36

Una discusión prolongada es un laberinto

en el que la verdad se pierde siempre.

LUCIO ANNEO SÉNECA

Marcos siguió a Ruth al interior de la casa. Tras años de ausencia todo seguía igual, o casi igual. Al pasar frente al cuarto de su amiga, comprobó que ya no había una cama sencilla, sino unas literas, y que el póster de Madonna que antaño adornaba la pared había sido cambiado por Doraemon y las Winx. Las paredes del pasillo ya no eran blancas, estaban pintadas de salmón, aunque el suelo seguía siendo plaqueta imitando el parqué. El salón se mantenía inmutable: el sillón de orejas en el que Ricardo leía el periódico mientras ellos hacían los deberes, el sofá de tres plazas sobre el que saltaban Darío y Héctor de niños, creyéndose piratas al abordaje, la mesita de centro con la esquina astillada de cuando Héctor chocó contra ella con el triciclo y el mueble de cerezo lleno de libros y fotos ancladas en las vitrinas. Eso sí, la televisión era de pantalla plana.

Ruth le indicó que se sentara en el sofá mientras ella cogía algo de beber. Volvió al cabo de un instante con un zumo y una cerveza y se sentó en el sillón orejero.

—Adelante. Tienes toda mi atención —dijo tomando un sorbo de zumo que la hizo revivir, al menos un poco.

Estaba sentada con la espalda muy recta, la nariz muy levantada, las piernas cruzadas a la altura de las rodillas y las manos descansando en los reposabrazos del sillón. Parecía una reina en su trono, otorgando audiencia a la plebe.

—¿Por qué no me lo has dicho? —preguntó Marcos sin más dilación.

—No me pareció oportuno —contestó Ruth serena.

—¡No te pareció oportuno! Joder, te parece oportuno follar conmigo y no te parece oportuno decirme que tenemos una hija. Se me escapa la lógica de tu razonamiento —ironizó él.

—Fornicar es algo que me atañe a mí única y exclusivamente. Si sucede algún desatino yo acepto el riesgo y asumo las consecuencias. Por el contrario, con Iris, ni asumo ni acepto riesgos. Es mi hija. Y mi deber es protegerla.

—Hablas como si fuera a hacerle daño a mi propia hija —protestó él indignado, levantándose del asiento.

—Me explicaste de manera convincente los pasos a seguir hace años, cuando te informé de que podría haberme quedado embarazada. Como comprenderás…

—¡Vas a echarme en cara esa mierda! —exclamó él interrumpiéndola.

—No. Solo constato los hechos y, si me permites continuar, expondré los motivos —contestó Ruth observando cómo Marcos se dirigía al mueble y empezaba a toquetear las fotos. Por lo visto no era la única que estaba nerviosa.

—Disculpe usted, señora letrada. Continúe, por favor —repuso con mofa cruzando los brazos.

—En primer lugar, teniendo presente tu negativa en todo lo que se refiriera a un posible embarazo, no creí pertinente informarte, menos aún cuando mi decisión estaba tomada y no iba a cambiar de parecer. En segundo lugar, aunque hubiera querido comunicártelo, no hubiera sabido dónde dirigirme; por si lo has olvidado, un océano mediaba entre ambos —continuó ella mirándolo a los ojos desde su trono de reina, juntando ambas manos sobre sus rodillas para evitar que le temblasen—. Por tanto, cuando apareciste en la exposición y retomamos nuestra amistad, no me pareció necesario comunicarte la existencia de un ser que, en el momento de su creación, aconsejaste eliminar. Al menos, no hasta saber si habías cambiado de parecer al respecto.

—¡Ya vuelves con lo mismo! Mira que te gusta remover la mierda. Te lo dije y te lo repito. Lamento lo que dije en aquella ocasión, creía que había quedado claro. —Se dirigió hacia ella con grandes zancadas—. No argumentes tu engaño basándote en una discusión de hace años. Tenías miedo de decírmelo. ¿Por qué? ¿Qué pensaste que iba a hacer si me enteraba? —susurró inclinándose sobre Ruth.

—No fue por cobardía, sino por prudencia. No puedes aparecer de golpe y porrazo y pretender que de buenas a primeras te diga: por cierto, ¿te he contado que tenemos una hija de seis años? No sería sensato, necesitaba conocerte mejor antes de hacerlo —refutó pegando la espalda al sillón.

—Hemos salido varias veces en este mes, te ha dado tiempo de sobra de comprobar cómo soy. Mierda. Has tenido mil ocasiones para contármelo y has pasado del tema. —Se alejó de un salto.

—¿Sacarías a relucir tu más preciado tesoro ante alguien a quien hace años que no ves, y que puede no ser como esperas que sea? —Cambió de tercio poniendo un ejemplo.

—¿A qué coño te refieres? —¿De qué narices hablaba ahora?

—Han pasado años desde la última vez que nos vimos, Marcos. No sé cómo eres, cómo piensas ni cuáles son tus prioridades. No podía hablarte de Iris sin saber si eres alguien en quien puedo confiar.

—Pero sí podías follar conmigo —la acusó él—, para eso sí valgo.

—No creo que el compartir sábanas implique tener que compartir mi vida privada —replicó enfadada. ¿Qué tenía que ver el tocino con la velocidad?

—Me haces sentir como si fuera basura —siseó él entre dientes. Se acercó a ella, apoyó las manos a ambos lados de su cabeza y pegó los labios a la frente poblada de sudor de Ruth—. Sales conmigo, te ríes conmigo, haces el amor conmigo y yo, como el idiota que soy, pienso que puede haber algo entre los dos, pero no hay nada. Solo un poco de sexo divertido y casual, un jodido revolcón de fin de semana. Bueno, ni siquiera eso, ya que no llego al nivel necesario para que me dediques tus sábados. Me tengo que conformar con días sueltos. —Se separó de ella echando fuego por los ojos—. ¡Soy el padre de tu hija! —estalló, para terminar susurrando—: Y me tratas como si fuera una mierda.

—¡No lo hago! —se defendió ella—. No podía imaginar cuál sería tu reacción ante Iris, si te darías media vuelta y te marcharías, si querrías conocerla, implicarte en su cuidado, o qué sé yo. Por tanto, antes de darte a conocer su existencia, necesitaba saber si podía confiar en ti, si eras buena persona.

—Cojonudo. ¿He pasado el examen? —preguntó indignado.

—No eres mala persona.

—Pero tampoco soy buena persona, ¿no? ¿Es eso lo que quieres decir? Como, bajo tus expectativas no soy un ejemplo a seguir, pretendías mantenerme ignorante de la existencia de mi propia hija. —Si Ruth quería frases rimbombantes, por Dios que se las iba a dar.

—No es así, yo…

—¡No! Vaya, ya he visto cómo has corrido a decírmelo. Reconócelo, Avestruz. Si Elena no hubiera soltado la liebre, jamás me lo habrías contado. Te has callado como una tumba. Mierda, eso no se le hace ni a tu peor enemigo. Y yo era tu amigo. ¿Por qué? ¿Qué motivos te he dado para que desconfíes de mí?

—¡Eres tú quien desconfía de mí! Quien se enfada por nada, quien me acusa de… de copular con quién sabe cuántos hombres, quien traza planes maquiavélicos para Dios sabe qué. ¡Por favor! Si hasta has dado a entender que soy adicta al sexo.

—¡Yo! ¿Cuándo he dicho yo eso? ¿De dónde narices has sacado esa estupidez?

—Lo dejaste implícito al decir que podía satisfacerme con Brad a cualquier hora, cuando decidiste que no podía acostarme con ningún hombre hasta comprobar si me habías dejado o no embarazada la última vez. ¡Por todos los santos! ¡Si hasta parecías tener celos de Brad!

—¿Pero te estás oyendo a ti misma? Hablas de tu puñetero consolador como si fuera tu amante. ¡Joder! Me parece increíble que tú, ¡tú! —dijo señalándola—, te atrevas a insinuar que soy celoso y posesivo cuando tú eres demasiado ligera de cascos, sales con tu amigo los sábados, te acuestas conmigo en cuanto tienes un segundo libre y te pajeas con tu puñetero Brad quién sabe cuántas veces.

—Doy por finalizada esta conversación, no pienso seguir soportando tus insultos —afirmó Ruth, levantándose mareada del sillón y dirigiéndose dando tumbos al pasillo.

—No, Avestruz. Estás muy equivocada, esto no acaba aquí. Quiero a mi hija, quiero que ella sepa la verdad y quiero que esté conmigo. —La siguió hecho una furia.

—Lo pensaré —contestó yendo hacia la puerta.

—¡No hace falta que lo pienses! —Qué demonios, había preguntado los motivos, había intentado ser razonable, había intentando entenderla… Vale, en realidad la entendía perfectamente, y puede que se hubiera dejado llevar un poco por su mal genio y que incluso ahora mismo no estuviera siendo muy razonable. Pero su fuerte no eran la paciencia y la sensibilidad, nunca lo habían sido—. Va a suceder tal y como te he dicho. Mañana pasaré a buscaros, así que ten preparadas las maletas.

—¿Qué?

—Os venís a vivir conmigo. Mañana. —Y no es que no estuviera siendo razonable, en absoluto. Le dejaba una noche entera para prepararse. Además era la mejor opción: se acostumbrarían a vivir juntos y todo volvería a su cauce. Ella se separaría del tal Jorge de los huevos y quizás incluso Brad acababa en un descuido en el cubo de la basura.

—¿Qué línea lógica has seguido para llegar a esa conclusión? —¿Estaba chiflado o se lo hacía?

—Fácil. Quiero estar con nuestra hija. Ya hemos pasado suficientes años separados y no voy a perder más tiempo.

—¿Eres tonto o te lo haces?

—No quiero más discusiones. Estaos preparadas mañana.

—¡Tú! Arrogante, autoritario, déspota, tirano… No vamos a ir contigo a ningún lado.

—No voy a permitir que mi hija vea cómo su madre se va con su ligue de los sábados teniendo a su padre a la vuelta de la esquina. Eso se ha acabado. Vendrás a vivir conmigo, nos casaremos y llevarás una vida como Dios manda.

—¡Fuera de mi casa! —dijo abriendo la puerta de la calle y señalando el descansillo.

—Si te niegas, pondré el asunto en manos de un abogado —amenazó él desde el umbral.

—Perfecto. A partir de este instante, cualquier cosa que quieras notificarme, hazlo por vía administrativa —finalizó cerrando de un portazo.

Cuando Darío por fin pudo librarse de la mujer que pedía mil y una explicaciones sobre cómo iba a teñir sus zarrapastrosos —eso no se lo había dicho— zapatos, había pasado casi una hora.

Héctor esperaba en la cafetería, entreteniendo como buenamente podía a la inquieta Iris y al sosegado Ricardo. Hizo ademán de levantarse cuando vio salir a su hermano, pero un cabeceo de este le indicó que se mantuviera al margen. Darío no sabía qué iba a encontrar al llegar a casa. Prefería enfrentarse a ello él solo, antes de meter en ese embrollo a su sobrina y a su padre.

Entró en el portal corriendo y subió de un salto los escalones de la entrada. No se molestó en esperar al ascensor; ese trasto era una vieja gloria de tiempos pasados que tardaba demasiado para su escasa paciencia. Subió los siete pisos sin apenas alterar la respiración y entró en casa preparado para descargar su frustración en caso de encontrarse al malnacido. Lo que encontró fue el cuarto de su hermana cerrado y sus sollozos saliendo de detrás de la puerta.

Llamó con los nudillos y esperó al menos un segundo antes de entrar como una tromba.

Ruth estaba sentada en el suelo, con la espalda contra la pared y los codos apoyados en las rodillas. Sus ojos hinchados lo miraban mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿Has venido solo? —preguntó hipando.

—Sí. ¿Qué tal ha ido? —interrogó Darío sin saber bien qué decir.

—De pena.

—Ya lo imagino. ¿Te ha hecho algo? —inquirió furioso.

—Oh, por favor, no empieces con tus neuras. Ni me ha hecho daño ni me lo va a hacer —desestimó Ruth.

—¿Qué tal se lo ha tomado? —Curioseó sentándose a su lado en el suelo.

—¿El qué? ¿El tener una hija o que se lo haya ocultado?

—Ambas —contestó él dándole un paquete de pañuelos medio gastado y bastante arrugado que había sacado del bolsillo de sus vaqueros.

—Bueno —contestó Ruth después de sonarse—, no me ha dado la impresión de que le haya parecido mal ser padre. De hecho, quiere que Iris y yo vayamos a vivir con él. Creo que también ha dicho algo de casarnos, pero no estoy del todo segura.

—Jod… petas, eso es bueno, ¿no? Quiero decir, parece como si quisiera asumir responsabilidades. —¿Casarse? ¡Por encima de su cadáver!

—Mañana.

—¿Mañana, qué?

—Ha dicho que mañana pasaría a recogernos. Que tuviera preparada la maleta.

—¿Pretende que vayas mañana a vivir con él? ¿Pero de qué va ese idiota?

—Si no, pondrá el asunto en manos de los abogados.

—Voy a matar a ese jodido cabrón.

—Por favor, Darío, deja de decir esas cosas.

—¿Por qué? ¿No quieres que lo mate? No pasa nada, lo amordazaré y lo meteré en un saco de boxeo. Luego lo colgaré del techo del gimnasio y haré prácticas con él.

—Bruto. —Sonrió un poco Ruth.

—O mejor todavía. Llevaré el saco a correos y lo enviaré por paquetería urgente a la Patagonia.

—Exagerado.

—Aunque lo que haré será llevarlo al gimnasio, y se lo daré a Ariel. Si sale con vida de esa, será un hombre con suerte.

—Eso sería peor que matarlo —exclamó Ruth riendo. Ariel acudía al mismo gimnasio que Darío, y este no paraba de hablar de ella.

—Todo se solucionará, no te preocupes —aseguró abrazándola—. No puede obligaros a vivir con él si tú no quieres. Y no quieres, ¿verdad?

—Mañana no, desde luego.

—¿Más adelante? —preguntó algo asustado ante la posible respuesta. No se imaginaba la casa sin sus niñas.

—No lo sé. Ay, Darío, no sé lo que quiero. Estoy metida en un enredo descomunal.

—Tranquila. Nadie te va a obligar a hacer nada y, si se le ocurre acercarse a ti o a Iris, me encargaré de que sea lo último que haga. —No hablaba en broma.

—Darío, prométeme que no le harás nada. No quiero que volváis a pelearos.

—No le haré nada grave.

—Darío.

—¿Por qué te preocupas por él después de lo que te ha hecho?

—No eres justo con él. Ha sido lo que yo he hecho, o más bien lo que no he hecho, lo que ha causado esto.

—Tonterías.

—Oh, Darío, no tienes ni idea de nada… no sabes nada. —Sollozó Ruth contra su camisa.

—Pues haz que lo entienda, habla conmigo.

—Se me está retrasando el periodo —murmuró.

—¿Qué?

—Hace cinco días que tenía que haberme bajado la regla —musitó cabizbaja.

—¡Te has vuelto loca! Joder. ¡Cómo coño se te ocurre! —gritó a la vez que se ponía en pie furioso.

—¡Darío!

—Vale, vale. Ya está. —Inhaló profundamente y exhaló despacio, relajándose—. No pasa nada. El lunes iremos al ginecólogo, si confirma el embarazo abortarás. No pasa nada, no hay problema.

—No sé si quiero…

—No discutirás sobre esto. Abortarás. No hay más que hablar.

—¡No debería haberte dicho nada!

—Claro que me lo tenías que decir. Ruth, escúchame. —Posó sus manos, morenas y fuertes, en las delicadas mejillas de su hermana, y le secó las lágrimas con los pulgares—. No volveremos a pasar por otro embarazo. No puedes arriesgarte. Demonios, ¿no lo entiendes? No puedo volver a pasar por eso. No puedo.

No dijeron más palabras, se abrazaron hasta que escucharon a Héctor abrir la puerta. Luego se levantaron en silencio y se prepararon para acabar la noche.