CAPÍTULO 5

EL NEXO

—Serpientes, mi señor —dijo Haplo—. Pero no como las que conocemos. ¡El áspid más mortífero del Laberinto es una lombriz comparada con éstas! Son bestias antiguas; tanto, creo, como el propio hombre. Tienen la astucia y el conocimiento de su edad. Y tienen un poder, señor… Un poder que es vasto y… y…

Haplo vaciló e hizo una pausa.

—¿Y qué, hijo mío? —lo estimuló Xar con suavidad.

—Todopoderoso —respondió Haplo.

—¿Un poder omnipotente? —Musitó Xar—. ¿Sabes qué estás diciendo, hijo mío?

Haplo percibió el tono de advertencia de su voz.

Ten mucho cuidado con tus pensamientos, tus conjeturas y tus deducciones, hijo mío, lo prevenía el tono. Ten cuidado con tus afirmaciones y con tus juicios. Porque, al calificar ese poder como «todopoderoso», lo estás colocando por encima de mí.

Haplo tuvo cuidado. Permaneció largo rato sentado sin responder, con la mirada fija en el fuego que calentaba el hogar de su señor, contemplando el juego de luces de las llamas sobre las runas azules tatuadas de manos y brazos. Evocó una vez más las runas de los brazos del falso patryn: caóticas, ininteligibles, sin orden ni concierto. La visión le trajo el recuerdo del miedo torturador, debilitante, que había experimentado en el cubil de las serpientes en Draknor.

—Jamás he experimentado un miedo igual —dijo de pronto, dando voz a los pensamientos de su mente.

Y, aunque las palabras correspondían a la conversación mental de Haplo, Xar comprendió a qué se refería. El señor de los patryn siempre comprendía.

—Un miedo que me hizo desear esconderme en algún rincón oscuro, mi señor. Quise hacerme un ovillo y quedarme allí encogido, acurrucado. Tuve miedo… del propio miedo que sentía. No podía entenderlo, ni superarlo. —Haplo sacudió la cabeza—. Y eso que he nacido y he crecido en el espanto del Laberinto. ¿Por qué esa diferencia, mi señor? No lo entiendo.

Reclinado en su asiento, imperturbable, Xar no respondió. El Señor del Nexo era un oyente silencioso y atento; jamás revelaba una emoción, su atención jamás se desviaba y su interés siempre estaba concentrado por entero en el interlocutor. Ante un tipo de oyente tan especial, la gente suelta la lengua; habla con vehemencia, a menudo incautamente, y concentra sus pensamientos en lo que está diciendo, en lugar de en quien las escucha. Y así Xar, con su poder mágico, era capaz de captar a menudo lo que no se decía, además de lo que se hablaba. La gente volcaba su mente en el pozo vacío del señor de los patryn.

Haplo cerró el puño, observó cómo los signos mágicos se estiraban uniformes y protectoramente en su piel y respondió a su propia pregunta:

—Yo sabía que el Laberinto podía ser derrotado —dijo en un susurro—. Ahí está la diferencia, ¿verdad, señor? Incluso cuando creí que iba a morir en ese terrible lugar, me acompañaba en mi última hora la certeza de un amargo triunfo. Había estado muy cerca de derrotarlo y, aunque yo hubiese fracasado esta vez, me seguirían otros que finalmente triunfarían. El Laberinto, pese a todo su poder, es vulnerable. —Haplo alzó la cabeza y miró a Xar antes de proseguir—: Tú lo demostraste, mi señor. Tú lo venciste. Y has seguido derrotándolo una y otra vez. Incluso yo acabé por vencerlo… con ayuda.

Bajó la mano y rascó la testuz del perro. El animal yacía a sus pies, dormitando al calor de las llamas. De vez en cuando, entreabría los ojos y los fijaba en Xar.

Mera vigilancia, parecía decir. Desde su posición, Haplo no advirtió la cauta y atenta observación de su perro. Xar, sentado frente a él, sí se fijó.

Haplo cayó en un completo silencio, con la vista fija en el fuego y la expresión sombría y desconsolada.

—Estás diciendo que ese poder no puede ser derrotado, ¿no es eso, hijo mío?

Haplo se revolvió, inquieto e incómodo. Dirigió una mirada preocupada a su señor y volvió a fijarla en las llamas rápidamente. Sus mejillas se sonrojaron, y su mano soltó y volvió a agarrar el brazo del asiento.

—Sí, señor. Eso es lo que estoy diciendo —respondió por fin con voz grave y pausada—. Creo que ese poder puede ser desafiado, detenido, controlado y forzado a retroceder, pero jamás puede ser vencido. Jamás puede ser destruido definitivamente.

—¿Ni siquiera por nosotros, los tuyos, fuertes y poderosos como somos? — Xar hizo la pregunta con suavidad. No discutía sus palabras; sólo pedía más información.

—Ni siquiera por nosotros, señor. Por muy fuertes y poderosos que seamos. — Algún pensamiento secreto hizo asomar en sus labios una sonrisa sarcástica.

El Señor del Nexo se enfureció al verla aunque, para un observador casual, su expresión se mantuvo tan plácida y tranquila como antes. Haplo no se percató, perdido en una maraña de negros pensamientos. Pero había alguien más pendiente de su conversación, escuchando a escondidas lo que decían. Y este alguien no era un observador casual, sino que sabía perfectamente qué le rondaba por la cabeza al Señor del Nexo.

Aquel observador, oculto en una estancia a oscuras, idolatraba a Xar y por ello había llegado a reconocer hasta la más leve expresión de su rostro. Y el observador invisible advertía en aquel instante, a la luz de la chimenea, el mínimo entrecerrar de ojos de Xar, el levísimo ensombrecimiento de ciertas arrugas entre la telaraña de ellas que le cubría la frente. El observador invisible sabía que su señor estaba furioso y que Haplo había cometido un error. Sabía ambas cosas, y estaba complacido de conocerlas.

Tal era su regocijo que, imprudente, se estremeció al pensarlo, con el resultado de que el taburete donde estaba sentado se movió de sitio. El perro levantó la cabeza al instante, atento al ruido, con las orejas muy erguidas.

El observador permaneció paralizado. Conocía al perro, lo recordaba y lo respetaba. Lo quería. No volvió a moverse y se mantuvo quieto hasta el punto de contener el aliento, temiendo que incluso su respiración fuera a delatarlo.

Al no oír nada más, el perro pareció llegar a la conclusión de que había sido una rata y reanudó su intermitente duermevela.

—Tal vez piensas —apuntó Xar como si tal cosa, acompañándose de un leve gesto de la mano— que los sartán son los únicos capaces de derrotar a este «poder todopoderoso».

Haplo movió la cabeza y dirigió una sonrisa hacia los rescoldos del fuego agonizante.

—No, señor. Ellos están tan ciegos como… —midió las palabras, asustado de lo que había estado a punto de decir.

—… como yo, ¿no es eso? —terminó la frase Xar, en tono adusto.

Haplo alzó enseguida la vista, y el rubor de sus mejillas se acentuó. Era demasiado tarde para volverse atrás, para decir que no. Cualquier intento de explicarse lo haría parecer un chiquillo lloriqueante tratando de escabullirse de un castigo merecido.

Así pues, se puso en pie y plantó cara al Señor del Nexo, que permaneció sentado y lo miró con ojos sombríos e insondables.

—Mi señor, es cierto que hemos estado ciegos. E igual les ha sucedido a nuestros enemigos. A ambos nos han cegado las mismas cosas: el odio y el miedo. Las serpientes, o la fuerza que representan, sea cual sea, se han aprovechado de ello. Se han hecho fuertes y poderosas. «El caos es la sangre de nuestra vida», decían. «La muerte, nuestra comida y nuestra bebida.» Y, ahora que han penetrado en la Puerta de la Muerte, pueden extender su influencia a lo largo y ancho de los cuatro mundos. Esas criaturas buscan el caos, el derramamiento de sangre. ¡Desean que vayamos a la guerra, señor!

—¿Y por eso aconsejas que no la emprendamos, Haplo? ¿Dices de veras que no debemos buscar venganza por los siglos de padecimientos infligidos a nuestro pueblo? ¿Que no venguemos la muerte de nuestros padres? ¿Que no intentemos derrotar al Laberinto y liberar a los aún atrapados en él? ¿Hemos de permitir que Samah continúe su tarea donde la dejó? Eso es lo que hará, hijo mío, bien lo sabes. Y esta vez no nos encarcelará. ¡Esta vez nos destruirá, si se lo permitimos! ¿Y aun así nos aconsejas, Haplo, que no nos opongamos?

—No lo sé, mi señor —dijo Haplo con voz rota, mientras abría y cerraba los puños—. No lo sé…

Xar suspiró, bajó la vista y apoyó la cabeza en la mano. Si hubiera reaccionado con cólera, si hubiera gritado y reclamado, acusado y amenazado, habría perdido a Haplo.

Pero no dijo nada, ni hizo otra cosa que suspirar.

Haplo se derrumbó de rodillas y, tomando la mano de su señor, se la llevó a los labios, la besó y la retuvo con fuerza.

—Padre, veo dolor y disgusto en tus ojos. Te ruego que me perdones si te he ofendido, pero la última vez que estuve en tu presencia, antes de partir hacia Chelestra, me enseñaste que mi salvación estaba en decirte la verdad y eso he hecho, padre. Te he desnudado mi alma, aunque me avergüenza haber puesto al descubierto mi debilidad.

»Yo no ofrezco consejo, señor. Soy un patryn despierto y estoy presto para actuar, pero no soy sabio. El sabio eres tú, padre mío. Por esto te he venido a plantear este gran dilema. Las serpientes están aquí, padre —añadió Haplo en un tono de voz tétrico—. Están aquí. He visto una de ellas. Iba camuflada como uno de nuestro pueblo, pero la reconocí sin ninguna duda.

—Estoy al corriente de ello, Haplo. —Xar agarró la mano que retenía la suya.

—¿Lo sabes? —Haplo se sentó sobre sus talones con expresión de desconcierto y preocupación.

—Naturalmente, hijo mío. Dices que soy sabio, pero no debes de considerarme muy brillante —murmuró Xar con cierta aspereza—. ¿Imaginas que no sé lo que sucede en mi propia tierra? He visto a la serpiente y he hablado con ella, tanto anoche como hoy.

Haplo lo miró en silencio, asombrado.

—Como dices, es poderosa —concedió Xar con aire magnánimo—. He quedado impresionado. Un enfrentamiento entre nosotros, los patryn, y esas criaturas resultaría interesante, aunque no tengo la menor duda de quién saldría vencedor. Sin embargo, no hay que temer tal enfrentamiento pues no se producirá jamás, hijo mío. Las serpientes son nuestros aliados en esta campaña. Me han jurado fidelidad. Se han inclinado ante mí y me han llamado amo.

—También lo hicieron conmigo —replicó Haplo en voz baja—, y luego me traicionaron.

—Eso te sucedió a ti, hijo mío —dijo Xar, y de nuevo se hizo presente la cólera, ahora patente tanto para los observadores visibles como para los invisibles—. ¡Pero esta vez me han jurado lealtad a miiii!

El perro se incorporó de un brinco con un bufido y miró a su alrededor con gesto de ferocidad.

—Tranquilo, muchacho —dijo Haplo sin pensarlo—. Sólo era un sueño.

Xar contempló al animal con desagrado.

—Creía que te habías librado de esta criatura.

—Volvió a mí —respondió Haplo, atormentado e inquieto. Se incorporó y se quedó inmóvil donde había hincado la rodilla, como si pensara que la entrevista había llegado a su fin.

—No exactamente. Alguien te lo devolvió, ¿no es así?

Xar se puso en pie. Su estatura era prácticamente igual que la de Haplo y, muy probablemente, la fuerza física de ambos era pareja, pues el Señor del Nexo no había permitido que la edad debilitara su cuerpo. Pero en poderes mágicos era muy superior a Haplo. En una ocasión —ésa a la que se había referido el patryn, esa vez en que mintió a su señor—, Xar había desarmado a Haplo. En aquel momento podría haberlo matado, pero había decidido dejarlo vivir.

—Sí, mi señor —reconoció Haplo. Bajó la vista al perro y añadió—: Alguien me lo devolvió.

—¿El sartán llamado Alfred?

—Sí, señor —respondió con un hilo de voz.

Xar suspiró. Haplo captó el suspiro, cerró los ojos e inclinó la cabeza. Su señor posó la mano sobre su joven hombro.

—Hijo mío, te has dejado engañar. Yo sé lo sucedido. Las serpientes me lo han contado. No te traicionaron; vieron el peligro que corrías e intentaron ayudarte, pero te volviste contra ellas y las atacaste. No tuvieron más remedio que defenderse…

—¿De unos chiquillos mensch? —Haplo levantó la cabeza con un centelleo en la mirada.

—Una verdadera lástima, hijo mío. Me han contado que la chica te gustaba. Pero debes reconocer que los mensch actuaron como siempre: de forma desordenada, estúpida, sin pensar. Tenían aspiraciones demasiado altas y se entrometieron en asuntos que no podían entender. Al final, como bien sabes, las serpientes fueron indulgentes y ayudaron a los mensch a derrotar a los sartán.

Haplo movió la cabeza en un gesto de negativa y volvió la vista de su señor al perro.

La expresión de Xar se hizo más ceñuda. La mano posada en el hombro de Haplo aumentó su presión.

—Hijo mío, he sido muy indulgente contigo. He escuchado con toda paciencia lo que algunos llamarían quiméricas especulaciones metafísicas. Pero no te confundas —continuó, cuando Haplo se disponía a responder—. Me complace que hayas expuesto y compartido conmigo estos pensamientos pero, una vez respondidas tus dudas y preguntas, como creo que he hecho cumplidamente, me disgusta comprobar que sigues empeñado en tu error.

»No, hijo mío, déjame terminar. Afirmas confiar en mi sabiduría, en mi juicio.Y así era antes, Haplo, sin ninguna duda. Ésta fue la principal razón por la que te escogí para estas delicadas tareas que, hasta hoy, has llevado a cabo a mi entera satisfacción. Pero dime, Haplo, ¿todavía confías ciegamente en mí? ¿O has puesto tu fe en otro?

—Si te refieres a Alfred, mi señor, te equivocas —replicó Haplo con expresión burlona y un rápido gesto de negativa con la mano—. Y, de todos modos, ya no cuenta. Probablemente, está muerto.

El patryn bajó la vista al fuego, al perro o a ambos a la vez, durante un largo rato; de pronto, volvió a alzar la cabeza y, con aire resuelto, miró a los ojos a Xar.

—No, mi señor, no he puesto la fe en ningún otro. Soy leal a ti. Por eso he venido a tu presencia: para ponerte en conocimiento de lo que he visto. ¡No sabes cuánto me gustaría equivocarme!

—¿De veras, hijo mío? —Xar estudió a Haplo con mirada inquisitiva y, satisfecho al parecer con lo que veía, se relajó, sonrió y le dio unas afectuosas palmaditas en el hombro—. Excelente. Tengo otra tarea para ti. Ahora que la Puerta de la Muerte está abierta y nuestros enemigos, los sartán, conocen nuestra situación, tenemos que movernos deprisa, más de lo que había proyectado. Dentro de poco, partiré hacia Abarrach para aprender allí las artes nigrománticas…

Hizo una pausa y dirigió una mirada penetrante a Haplo. La expresión de éste no varió un ápice ni mostró la menor oposición a tal plan. Xar continuó:

—No tenemos un número de patryn suficiente para formar un ejército pero, si podemos contar con batallones de muertos que combatan por nosotros, no tendremos que desperdiciar las vidas de los nuestros. Y, para conseguirlo, es imprescindible que vaya a Abarrach, y que lo haga lo antes posible, pues soy lo bastante sabio —hizo un seco énfasis en el término— como para comprender que deberé dedicar mucho tiempo y esfuerzo al estudio antes de poder dominar el arte de resucitar a los muertos.

»Pero este viaje representa un problema. Tengo que ir a Abarrach pero, al mismo tiempo, es indispensable que acuda a Ariano, el mundo del aire. Te explicaré: esa necesidad de viajar allí tiene que ver con esa gran máquina de Ariano, ese gigantesco artefacto al que los mensch denominan, un tanto estrafalariamente, la Tumpa-chumpa.

»En tu informe, Haplo, decías que descubriste informaciones dejadas por los sartán según las cuales habían construido la Tumpa-chumpa para conseguir la alineación de las islas flotantes de Ariano.

Haplo asintió.

—No sólo para alinearlas, señor, sino también para enviar a continuación un chorro de agua que alcanzara las islas superiores, en la actualidad secas y yermas.

—Quien gobierne la máquina, domina el agua. Y quien domina el agua, gobierna a quienes deben beberla para no perecer.

—Sí, señor.

—Refréscame la memoria sobre la situación política en Ariano cuando abandonaste ese mundo.

Xar permaneció de pie. El resumen tenía que ser breve, evidentemente, e iba destinado al propio Haplo, más que a su señor. Xar había releído muchas veces el informe de su subordinado y lo conocía de memoria. Haplo, en cambio, había visitado otros tres mundos desde su estancia en Ariano. Por eso habló con un titubeo, tratando de refrescar la memoria.

—Los enanos, que en Ariano son conocidos como «gegs», viven en las islas inferiores, cerca del Torbellino. Ellos son quienes hacen funcionar la máquina, o más bien quienes la atienden, ya que la máquina funciona sola. Los elfos descubrieron que la máquina podía suministrar agua para su imperio, situado en el Reino Medio de ese mundo. Ni los humanos ni los elfos que habitan en el Reino Medio pueden acumular reservas de agua en su territorio, debido a la naturaleza porosa de los continentes flotantes.

»Los elfos viajaban a los reinos inferiores en sus mágicas naves dragón, compraban el agua a los enanos y les pagaban con chucherías sin valor y artilugios inútiles desechados en los reinos élficos. Un enano llamado Limbeck descubrió la explotación a que sometían los elfos al pueblo enano y en estos momentos (o, al menos, cuando abandoné ese mundo) encabeza la rebelión contra el imperio elfo mediante el corte del suministro de agua.

»Los elfos también tienen otros problemas. Un príncipe exiliado ha organizado otra rebelión contra el régimen tiránico que actualmente ostenta el poder. Los humanos, a su vez, se están uniendo bajo el mando de un rey y una reina y están plantando resistencia al dominio elfo.

—Un mundo en caos —dijo Xar con satisfacción.

—Sí, señor —respondió Haplo, sonrojándose. Se preguntó si el comentario no sería un sutil reproche por las palabras pronunciadas antes, un recordatorio de que los patryn querían ver los mundos sumidos en el caos.

—El pequeño Bane debe volver a Ariano —declaró Xar—. Es vital que tomemos el control de la Tumpa-chumpa antes de que los sartán regresen y la reclamen. Bane y yo hemos llevado a cabo un estudio pormenorizado de la máquina. Ese chiquillo la pondrá en funcionamiento e iniciará el proceso para realinear las islas. Sin duda, esto perturbará aún más la vida de los mensch y causará pánico y terror. Entonces, en medio del tumulto, entraré en Ariano con mis legiones, restauraré el orden y, gracias a ello, seré visto como un salvador. — Con un encogimiento de hombros, Xar añadió—: Conquistar Ariano, el primero de los mundos en caer bajo mi poder, será sencillo.

Haplo se dispuso a preguntar algo, pero se detuvo antes de abrir la boca y contempló las brasas medio apagadas con aire pensativo.

—¿Qué sucede, hijo mío? —Inquirió Xar con suavidad—. Sé franco. Tienes dudas, ¿verdad? ¿Cuáles?

Haplo asintió.

—Las serpientes, señor. ¿Qué hay de las serpientes?

Xar apretó los labios y entrecerró los ojos alarmantemente. Con las manos a la espalda y los dedos largos y firmes entrelazados, mantuvo el círculo tranquilizador de su ser. El Señor del Nexo rara vez se había sentido tan furioso.

—Las serpientes harán lo que yo les ordene. Igual que tú, Haplo. Igual que todos mis súbditos.

Su voz no había subido de volumen ni había cambiado su tono apacible, pero el observador invisible de la estancia en sombras se estremeció y se encogió en su taburete, agradeciendo no ser él quien se consumía bajo el calor de la ira del poderoso Xar.

Haplo comprendió que había disgustado a su señor y recordó el castigo que había recibido una vez. Instintivamente, se llevó la mano al nombre rúnico tatuado sobre su corazón, al signo que era la raíz y fuente de todo su poder mágico, el inicio del círculo.

De improviso, Xar se inclinó hacia adelante y posó una mano vieja y nudosa sobre las de Haplo y la otra sobre el corazón de su siervo.

Haplo se encogió y exhaló un breve suspiro, pero no se movió de donde estaba. El observador invisible apretó los dientes. Por mucho que lo complaciera presenciar la caída de Haplo, también sentía unos profundos celos del patryn por su evidente proximidad al Señor del Nexo, una proximidad que el observador sabía que no podría alcanzar jamás.

—Perdóname, padre —dijo Haplo simplemente, con una dignidad nacida de una sincera contrición, no del miedo—. No te fallaré. ¿Cuáles son tus órdenes?

—Escoltarás al pequeño Bane hasta Ariano. Una vez allí, lo ayudarás en la puesta en funcionamiento de la Tumpa-chumpa. También harás todo lo que sea necesario para fomentar el caos y la revuelta en ese mundo. Esto último debería resultar sencillo. Ese líder enano, el tal Limbeck, te aprecia y confía en ti, ¿verdad?

—Sí, señor. —Haplo no se había movido un ápice al contacto de la mano de su señor con su pecho, a la altura del corazón—. ¿Y cuando lo haya conseguido?

—Aguardarás en Ariano mis instrucciones.

Haplo asintió en muda aceptación.

Xar lo retuvo un momento más y percibió bajo las yemas de sus dedos el latido vital de Haplo, consciente de que podía penetrar en aquella vida en un abrir y cerrar de ojos, si se lo proponía, y consciente de que Haplo también se daba cuenta de ello.

Haplo exhaló otro suspiro, esta vez profundo y estremecido, e inclinó la cabeza. Su señor se le acercó aún más.

—Hijo mío… Mi pobre hijo atormentado. Soportas mi contacto con tal entereza…

Haplo alzó la cabeza. Con el rostro sonrojado, encorajinado, respondió:

—Porque, mi señor, ni tú ni nadie podría infligirme un dolor peor al que soporto dentro de mí. Desasiéndose de la mano de Xar, Haplo abandonó bruscamente la sala, retirándose de la presencia de su señor. El perro se incorporó de un brinco y corrió tras él acompañado del leve traqueteo de sus pezuñas. Instantes después, se oyó un portazo.

Xar contempló la marcha de Haplo sin gran satisfacción.

—Me estoy cansando de esas dudas, de esos gimoteos. Te daré una oportunidad más de demostrar tu lealtad —murmuró.

El observador abandonó su taburete y se deslizó hasta la sala, ahora envuelta en sombras puesto que el fuego se había extinguido casi por completo.

—No te ha pedido permiso para marcharse, abuelo —apuntó con voz aguda—. ¿Por qué no lo has detenido? Yo lo habría mandado azotar.

Xar miró a su alrededor sin sorprenderse de la presencia del chiquillo o del hecho de que hubiera estado escuchando la conversación; incluso le resultaba divertido el tono vehemente que utilizaba.

—¿De veras, Bane? —Inquirió Xar, sonriendo afectuosamente al muchacho y alargando una mano para revolver sus rubios cabellos—. Recuerda una cosa, pequeño: el amor rompe el corazón; el odio lo fortalece. Quiero a Haplo abrumado, contrito y arrepentido.

—Pero Haplo no te ama, abuelo —exclamó Bane, sin terminar de entender. Se acercó a Xar y lo miró con adoración—. El único que te ama soy yo, y te lo demostraré. ¡Ya lo verás!

—¿Lo dices en serio, Bane? —El anciano Señor del Nexo dio unas palmaditas de aprobación al muchacho y lo acarició con afecto.

Un niño patryn jamás habría sido estimulado a experimentar tal cariño, y mucho menos a demostrarlo, pero Xar había tomado gusto por el chiquillo humano. Después de una larga vida solitaria, el poderoso patryn disfrutaba con la compañía del muchacho y se complacía enseñándole. Bane era brillante, inteligente y extraordinariamente hábil para la magia, tratándose de un mensch.

Y, además de todo esto, al Señor del Nexo le resultaba muy agradable sentirse adorado.

—¿Vamos a estudiar las runas sartán esta noche, abuelo? —Preguntó Bane con expectación—. He aprendido algunas nuevas. Y puedo hacerlas actuar. Te lo enseñaré…

—No, pequeño. —Xar retiró la mano de la cabeza del muchacho y apartó de su cuerpo el firme abrazo del chiquillo—. Estoy cansado y debo estudiar ciertas cosas antes de viajar a Abarrach. Ve a jugar por ahí.

El muchacho se quedó cabizbajo, pero guardó silencio pues ya había aprendido la dura lección de que discutir con Xar era tan inútil como peligroso. Bane recordaría el resto de su vida la primera vez que había organizado un berrinche de pataleos y sofocos en un esfuerzo por conseguir sus propósitos. El truco siempre le había dado resultado con otros adultos, pero con el Señor del Nexo no tuvo éxito.

Y el castigo había sido inmediato, duro y severo.

Bane no había respetado a ningún adulto hasta aquel momento. En adelante, respetó a Xar, lo temió y terminó por amarlo con toda la pasión de la naturaleza afectuosa que había heredado de su madre, ensombrecida y corrompida por su malévolo padre.

Xar se encaminó a la biblioteca, una dependencia en la que Bane no tenía permitido entrar. El pequeño regresó a sus aposentos para trazar de nuevo la elemental estructura rúnica sartán que finalmente, tras muchos y concienzudos esfuerzos, había conseguido reproducir y hacer actuar. Una vez a solas en su habitación, Bane se detuvo.

Acababa de tener una idea. La revisó para asegurarse de que no tenía ningún punto débil, pues era un chico muy listo y había aprendido muy bien las lecciones de Xar acerca de avanzar con cautela y con muchas reflexiones en cualquier empresa.

El plan parecía impecable. Si lo descubrían, siempre podría salirse con la suya a base de lamentos, lágrimas o encanto. Aquellos trucos no funcionaban con el hombre al que había adoptado como abuelo, pero Bane no sabía que fallaran jamás con otros adultos.

Incluido Haplo.

Bane agarró una capa oscura, se la echó sobre sus enclenques hombros, salió de la casa de Xar y se confundió con las sombras crepusculares del Nexo.