CAPÍTULO 43

WOMBE, DREVLIN

REINO INFERIOR

Un ejército de enanos emergió del túnel bajo la estatua.

—No está mal, Sang-drax —murmuró Haplo con mal disimulada admiración—. No está nada mal. Eso creará una confusión terrible.

Las serpientes imitaban a los enanos de Drevlin hasta el menor detalle: su aspecto, su indumentaria, las armas que portaban. Surgían del hueco gritando su odio a los elfos y animando a sus congéneres a lanzarse al ataque. Los enanos auténticos empezaron a titubear. Tenían miedo a los recién llegados, pero este temor empezaba a mezclarse con el miedo a los elfos y pronto no serían capaces de distinguir uno de otro.

Y no serían capaces de distinguir a un enano verdadero de uno falso.

Haplo, sí. El patryn sabía reconocer el fulgor rojizo de los ojos que delataba a las serpientes, pero ¿cómo explicarlo a los enanos? ¿Cómo prevenirlos, cómo convencerlos? Los dos ejércitos enanos estaban a punto de juntarse. Unidos, atacarían a los elfos, los derrotarían y los expulsarían de Drevlin. Y luego, aún bajo el disfraz de enanos, las serpientes atacarían la máquina, la Tumpa-chumpa, de la que dependía la existencia de todas las razas de Ariano.

Un golpe brillante. Ante esto, poco importaba que los humanos y los elfos se aliaran. Poco importaba que Reesh’ahn y Stephen derribaran el imperio de Tribus. No tardaría en llegarles la noticia de que los enanos estaban destrozando la Tumpa-chumpa y se disponían a privar de agua al Reino Medio. Humanos y elfos no tendrían más remedio que combatir a los enanos para salvar la enorme máquina…

Caos. Conflictos sin fin. Las serpientes se harían poderosas, invencibles.

—¡No les hagáis caso! ¡No son de los nuestros! —gritó Jarre con voz agudísima—. ¡No son enanos! Y tampoco son elfos. Son esos monstruos que me hicieron daño. ¡Míralos, Limbeck! ¡Obsérvalos bien!

Limbeck trató de limpiar el vaho de los cristales.

Impaciente, Jarre agarró las gafas por la montura y dio un tirón que rompió la cinta. Arrancándolas de la nariz del enano, las arrojó al suelo.

—¡Pero…! ¿Por qué has hecho esto? —rugió Limbeck, furioso.

—¡Ahora puedes ver, memo! ¡Míralos! ¡Fíjate!

Limbeck volvió sus miopes ojos hacia donde Jarre decía. El ejército de enanos sólo era ahora una mancha borrosa y oscura, congelada en una masa alargada y sinuosa. La masa palpitaba y se retorcía y lo miraba con odio a través de incontables pares de ojos como brasas encendidas.

—¡Una serpiente gigante! —Exclamó Limbeck, enarbolando el hacha de combate—. ¡Nos ataca una serpiente gigante!

—¿Qué? —Lof, perplejo, volvió la vista en todas direcciones—. ¿Dónde?

—Aquí —intervino Haplo.

Empuñando la espada elfa que había robado del Imperanon, el patryn se lanzó contra el enano de ojos rojos que tenía más cerca. Las runas grabadas en la hoja del arma se encendieron y el acero refulgió. Una cascada de llamas rojas y azules fluyó de la punta de la espada hasta la cabeza del enano.

Pero éste había dejado de ser tal.

Un cuerpo enorme aplanado que recordaba el de una serpiente se alzaba ante el patryn, expandiéndose desde el cuerpo del falso enano como una planta monstruosa que germinara en un plantel. La serpiente cobró forma más deprisa de lo que la vista podía seguir. Con un latigazo de la cola, hizo saltar la espada de la mano del patryn y la envió por los aires. La magia rúnica del arma empezó a disgregarse, los símbolos mágicos se desmoronaron y se derrumbaron en el aire como eslabones de una cadena rota y esparcida.

Haplo retrocedió de un salto, apartándose del alcance de la cola de la criatura, y buscó una oportunidad para recuperar el arma. Lo sucedido, reflexionó, era de esperar: su ataque había sido demasiado apresurado, demasiado al azar. No le había dado tiempo a concentrarse en su magia. Pero había conseguido su objetivo. El patryn sólo se había propuesto perturbar la magia de la criatura y obligarla a mostrar su verdadera forma. Por lo menos, ahora, los auténticos enanos verían a la serpiente tal como era.

—Muy hábil por tu parte, patryn —dijo Sang-drax. La esbelta silueta de la serpiente elfo se adelantó lentamente de las filas de enanos de ojos ígneos—. Pero ¿qué has conseguido con ello, sino la muerte de todos esos amigos tuyos?

Los enanos, entre exclamaciones de espanto, tropezaron y cayeron unos encima de otros en un esfuerzo por escapar de la horrible criatura que se cernía sobre ellos.

Como una centella, Haplo se coló bajo la cola de la serpiente y recuperó la espada. Retrocediendo, se enfrentó a Sang-drax. Un puñado de enanos, avergonzados ante la cobardía de sus congéneres, acudieron al lado del patryn. Los demás se arremolinaron en torno a él empuñando pedazos de tubería, hachas de combate y cualquier otra arma que habían podido encontrar.

Pero su demostración de valor duró muy poco. El resto de las serpientes empezó a abandonar sus disfraces de mensch. La oscuridad se llenó con el siseo y el olor nauseabundo a podredumbre y descomposición que despedían las criaturas. El fuego de sus ojos se intensificó. Una cabeza monstruosa descendió. Una cola se abatió como un látigo. Unas mandíbulas inmensas se cerraron en torno a un enano, lo levantaron hasta el altísimo techo de la Factría y lo dejaron caer. El enano emitió un grito horripilante mientras se precipitaba a la muerte. Otra serpiente aplastó a uno de los gegs con la cola. La mejor arma de aquellas maléficas criaturas, el miedo, se extendió entre las filas de los enanos como una epidemia.

Entre alaridos de pánico, los enanos arrojaron sus armas. Los más próximos a las serpientes pugnaron por retroceder hacia los accesos a sus túneles, pero toparon con un muro de sus camaradas, a quienes no dio tiempo de apartarse. Las serpientes, con parsimonia, se dedicaron a capturar a algunos de ellos, asegurándose de que tuvieran una muerte horrible entre alaridos espeluznantes.

Los enanos retrocedieron hacia la entrada de la Factría, donde sólo encontraron las barricadas elfas. Los refuerzos elfos habían empezado a llegar pero, a juzgar por el ruido, estaban encontrando resistencia enana en el exterior de la Factría. Elfos y enanos combatían entre las ruedas y engranajes de la Tumpa-chumpa mientras, en el interior de la Factría, reinaba el caos.

Los elfos gritaron que las serpientes eran una maquinación de los enanos. Éstos clamaron que las maléficas criaturas eran un truco mágico de los elfos. Las dos razas se lanzaron una contra otra y las serpientes los animaron a ello, los azuzaron a la carnicería.

Sang-drax era la única que no había cambiado de aspecto y permaneció plantado ante Haplo, con una sonrisa en sus delicadas facciones de elfo.

—Pero no queréis que mueran —dijo el patryn con la espada aún en alto, observando atentamente a su rival para intentar adivinar su siguiente movimiento—. Porque, si ellos mueren, vosotras también.

—Es cierto —respondió Sang-drax y avanzó hacia Haplo desenvainando su acero—. No tenemos intención de matarlos. Al menos, no a todos. Pero tú, patryn… Tú ya no nos proporcionas alimento. Te has convertido en una rémora, un riesgo, una amenaza…

Haplo aventuró una rápida mirada a su alrededor. No vio en las proximidades a Limbeck ni a Jarre y supuso que los había arrastrado la marea de pánico. Estaba solo, plantado junto a la estatua del dictor, cuyos ciegos ojos eran testigos del baño de sangre con una expresión severa de absurda y estúpida compasión en su metálico rostro.

—Está todo perdido, amigo mío —continuó Sang-drax—. Míralos. Estás viendo un prólogo del caos que regirá el universo. Para siempre. Eternamente. Piensa en ello mientras mueres…

Sang-drax lanzó una estocada. El metal de su espada brilló con la luz rojiza, mortecina, de la magia de las serpientes. No podría penetrar a la primera el escudo mágico de las runas tatuadas en la piel del patryn, pero intentaría debilitarla, demolerla con golpes sucesivos.

Haplo paró la estocada, cruzando su acero con el de la serpiente elfo. Una descarga eléctrica saltó de la espada de Sang-drax a la de Haplo, ascendió por la hoja hasta la empuñadura, pasó a la palma de la mano del patryn —la única zona de su piel que no protegían las runas— y desde ella le subió por el brazo. La magia del patryn se vio perturbada. Intentó retener la espada, pero una nueva descarga le quemó la palma de la mano e hizo que los músculos y nervios de su antebrazo se contrajeran y temblaran espasmódicamente. La mano quedó inutilizada y la espada le resbaló de los dedos.

Haplo retrocedió hasta apoyarse en la estatua mientras sostenía el brazo inútil con la otra mano. Sang-drax se acercó más. La magia corporal del patryn reaccionó de forma instintiva para protegerlo, pero la espada de la serpiente penetró con facilidad en el escudo debilitado y le rajó el pecho.

El acero partió por la mitad la runa del corazón, el signo mágico central del cual extraía Haplo su fuerza y del cual emanaba el círculo de su ser. La hoja penetró en la carne hasta dejar a la vista el esternón.

Para un hombre normal, para un mensch, la herida, aunque grave, no habría sido mortal. Sin embargo, Haplo supo que acababa de recibir una estocada letal. La espada mágica de Sang-drax había cortado mucho más que la mera carne. Había roto la propia magia protectora del patryn dejándolo indefenso, vulnerable. A menos que tuviera tiempo para descansar, para reestructurar las runas y curarse a sí mismo, el siguiente ataque de la serpiente acabaría con él.

—Y moriré a los pies de un sartán —murmuró Haplo para sí, aturdido, mientras alzaba la vista hacia el rostro de la estatua.

La sangre manaba de su pecho, le empapaba la camisa, corría por sus brazos y sus manos. El resplandor azulado de los signos mágicos menguaba, se apagaba. Cayó de rodillas, demasiado agotado para seguir luchando. Demasiado… desesperado. Sang-drax tenía razón: todo era inútil.

—Acaba conmigo de una vez —masculló—. ¿A qué esperas?

—Lo sabes muy bien, patryn —respondió Sang-drax con su voz susurrante—. ¡Quiero tu miedo!

El falso elfo empezó a cambiar de forma y sus extremidades se alargaron horriblemente y se soldaron, fundiéndose en un cuerpo de piel fofa y tacto viscoso. Una luz roja, cada vez más intensa, enfocó a Haplo. El patryn no tuvo necesidad de alzar la vista para saber que la cabeza del gigantesco reptil acechaba encima de él, dispuesta a desgarrarle la carne, estrujarle los huesos y destruirlo.

Recordó la ocasión en que había resultado herido de muerte en el Laberinto. Recordó cómo se había dejado caer al suelo para morir, demasiado cansado, demasiado malherido…

—¡No! —exclamó.

Alargando la mano, empuñó la espada y la blandió en la zurda mientras se incorporaba tambaleándose. En la hoja del arma, las inscripciones mágicas no emitían ningún resplandor. Había perdido el poder de la magia. La espada era de acero mensch, sencilla y sin adornos, llena de muescas y golpes. Lo que Haplo sentía era cólera, no miedo. Y, si echaba a correr al encuentro de la muerte, quizá pudiera dejar atrás ese miedo.

Haplo se lanzó contra Sang-drax y levantó la espada para descargar un golpe, consciente de que no viviría el tiempo suficiente para asestarlo.

Al inicio de la batalla, Limbeck Aprietatuercas andaba a gatas por el suelo tratando de encontrar las gafas.

Dejando caer el hacha de combate, el enano no prestó atención a los gritos y a las voces asustadas de los suyos, ni a los siseos y movimientos de las serpientes, que para él sólo eran, de todos modos, vagas formas oscuras. No prestó atención a la lucha que se desarrollaba en torno a él ni tampoco a Lof, que se quedó clavado donde estaba, paralizado de terror. Y Limbeck no prestó la menor atención a Jarre, que se hallaba de pie delante de él y le golpeaba la cabeza con el plumero.

—¡Limbeck! ¡Haz algo, por favor! ¡Los nuestros están muriendo! ¡Los elfos están muriendo! ¡El mundo está muriendo! ¡Haz algo!

—¡Ya voy, maldita sea! —Le replicó él por fin, en un chillido arisco, mientras palpaba desesperadamente el suelo—. ¡Pero antes tengo que ver qué sucede!

—¡Antes, nunca veías nada! —Jarre chilló con la misma intensidad—. ¡Eso era lo que me encantaba de ti!

La luz de los ojos de la serpiente arrancó un reflejo rojizo de los cristales de las gafas. Limbeck alargó la mano hacia ellas pero, de pronto, desaparecieron ante sus propios dedos. Lof, a quien el grito de Jarre había sacado de su terror paralizante, había dado media vuelta para escapar y había dado un puntapié involuntario a las gafas, que se deslizaron por el suelo un buen trecho.

Limbeck se lanzó tras ellas, arrastrándose sobre su orondo vientre. Se abrió paso entre las piernas de un enano y alargó la mano entre los tobillos de otro. Las gafas parecían haber cobrado vida propia y mantenerse maliciosamente fuera de su alcance. Unas botas pisaron los dedos que las buscaban. Unos talones golpearon el costado del enano. Lof cayó al suelo con un alarido de pánico y su trasero no aplastó las gafas por muy poco. Limbeck gateó por encima del postrado Lof, le clavó una rodilla en la cara a su desventurado camarada y alargó de nuevo la mano.

Concentrado en las gafas, Limbeck no vio lo que había aterrorizado a Lof. A decir verdad, Limbeck no habría visto gran cosa de todos modos. Sólo habría podido distinguir una gran masa gris y escamosa que descendía sobre él. Las yemas de sus dedos ya rozaban la montura de alambre de los anteojos cuando, de pronto, alguien lo agarró con brusquedad por la espalda. Unas manos poderosas lo asieron por el cuello de la camisa y lo mandaron volando por los aires.

Jarre había echado a correr en pos de Limbeck, tratando de alcanzarlo entre la multitud de atemorizados enanos. Lo perdió de vista un instante y lo volvió a encontrar, montado encima de Lof y los dos a punto de quedar aplastados bajo una de las horribles serpientes.

Jarre se lanzó sobre Limbeck, lo agarró por el cuello de la camisa, tiró de él y lo alejó del peligro. El enano estaba salvado, pero no sus gafas. El cuerpo de la serpiente cayó sobre ellas. El suelo vibró y las gafas crujieron. Al cabo de unos instantes, la serpiente se alzó de nuevo, buscando a sus víctimas con sus ojos encendidos.

Limbeck yacía boca abajo, buscando aire sin demasiada suerte. Jarre sólo tenía una idea en la cabeza: evitar que los ojos de la serpiente dragón los descubriesen. De nuevo, asió a su camarada por el cuello y empezó a arrastrarlo (no tenía fuerzas para levantarlo otra vez) hacia la estatua del dictor.

Hacía mucho tiempo, durante otra pelea en la Factría, Jarre se había refugiado bajo aquella estatua. Esta vez, volvería a hacerlo. Pero no había contado con Limbeck.

—¡Mis gafas! —exclamó el enano tan pronto como consiguió llenar sus pulmones.

Se incorporó a medias, se desasió de Jarre con una sacudida… y estuvo a punto de ser decapitado por la espada de Sang-drax en el arco que describió ésta tras descargar un golpe contra alguien que Limbeck no distinguía.

Limbeck sólo vio una mancha de fuego al rojo, pero escuchó el silbido de la hoja sobre su cabeza y notó la corriente de aire en la mejilla. Retrocedió apresuradamente y tropezó con Jarre, que volvió a agarrarlo y lo arrastró a su lado junto a la base de la estatua.

«¡Haplo!», iba a gritar la enana, pero se reprimió a tiempo. El patryn estaba muy atento a su enemigo; el grito sólo podía contribuir a distraerlo. Concentrados el uno en el otro, ni Haplo ni la serpiente advirtieron la presencia de los dos enanos agachados junto a la peana de la estatua, temerosos de moverse.

Limbeck sólo tenía una vaga idea de lo que estaba sucediendo. Para él, todo era un torbellino confuso de luces, movimientos e impresiones borrosas. Haplo estaba luchando con un elfo y, de pronto, parecía que el elfo se había tragado una serpiente… ¿o tal vez era a la inversa?

—¡Sang-drax! —susurró Jarre, y Limbeck percibió el miedo y la repulsión de su voz. La enana se acurrucó contra él y le musitó con desconsuelo—: ¡Oh, Limbeck! ¡Haplo está perdido! ¡Está muriéndose, Limbeck!

—¿Dónde está? —Gritó Limbeck con exasperación—. ¡No veo nada!

Y, cuando se volvió hacia ella, Jarre había desaparecido. El enano escuchó su voz:

—Él me salvó. Ahora, voy a salvarlo yo.

La cola de la serpiente lanzó un latigazo que alcanzó a Haplo, le hizo caer la espada de la mano y lo derribó al suelo. El patryn quedó tendido, aturdido, debilitado por la pérdida de sangre y casi incapaz de respirar. Dolorido y exhausto, esperó el final, el siguiente golpe. Pero no llegó.

Abrió los ojos. Una enana se había plantado ante él en actitud protectora. Desafiante, intrépida, con las patillas oscilando a un lado y otro y empuñando con ambas manos un hacha de combate, Jarre miraba a la serpiente con una mueca de rabia.

—¡Vete! —la oyó decir—. ¡Vete y déjanos en paz!

La serpiente hizo caso omiso de la enana. Sang-drax tenía la mirada y la atención fijas en el patryn.

Jarre se adelantó de un salto, y descargó el hacha en la pútrida carne de la serpiente. La hoja se hundió profundamente y un fluido viscoso manó de la herida.

Haplo trató de reincorporarse. La serpiente, doliéndose de la herida, se abatió sobre Jarre con la intención de librarse de un insecto molesto antes de ocuparse del patryn.

La serpiente bajó la cabeza hacia la enana. Jarre mantuvo su posición y aguardó hasta que la cabeza estuvo al alcance de su hacha. El reptil abrió de par en par sus desdentadas mandíbulas, y Jarre saltó torpemente a un lado, blandiendo el arma. La afilada hoja de ésta golpeó la mandíbula inferior de la serpiente con tal potencia que el metal quedó incrustado en la carne de ésta.

Sang-drax soltó un alarido de dolor y de rabia y trató de quitarse el hacha a sacudidas, pero Jarre se mantuvo tercamente asida al mango. La serpiente irguió la cabeza con la intención de estrellar a la enana contra el suelo.

Haplo empuñó la espada y la blandió en alto.

—¡Jarre! —gritó—. ¡Basta! ¡Suelta eso!

La enana aflojó la presión de las manos sobre el mango del hacha y cayó al suelo, ilesa.

Sang-drax se liberó del hacha. Enfurecido con aquella criatura insignificante que le había infligido un dolor tan terrible, se abatió de nuevo sobre ella con las mandíbulas abiertas para partirla en dos.

Haplo hundió la espada en el llameante ojo de la serpiente.

Un chorro de sangre brotó de la herida. Medio ciega, loca de dolor y de rabia e imposibilitada de seguir sacando energías de su miedo, la repulsiva criatura se debatió en un acceso de furia asesina.

Haplo se mantuvo en pie a duras penas.

—¡Jarre! ¡Por la escalera! —logró articular.

—¡No! —gritó ella—. ¡Tengo que salvar a Limbeck! —añadió, y desapareció al instante.

Haplo intentó seguirla, pero resbaló en la sangre de la serpiente y, en su caída, se precipitó dolorosamente peldaños abajo, demasiado débil para conseguir frenarse.

Le pareció que caía durante un rato interminable.

Sin prestar atención a la lucha, interesado sólo en dar con Jarre, Limbeck rodeó la estatua del dictor a tientas y estuvo cerca de caer de cabeza por el hueco que se había abierto de pronto ante sus pies. Se detuvo a inspeccionar su interior desde la abertura y vio sangre en los peldaños, y oscuridad, y el inicio de los túneles que conducían a la pista de sus calcetines deshilachados, al autómata y a la sala misteriosa donde había visto a elfos, enanos y humanos conviviendo en armonía, Miró a su alrededor y vio en el suelo a elfos y enanos yaciendo juntos, muertos.

Le vino a los labios un frustrado «¿Por qué?», pero no llegó a pronunciarlo. Por primera vez en su vida, Limbeck veía algo con nitidez: veía lo que tenía que hacer.

Hurgando en el bolsillo, Limbeck sacó el paño blanco que usaba para limpiarse las gafas y se puso a agitarlo con la mano en alto.

—¡Basta! —Gritó, y su voz sonó potente y enérgica en el silencio—.

¡Detened la lucha! ¡Nos rendimos!