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La fuerza no proviene de la capacidad corporal
sino de una voluntad férrea.
INDIRA GANDHI
Viernes 26 de diciembre de 2008
A las cinco de la mañana sonó el despertador. Ruth abrió los ojos y, como de costumbre, aún era de noche. Se sentó en la cama y se frotó los párpados. Al menos esa noche había dormido cinco horas, todo un récord. Estiró los brazos y dejó caer los pies por el costado de las literas, buscando la escalera. Afirmó el pie derecho en el peldaño y, cuando apoyó el izquierdo, el tobillo falló y cayó de culo contra el suelo alfombrado. Un ligero grito escapó de sus labios cerrados.
—¿Pasa algo, mamá?
—No, cariño. Vuelve a dormirte.
Se agarró al poste de la litera y se levantó como pudo. Intentó apoyar el pie en el suelo, pero en cuanto lo hizo el dolor recorrió su cuerpo. Genial, pensó para sus adentros. ¿Y ahora qué? Su intención era llegar al centro a las seis, adelantar algo de trabajo y acudir al ambulatorio a las ocho para luego retornar a su quehacer. Pero tal y como tenía el tobillo, conducir le iba a resultar cuanto menos complicado. Se mordió el labio concentrada en el problema y, más o menos, halló la solución.
Pero la solución se negó a cooperar.
—¡Estás loca! No te pienso llevar a currar, por mucho que me lo ordenes. Nos vamos al hospital ahora mismo —renegó Darío al oír el plan de su chiflada hermana.
—Pero es que no necesito ir al hospital, preciso ir al centro de mayores para adelantar el trabajo y, más tarde, acudiré al ambulatorio —explicó Ruth por enésima vez.
—Ruth, Darío tiene razón. Del ambulatorio te van a mandar al hospital a hacerte una radiografía. Mejor ve directa —terció Héctor.
—No hacen falta radiografías. ¡Caramba! Es una simple torcedura. Iré al médico, me lo vendará y ya está. No seáis hipocondríacos.
—Mira, hermanita, nos vamos ya mismo a urgencias, y no hay más que hablar.
—¡Por todos los santos! Si vamos a urgencias estaremos toda la mañana y no dispongo de tanto tiempo, tengo mucho trabajo por hacer. Por tanto esa opción es absolutamente inadmisible.
—En eso te doy la razón, Ruth. En urgencias vas a estar por lo menos dos o tres horas —asintió Héctor.
—Pero tú con quién cojines vas, chaval. O la apoyas a ella, o me apoyas a mí. —Se enfadó Darío con su hermano, que al fin y al cabo era el que estaba más cerca.
—Darío. No emplees ese tono con Héctor.
—¡A la mierda! —tronó el interpelado cogiendo sin avisar a su hermana en brazos y enfilando hacia la puerta.
—¡Darío! Deposítame en el suelo ipso facto.
—Espera un segundo, se me ha ocurrido algo —intervino Héctor sujetando a Darío antes de que llegara a la puerta—. A ver, ¿por qué no vamos al ambulatorio de urgencias? A estas horas no creo que haya mucha gente, y allí confirmarán si hace falta una radiografía o si con un vendaje es suficiente. Y si es una radiografía, te derivarán al hospital y no tendrás que esperar tanto tiempo en urgencias.
—No es mala idea —corroboró Ruth.
—Está bien —confirmó Darío abriendo la puerta de la calle.
—Un momento. No pretenderás que vaya en camisón. Permíteme por lo menos que me atavíe.
—Héctor, trae el chándal —ordenó Darío a su hermano.
—¿El chándal?
—No pretenderás ponerte zapatos con el pie tan hinchado —contestó su hermano mayor con una voz increíblemente calmada. Mal presagio, estaba perdiendo la paciencia.
—No. —Se lo pensó Ruth—. El chándal es perfecto.
En el ambulatorio se encontraron con una cola tremenda.
Cuando por fin les nombraron, estuvieron tres minutos y les derivaron al hospital; era precisa una radiografía. En el hospital les tuvieron casi dos horas esperando hasta hacer la prueba, y media hora más hasta que confirmaron que esta era correcta. Luego les derivaron de nuevo al centro de salud para que su médico la revisara. En el centro de salud tuvieron que esperar a que atendieran al último paciente ya que no tenían cita. Cuando les llegó el turno, Ruth estaba que echaba chispas.
Eran las dos de la tarde, había perdido toda la mañana y, para más guasa, no había estado ni un segundo a solas con ninguno de los múltiples galenos que la habían atendido.
Darío se negaba a separarse de ella ni un solo segundo, aduciendo que no podía andar, lo cual era cierto, pero, al no disponer de intimidad para hablar con los médicos, e intuyendo un nuevo altercado con su hermano si este llegara a enterarse del motivo, no pudo pedir la píldora del día después. En fin, al día siguiente tendría que regresar al ambulatorio de urgencias, sola. Y sin falta, pues era el día en que se cumplían las setenta y dos horas límite.
El médico que les atendió era un hombre mayor y autoritario que revisó concienzudamente el tobillo y la radiografía, llegando a la conclusión de que se había hecho un esguince.
Resultado: quince días en reposo. Mantener el pie elevado. Envolverlo en bolsas de hielo. Y un vendaje apretado hasta media espinilla. ¡Genial!
Ruth salió del centro apoyada en muletas y echando humo por las orejas. Inconcebible.
No tenía tiempo de tener esguinces.
—Por favor, trasládame al centro, a ver si todavía me da tiempo a acabar el trabajo.
—Estás de baja.
—En absoluto. Me han dado el alta.
—No. Te has negado a aceptar la baja y has solicitado el alta voluntaria —dijo Darío en voz baja—. Eso no es tener el alta. —Inspiró con fuerza—. ¡Es hacer el gilipollas!
—¡Darío! No consiento que uses ese voca…
—¡Hablo como me sale de los cojines! Mocosa pedante y cabezota. Cualquier trabajador de este país estaría encantado de pasarse unos días en casita, de vacaciones pagadas. Pero tú no. No. Mi responsabilísima e idiotísima hermana tiene que hacer el gilipollas y pedir el alta cuando no puede dar ni un puñetero paso. —Agarraba con tanta fuerza el volante que los nudillos se tornaron blancos—. Pues entiéndeme bien, Ruth: te vas a quedar en casa sin dar palo al agua. Por mis narices que no te vas a mover del sillón hasta que yo lo diga. Vas a hacer reposo, vas a comer a tus horas y vas a dormir ocho horas diarias. ¿Te ha quedado clarito?
—Sí —respondió Ruth—, y ahora escúchame tú. Te concedo que hoy no puedo hacer mi trabajo, pero vas a ir al centro, vas a pedir a Sara que te dé los archivos pendientes de actualizar y me los vas a traer a casa para que pueda terminar mi trabajo. Y el lunes sin falta iré a trabajar. Aunque tenga que arrastrarme hasta el centro. ¡Tú no eres quién para darme órdenes!
La discusión se prolongó durante todo el trayecto en el coche, a lo largo de la comida y mientras Iris dormía la siesta.
A las seis de la tarde Darío entró en el centro de mayores, recogió una caja que Sara había preparado y se fue a casa echando pestes sin mirar a su alrededor.
Marcos estaba en el vestíbulo, recogiendo su equipo, cuando vio pasar a Darío como una exhalación, recoger algo de recepción y salir gruñendo del centro con paso rápido y airado. Estuvo tentado de preguntarle por qué Ruth no había ido a trabajar, pero, al ver su cara, consideró más oportuno seguir pegado a la pared y dejarlo pasar. Al fin y al cabo, no le importaba un carajo lo que hiciera su amiga. Estaba claro cuáles eran sus prioridades, y que él era un idiota de categoría superior al pensar siquiera por un minuto que ella sería exclusivamente suya. Las cosas eran como eran, y para mal o para bien tenía que aceptarlas.
Aunque las aceptaría de mejor grado si pudiera verla y hablar con ella. No iba a disculparse, eso lo tenía claro. Pero podían charlar y ver la forma de apañarse. O no.