38

Cuando nos peguen una patada en los huevos, es mejor ofrecer la otra

mejilla, porque, si repiten en el mismo lugar, vamos listos.

PERICH

—¡Mamá! ¿Qué hora es? —Escuchó la voz de Iris a través del auricular.

—Las cuatro de la tarde, cariño.

—¡Aún no ha llegado el tío Jorge! ¡Va a llegar tarde! ¡Llámale, llámale, llámale! —gritó la niña haciendo que Ruth alejara el teléfono del oído.

—No llega tarde, cielo. Aún falta una hora hasta las cinco. Estate tranquila, cariño. Sabes que Jorge jamás ha llegado tarde al desfile.

—¡Jopetas! ¡Yo quiero que llegue ya!

—Llegará enseguida. No te preocupes.

—Jo, mami, me lo voy a perder. Lo sabe todo el mundo mundial —dijo Iris haciendo pucheros.

—¿Ha preparado Héctor la cama de Jorge? Hay que ponerle las sábanas y la manta, y sacarla de debajo de la del tío —comentó Ruth, esperando distraer un poco la ansiedad de la niña.

—¡Ahí va! Se nos ha olvidado. ¡Tío Héctor, tío Héctor! No hemos sacado la cama, va a venir tío Jorge y no va a estar hecha y lo vamos a tener que hacer y no nos va a dar tiempo a ver a los Reyes Magos, de verdad de la buena —gritó la niña antes de colgar con un sonoro golpe el teléfono.

Ruth sonrió y volvió a sus archivos. Aún le faltaba actualizar bastantes cosas, y quería salir del centro a las seis para llegar a la cabalgata de reyes.

—¡Mamá! Nos vamos, nos vamos, nos vamos. ¡Ya! ¿Vas a tardar mucho? Llegaremos tarde. Eh, dame el teléfono, estoy hablando con mamá. ¡Jopetas!

—¿Ruth? Hola, guapa. ¿Qué tal lo llevas?

—Hola, Jorge. ¿Qué tal el viaje?

—Bien. Mucho coche, mucho frío y ¿a que no sabes qué?

—¿Qué?

—He visto pasar a los Reyes Magos en sus camellos al llegar a Madrid —comentó Jorge como quien no quiere la cosa.

—¡De verdad! ¡Vámonos! Que nos lo vamos a perder, jopetas… Me quiero ir ya… —Se oyó la voz llorosa de Iris al otro lado de la línea.

—Jorge, no seas malo.

—No lo soy. Bueno, guapa, nos vamos. Estaremos frente al bar Urbión.

—Vale, en media hora estaremos allí.

Era el día grande de los niños, el cinco de enero, noche de Reyes, noche de magia. Y Ruth trabajaba. No obstante, en pocos minutos saldría del centro con su padre y se reunirían con el resto de la familia para ver la cabalgata. Como todos los años desde que se conocían, Jorge había ido a pasar la noche con ellos. Y a ser un rey mago más.

La cabalgata iniciaba su trayecto a pocas calles de su casa, así que no debería tener problemas de tiempo. Saldría rauda y veloz, pararía en la zapatería a recoger a Darío y a las seis y media, como muy tarde, estaría toda la familia junta.

¿Toda?

No.

Faltaría el padre de su hija.

Tenía que solucionar las cosas, no podían continuar así. Marcos tenía derecho a ver a su hija, a disfrutar de Iris igual que ella lo hacía. Pero no como él quería. Eso no. No podía arriesgarse a que la niña se ilusionara y él se aburriera y se marchara. Se lo presentaría, quedarían por las tardes, haría que se fueran conociendo y, cuando estuviese segura de las intenciones y la responsabilidad de su amigo, hablarían con Iris, los dos, y le contarían la verdad. No podía ser de otra manera.

—Me voy a ver la cabalgata, hijo.

—Como veas, mamá.

—¿No quieres venir?

—En estos momentos estoy muy ocupado.

—Está bien.

Marcos esperó a que su madre cerrase la puerta y apagó el ordenador. Llevaba todo el día ordenando las fotos tomadas en el centro, descartando las que no consideraba con calidad suficiente para ser publicadas y soñando despierto cada vez que se encontraba con una en la que saliera Ruth. Era el día que más horas había pasado frente al ordenador en toda su vida, y el más improductivo. No había hecho nada más que suspirar, insultarse a sí mismo y pensar. Se levantó de la silla y fue a su cuarto, donde abrió el armario y sacó un enorme paquete envuelto en papel de regalo rojo brillante con un gran lazo dorado. ¿Le gustaría a Iris la casita de Tarta de Fresa? Eso esperaba, porque le había costado media mañana decidirse por ese regalo en especial. Si no, siempre le quedaba el otro paquete, envuelto en papel dorado con arbolitos de navidad y un lazo plateado. ¿Quizá debería darle primero el patinete de las Bratz? En fin, qué más daba, le daría los dos a la vez al día siguiente. Eso, si conseguía que Ruth y Puños de Hierro le permitiesen la entrada a su casa, claro. Si no, pelearía con uñas y dientes. No. No iba a discutir ni a pelear: si no le dejaban pasar, dejaría el regalo en el umbral de la puerta y se iría a emborrachar a la cafetería más cercana.

—Buenas tardes, soy doña Luisa de la Sierra y Alcázar —saludó al entrar a la zapatería una mujer menuda, entrada en años y con pinta de chiflada, con un sombrero enorme de época y un abrigo largo hasta los tobillos.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo atenderla? —preguntó Darío.

—Quería hablar con el padre de la señorita Ruth Vázquez.

—Me temo que en estos momentos no se encuentra aquí. ¿Quién es usted?

—¿Acaso no me ha oído, joven? Doña Luisa de la Sierra y Alcázar.

—Ya, ya. Eso lo he captado. Me refiero a para qué quiere hablar con mi padre.

—¿Es usted el hermano de la señorita Vázquez?

—En principio, sí. —«Sonada, está sonada. ¿Por qué demonios tienen que venir los clientes chiflados justo el día de Reyes? Con las prisas que tengo. Nada, nada, a ver si consigo echarla rapidito», pensó Darío.

—Entonces usted servirá. Vengo a reclamar su ayuda para hacer recapacitar a mi futura nuera.

—¿Qué?

—Soy la madre de Marcos. —Luisa se quitó un guante y le tendió la mano al dependiente. Darío se la quedó mirando idiotizado—. ¿No a va a besarme la mano, joven?

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Por respeto, educación, buenos modales…

—Puede darse usted por besada.

—¡Qué juventud la de hoy en día! En fin, pasaré por alto su descortesía. Imagino que estará al tanto de que la hija de su hermana lo es también de mi hijo.

—Sí. —¿La vieja estaba buscando el suicidio?

—Y comprenderá que es imprescindible para el bien emocional de la niña que se casen.

—¿Qué?

—¿Acaso no está usted al tanto de lo que dicen de los niños nacidos fuera del matrimonio? Les llaman bastardos —le susurró al oído.

—Fuera —contestó Darío entre dientes.

—¿Fuera?

—Largo de aquí.

—¿Me está usted echando?

—Sí —exclamó Darío saliendo de detrás del mostrador y revelando toda su fuerza y estatura.

—¿Pretende imponerse a mí por la fuerza, joven? —preguntó Luisa mirándolo de arriba abajo.

—Eh, no —contestó Darío desinflándose. Jamás atacaría a una mujer mayor… y chiflada.

—Entonces pierde usted el tiempo intentando intimidarme. Estoy aquí con un propósito y no voy a cejar en mi empeño.

—¿Qué empeño?

—Que mi hijo y su hermana se casen y den un apellido a Iris.

—¡Está loca!

—Me lo han mencionado en alguna ocasión, pero no hago caso de los dimes y diretes. Además, eso no viene al caso.

—Joder.

—¡Jovencito! Cuide su lenguaje en presencia de una dama.

—¿Dama?

—Está claro que no voy a conseguir nada platicando con usted, no habla de forma coherente.

—¿Que yo no soy coherente? ¡Será posible!

—Por tanto, esperaré a que venga su señor padre. Seguro que él será más razonable y apoyará mi empresa.

—Ni de co… lines. Usted se larga ya mismo.

—No.

—¿Cómo que no?

—Si no va a echarme usando su fuerza bruta, y yo no pienso irme por mi propio pie, ¿me podría explicar cómo se las va a apañar para que salga de este comercio?

—¡Mierd… coles! —exclamó Darío saliendo a la calle y mirando alrededor, quizás en busca de alguna idea milagrosa, al fin y al cabo era la noche de reyes. Quizá algún rey mago pudiera hacer desaparecer a esa loca de su tienda.

—Joven.

—Sí.

—¿Podría proporcionarme un asiento adecuado a mi posición? A esta silla le falta el respaldo y es sumamente incómoda.

Darío entró en la tienda. Luisa se había sentado en una de las banquetas destinadas a acoger las posaderas de los clientes mientras se probaban los zapatos.

—Lo siento, el trono se rompió la semana pasada.

—No se burle de mí, joven. Solo pretendía un poco de comodidad para paliar el dolor de mis huesos artríticos. Espero que no trate así a su anciano padre. Vergüenza debería darle dejar padecer a una persona de mi edad y mi mala salud si tiene algo mejor que ofrecerle. No querría que a su padre le ocurriera lo mismo, ¿verdad?

—Eh… no, claro que no, pero es que no tengo nada mejor que ese taburete.

—Disculpas aceptadas.

—Pero… si no me he disculpado.

—Entonces no se las acepto.

—Me hace falta un Valium.

—Joven, la droga es muy mala para la mente.

—¡Dios!

—Hola, Darío. ¿Ya lo tienes todo? Vamos, que al final nos perderemos el principio de la cabalgata. —En ese momento entró Ruth por la puerta—. ¿Estás atendiendo? Lo siento. Le ruego me disculpe, señora —dijo dirigiéndose a Luisa, para luego hablar a Darío—. Te esperamos fuera, cariño.

—Qué modales tan exquisitos. Hacía tiempo que no veía a una señorita con tan buena educación —alabó Luisa a Ruth—. ¿Es su esposa? Como le trata a usted de «cariño».

—No. Soy su hermana —contestó Ruth sonriendo. Adoraba a los ancianos, a todos y cada uno de ellos, los conociera o no.

—Su hermana. ¿Tengo el gusto de estar ante la señorita Ruth Vázquez?

—Sí, soy yo. ¿Nos conocemos? —preguntó Ruth confusa.

—Es la madre de Marcos —refunfuñó Darío.

—Ruth, hace frío fuera. ¿Vamos a hacer algo? —Entró en ese momento Ricardo.

—Sí, papá. Nos vamos a la cabalgata de reyes.

—¿Hoy? ¿Estamos en Navidad?

—Más o menos. Es… Hace mucho frío, uf… estoy temblando. —Era tontería explicar a su padre que estaban en enero cuando él creía que era julio y cuando, además, lo iba a olvidar un segundo después.

—Eso mismo digo yo. No es normal en esta época que haga tanto frío. Deberías abrigarte más, cariño. Estás muy delgada, y si encima te constipas va a ser un desastre.

—Ya, es que me he dejado la chaqueta en el coche. Ahora mismo la cojo.

—¿Está en el coche? No te preocupes, ya voy yo a por ella.

—Gracias, papá. Eres un sol —contestó sabiendo que lo olvidaría en cuanto cruzara el umbral.

—¿Es usted el padre de la señorita? —inquirió Luisa a Ricardo.

—A su entera disposición.

—¡Qué galante! Soy doña Luisa de la Sierra.

—Y Alcázar —finalizó Darío burlándose.

—¡Darío! Compórtate —le regañó Ricardo.

—Hace usted bien en reprenderle, sus modales dejan mucho que desear.

—Ya sabe cómo son los jóvenes de hoy en día.

—Sí, lo sé. Tengo un hijo y me está dando algún que otro disgusto.

—Cuánto lo siento.

—Sabía que podía contar con usted. Mi hijo es el padre de su nieta, y estoy plenamente convencida de la necesidad de un matrimonio rápido entre mi hijo y su hija.

—Siento no poder ayudarla, pero está usted equivocada; yo no tengo ninguna nieta.

—¿Cómo qué no? ¿Ruth es su hija?

—Por supuesto que sí.

—Pues ella tiene una hija. Su nieta.

—No —contestó Ricardo mirando a su alrededor…

—Sí.

—Darío, creo que sería oportuno que te llevaras a papá a la cabalgata. Está a punto de empezar —intervino Ruth.

—¿A qué cabalgata? —preguntó Ricardo.

—¿Y qué vas a hacer con la chiflada esta? —inquirió Darío señalando a Luisa.

—¡Darío! No te permito que hables así de una dama —exclamó Ricardo.

—Muy bien dicho —apoyó Luisa—. Como le iba diciendo es absolutamente necesario que mi hijo y su hija se casen.

—¿Su hijo quiere casarse con mi hija?

—Se lo acabo de decir.

—Acabamos de conocernos, no hemos hablado antes.

—Darío, lleva a papá a la cabalgata. Yo me encargaré de la madre de Marcos.

—¿Qué vas a hacer con ella? ¿Atarla con correas a una cama? —se burló Darío.

—¡Darío! —exclamó Ricardo.

—Me niego a marcharme sin haber aclarado este asunto —dijo Luisa.

—No se preocupe, señora. Lo hablaremos largo y tendido, y llegaremos a una solución. Pero no aquí. La zapatería no es el ambiente adecuado para discutir ciertos temas —comentó Ruth cogiéndola de la mano.

—Tienes toda la razón, querida. Eres muy sensata.

—Vamos, papá. Llegamos tarde. —Darío cogió a su padre del codo y lo sacó casi a rastras de la tienda.

Ruth suspiró. Un problema menos… Luego miró a Luisa. Un problema más.

No sabiendo exactamente qué hacer, y pensando que en plena calle se helarían de frío, decidió llevarla a su casa y allí intentar convencerla de la locura de su empresa. Lo intentó. Y lo volvió a intentar, pero no hubo manera. La buena mujer no atendía a razones. Por tanto, solo se le ocurrió una solución. Sacó el móvil y llamó. El timbre sonó una sola vez antes de que respondieran al teléfono.

—Dime.

—Marcos, soy Ruth.

—Lo sé.

—Tu madre está en mi casa.

—¿Qué?

—Tu madre está en mi…

—Ya te he oído la primera vez. ¿Qué narices hace mi madre en tu casa?

—Vino a la zapatería a intentar persuadir a mi padre de que debía instarme a que me casara contigo, pero se encontró con Darío, que por cierto no está nada contento con el asunto. Así que para evitar males mayores la saqué de allí y, no viendo otra opción, la trasladé a mi casa. Llevo casi una hora intentando convencerla para que regrese contigo, pero ella insiste en intentar influenciarme para que haga lo que para ella es correcto, es decir, que contraigamos matrimonio. Y se ha propuesto intentarlo ininterrumpidamente hasta que yo claudique y, como no lo hago, se niega a marcharse.

—Joder. No me he enterado de nada.

—Veamos, vino a la zapatería esta tarde con la intención…

—Da igual. Voy a por ella.

—Gracias.

Colgó el teléfono y se acercó al comedor. La buena mujer estaba sentada muy tiesa en el sillón orejero de su padre. Dio un paso atrás al comprobar que no se había percatado de su presencia y se dirigió a la cocina; necesitaba estar un segundo a solas para ordenar —si es que era capaz— sus pensamientos. La visita de Luisa la había alterado considerablemente, y sus intenciones la habían conmocionado. La anciana estaba empeñada en que se casaran por todo lo alto con ¿una licencia especial?, otorgada por no sabía qué obispo. Asimismo, también le aconsejaba que inscribiera a Iris en una buena escuela para señoritas donde le enseñaran los prolegómenos de la buena educación. Y, por si fuera poco, había asegurado que ni ella ni su hijo se opondrían a que siguiera dirigiendo su ¿hacienda de ancianos aristocráticos venidos a menos? Por Dios, saltaba a la vista que Luisa sufría algún tipo de demencia. Desde luego no era peligrosa, pero Marcos debería ocuparse de ella, cuidarla y atenderla como se merecía una persona en su situación.

Estaba decidida a hablar con él e instarle a que pidiera plaza en su centro o en cualquier otro. Le constaba que él viajaba mucho, y Luisa no debía, por el bien de su salud, quedarse sola. Temblaba al pensar en la pobre mujer sola en casa, abandonada en su irrealidad, sin nadie que cuidara de ella durante los viajes de trabajo de su hijo.

Se pasó las manos por la frente y notó que estaba sudando. Hacía mucho calor en la casa. Se miró los dedos. Temblaban. Y no precisamente por la situación de la buena mujer. Estaba un poco mareada, se notaba la boca pastosa, tenía bastante hambre y se le empezaba a desenfocar la mirada. ¡Caramba! Se había alterado más de la cuenta. Abrió la puerta de la nevera y cogió un zumo.

En ese momento sonó el timbre, dejó el zumo sobre la encimera de la cocina y fue a abrir la puerta.

—¿Dónde está mi madre? —inquirió Marcos.

—En el salón.

—¿Se puede saber qué narices estás haciendo? —preguntó Marcos casi gritando a su madre.

—Estoy hablando con mi futura nuera.

—Estás jodiendo la marrana. Coge tu abrigo y vámonos.

—No.

—¿No? ¿Estás sorda o te lo haces? He dicho que nos vamos.

—Marcos, no te enfades —le dijo Ruth a su espalda.

—¿Que no me enfade? ¡Qué va! Fíjate si estoy contento que estoy a puntito de dar saltos de alegría.

—Hijo, no hables así a tu futura esposa.

—Qué futura esposa ni qué cuernos. Levántate y vámonos, ya has hecho suficiente por hoy.

—No entiendo por qué estás tan molesto, solo pretendo ayudar —suspiró teatralmente Luisa.

—¡Ayudar! ¡Irrumpiendo en la tienda de Puños de Hierro y cabreándolo con tus chorradas! ¡Qué gran idea! ¿Cómo no lo habré pensado yo mismo? Lo último que me faltaba es que don Te Voy a Matar tenga un motivo más para machacarme.

—Marcos, tranquilízate. Darío no está enfadado, él entiende que tu madre es una persona especial —intervino Ruth.

—¿Especial? Joder, menudo eufemismo. Lo que está es loca como una cabra.

—¡Qué desgracia la mía! Mi propio hijo piensa que estoy chiflada. ¡Yo! ¡Su madre! Que solo pienso en él, en ayudarle, en hacerle la vida más fácil. ¡Ingrato! —Luisa rompió a llorar sin lágrimas.

—Luisa, cariño, no pasa nada. No llore, serénese. Marcos está algo alterado, pero no pretendía decir lo que ha dicho. Son cosas que se dicen sin pensar, no las siente de veras.

—¿No? —se burló Marcos cada vez más irritado. ¿Cómo era posible que ella se pusiera de parte de su madre?

—Marcos, por favor. La estás alterando. Todo esto no es necesario. Sé que estás enfadado, pero intenta recapacitar. Luisa es una persona especial, sensible. No la aturdas, por favor.

—Pero… ha venido aquí, a decir tonterías, a molestarte… —respondió él, confuso.

—No me ha molestado, hemos mantenido una conversación amena entre dos amigas. De verdad, créeme, no pasa nada. —Mientras hablaba, Ruth no dejaba de acariciar el pelo de la anciana, de sonreírle, de consolarla.

—Está bien. Mamá, por favor, deja que te lleve a casa y lo hablamos tú y yo.

—¿Escucharás mis consejos?

—Sí, te haré caso en todo lo que digas, pero, ahora, vámonos. —Tendió la mano a su madre.

—Me gustaría ver a mi nieta —solicitó Luisa, hipando.

—Ahora está en la cabalgata de reyes, pero le aseguro que mañana mismo la llamaré para que venga al parque con nosotras —dijo Ruth apiadándose de la anciana. Ojalá su propio padre supiera que Iris era su nieta. No impediría a la abuela que la conociera.

—¿De veras? —preguntó Marcos esperanzado.

—Sí. Mañana te llamo y hablamos.

—Gracias —dijo emocionado mientras ayudaba a su madre a ponerse el abrigo.

—¡Mamá, mamá! Al final te has perdido la cabalgata. Ha estado genial de la muerte. Todo el mundo mundial ha visto cómo el rey Baltasar me decía hola con la mano. De verdad de la buena —gritó Iris entrando por la puerta.

—¡Qué cojines haces tú aquí! —exclamó Darío desde el descansillo de la escalera.

—Mi hijo ha venido a proponer matrimonio a tu hermana —contestó Luisa con altivez.

—¿Te vas a casar, cariño? —preguntó Ricardo.

—¡Ahí va! ¡Pero si no ha escalado ningún castillo! —gritó Iris—. No puedes casarte con mamá si no subes a la torre más alta del más alto castillo, lo sabe todo el mundo mundial.

—Cabronazo de mierda, te dije que no quería volver a verte y te presentas en mi casa cuando no estoy. Estás muerto, colega —exclamó Darío yendo hacia él y dándole un puñetazo en pleno estómago.

—¡Darío, basta! —exclamó Ruth poniéndose entre ambos hombres.

—Eh, Da. Para, amigo; tranquilízate —dijo Jorge, sujetándolo más o menos, pues no le llegaba a Darío ni al hombro.

—¡Ahí va, mi madre! —musitó Héctor parado en la puerta, sin saber cómo reaccionar.

—¡No toques a mi hijo! —gritó Luisa golpeando a Darío con el bolso—. No se te ocurra hacerle daño.

—No lo voy a tocar, lo voy a matar —contestó Darío protegiéndose como podía de los bolsazos—. Jolines, señora, ¿lleva piedras en el bolso?

—¡Dejarás huérfana a la niña! No puedes matar a su padre —exclamó Luisa verdaderamente asustada.

—¿Por qué ibas a querer matar a este joven? Hijo, por favor, compórtate —exclamó Ricardo ayudando a Jorge a sujetar a Darío.

—¿Al padre de quién? —preguntó Iris que no perdía palabra.

—Tu padre, cariño. Tu padre. Marcos es tu papá y se quiere casar con tu mamá —aclaró Luisa antes de que nadie pudiera silenciarla.

—Cállate, bruja —aulló Darío esquivando los golpes del bolso.

—Basta —dijo Ruth con un hilo de voz.

—No insultes a mi madre. —Marcos se enfrentó empujando a Darío.

—¿Este es mi padre? —preguntó Iris con ojos de búho.

—¿Qué os parece si aclaramos todo este asunto en el interior de la casa? —preguntó Jorge—. Lo digo porque estamos montando un escándalo tremendo en la escalera. Y no es que a mí me importe, pero, ya sabéis, las vecinas…

—¡Ay, señor! —murmuró Ruth mareada, le daba vueltas la cabeza.

—¡Todos dentro! —gritó Jorge empujando al personal dentro de la casa y cerrando la puerta.

—¡Mamá! ¿Este es mi papá? —volvió a preguntar Iris gritando para hacerse oír entre el jaleo.

—Pero si yo no tengo nietos, estoy seguro de que se está equivocando de persona —intentaba aclararle Ricardo a Luisa sin dejar de sujetar a su hijo.

—Por supuesto que no me equivoco. Esta niña es su nieta y mi hijo es el padre —afirmó Luisa.

—¡Que alguien haga callar a esta loca! —gritó Darío zafándose de Ricardo y golpeando en la mandíbula a Marcos; golpe que le fue devuelto al segundo siguiente.

—Parad, por favor —susurró Ruth casi sin voz a la vez que se apoyaba en la pared del pasillo.

—¡Héctor! Reacciona, hombre. Mete a tu padre en su cuarto y quédate con él —ordenó Jorge.

—Vamos, papá. Estoy seguro de que hemos perdido algo en tu cuarto —obedeció Héctor, llevándose a su padre.

—Pero se están peleando en casa. —Se resistió Ricardo, confuso.

—Sí, pero no es en serio. Vamos a tu cuarto y te lo explico. —Lo agarró de los hombros y lo condujo a través del pasillo.

—¿Estás seguro de que no es en serio? A mí me parece que sí. —Intentaba resistirse, pero su hijo era más fuerte.

—Vamos, papá, por favor. Hazme caso, anda.

—Iris, preciosa, vamos a tu cuarto y enséñame lo que te ha traído Papá Noel —dijo Jorge al ver casi resuelto el problema de Ricardo—. Ruth, ven con nosotros.

—¿Pero es mi papá o no?

—Mira, cariño, eso lo hablarás con tu madre después. Ahora vamos a tu cuarto.

Darío y Marcos seguían enzarzados en su pelea. Jorge suspiró y pasó de ellos tras haber decidido que era más importante sacar de allí a Iris, a su madre y a la bruja. Miró a Ruth. Esta intentaba convencer, con escaso éxito, a Luisa de que dejara de golpear a Darío con el bolso y la acompañara al comedor. Agarró a la niña de la muñeca y tiró de ella en dirección a cualquier otro lado que no fuera ese.

—¡Qué no! Quiero saber quién mata a quién —chillaba Iris intentando escapar de su agarre.

—Iris, obedece —habló Ruth con voz pastosa.

—No. Quiero saber si ese es mi papá y por qué el tío le está pegando.

—Iris, o vas a tu cuarto andando o te llevo a rastras —amenazó Jorge viendo a Ruth pálida como la cera.

—¡No! No y no. No me muevo de aquí. Quiero ver qué pasa.

—Tú lo has querido. —Jorge levantó a la niña con la intención de llevarla en brazos hasta el cuarto y encerrarse dentro con ella.

—¿Qué coño estás haciendo? Suelta a mi hija —exclamó Marcos entre golpe y golpe, observando cómo el enano con la cara agujereada por los piercings agarraba a su hija contra su voluntad.

—¡Socorro! Me está secuestrando —gritó Iris sabiéndose el centro de atención.

—Iris, cariño, no grites. Vamos, ven conmigo —solicitó Ruth sin dejar de apoyarse en la pared.

—¡Suelta a la niña! —clamó Marcos.

—Vamos, hombre, tranquilo. Solo quiero alejarla de la bronca —respondió Jorge.

—¿Pero tú quién coño te crees que eres? ¿El enano de los anillos? —exclamó Marcos, con su escasa paciencia al límite.

—Soy Jorge, un amigo de la fami… —No pudo terminar.

—Cabrón, hijo de puta. —Se abalanzó Marcos sobre él.

—Joder, a este lo mato —exclamó Darío uniéndose a los otros dos hombres en el suelo.

Ruth aprovechó que Iris se había quedado paralizada para agarrarla de una mano y coger a Luisa con la otra y llevarlas sin falta al comedor, luego fue a cerrar la puerta.

—¿Pero yo qué he hecho? —gritó Jorge escupiendo sangre.

—Mamá.

—No te preocupes. Jorge, esto va a acabarse aquí y ahora —gruñó Darío.

—¿Mamá?

—Espera tu turno, Action Man. Primero me voy a cargar al capullo agujereado —se burló Marcos, disfrutando de la pelea. Por fin tenía a su alcance a su rival.

—¡Mamá!

—Eso habrá que verlo —apuntó Darío haciendo crujir sus lastimados nudillos.

—¡¡Mamá!!

—Vamos, chicos, calmaos, que todo tiene solución —dijo Jorge huyendo a gatas de esos dos locos.

—¡Tío, mamá no se despierta! —gritó Iris llorando y agarrando a Darío del pantalón—. Luisa la está zarandeando y no se despierta. No se despierta. Ven. Vamos. Ven.

Se hizo el silencio. No un silencio como si hubiera pasado un ángel. Era más bien un silencio aterrador, estremecedor, premonitorio. Un silencio que presagiaba problemas.

Darío se incorporó de un salto y corrió al comedor, Jorge hizo lo mismo y Marcos se quedó tumbado en el suelo durante un segundo. Luego se levantó y salió tras los otros hombres.

—Ruth, despierta —murmuraba Luisa al oído de la joven—. No sé qué le pasa. De repente se ha caído y no dice nada.

Darío observó asustado la escena que se desarrollaba ante él. Su hermana estaba tirada en el suelo, justo al lado de la puerta del comedor, como si hubiera intentado llegar hasta el umbral para avisarle. Se agachó a su lado y le abrió los ojos con el pulgar, estaban en blanco. Luego metió los dedos entre sus labios cerrados y comprobó que tenía los dientes apretados, cerrados totalmente. Posó una mano en su frente, estaba empapada en sudor.

—Héctor —aulló—, llama a una ambulancia.

—¿Qué ha pasado? —exclamó su hermano entrando en el salón con el teléfono en la mano—. Joder, joder, joder. ¿Qué ha sido esta vez?

—No tengo ni puta idea. No ha dicho nada.

—Hay un zumo abierto en la cocina —dijo Jorge. Al ver a Ruth tirada en el suelo su primer impulso había sido ir a la cocina a por las ampollas de glucosa—. Lleno —apuntó como si eso lo explicara todo.

—Hipoglucemia —indicó Héctor al teléfono—, desvanecimiento por hipoglucemia. Sí, casi seguro —continuó dando la dirección y llevando a su padre y a su sobrina a rastras hasta el cuarto.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué está inconsciente? —preguntó Marcos asustado.

—Quita de en medio. —Le apartó Darío—. Dame la glucosa. —Tendió la mano a Jorge.

—Tiene los dientes muy apretados, no le va a entrar —dijo este.

—Ya verás cómo sí. Tráeme una cucharita de café. —Rompió el plástico de la ampolla color naranja y buscó un espacio entre los dientes de Ruth—. Vamos, hermanita, no me hagas esto, relaja los dientes. Vamos, preciosa, no es tan difícil. Vamos, cielo, abre un poco, solo un poco.

Jorge le entregó la cucharilla y Darío empleó el mango en separar la carne de los carrillos que tapaba las muelas de su hermana.

—Así, cariño; así. Por aquí, por la muela que no has podido arreglar, ¿ves como al final te ha venido bien no poder ir al dentista? Así, vamos, cielo, traga. —Iba presionando poco a poco la ampolla, el líquido anaranjado se escurría por las comisuras de la boca creando regueros ambarinos en su pálido cuello.

—Lo está escupiendo —susurró Jorge.

—No, algo está entrando. Dame otra ampolla.

—A ver si vas a crear un efecto rebote.

—No te preocupes, sé lo que hago. Dame la ampolla.

—La ambulancia tiene que estar al llegar, espérate.

—Dame la puta ampolla, ya.

Jorge se la dio y Darío repitió el proceso. Esta vez el líquido que se derramó fue menor y la garganta se movió al tragar.

—Así, hermanita. Muy bien.

Ruth parpadeó ligeramente, permitiendo ver su iris marrón. Luego volvió a desmayarse.

—Ya está, hermanita valiente; ya está. Ya te dejo tranquila —susurró Darío a su hermana a la vez que le colocaba la cabeza exánime sobre su regazo.

—¿Qué mierda ha pasado? —preguntó Marcos verdaderamente asustado.

—Lárgate de mi casa —siseó entre dientes Darío.

—¡No! Quiero saber qué ha pasado, joder.

—¿Quieres una explicación? —Darío lo miró, muy calmado en apariencia.

—Sí.

—Acojona, ¿verdad?

—Sí.

—Pues esta vez no es nada, no pasa nada. El día que la tengas entre tus brazos, convulsionando, con los ojos en blanco, la boca rechinando, todos los músculos rígidos, delgada como una puta cuerda y con el cuerpecito de Iris marcándose en su barriga de siete meses, entonces te aseguro que te mearás encima del miedo, que te temblarán hasta las putas pestañas, que jurarás matar al cabrón inhumano que la ha puesto en ese estado. —Miró a Marcos con desprecio—. Te juro, estúpido mamarracho sin cerebro, que si te vuelves a acercar a mi hermana, que si la has vuelto a dejar embarazada, te cortaré tu jodida polla y te la meteré en la boca hasta que mueras asfixiado. Lárgate.

—Por favor, dime qué ha pasado —murmuró Marcos cayendo de rodillas ante la pareja de hermanos.

—Vamos, amigo, tengamos la fiesta en paz. Ahora lo último que nos hace falta son más malos rollos —intervino Jorge posando una mano sobre el hombro de Marcos.

—Suéltame —siseó Marcos a la vez que se retorcía como una serpiente para librarse de Jorge.

—¿Quieres saber qué ha pasado? Perfecto, yo te lo cuento, pero fuera del salón. A Ruth no le hace falta oíros discutir más. Hazme caso, no soy tu enemigo.

Marcos miró al hombre microscópico, Jorge para los amigos. Se levantó, dio media vuelta y abandonó el salón decidido a tragarse la rabia que le corroía. El Anillos tenía razón; Ruth no necesitaba más mierda en ese momento.

—Ruth es diabética insulinodependiente —le explicó Jorge en cuanto salieron del salón—. Creo que acaba de sufrir una hipoglucemia, es decir, que le ha bajado el nivel de azúcar en sangre y sus músculos se han quedado sin gasolina para poder moverse. No es tan peligroso como parece. Hubiera sido peor una hiperglucemia, que le subiera el nivel de azúcar. En cuanto esté en el hospital los médicos la controlarán y todo se solucionará. Estará un par de horas en observación y luego a casita.

—¡Voy con ella! —dijo haciendo ademán de entrar en el salón.

—Eso es lo peor que puedes hacer. Ahora mismo necesita reposo y tranquilidad, y no creo que ni tú ni Darío estéis calmados. Vuelve a tu casa.

—No.

—Mira, la diabetes es una enfermedad muy emocional. A ver cómo te lo explico: es importante pincharse la insulina y seguir la dieta, pero, aunque lo lleves todo con rigor, si el paciente se altera emocionalmente, se va todo a la mierda. Da igual cuánta insulina te pinches o cuánta fruta comas. Si algo te altera, si te pones nervioso, te deprimes, o te estresas no hay nada que hacer. El nivel de azúcar en sangre subirá y bajará como si fuera una montaña rusa.

—Mierda.

—Ahora ha bajado, y eso está mal, pero no es malo del todo. Se lo subirán con glucosa intravenosa o glucagón, y listo. Le recomendarán tranquilidad, reposo y una dieta equilibrada.

—Pero está tirada en el suelo, inconsciente.

—Sí. Pero ha tragado glucosa y todo va a quedar en un susto. De verdad. No pasará nada más.

—¿Lo que ha dicho Darío…?

—No lo sé. Yo no conocía a Ruth cuando estaba embarazada.

—Fue por mi culpa, todo ha sido por mi culpa…

—No. Muchas embarazadas sufren diabetes estacional. Lo que le pasó a Ruth es que ya era diabética y no lo sabía. Por lo que me ha contado, lo pasó bastante mal durante el embarazo, pero, bueno, al final todo quedó en otro gran susto. Tiene, tenéis, una niña preciosa y sana. Perfectamente sana. No hay que darle más vueltas. Mira, la ambulancia tiene que estar a punto de llegar. No sería bueno que Darío saliera del salón y te encontrara aquí. Vete a casa.

—Mierda. No puedo…

—Escucha, dame tu móvil y yo te llamaré en cuanto lleguemos al hospital. —Marcos lo miró incrédulo—. En serio. Te llamaré y te contaré todo lo que digan los médicos.

—¿Y si la ingresan?

—Te diré en qué habitación está y las horas a las que no estará Darío para que puedas verla sin problemas.

—¿Por qué ibas a hacerlo?

—Porque no soy tu enemigo. Porque sé que Ruth no querrá que te sientas culpable. No te estoy mintiendo. Vete a casa, llévate a tu madre y tranquilízate. Es lo mejor que puedes hacer. Te mantendré informado. Lo prometo.

Marcos estaba sentando en un banco de la plaza, justo frente al portal de Ruth, con la mirada fija en la puerta. Agarraba con fuerza su móvil mientras su madre, sentada a su lado, murmuraba palabras que él no oía.

La ambulancia acababa de irse con Ruth dentro. Tumbada en una camilla. Envuelta en sábanas blancas. Con ella iban Jorge y Darío. Imaginaba que Héctor se había quedado cuidando de su padre y de su sobrina. Y él estaba allí, sentado sin saber qué hacer, sin cuidar a nadie, sin acompañar a nadie. Sin saber si Ruth estaría bien.

Harto de oír los murmullos incoherentes de Luisa, la mandó a casa. Ella se sentó en el banco y cerró la boca. No se fue, pero al menos se calló.

Al cabo de un rato, no sabía si minutos u horas, el móvil sonó.

—Está bien. Tiene la glucosa controlada así que van a tenerla en observación esta noche, y mañana regresará a casa. Le han recomendado reposo y que siga su dieta adecuadamente. También tiene cita el miércoles con su endocrino. Héctor va a ocuparse de la zapatería durante esta semana para que Darío se quede en casa con ella. Ruth se ha despertado sin acordarse de nada, y está amenazando a Darío con torturarle en caso de que se le ocurra vigilarla o intentar controlarla. Me temo que esta disputa la ganará Darío. Haz lo que quieras, pero lo mejor sería que te mantuvieras al margen mientras él esté en casa. Yo voy a quedarme toda la semana, así que, si quieres cualquier cosa, o tienes alguna duda, ya sabes a qué teléfono llamarme.

—Gracias por cumplir tu promesa.

—Ey, soy un hombre de palabra —intentó bromear Jorge.

Marcos cerró el teléfono y se levantó del banco. Con un cabeceo indicó a su madre que se marchaban a casa. Durante el trayecto, de apenas diez minutos andando, no pudo dejar de darle vueltas a la cabeza. Al llegar se encerró en su cuarto sin decir una palabra.

¿Cómo era posible que se hubiera descontrolado todo de esa manera? ¿Por qué Ruth no le había dicho nada de su enfermedad, ni de lo que pasó durante el embarazo? ¿A qué se refería Darío al mencionar un posible nuevo embarazo? ¿Por qué Jorge tenía que ser un tipo tan… legal? ¿Qué demonios iba a hacer ahora?