césped. Ese engreído no había cambiado nada en absoluto. Seguía sacándola de quicio al igual que cuando eran niños. Si los demás no sabían usar el léxico inigualable con que su idioma les beneficiaba, ella no tenía la culpa.
Sintió las manos de él posarse sobre sus hombros un segundo antes de que ese cuerpo cálido y masculino se pegara a su espalda. La mejilla oscurecida por la falta de afeitado junto a su oído y el susurro aterciopelado de su aliento entrando en su mente consiguieron que se detuviera.
—Ey, Avestruz, no te enfades.
—No me llames Avestruz —respondió enfadada, con las manos pegadas al costado para no volverse y soltarle un guantazo. Habían pasado ocho años y él seguía metiéndose con ella, con su cuello y con su manera de expresarse.
—Tienes razón, ya no te pega el mote. Te va mejor Cisne —dijo separándole el pelo de la nuca para luego lamérsela con lentitud.
—¡Marcos! ¿Se puede saber qué estás haciendo? —De un bote se alejó de él, patidifusa—. ¿Qué mosca te ha picado?
—Ey, no te excites. Era una broma —contestó comprobando que la camiseta de baloncesto que llevaba le tapara lo suficiente, no era cuestión de que le pillara la mentira por culpa de su tremenda erección.
—Pues no me ha hecho ninguna gracia.
—Lo siento —dijo él con una media sonrisa que dejaba claro que no lo sentía en absoluto.
—De acuerdo. —«¿Pero de qué va este ahora?», pensó ella, incapaz de verle como otra cosa que no fuera su amigo de trece años. A pesar de que ni el cuerpo ni los ademanes de él correspondían a un niño.
Se vieron inmersos en un silencio incómodo. Dos antiguos amigos mirándose uno al otro, intentando reconocer en el contrario al niño que antes era.
Y era complicado.
Mucho.
Marcos había cambiado en esos ocho años, había crecido hasta alcanzar el metro noventa. Sus brazos ahora gozaban de músculos bien delineados que serían la envidia de cualquier jugador de baloncesto. Y el abdomen plano bajo la camiseta insinuaba una tableta de chocolate que, sin saber por qué, atraía constantemente la mirada de Ruth. Las piernas, con los gemelos y muslos bien formados, describían a la perfección un trabajo que se basaba en largas caminatas buscando la foto perfecta, en agacharse y levantarse una y otra vez hasta que la posición y la luz fueran las adecuadas. Lo único que no había variado era su rostro. Un rostro que los mismos ángeles envidiarían: labios carnosos, pómulos marcados, frente ancha, nariz recta, hermosa a la manera griega y, por último, unos ojos en los que el iris azul cielo perfilado por una línea más oscura parecía leer todos y cada uno de los pensamientos de la persona que lo mirase.
Pero no era solo en lo físico donde se veían los cambios. Su personalidad se notaba más afilada, más dura, más cínica.
—Estoy muerto de sed —comentó él, harto del silencio—. Vamos.
La agarró de la mano y se dirigieron hacia la mesa donde estaban las bebidas. Ruth vio cómo cogía el Jack Daniel’s y se servía una buena cantidad en el vaso de plástico.
—¿No crees que es un poco pronto para beber whisky? No son ni las seis de la tarde.
—¿Tú crees? —respondió irónico, llevaba bebiendo desde la comida y, de eso, hacía tiempo.
—Sí.
—Bueno, no hay problema. No beberé whisky —dijo dando un trago al vaso.
—Pues lo acabas de hacer ahora mismo —se enfurruño Ruth. No le gustaba que la tomaran por idiota.
—En absoluto. El Jack Daniel’s no es whisky, es bourbon —replicó él sonriendo.
—¡Engreído! —resopló, enojada de nuevo.
—No te enfades. —Dejó el vaso en la mesa y la abrazó, amistoso—. Sabes que me encanta picarte —dijo frotando su nariz contra la de Ruth en un beso de gnomo.
—¡Pero bueno! Te has convertido en un pulpo —respondió ella deshaciéndose de su abrazo.
—No puedo evitarlo. Me has hechizado. —Se llevó una mano al corazón haciendo una mueca histriónica y absurda que consiguió que ella riese a carcajadas.
Marcos dejó el vaso en la mesa para complacerla y rebuscó en el barril lleno de hielo una cerveza Bud bien fría. Al fin y al cabo estaba muerto de sed y hacía un calor de mil diablos. Se secó el sudor de la frente con el antebrazo y echó una ojeada a la piscina, pensando que le encantaría ver cómo le quedaba a su amiga el biquini que se adivinaba bajo la camiseta. Lo cierto era que ni siquiera de niños la había visto en biquini, ni con una falda tan mínima. Ella siempre llevaba bañadores de competición que, por muy cómodos que fueran —según ella—, tapaban tanto su figura que no podía hacer otra cosa que imaginar. Aunque, si tenía que ser sincero, con doce años le importaba un carajo la figura de su amiga… al contrario que ahora. Dio un trago a la cerveza, que cayó como una losa en su estómago y se mezcló con el Jack Daniel’s que llevaba consumido hasta ese momento.
—Vamos a darnos un baño, hace calor.
—No —contestó ella.
—¿No tienes calor?
—Sí. Pero no me quiero bañar.
—¿Por qué? Recuerdo perfectamente que te encantaba el agua. En verano no salías de la piscina hasta que te arrugabas como una pasa.
—Ya, pero… —Miró a un lado y a otro y habló tan bajito que él apenas si la pudo oír—. No llevo bañador.
—Ah —contestó Marcos también en susurros, divertido y excitado a la vez. ¿No llevaba bañador? Interesante—. ¿Y esto que asoma bajo la camiseta qué es? —dijo asiendo una de las tiras rosas del biquini.
—Un biquini.
—Ajá. Pues permíteme que te informe: con esa prenda te puedes bañar igual que con un bañador. Es totalmente legal —continuó bromeando, a la vez que estiraba más del cordón para alejar la camiseta de la piel y poder ver una buena panorámica de la carne tentadora que había debajo. El biquini parecía bastante pequeño.
—¡Suelta, tonto! —Le dio un manotazo haciéndole soltar el cordón, que tuvo el efecto secundario de volver a pegar la camiseta a la piel y privarle de la visión del comienzo de sus pechos—. No lo entiendes. Llevo un biquini, pero…
—¿Pero? —Quería que se quitara la camiseta ya. Ver esas tetas perfectas y esos pezones duros se acababa de convertir en prioridad para él.
—Es un biquini muy pequeño —susurró con los ojos muy abiertos. Casi tanto como los abrió su amigo cuando la escuchó.
—Perfecto —atinó a decir él. Joder, lo estaba matando. Tenía la polla dura como una piedra. Necesitaba un baño en el agua fría. Ya.
—¡No! Mira. —Se acercó más a él y bajó la voz de nuevo, mandando escalofríos a Marcos cuando susurró, ronca y suave, contra él—. Ayer Margaret me convenció de que si me había tomado un año sabático debería hacer una locura.
—Ajá —asintió, pegándose más a ella para oírla mejor, olerla mejor, apreciarla mejor. Se sentía como el lobo de caperucita.
—Y me llevó de compras.
—¡No! —Bien, genial. Si la había convencido para comprar un minibiquini, él mismo le daría las gracias a la tal Margaret arrodillado en el suelo.
—Sí. Y no sé cómo, acabé comprando esto.
—¿El qué? —le susurró él al oído sin prestar mucha atención a sus mejillas coloradas.
—¡Esto! —Señaló la minifalda escasa de tela y la camiseta cuatro tallas más pequeña.
—Ah. —La cogió de la cintura y recorrió la ropa, más bien el cuerpo, con la mirada—. Te sienta genial.
—Si tú lo dices —contestó indiferente—. La cuestión es que no estoy cómoda, cada vez que me siento se me sube la falda, si estiro los brazos se me levanta la camiseta, si quiero correr se me bambolean las… bueno eso mismo.
—¿Se te bambolean? —¡Dios mío!—. ¿Nos echamos un partido de fútbol?
—Jopelines. Hablo en serio.
—Yo también. —La devoró con la mirada.
—¡Marcos! No seas… —Se dio media vuelta y se alejó. Otra vez.
—Espera. —La siguió agarrándola por los hombros y acercándose a ella hasta quedar pegado a su espalda, todo el cuerpo menos las ingles, no fuera a ser que Ruth se enfadara y le diera un buen rodillazo—. Solo bromeaba. Si te sientes tan incómoda con esa ropa, quítatela y quédate en biquini. Y de paso nos damos un baño. —Necesitaba ese chapuzón con desesperación.
—Uf. Es que no estoy acostumbrada a llevar biquini.
—¿Y?
—Pues que no sé si me voy a sentir cómoda nadando con dos prendas que se moverán cada vez que dé una brazada.
—Pues no nadamos. Nos quedamos a remojo y listo —propuso él con voz ronca.
—Mmm. Vale.
Ruth tenía mucho calor, no sabía si por culpa del ambiente o por la cercanía del cuerpo de Marcos, pero estaba casi asfixiada. Y al fin y al cabo, si no se movía demasiado, el biquini se mantendría en su sitio. Eso sí, en cuanto volviese a la casa, sacaría sus cómodos bañadores y guardaría el biquini en el cajón más recóndito de su cuarto.
Sin pararse a pensarlo ni un segundo, se quitó la camiseta en un movimiento fluido que hizo que sus pechos asomaran de repente, envueltos en un biquini rosa de triángulos que consiguió que la erección de Marcos diera un bote dentro de sus vaqueros recortados.
El biquini no era tan pequeño como su calenturienta mente había imaginado, pero sus pechos cumplían por completo sus expectativas. No muy grandes, pero sí muy erguidos, ignorantes por completo de la ley de la gravedad, de grandiosos pezones que se marcaban bajo la tela.
Ruth sonrió sacudiendo la sedosa melena a la vez que doblaba con cuidado la diminuta tela que le había servido de camiseta y la colocaba sobre el césped formando un perfecto cuadradito rojo. Torció el torso y buscó a tientas la cremallera de la minifalda, la bajó con rapidez, sin ningún movimiento sexy ni fluido, y dejó indiferente que cayera al suelo para a continuación recogerla y seguir el mismo ritual que con la camiseta. Con las prendas dobladas y colocadas con pulcritud se volvió hacia Marcos, que aún no se había quitado la camiseta. No había sido capaz. Estaba petrificado.
La braguita del biquini tampoco era lo que había imaginado. No consistía en un triángulo diminuto por delante y un fino hilo que se hundía entre sus nalgas por detrás. En absoluto. Era un pantaloncito corto, un bóxer, rosa al igual que la parte de arriba, que empezaba justo a la altura de la cadera y terminaba un poco por debajo del final del trasero. No debería ser tan jodidamente sexy con tanta tela, pero lo era. Marcaba la concavidad del abdomen femenino, dibujando a la perfección el monte de Venus, haciendo que su mirada quisiera traspasar la tela y ver más allá.
—¿Nos bañamos? —preguntó Ruth intrigada por la inmovilidad de Marcos.
—No es tan pequeño como habías dicho. El biquini, me refiero —especificó cuando vio la mirada interrogante de su amiga.
—¿Tú crees? A mí sí me lo parece, le falta toda la tela de en medio —contestó riéndose y señalándose la tripa.
Marcos tragó saliva y la miró absorto, sin decir esta boca es mía. Joder, estaba buenísima. Se acercó al borde de la piscina, se quitó la camiseta de un tirón y se lanzó al agua sin esperar un segundo, rogando porque Ruth no notara el bulto que se dibujaba en sus pantalones, y rezando en silencio para que, en el remoto e improbable caso de que Dios se sintiera magnánimo, le concediera la merced de que el agua estuviera congelada y lograra bajarle los ardores. Pero Dios no estaba por la labor, el agua no estaba fría y su cuerpo sí estaba muy caliente.
Sintió un movimiento brusco, muchas gotas de agua que le bañaron el rostro y supo que Ruth se acababa de tirar de cabeza a la piscina. La vio emerger como si fuera una sirena. Una sirena despreocupada, con el pelo mojado ocultándole la cara y las manos apartándoselo descuidadas, creando crestas de cabello moreno alzadas sobre la coronilla, con una sonrisa sincera y unos movimientos que no eran ni lánguidos ni eróticos, sino todo lo contrario: potentes y precisos, brazadas aprendidas durante innumerables veranos ganándole en todas las carreras a crol y braza en las que competían de niños. En esencia seguía siendo la misma, pero ¡joder cuánto había cambiado! Y él se lo había perdido, pensó apesadumbrado.
Ruth se acercó a él y al instante comenzó a hablar a su manera, usando palabras específicas e inusuales para explicar las cosas más corrientes. Le contó sobre su familia, el barrio, los estudios, el gobierno. Marcos la escuchó embelesado, moviéndose en el agua, apoyando los antebrazos en el bordillo y dando cortos tragos a la cerveza que había dejado cerca, mientras hacía innumerables preguntas que ella respondía ampliamente, a veces con la diversión pintada en el semblante, a veces demasiado seria para su gusto.
Cuando se cumplió la tradición y estuvieron arrugados como pasas, salieron de la piscina y se sentaron de nuevo sobre la hierba. Siguieron hablando horas y horas, a veces Marcos se levantaba a por un par de cervezas que ambos bebían de buen grado.
Cuando Ruth le preguntó por su familia la noche ya estaba cayendo y todo el mundo se preparaba para lanzar los petardos y fuegos artificiales.
—Me escribo con mi madre un par de veces al mes. Está como una cabra. Se ha montado la vida de tal manera que parece un culebrón, pero, bueno, ella es feliz y yo me divierto leyendo sus cartas. A mi padre lo veo entre trabajo y trabajo, y no nos llevamos ni bien ni mal. Dice que he tirado mi vida a la basura, para al momento siguiente decirme que me esfuerce más, que soy un gran fotógrafo y que deberían reconocérmelo. La historia de su vida, pero en la mía… —comentó indiferente.
—Vaya —hipó ella, que llevaba más de tres cervezas y no estaba acostumbrada a beber.
—Sí —comentó él. También llevaba más cervezas y Jack Daniel’s de la cuenta y se le estaba ocurriendo un plan—. ¿Te apetece ver los fuegos? —dijo poniéndose en pie.
—Me da lo mismo. —Ruth se levantó despacio del suelo, intentando por todos los medios centrar su vista en algún punto que no diera vueltas a su alrededor—. No es por menospreciar, pero no me parece atinado que enciendan artilugios pirotécnicos tan cerca de las personas —respondió ella un poco renuente a acercarse a una posible fuente de peligro. Y menos con la poca estabilidad que tenía. ¿Cómo es que estaba tan mareada? No había bebido tanto. ¿O sí?
—Acompáñame, sé de un sitio donde podemos verlos sin peligro. —La abrazó por la cintura guiándola hacia la casa.
—¿Lejos? —preguntó ella algo mareada, aunque poco a poco el suelo iba dejando de moverse bajo sus pies.
—Que va, en la casa, desde la terraza de mi cuarto. Da justo a la parte del jardín desde la que van a tirar los fuegos.
—Ajá —asintió sin pensárselo más.
La casa era la típica edificación familiar americana. En la planta baja estaban situados el salón, una cocina enorme y un pequeño aseo. En un lateral se ubicaba el garaje y un cuarto con la lavadora y la secadora. En la planta de arriba había varias habitaciones y un par de baños grandes. En definitiva, pensó Ruth irónica, una casa idéntica a la de los Simpson. El cuarto en el que estaba instalado Marcos no era otra cosa que una habitación de invitados, con una cama individual, una mesilla de noche, un armario de madera y una silla ocupada por ropa tirada al tuntún. En una de las paredes, unos grandes ventanales daban a una terraza diminuta desde la que podrían ver los cohetes.
Marcos salió a la terraza con la intención de ver los fuegos artificiales, pero Ruth tenía otra cosa en mente: sentarse. Si lo hacía se le pasaría el mareo, estaba segura. Miró la silla, desconcertada. Con tanta ropa puesta encima, le llevaría más tiempo del que disponía colocarla y ordenarla toda, por lo que no era la mejor opción para su acuciante necesidad de estabilidad. Así que su mirada se posó en la cama, parecía cómoda y estable.
Y no se movía.
Era su mejor opción.
Se intentó sentar en el borde solo para descubrir que sí se movía. Porque no había otra explicación para su repentina caída más que esa. Un segundo antes su trasero reposaba sobre el colchón y al siguiente estaba espatarrada en el suelo.
Marcos se giró al oír un golpe seco a su espalda e intentó asimilar la visión que se mostraba a sus ojos. Ruth, con su biquini rosa y el pelo alborotado estaba sentada —si es que a esa postura se le podía llamar «sentada»— en el suelo. Aposentada sobre una pierna doblada bajo el culo y la otra estirada todo lo larga que era —y eso era mucho, Ruth no era nada bajita, pasaba del metro setenta—, la espalda pegada al lateral de la cama y la cabeza echada hacia atrás reposando sobre el colchón, con una mano masajeándose el trasero y la otra levantada frente a sus ojos. Los dedos abiertos en abanico bajo la lámpara del techo.
—¿Qué ha pasado?
—¿Te has fijado alguna vez que según la perspectiva los objetos más pequeños pueden ganar en tamaño a los más grandes?
—¡¿Qué?!
—Mira —dijo Ruth bajando las manos y dando unos golpecitos en el suelo a su lado. Él se acercó, dejándose caer donde le indicaba—. Echa la cabeza hacia atrás y estira la mano frente a tus ojos —dijo adoptando de nuevo la postura anterior. Marcos la imitó vacilante—. Ahora, mira la lámpara.
—Ajá. —Obviamente se veía más grande la mano que la lámpara. Desde luego Ruth no había descubierto América. La miró con atención—. ¿Estás borracha?
—¿Yo? ¿Qué va? —Comenzó a reírse sin poder parar, con esa risa incontenible y contagiosa de quien no sabe exactamente por qué se ríe—. Si acaso un poquito. Un poquito así. —Juntó los dedos índice y pulgar de la mano y los separó poco más de un centímetro.
—¿Segura? No será un poquito así —respondió él poniendo los brazos en cruz, con las manos todo lo separadas que podían estar.
—Nooooo —dijo entre sacudidas. «¡Dios mío! —pensó entre risa y risa—, me voy a asfixiar si sigo riéndome así». Apenas le daba tiempo a respirar entre carcajada y carcajada.
—Qué va —ironizó Marcos—. Anda, súbete a la cama, a ver si tumbada se te pasa un poco.
—Vale. —Apoyó una mano en el colchón y se puso de pie para a continuación dejarse caer en el suelo—. ¡Dile al suelo que deje de moverse! —Y volvió a estallar en carcajadas.
—Joooder. —La levantó en brazos y la depositó con cuidado en la cama—. No me lo puedo creer, no has bebido tanto.
—No estoy borracha, es un efecto peculiar de la rotación terrestre. —Se moría de la risa. No podía parar—. Ha sido fulminante, estaba sentada en la hierba tan tranquila y cuando me he levantado todo ha empezado a girar… y no para de moverse… es como un tiovivo. Eso demuestra que la tierra se mueve. ¡Bravo! Ya lo dijo Galileo, «y sin embargo se mueve».
—¡Dios! —exclamó Marcos dejándose caer en la cama a su lado. Él estaba algo alegre, pero ella lo superaba con creces.
Jamás la había visto así de chispeante. Claro que, cuando aún vivían en el mismo barrio, eran demasiado pequeños como para emborracharse. Se dejó llevar por su hilaridad, riéndose a carcajadas con ella sin comprender por qué. Solo sabía que se sentía en la más absoluta gloria con su antigua amiga. Imágenes de su infancia se sucedieron en su mente y salieron de sus labios, provocando más carcajadas. Ella saltando histérica con una lagartija dentro del jersey, él saliendo empapado de la piscina con su ropa echada a perder porque ella lo había empujado, chicos y chicas buscando moras en los árboles, que siempre acababan en la ropa y el pelo tras la batalla campal en la plaza. Ella con las coletas llenas de barro al día siguiente de darle la carta de San Valentín; él con la carta entre las manos, temeroso de abrirla a la vez que deseando saber lo que ponía. Imaginando…
—Me sentó fatal lo de la carta, ¿sabes?
—¿La carta con la mierda dentro?
—¿Me has mandado alguna otra?
—No. Ay, lo siento. No fue idea mía.
—Lo imagino. Luka, ¿verdad?
—Sí. —Sonrió Ruth, a la que poco a poco se le iba pasando el mareo, aunque todavía perduraba la sensación de poder hacer lo que le diera la gana sin consecuencias, que suele otorgar la ingesta inmoderada de alcohol.
—La mierda que había dentro… ¿De dónde la sacasteis? —preguntó él sonriendo.
—De la calle. Era de perro. La cogimos con un palo y la untamos en el papel.
—Por supuesto. ¡Joder! —Volvió a estallar en carcajadas—. Yo imaginando una carta de amor, y vosotras metiendo mierda dentro.
—¿Imaginabas una carta de amor? —Se puso seria de golpe. Jamás se lo hubiese figurado.
—Sí. —Se giró hasta quedar tumbado de lado en la cama, frente a ella—. Supongo que estaba influenciado por la incipiente relación entre Pili y Javi, o yo qué sé. Pero la cuestión fue que imaginaba que en ese papel me declarabas tu amor eterno. —Sonrió recordando—. Al menos al principio.
—¿Al principio?
—Sí, desde que me la diste hasta que la abrí pasaron un par de horas, ¿sabes? No quería que nadie viera lo que ponía y, por si no lo recuerdas, me la diste justo en mitad de la calle, con toda la panda alrededor.
—¡Ay, sí! Estaba tan avergonzada que, cuando reuní el valor, no me paré a pensar si era el mejor momento. —Le miró curiosa—. Así que al principio pensaste en una declaración de amor… ¿Y después?
—Se me desbocó la imaginación.
—¿Qué?
—Eso mismo. De la declaración de amor, pasé a montármelo contigo en el portal de tu casa.
—¡No!
—¡Sí! ¿De qué te sorprendes? Era un preadolescente, tenía las hormonas alteradas y mucha envidia de lo que, supuestamente, hacía el Dandi con la Repipi —comentó sin pensar en los alias. Poco a poco su mente retrocedía a aquellos tiempos.
—¿En serio? —Al ver su gesto de aprobación y su mirada pícara, no pudo evitar preguntar—. ¿Qué pensaste exactamente?
—¿Quieres saberlo todo?
—Todo, no te guardes ni una coma. —Ruth se tumbó de lado. Ahora estaban cara a cara, totalmente inmersos el uno en el otro.
—Pensé que me pedirías salir —comentó sonriendo y retirándole un mechón de pelo que le caía sobre la frente—. Después fui un poco más allá. —Le acarició la mejilla con los dedos—. Imaginé que me presentabas en tu casa como tu novio. —Le recorrió los labios entreabiertos con el pulgar—. Que me dabas un beso de buenas noches en el portal cada día. —Se acercó despacio, hasta quedar a un centímetro escaso de su boca y le dio un ligero beso, un pico, como aquellos que había soñado hacía tantos años—. Que me dejabas tocarte bajo el sujetador. —Sus dedos recorrieron la grácil curva del cuello, bajando por los cordones del biquini hasta el triangulo rosa que cubría esos pezones orgullosos que llevaba toda la tarde admirando. Los sentía bajo la palma de su mano tal y como los había imaginado, erguidos y suaves—. Que me dejabas darte un beso de tornillo…
Deslizó la lengua por los labios de la joven hasta que estos se abrieron bajo las caricias; recorrió los dientes y el paladar hasta que el apéndice femenino respondió, intercambiando saliva y placer. La mano se abrió paso bajo el biquini, sopesó la carne que había debajo, alzándola y masajeándola. El pulgar jugó con el pezón, rotando a su alrededor y pellizcándolo con suavidad. Si el tiempo pasó, Marcos no lo notó de tan inmerso que estaba en ese paraíso, que, para qué negarlo, era su paraíso particular.
Ruth se dejó llevar por las sensaciones, por el beso, por el calor. Disfrutó embistiendo con la lengua la boca de su antiguo amigo, sintiéndolo tan cerca que casi se quemaba contra su piel, esperando a ver qué más pasaba. Pero como invariablemente le sucedía con los chicos con quienes salía, los dedos masculinos se habían quedado pegados a sus pechos. Suspiró en silencio. ¡Siempre igual!
La naturaleza la había dotado con unos pechos no muy grandes, pero sí muy erguidos y con unos pezones oscuros y duros, siempre inhiestos, que llamaban por completo la atención al sexo opuesto, pero que a ella solo le provocaban el más absoluto aburrimiento. Cada vez que tenía una cita, el hombre en cuestión la besaba para, a continuación, posar las manos sobre sus tetas y, una vez allí, dedicarse a masajearlas, apretarlas, jugar con los pezones, pellizcárselos… Y si, por casualidades del destino, Ruth se sentía condescendiente y le dejaba continuar con los intentos, después de diez minutos de sobeteos aburridísimos, el tipo simplemente bajaba la cabeza a los pechos, para lamerlos y mordisquearlos, punto en el que Ruth, invariablemente, abría los ojos, suspiraba y se separaba del macho encelado. Tras la cuarta cita, le había quedado diáfano que, si, tras quince minutos de atención ilimitada a sus senos, el tipo no se había dado cuenta de que eso no la excitaba, el espécimen en cuestión no era la persona idónea para ella.
Hombres que no se molestaban en buscar el placer de las mujeres había a miles. ¡Y a ella le tocaban todos! Poseía innumerables zonas erógenas en su cuerpo, pero ellos se dedicaban a la única que no lo era. Sus pechos. Y visto lo visto, Marcos no iba a ser la excepción que confirmara la regla.
Abrió los ojos al notar que los labios masculinos bajaban por su cuello en dirección a donde siempre y suspiró, a la vez que comenzaba a pensar la manera idónea de decirle a su amigo de la infancia que mejor lo dejaban y seguían como colegas. ¡Prefería seguir virgen a la espera de un buen orgasmo que perder la virginidad sin conocer el orgasmo! Mmm, eso no era cierto; no había disfrutado de ningún orgasmo inducido por otra persona, pero provocados por ella misma, ya había tenido varios…
Abrió la boca para decir hasta aquí hemos llegado y en ese momento Marcos se pegó a ella. ¡Mierda! ¡Tenía una erección de caballo!
Entre las brumas del placer, Marcos notó que solo su respiración era jadeante, que solo él se estaba poniendo cardíaco. ¡Demonios! Debería haber caído antes en ello. Ruth no era igual a nadie, no se comportaba como ninguna otra persona. ¡Joder! Ni siquiera hablaba como el resto del mundo. Por tanto, algo tan normal como ponerse cachonda porque le tocasen las tetas no iba con ella.
Lo que más le gustaba y atraía de su amiga era esa diferencia, esa manera de ser especial y única que la hacía inigualable. Sonrió complacido, con el pezón que tanto le había fascinado entre los labios. Se lo iba a pasar de maravilla buscando zonas que la hicieran jadear. Con esa idea en mente, y también, por qué no decirlo, buscando alivio, se pegó a ella haciendo que su pene hinchado y dolorido presionara contra su vientre, para a continuación ponerse a la tarea.
Ruth cerró de golpe la boca al notar la mano de Marcos deslizándose por su costado, lejos de sus pechos, en dirección a su espalda. Quizá debería dejarle unos minutos más antes de cortarle.
Solo por si acaso.
La mano que aún jugaba con su pezón también abandonó su ocupación, bajando por su vientre y rodeándole las caderas para acabar posándose abierta sobre la parte baja de su espalda.
Todavía tumbada de lado, Ruth cerró los ojos ante la avalancha de sensaciones. Unos dedos recorrían sinuosos su columna vertebral, deteniéndose en la nuca para volver a bajar mientras la mano abierta en la base de la espalda se deslizaba bajo el bóxer del biquini y recorría las nalgas, apretándolas y moviéndolas en círculos. Cuando al final ambas manos coincidieron en su trasero, un pequeño gemido escapó de los labios femeninos.
Marcos se frotó contra ella, satisfecho con la reacción. Puso una mano en cada nalga y hundió los dedos en la grieta entre ellas, separándolas y juntándolas rítmicamente.
Ruth jadeó.
—Creo que acabo de encontrar uno de tus puntos erógenos —susurró él.
Extendió una mano sobre el culo, colocando el dedo anular en el mismísimo centro y presionó. El dedo se hundió entre las laderas gemelas. Ruth se tensó jadeante y elevó una pierna, colocándola sobre la cadera de su amigo, permitiéndole de ese modo el acceso a sitios muy interesantes. Marcos aprovechó la oportunidad que se le brindaba e impulsó su pene enfundado en los vaqueros contra el monte de Venus. La mano que le quedaba libre se deslizó por el perineo hasta que un dedo impaciente penetró en la vagina, notó la humedad, aún escasa, y continuó su camino hacia el clítoris.
El dedo anular de su mano derecha acosaba el anillo de músculos que cubría el ano, apretando y aflojando cadencioso, tentándolo para luego retirarse, mientras el pulgar de la izquierda trazaba espirales sobre el clítoris, consiguiendo que Ruth emitiera gemidos agitados.
¿Quién lo iba a imaginar?, pensó Marcos al descubrir que su razonable y formal amiga se derretía cada vez que él apretaba ese orificio prohibido. Empujó el dedo contra el ano mientras con la otra mano pellizcó de nuevo con el índice y el pulgar el clítoris, y fue premiado con un jadeo entrecortado, a la vez que el pequeño botón se erguía y endurecía, arrancando a Marcos de sus cavilaciones y haciéndole perder toda mesura. La tumbó boca arriba en la cama, de un par de tirones se deshizo de sus vaqueros para, a continuación, agarrar con dedos nerviosos los bóxer rosas y bajárselos. Por último desató el nudo de la parte de arriba del biquini y la liberó de él. Cuando la tuvo desnuda, la observó ensimismado durante un segundo que duró toda la eternidad.
Ruth estaba perdida en su mirada, en los estremecimientos que había producido en su cuerpo. Si esto era el principio de lo que podía hacerla sentir, quería más. Mucho más. Sus finos dedos femeninos jamás la habían trasportado hacia el placer de esa manera, y ni hablar de los hombres, que por lo normal solo la inducían a bostezar. Pero Marcos lo estaba haciendo francamente bien.
Hasta ese momento.
Le abrió las piernas con brusquedad y se colocó sobre ella, el pene duro como el granito presionó en la entrada de su vagina, intentando abrirse camino en su interior.
—¡Espera! —gritó Ruth de repente alerta. Era demasiado pronto, él no sabía…
—No puedo —jadeó Marcos al sentirla alrededor de su pene—. ¡Dios! Qué estrecha eres.
Presionó de nuevo intentando meterse por completo en su interior, pero algo no iba bien; estaba muy cerrado. «No está lo bastante húmeda», pensó frenético.
Se retiró arrodillándose sobre la cama y, sin pronunciar palabra, hundió la cabeza en el pubis, lamiendo con fruición el clítoris, azotándolo con la lengua a la vez que metía un par de dedos en la prieta vagina.
Ruth abrió más las piernas dejando escapar un gemido. ¡Dios! Era maravilloso. Lo que le estaba haciendo no tenía comparación con nada que hubiera sentido antes. Los dedos resbaladizos por los fluidos se deslizaron hacia el trasero y notó el índice presionando contra el ano a la vez que la lengua impactaba contra el clítoris. Arqueó la espalda y el dedo entró apenas en el oscuro orificio a la vez que la lengua se introducía en la vagina. Jadeó. Estaba cerca de algo, algo tan grande como no había sentido en su vida. Los dedos y la lengua la abandonaron justo cuando empezaba a sentir los primeros espasmos del orgasmo, dejándola excitada y muy frustrada.
Marcos se situó de nuevo sobre ella y la penetró profundamente con una sola embestida.
Ruth se mordió los labios para no gritar ante el dolor que la recorrió cuando su himen se desgarró. Él ni siquiera se dio cuenta. Jadeaba como un poseso sobre ella, entrando y saliendo sin parar un segundo, sin dejarle tiempo ni espacio para recuperarse.
Marcos estaba a punto de correrse. Embestía salvaje hasta que no cabía más dentro de ella. Se retiraba apenas para volver a enterrarse profundamente. La sensación era inigualable. Su vagina le comprimía la polla, estrujándosela al borde del orgasmo. No era capaz de pensar en nada más que en la mujer que tenía debajo, en su coño apretado y sus tetas puntiagudas. Hundió la cara en el cuello con el que tanto se había metido y que ahora resultaba ser tan tentador como el resto de su dueña, y se dejó ir.
Ruth sintió como poco a poco los dolores se iban convirtiendo en calor, un calor bastante agradable, por cierto. Se relajó a la espera de que el acto siguiera mejorando, pero en ese momento él hundió la cara en su cuello y gritó. Sintió los espasmos recorrer el cuerpo de su amigo, que a continuación quedó inmóvil sobre ella, aplastándola y dejándola absolutamente frustrada.
Al cabo de un instante Marcos giró sobre sí mismo, saliendo de ella, y Ruth notó un líquido pastoso escurriéndose entre sus muslos. ¡No!
—No te has puesto un preservativo. —No era una pregunta.
—¿Eh? —Marcos estaba tumbado boca arriba sobre la cama, letárgico, con el antebrazo tapándole los ojos mientras luchaba por respirar con normalidad.
—Un preservativo… No lo hemos usado —susurró entre enfadada y arrepentida.
—No —negó él con los sentidos entumecidos, sin darse cuenta del tono nervioso de Ruth.
—¡Ay, Dios! —exclamó ella, sentándose encogida sobre la cama, agarrándose las rodillas con las manos mientras sentía fluir toda esa sustancia pringosa desde sus piernas hasta la sábana—. Para una vez que se me ocurre no pensar en las consecuencias mira lo que ha pasado —musitó para sí misma.
—¿Qué ha pasado? —murmuró Marcos medio adormecido, sin entender de qué narices hablaba su amiga.
—¡Que me he expuesto a secuelas indeseadas!
—¿Qué? —Saltó él, alerta, con la última palabra quemándole la mente.
¡Indeseadas! ¿Qué era lo que se suponía indeseado? Porque desde su punto de vista habían echado un pedazo polvo de impresión. Y no había forzado a nadie. De eso estaba totalmente seguro.
—Embarazos indeseados, sida, sífilis, hepatitis, gonorrea… y quién sabe cuántas enfermedades de transmisión sexual más. —Fue enumerando ella, más por alejar su mente de la frustración sexual que sentía que porque tuviera un miedo real a contagiarse. Marcos parecía bastante sano.
—¡Vete a la mierda! —exclamó aliviado. Vale, el sexo no había sido indeseado. ¡Qué susto!—. Un momento, ¿me estás acusando de contagiarte sida, hepatitis y más? —resopló cuando su cerebro captó por completo la anterior acusación de su amiga—. ¿Con qué clase de mujeres crees que me he acostado? ¿Crees que soy tan inconsciente de hacérmelo con cualquiera sin importarme si está enferma o no? ¿Sin usar condón?
—¿¡Por qué no!? Conmigo lo has hecho —contestó ella a la defensiva. Sus argumentos eran firmes y no iba a dejar que le llevase la contraria—. ¿Quién te asegura a ti que yo no tengo ninguna enfermedad? ¡Eh!
—Joder, no digas chorradas; estás perfectamente sana.
—¿A sí? Enséñame los análisis de sangre que lo demuestran.
—No seas idiota, te conozco de sobra. No me hace falta ningún análisis ni gilipolleces.
—No me conoces, en absoluto. Llevas ocho años sin saber nada de mí. Igual que yo de ti. No sé qué ha sido de tu vida excepto lo que me has contado y, desde luego, no sé si has estado expuesto o perteneces a un grupo de riesgo —rebatió ella con seguridad y razones.
—¡Qué! ¡Joder! ¡Tú! Tú… En cuanto crees tener razón comienzas a usar ese lenguaje rebuscado, pomposo, estúpido y ostentoso que… que me da asco. ¿No puedes hablar como la gente normal? —Mierda, se le estaba yendo de las manos; la rabia le arrebataba la razón—. ¿Quieres un jodido análisis de sangre? Bien, tendrás tu puñetero análisis. Y cuando el papel te diga… como lo dirías: «con total certeza que no padezco ninguna enfermedad de transmisión sexual» —dijo envarado, intentando usar el vocabulario que Ruth manejaba—, entonces te comerás con patatas los putos resultados.
—¡Vale! Y reza para que no me haya quedado embarazada, porque un bebé no lo puedo ingerir con patatas —increpó Ruth, rabiosa porque él se reía de nuevo de su forma de hablar, como siempre hacía.
—¿Un bebé? ¿Pero de qué narices hablas ahora?
—Sí, querido. ¿Recuerdas las clases sobre la reproducción sexual? El macho deposita su esperma en la vagina de la hembra para fecundarla. Y eso es exactamente lo que acabas de hacer.
—¿Y? —¿Quería dejarle por idiota explicándole lo que ya sabía con ese tono rimbombante de marisabidilla? Pues se iba a enterar esa pija—. Entiéndeme, querida; lo sentiría mucho por ti si ese fuera el resultado, pero a mí, francamente, me importa una mierda. —Se volvió a recostar en la cama—. Sería tu problema, tu bebé y tu historia y, si fueses un poco lista, te librarías del crío. —Y una mierda. Sabía que hablaba su rabia y no su mente. Si Ruth se quedase embarazada, ya buscarían la solución, juntos, y a ser posible con el bebé. Pero ese no iba a ser el caso, al menos no ahora mismo, y le venía muy bien para atacarla.
Ruth abrió la boca de par en par tras escuchar sus palabras. Y la volvió a cerrar. Bien. Vale. Inspiró con ímpetu y se levantó de la cama con toda la calma que fue capaz de aparentar.
—¿Qué haces?
—Me voy.
—Bien.
Cogió las dos partes del biquini del suelo y se lo empezó a poner, primero el sujetador y luego el bóxer. Al subir la pierna para meter el pie, notó cómo los fluidos se deslizaban por su muslo y se quedó petrificada.
—¿Qué pasa? —preguntó Marcos al ver cómo se detenía de repente. No era capaz de dejar de mirarla.
—Nuestros fluidos brotan de mi vagina. Si me pongo la parte de abajo, la mancharé. ¡No puedo recorrer la casa con un biquini manchado en… esa zona!
—Ajá. —Marcos sonrió con suficiencia, tumbándose de lado en la cama y recorriéndola con la mirada—. Pues la solución es obvia: no te vayas —comentó irónico.
—¡No me digas! —contestó mientras metía el pie en la abertura de los bóxer. En ese momento un hilillo del pringoso líquido se deslizó por el interior de su pierna—. ¡Qué asco!
—¿Y ahora qué pasa? —preguntó irritado, se estaba cansando de los aspavientos y de la discusión. Si quería irse, que se fuera, pero que no montara más dramas.
—¡Estoy pringosa! —respondió indignada retirando el pantaloncito antes de que se manchase—. ¡Mecachis! ¿No hay ningún baño cerca en el que pueda asearme? —preguntó.
—No.
—¡Jopetas! —Estaba frustrada, furiosa y, para más humillación, pringosa. Recorrió la habitación como una gata enjaulada, pasándose las manos por los muslos para luego sacudirlas en el aire con repugnancia.
—¡Joder! Si tanto asco te da, límpiate con esto —exclamó Marcos tirándole una camiseta que estaba sobre la silla, furioso al verla poner tal cara de repulsión por culpa del sexo. De un sexo delirante que habían tenido juntos hacía escasos minutos para más señas.
—La mancharé —dijo ella cogiendo al vuelo la prenda.
—Me da lo mismo. A mí no me dan asco los efectos secundarios del buen sexo —replicó, intentando sin éxito usar el mismo vocabulario de marisabidilla que ella.
—¿Buen sexo? ¡Ja! —«¡Chúpate esa!».
—¿Cómo que ¡ja!? —Marcos se levantó furioso de la cama, tocado en su amor propio.
—¿Crees que esa cosa que tienes entre las piernas vale para algo? —le dijo con retintín señalando el miembro flácido—. Pues que te quede claro, ni por asomo. Tu ridículo pene no vale para nada. —Y sí que se veía ridículo en esos momentos, tan pequeño y arrugado—. Mi vibrador no solo me provoca orgasmos increíbles, sino que además no me trasmite enfermedades ni me deja embarazada, ni… ni me ensucia con todo este pringue —dijo señalándose los muslos manchados, para a continuación pasarse la camiseta por ellos y limpiarse como buenamente pudo—. No como otros apéndices diminutos.
—Mira, niña —contestó Marcos con mucha calma, de pie, los brazos en jarras. Nadie se metía con su polla y se quedaba tan pancho—, me parece que tienes tus prioridades un poco confundidas. Disfrutas como una zorra con mi dedo metido en el culo ¿y te da asco un poco de semen recorriendo tus muslos? —Se acercó a ella amenazador, haciéndola retroceder hasta la pared—. ¡No me jodas! A lo mejor es que me he equivocado de agujero al meterte la polla. Quizá si te hubiera enculado hubieras disfrutado más y no estarías diciendo gilipolleces. —La acorraló poniendo las manos a ambos lados de su cabeza—. ¿No crees?
—¡Cerdo! —Le dio un sonoro bofetón y se escabulló por debajo de sus brazos.
—¡Me cago en tu puta madre! —gritó Marcos. No soportaba los bofetones—. Si me vuelves a abofetear te… —Se calló al ver la expresión de Ruth.
—No volverás a mencionar a mi madre. Jamás. —Estaba de pie, la espalda bien recta, la barbilla alzada, mirándole con tal dolor y desprecio que a Marcos se le rompió el alma.
—Yo… —¡Dios! La madre de Ruth había muerto hacía mucho tiempo y ella la adoraba. ¡Mierda! ¿Cómo podía haberlo olvidado?, ¿cómo podía haber dicho tal cosa?
—Manchas el nombre de mi madre con tu boca, con solo mencionarlo lo ensucias —dijo sin mirarlo mientras se terminaba de poner el biquini.
—Lo siento.
—No quiero volver a verte. —Abrió la puerta de la habitación para marcharse. Y Marcos presintió que, si la dejaba marchar, pasaría mucho tiempo hasta que volviera a verla.
—¡Mírate! —exclamó con rabia y un punto de desesperación—. Acabo de insultar lo más sagrado para ti, y no reaccionas; te marchas sin más. No eres normal.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó ella con tranquilidad, sin molestarse en levantar la voz. Ya gritaba suficiente él por los dos.
—Que me grites, que me escupas, que pelees. Que no seas hiperperfecta en todo. Hasta discutiendo.
—¿Quieres una reacción? —respondió en susurros desde el pasillo, parada al lado de un aparador.
—¡Sí! —gritó él desde el quicio de la puerta.
—Ajá —asintió ella con parsimonia. En menos de un segundo había cogido uno de los adornos de cristal que decoraban el mueble y lo había lanzado con su puntería característica.
Marcos apenas tuvo tiempo de protegerse la cara con la mano para evitar el impacto.
—Joder. ¡Me has hecho sangre! —gritó irritado mostrando un corte en el antebrazo. El adorno yacía roto en mil pedazos a sus pies.
—¡Bien! Tu sangre por la mía. —Y dicho esto, echó a correr por el pasillo.
Marcos intentó seguirla, pero Bruce lo paró justo antes de que saliera de la casa. Se había acercado alertado por los gritos, y cuando Ruth pasó a su lado, corriendo como alma que lleva el diablo, intuyó que algo había ido rematadamente mal, así que, cuando vio a su amigo aparecer en el recibidor desnudo, estaba preparado para hacerle un buen placaje y, mediante razonamientos coherentes, devolverle a su habitación… Al menos hasta que se hubiese vestido.
Una vez a solas en su cuarto, Marcos no se molestó ni en vestirse ni en ducharse. En cambio se tumbó en la cama y decidió pasar de todo. «Mañana será otro día», pensó un segundo antes de pasar toda la noche dando vueltas sin poder dormirse.