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Nuestra memoria no es más que una imagen de la realidad,

por lo que nuestra realidad es solo nuestra imaginación.

MICHAEL ENDE

Mayo de 2003

De: marcos.sierra@mgphoto.com

Para: carlos.arrojo@arrojocetreria.com

Asunto: Reportaje

Hola, soy Marcos Sierra. Jugábamos juntos de niños, en San José de Valderas. Soy fotógrafo colaborador de la revista americana Travelling, que me ha encargado un reportaje gráfico sobre el turismo rural en la sierra de Madrid.

He visto en tu página web que ofreces cursos básicos de cetrería para principiantes de un fin de semana de duración, con alojamiento y comidas incluidas, en una casa rural. Me ha parecido interesante reflejarlo en el reportaje que estoy preparando, como deporte alternativo al senderismo, paseos a caballo, etc., que normalmente se ofrecen en este tipo de turismo. Si te parece bien miramos a ver cómo lo ponemos en marcha. Estaré en Madrid en julio durante unas dos semanas.

Atentamente,

Marcos

De: carlos.arrojo@arrojocetreria.com

Para: marcos.sierra@mgphoto.com

Asunto: ¿Marcos Sierra?

No caigo ahora en quién eres. De niño jugaba con una panda, pero no recuerdo a ningún Marcos. No obstante, siempre estoy interesado en cualquier tipo de publicidad gratuita. Si quieres hacerme un reportaje para tu revista, por mí, estupendo. Dime más o menos qué tienes pensado y lo hablamos.

Quedo a tu entera disposición.

Carlos alias el Cagón.

P. S.: A quien sí recuerdo es a un tal Marcos Cara de asco.

Julio de 2003

El avión llegó sin retraso a la T4 de Barajas. Mientras esperaba la salida de la maleta por la cinta, Marcos cavilaba sobre la mejor manera de planificar las dos semanas que pasaría en Madrid. Eran muy pocos días para todas las cosas que pretendía hacer, y lo peor de todo era que a él se le daba fatal programar nada. Su carácter impulsivo y rebelde le llevaba a hacer justo lo contrario de lo que había planeado. Y era justo ese carácter agitado, esa atención a las cosas que en apariencia no precisaban un segundo vistazo, lo que le llevaba a conseguir las mejores panorámicas.

Suspiró. Había llegado un par de días antes de lo previsto con una intención clara en la mente: visitar a su madre en su antiguo barrio. Después verse con el Cagón, integrarse en los pueblos de montaña, visitar casas rurales, hacer unas cuantas fotos y volver a Estados Unidos. Mmm… Al condado de Clark; quería echarle un ojo a la presa Hoover y de paso acercarse a Las Vegas, que no pillaba muy lejos. O tal vez ir a Boise, o Twin Falls en Idaho. No lo tenía muy claro, ya vería. Se mordió el labio, irritado. Ya lo estaba haciendo otra vez, en lugar de centrar la mente en lo que tenía que hacer, imaginaba dónde iría a continuación.

Una hora después estaba aparcando el coche alquilado en su antiguo barrio. El Parque Lisboa no había cambiado. Quizás los árboles eran más altos, pero poco más. Entró en su portal, que también seguía inmutable: mármol en el suelo, paredes forradas de roble y dos vestíbulos —uno por cada escalera—. En cada uno de ellos había un sofá de piel de tres plazas, por si querías esperar sentado a que el ascensor bajara —¡por Dios!, solo eran nueve pisos—. En fin, no se parecía en nada a los sitios en los que solía vivir de alquiler al otro lado del charco. Pulsó el botón del ascensor y se sentó a pensar.

Habían pasado diez años desde la última vez que vio a su madre; diez años en los que se habían escrito más o menos periódicamente. Al principio, porque ese era el trato. Después porque esas cartas se convirtieron en algo importante en su vida errante. Llevaba poco más de tres años lejos de allí cuando se dio cuenta por fin de lo que su padre había visto casi desde el principio: Luisa no estaba en sus cabales. Y ese fue un punto de inflexión en su vida. Dejó de sentir rencor hacia ellos, comprendió el proceder de su padre al obligarlo a marcharse y asumió que no podía contar con su madre para nada que tuviera lógica. Desde ese momento inició la única rutina de su vida. Escribir una carta al mes a su madre, carta que esta respondía siempre a la dirección de su padre, y que este le remitía. Luisa no tenía la cabeza para andar cambiando la dirección de su hijo tan a menudo como él cambiaba de ciudad.

Conoció a través de esos escritos los avatares de los protagonistas de telenovela, se divirtió leyendo las elucubraciones de su madre, y comprendió que ella no vivía ya en este mundo. Y ahora, con las puertas del ascensor abiertas, tenía dos opciones: salir del portal y seguir con las cartas, dejando que el recuerdo de su madre siguiera siendo eso, un recuerdo, o meterse en el ascensor, llamar al timbre de su casa y ver cuánto había cambiado Luisa.

Tomó el ascensor, pulsó el botón de su piso y cuando llegó llamó al timbre.

Su madre abrió la puerta. Físicamente no había cambiado. Seguía igual de hermosa y aniñada que siempre. Lo miró intrigada, sin saber quién era. Marcos se presentó. Ella se tiró a sus brazos, lo besó y comenzó a llorar. No cabía duda de que había tenido un gran recibimiento. Estuvieron unos minutos en el descansillo de la escalera, ella llorando y Marcos sintiéndose en la gloria, hasta que el sentido común y, sobre todo, varias vecinas hicieron acto de presencia. Estaban dando el espectáculo. Entraron en la casa, que seguía igual que antaño, y se acomodaron en el sillón del salón, sin palabras que decirse. En ese momento Luisa sonrió y se levantó presurosa.

—Perdona mis malos modales, que pésima anfitriona soy. Ahora mismo preparo algo.

Y dicho y hecho partió a la cocina para regresar al cabo de un rato con una bandeja con una botella de vino, una copa, un plato de fiambre, pan, pastas, aceitunas… Marcos se lanzó al ataque. La comida del avión era una bazofia y tenía mucha hambre. Mientras devoraba las viandas, Luisa le fue contando lo que le había sucedido desde la última carta que escribió —hacía apenas quince días—, las desventuras de Betty la fea y los avatares de unos ¿gavilanes? En fin, sus cosas. Lo que no preguntó en ningún momento fue por qué Marcos no la había avisado de que estaría en España, ni tampoco por Felipe… Aunque la falta de esa pregunta quedó clara en poco tiempo. Según Luisa, su exmarido vivía en una isla paradisíaca, con su última amante y el hijo de ambos. Marcos se quedó alucinado; su padre vivía en Maine, en un pisito pequeño, sin amantes y sin ningún hijo.

Intentó decírselo a Luisa, pero esta se limitó a mirarlo con infinita ternura y decirle que sentía muchísimo ser ella quien le diera la mala noticia, para a continuación pasar a desentrañar lo que, según ella, había sido la vida de su hijo y su exmarido en esos diez años.

Así fue como Marcos se enteró de que su padre era un multimillonario ambicioso, que había tenido miles de amantes pero que aún estaba loco de amor por ella, tal y como confirmaban las cartas que mes a mes le mandaba. Aunque ella por supuesto jamás cedería; no podía perdonarle el abandono, ni vivir con él sabiendo que la naturaleza libidinosa y lujuriosa de su marido le haría ser infiel.

Más asombrado se quedó cuando Luisa le explicó cómo había sido la vida que él mismo, Marcos, había vivido en Estados Unidos. De primeras resultó que era un fotógrafo reconocido mundialmente —¡más quisiera! Que él supiera era uno más del montón—, que con afán y esfuerzo había ganado una fortuna… una gran fortuna —«un capital que en realidad asciende a ninguna casa en ningún lugar y una cuenta bancaria muy cercana a los números rojos», pensó Marcos con los ojos semicerrados—. Pero que por culpa de una pérfida mujer lo había perdido todo, y ahora estaba abandonado a su suerte.

«¡No fastidies! Ya podría haber inventado una historia en la que yo fuera el dueño de un harén», pensó sonriendo para sí. Lo cierto era que, en cada carta que recibía de su madre, su historia cambiaba, pero no por eso dejaba de ser adorable el modo en que ella se preocupaba y le aseguraba que al final todo saldría bien. Había convertido a su hijo en un integrante más de su vida telenovelesca.

Pasó dos días con ella, introduciéndose en el espíritu dramático y a la vez fascinante en que Luisa convertía cada aspecto normal y rutinario de la vida. Asumiendo que le faltaban varios tornillos, decidió que a partir de ese momento intentaría por todos los medios pasar al menos una vez al año por allí a verla. Estaba loca, sí. Pero le demostraba de mil y una maneras —cada cual más extraña y retorcida— que ni le había olvidado ni le había dejado de querer —al menos todo lo que una persona en su estado mental puede querer a alguien—. Y por si fuera poco, estar con ella significaba decir adiós a todas las convenciones y realidades de la vida, sumergirse en un mundo ficticio que no por ser irreal dejaba de ser atractivo y muy, muy divertido.

Pasados esos dos días partió hacia la Sierra, a la finca de su amigo, con la intención de tomar las fotos necesarias para su reportaje y de paso comprobar cómo había cambiado en esos años el Cagón.

Durante los dos meses que estuvieron escribiéndose correos electrónicos para concretar el reportaje, la amistad que había quedado aparcada hacía años había resurgido de sus cenizas, pero aún quedaba la prueba de fuego, verse de nuevo en persona. Cuando por fin llegó, se encontró con una finca enorme, cercana a un pequeño río, delimitada por un muro de piedras, con instalaciones para las aves en un extremo y una casita bastante pequeña en el centro.

Su amigo había cambiado. Seguía siendo el pelirrojo lleno de pecas de siempre, pero ahora era más alto y más fornido, aunque, eso sí, igual de nervioso y amistoso que siempre. Recuperaron por completo la amistad en menos de dos horas de charla y, durante las dos semanas que estuvo allí, se alojó en su diminuta casa.

Carlos le enseñó las mejores rutas para hacer senderismo, las montañas en las que perderse, pueblos olvidados que no salían en las guías turísticas y que eran tan auténticos como jamás habría soñado. Recorrieron juntos todas y cada una de las casas rurales que su revista le había indicado y encontraron otras tantas que nadie sabía que existían. Descubrieron miradores asombrosos perdidos en mitad de la montaña y lagunas heladas de vistas impresionantes. Zonas de caza que solo unos pocos privilegiados conocían, hostales de ensueño y casas tan rústicas que las abuelas cocinaban aún sobre la lumbre de la chimenea.

Cuando regresó a Estados Unidos, tenía dos cosas claras: la primera, que el Cagón ya no era un cagón; y la segunda, que la relación con su madre se había vuelto más personal.

Como sentía verdadera curiosidad por ver la presa Hoover, alquiló un estudio en Clark y desde allí redactó eufórico su artículo. Era la primera vez que escribía; siempre había hecho las fotos, mientras que Bruce o algún otro colaborador que lo acompañara redactaba los reportajes. Pero esta vez la revista había confiado en él, en su conocimiento del idioma y cultura españoles. Le estaban dando una oportunidad de oro, o al menos eso habían dicho, aunque a él le sonaba más como un recorte de presupuesto para un reportaje que de otro modo saldría caro en exceso.

Octubre de 2003

De: marcos.sierra@mgphoto.com

Para: carlos.arrojo@arrojocetreria.com

Asunto: Reportaje

Este mes sale nuestro reportaje en la revista. Adjunto te envío archivo PDF para que lo veas. Ya me contarás.

Saludos,

Marcos

De: carlos.arrojo@arrojocetreria.com

Para: marcos.sierra@mgphoto.com

Asunto: las fotos cojonudas

Lo he mirado y remirado, las fotos son espectaculares. Con respecto a la parte escrita del reportaje… a no ser que un alma caritativa tenga a bien traducírmelo, me temo que no podré opinar. ¡Está en inglés!

Carlos

Diciembre de 2003

De: marcos.sierra@mgphoto.com

Para: carlos.arrojo@arrojocetreria.com

Asunto: Increíble

El reportaje ha sido un éxito. La revista está encantada y me han contratado para hacer otro, pero a lo grande, por entregas coleccionables sobre el turismo en España. Iré a la península de enero a abril, con el fin de recorrer las costas y el interior, obtener datos y tomar buenas fotografías. Esta vez no lo haré solo, vendrá un reportero conmigo que se encargará de la parte escrita —por lo visto soy mejor haciendo fotografías que escribiendo— y tienen previsto empezar a sacarlo a partir de mayo.

Saludos incrédulos,

Marcos