INTRODUCCIÓN
A LOS CUATRO REINOS
Me llamo Haplo.
Mi nombre significa solitario, singular. Me lo pusieron mis padres como una especie de profecía, pues sabían que no sobrevivirían al Laberinto, la prisión dominada por una magia siniestra y terrible a la que mi pueblo, los patryn, había sido arrojado.
Con el tiempo, me convertí en un corredor, un patryn que se enfrenta al Laberinto. Y soy uno de los afortunados que consiguió cruzar la Puerta Final, aunque casi perdí la vida en el intento. De no ser por este perro ladrón de salchichas que yace a mi lado, no me encontraría aquí, escribiendo este relato. El perro me dio la voluntad de vivir cuando yo me habría dado por vencido y habría muerto. El perro me salvó la vida.
Sí, el perro me dio la voluntad de vivir, pero fue Xar, mi señor, quien me dio una razón para vivir, un objetivo.
Xar fue el primer patryn en escapar del Laberinto. Xar es viejo y poderoso, muy experto en la magia rúnica que nos proporciona nuestra fuerza tanto a los patryn como a nuestros enemigos, los sartán. Mi señor escapó del Laberinto y, de inmediato, volvió a entrar en él. Nadie ha vuelto a demostrar el valor necesario para hacer tal cosa, y aún hoy sigue arriesgando su vida cada día para rescatarnos.
Somos ya muchos los patryn que hemos emergido del Laberinto y vivimos ahora en el Nexo, que hemos transformado en una hermosa ciudad. Sin embargo,
¿Hemos sido rehabilitados como pretendían quienes nos encerraron en esa prisión?
En tan severa escuela, los patryn, un pueblo impaciente, aprendimos a tener paciencia. Egoístas, aprendimos a ser abnegados y leales. Y, por encima de todo, aprendimos a odiar.
El objetivo de mi señor Xar —el de todos nosotros— es recuperar el mundo que nos fue arrebatado, gobernarlo como siempre fue nuestro destino hacerlo e infligir el castigo más terrible a nuestros enemigos.
Los mundos que existen hoy fueron en otro tiempo uno solo, un hermoso mundo verdeazulado que nos pertenecía a nosotros y a los sartán, pues nuestra magia rúnica nos hacía poderosos. Las otras razas inferiores, a las que llamamos mensch —los humanos, los elfos y los enanos—, nos adoraban como a dioses.
Pero los sartán creyeron que los patryn estábamos consiguiendo demasiado dominio. El equilibrio de poder empezó a romperse a nuestro favor y los sartán, furiosos, hicieron lo único que estaba en su mano para impedirlo. Mediante su magia rúnica —la magia basada en las probabilidades—, separaron el mundo y nos encerraron en el Laberinto.
Con los restos del antiguo, los sartán formaron cuatro mundos nuevos, cada uno con un elemento del original: aire, fuego, piedra y agua. Los cuatro mundos están conectados por la mágica Puerta de la Muerte, un conducto por el cual pueden viajar sanos y salvos aquellos que poseen los secretos de la magia rúnica. Esos cuatro mundos deberían haber funcionado coordinadamente, complementándose unos a otros. Así, Pryan, el mundo del fuego, tenía que proporcionar energía a Abarrach, el mundo de la piedra. Abarrach proporcionaría rocas y minerales a Chelestra, el mundo del agua, etcétera. Y todo tenía que ser coordinado e impulsado por una máquina asombrosa, la Tumpa-chumpa, que los sartán construyeron en Ariano.
Sin embargo, los planes de los sartán se torcieron. Sus colonias en los mundos que habían creado empezaron a perder población y a extinguirse. Desde cada uno de ellos, lanzaron llamadas de auxilio a los demás, pero sus peticiones no tuvieron respuesta. En cada mundo, los sartán tenían sus propios problemas.
Yo descubrí lo sucedido porque Xar, mi señor, me encomendó la misión de viajar a cada uno de esos mundos para investigarlos y para descubrir qué había sido de nuestro enemigo ancestral. Y, así, he podido visitar todos esos reinos. La crónica completa de mis aventuras en ellos puede encontrarse en mis diarios, que han terminado por conocerse como El ciclo de la Puerta de la Muerte.
Lo que hallé en ellos fue una absoluta sorpresa. Mis descubrimientos han cambiado mi vida, y no para mejor. Cuando emprendí mis viajes, tenía todas las respuestas. Ahora, en mi cabeza sólo hay preguntas.
Mi señor achaca mi estado de ánimo inquieto y perturbado a un sartán al que conocí durante mis viajes, un sartán que utiliza un nombre mensch: Alfred Montbank. Y, al principio, estuve de acuerdo con mi señor: la culpa era de Alfred. Sin duda, el sartán me estaba embaucando.
Pero ahora no estoy tan seguro. Ahora dudo de todo: de mí mismo, de mi señor…
Permitid que intente resumiros lo que me sucedió.
ARIANO
El primer mundo que visité fue el reino del aire, Ariano, que está formado por continentes flotantes repartidos en tres niveles. El reino inferior es el hogar de los enanos y es allí, en Drevlin, donde los sartán colocaron la Tumpa-chumpa, esa máquina asombrosa. Pero antes de que pudieran ponerla en funcionamiento, los sartán empezaron a morir. Sobrecogidos de pánico, esos sartán colocaron a sus jóvenes en un estado de animación suspendida con la esperanza de que, cuando despertaran, la situación ya se habría normalizado.
Pero sólo uno de ellos, Alfred, sobrevivió al trance. Y, al despertar, descubrió que era el único aún con vida de todos sus amigos y parientes. El hallazgo lo dejó abrumado, aterrado. Alfred se sintió responsable del caos en el que se había sumido su mundo, pues los mensch, naturalmente, estaban al borde de una guerra abierta. Pese a ello, Alfred tuvo miedo de revelar su verdadera identidad. Su magia rúnica le proporcionaba el poder de un semidiós sobre los mensch, y tuvo miedo de que los mensch trataran de obligarlo a utilizar esa magia para sus propósitos destructores. Así pues, ocultó sus poderes y se negó a utilizarlos incluso para salvarse a sí mismo. Ahora, cada vez que se siente amenazado, en lugar de responder con su poderosa magia, Alfred recurre a un oportuno desmayo. El perro y yo nos estrellamos en Ariano y estuvimos a punto de morir. Nos rescató un enano llamado Limbeck. Los enanos de Ariano son esclavos de la Tumpa-chumpa, de la que se ocupan ciegamente mientras la máquina trabaja, también a ciegas, carente de cualquier dirección. Pero Limbeck es un revolucionario, un librepensador. En la época de mi viaje, los enanos estaban bajo el dominio de una poderosa nación de elfos que habían establecido una dictadura en el Reino Medio de Ariano. Así pues, los elfos dominaban la única fuente de agua dulce de ese mundo, un agua que produce la Tumpa-chumpa.
Los humanos, que también habitan en el Reino Medio, han estado en guerra con los elfos por el agua durante la mayor parte de la historia de Ariano. La contienda estaba en pleno fragor durante mi estancia allí y continúa todavía, aunque ahora con una importante diferencia. Ha surgido un príncipe elfo que desea la paz y la unidad entre las razas. Este príncipe ha organizado una rebelión contra su propio pueblo, pero lo único que ha conseguido con ello, hasta el momento, ha sido provocar más caos.
Durante mi estancia allí, me las ingenié para ayudar a Limbeck, el enano, a encabezar una revuelta de su pueblo contra los humanos y los elfos. Y, cuando abandoné ese mundo, llevé conmigo a un niño humano, Bane, que había suplantado en la cuna al verdadero hijo de un rey. Desde entonces, Bane ha desentrañado el secreto de la Tumpa-chumpa. Una vez que la máquina empiece a funcionar como los sartán tenían pensado, mi señor utilizará su energía para empezar la conquista de los otros mundos.
También me habría gustado llevar conmigo a otro mensch, un humano llamado Hugh la Mano. Este Hugh, un asesino muy hábil y experimentado, era uno de los escasos mensch que he conocido al que podría aceptar como un aliado de confianza. Por desgracia, Hugh la Mano murió luchando contra el verdadero padre de Bane, un perverso hechicero humano. ¿Y a quién tengo ahora por compañero de viaje?
A Alfred.
Pero no nos adelantemos a los hechos.
Durante mi estancia en Ariano, tropecé con Alfred, que actuaba como sirviente del pequeño Bane. Me avergüenza reconocerlo, pero Alfred descubrió mi condición de patryn mucho antes de que yo supiera que él era un sartán. Cuando lo averigüé, me propuse matarlo pero, en aquellos momentos, bastante trabajo tuve para salvar mi propia vida…
Pero ésta es una larga historia.[1] Baste con decir que me vi obligado a dejar Ariano sin ajustar las cuentas al único sartán que había tenido a mi alcance.
PRYAN
El siguiente mundo que visité con el perro fue Pryan, el mundo del fuego. Pryan es un mundo gigante, una esfera hueca de roca de un tamaño casi incomprensible para la mente, en cuyo centro arde un sol. La superficie interior de la esfera de roca sostiene la vegetación y la vida. Como ese mundo no gira, el sol de su centro luce permanentemente y no existe noche. En consecuencia, Pryan está cubierto por una jungla tan tupida y gigantesca que pocos de los que habitan el planeta han visto el suelo alguna vez. Ciudades enteras se levantan en los vástagos de árboles enormes cuyas poderosas ramas sostienen lagos, océanos incluso.
Los primeros personajes que conocí en Pryan fueron un viejo mago delirante y el dragón que parece ocuparse de su cuidado. Ese mago se hace llamar Zifnab (¡cuando es capaz de recordar su propio nombre!) y produce toda la impresión de estar chiflado, pero hay ocasiones en que su locura es demasiado lúcida. Ese viejo alucinado conoce demasiadas cosas: sabe demasiado de mí, de los patryn, de los sartán, de todo en general. Sabe demasiado, pero no suelta prenda.
En Pryan, igual que en Ariano, los mensch están en guerra entre ellos. Los elfos odian a los humanos, éstos desconfían de los elfos, y los enanos odian y desconfían de ambos. Lo sé muy bien, pues tuve que viajar con un grupo de humanos, elfos y un enano y nunca he visto tantas disputas, discusiones y peleas. Me harté de ellos y los dejé. Estoy seguro de que, a estas alturas, ya deben de haberse matado entre ellos. Eso, o han acabado con ellos los titanes.
Estos titanes… En el Laberinto encontré muchos monstruos temibles, pero pocos de ellos comparables con los titanes de Pryan. Humanoides gigantes, ciegos y de inteligencia muy limitada, son creaciones mágicas de los sartán, que los utilizaban como vigilantes de los mensch. Mientras sobrevivieron, los sartán tuvieron bajo su control a los titanes, pero también en ese mundo, como en Ariano, la raza sartán empezó a menguar misteriosamente. Los titanes se quedaron sin tarea que cumplir y sin supervisión y ahora vagan por Pryan en grandes grupos, preguntando a todos los mensch que encuentran: « ¿Dónde están las ciudadelas?
¿Cuál es nuestro propósito?
Cuando no reciben respuesta a esas extrañas preguntas, los titanes son presa de una rabia incontenible y hacen pedazos al desgraciado mensch. Nada ni nadie puede resistirse a estos seres espantosos, pues los titanes poseen una forma rudimentaria de magia rúnica de los sartán. De hecho, estuvieron en un tris de acabar conmigo, pero eso también es otra historia.[2]
En cualquier caso, yo también empecé a hacerme sus mismas preguntas: ¿Dónde estaban esas ciudadelas? ¿Qué eran, en realidad? Y di con la respuesta, al menos en parte.
Las ciudadelas son recintos maravillosos y relucientes construidos por los sartán a su llegada a Pryan. Por lo que he podido deducir de los registros y documentos que dejaron los sartán, las ciudadelas tenían como propósito captar energía del sol perpetuo de Pryan y transmitirla a los otros mundos a través de la Puerta de la Muerte, mediante la acción de la Tumpa-chumpa. Sin embargo, la máquina no funcionó y la Puerta de la Muerte permaneció cerrada. Las ciudadelas quedaron vacías, desiertas, y su luz no pasó de un leve resplandor, como mucho.
ABARRACH
A continuación, viajé a Abarrach, el mundo de piedra.
Y fue en este viaje cuando recogí en mi nave a mi indeseado compañero de travesía: Alfred, el sartán.
Alfred había estado rondando la Puerta de la Muerte en un vano intento de localizar al pequeño Bane, el niño humano que me había llevado de Ariano. Por supuesto, sus intentos resultaron fallidos. Alfred, un individuo que no sabe andar sin tropezar con los cordones de sus propios zapatos, se equivocó de blanco y fue a aterrizar en mi nave.
En ese trance, cometí una equivocación. En aquel momento, tenía a Alfred en mis manos y debería haberlo llevado inmediatamente ante mi señor. Xar habría podido arrancar, dolorosamente, todos los secretos del alma de aquel sartán.
Pero mi nave acababa de entrar en Abarrach y no quise marcharme, no quise volver a hacer el viaje, temible y perturbador, a través de la Puerta de la Muerte. Y, para ser sincero, quise tener cerca a Alfred durante un tiempo. Al atravesar la Puerta de la Muerte, Alfred y yo habíamos experimentado, de forma totalmente involuntaria, un cambio de cuerpos. Durante unos breves instantes, me había encontrado en la mente de Alfred, compartiendo sus pensamientos, sus miedos, sus recuerdos. Y, al propio tiempo, el sartán se había encontrado en la mía. Muy pronto, los dos regresamos a nuestro cuerpo respectivo, pero me di cuenta de que yo ya no era el mismo, aunque me costó mucho tiempo aceptarlo.
Aquella experiencia me había permitido conocer y comprender a mi enemigo, y eso me hacía difícil seguir odiándolo. Además, como pudimos comprobar, Alfred y yo nos necesitábamos mutuamente para nuestra propia supervivencia.
Abarrach es un mundo terrible. Fría piedra en el exterior, roca fundida y lava en el interior. Los mensch que los sartán instalaron allí no pudieron sobrevivir mucho tiempo en sus cavernas infernales. Alfred y yo tuvimos que recurrir a todos nuestros poderes mágicos para sobrevivir al calor ardiente que surgía de los océanos de magma y a los vapores ponzoñosos que impregnaban el aire.
No obstante, en Abarrach vive gente.
Y también viven los muertos.
Fue allí, en Abarrach, donde Alfred y yo descubrimos a unos descendientes envilecidos de su raza, los sartán. Y fue allí, también, donde encontramos la trágica respuesta al misterio de qué había sido de esa raza. Los sartán de Abarrach se habían dedicado al arte prohibido de la nigromancia y despertaban a sus propios muertos, proporcionándoles una penosa y execrable apariencia de vida, para utilizarlos como esclavos. Según Alfred, este arte arcano estaba prohibido antiguamente porque se había descubierto que, por cada muerto devuelto a la vida, uno de los vivos perdía la suya. Pero esos sartán de Abarrach habían olvidado la prohibición, o bien habían decidido saltársela.
Yo, que había sobrevivido al Laberinto, me consideraba endurecido e insensible a casi cualquier atrocidad, pero los muertos vivientes de Abarrach aún pueblan mis peores pesadillas. Intenté convencerme de que la nigromancia podía resultar un instrumento muy valioso para mi señor, pues un ejército de muertos es indestructible, invencible, imbatible. Con un ejército así, mi señor podía conquistar fácilmente los demás mundos y ahorrarse la trágica pérdida de vidas de mi pueblo.
En ese mundo, estuve muy cerca de acabar convertido también en un cadáver. La idea de que mi cuerpo continuara viviendo en una perpetua esclavitud idiotizada me horrorizaba, y la posibilidad de que tal cosa les sucediera a otros me resultó insoportable. Decidí, por tanto, no informar a mi señor de que los sartán de aquel mundo maldito practicaban las artes nigrománticas. Éste fue mi primer acto de rebelión contra mi señor.
Pero no iba a ser el último.
También allí, en Abarrach, tuve otra experiencia que me produjo dolor, perplejidad, irritación y confusión, pero que aún me inspira un temor reverencial cada vez que la evoco.
Huyendo de una persecución, Alfred y yo penetramos en una sala conocida como la Cámara de los Condenados. Mediante la magia del lugar, fui transportado al pasado y me encontré de nuevo dentro de un cuerpo ajeno, el de un sartán. Y fue entonces, durante esta experiencia mágica y extraña, cuando descubrí la existencia de un poder superior. Me fue revelado que yo no era ningún semidiós, como siempre había creído, y que la magia que yo dominaba no era la fuerza más poderosa del universo.
Existe otra aún más poderosa, una fuerza benévola que sólo persigue la bondad, el orden y la paz. En el cuerpo de ese sartán desconocido, deseé vehementemente entrar en contacto con esa fuerza, pero, antes de que pudiera hacerlo, otros sartán —temerosos de la verdad que acabábamos de descubrir— irrumpieron en la cámara y nos atacaron. Los reunidos en aquella sala morimos allí y todo rastro de nosotros y de nuestro hallazgo se perdió, salvo una misteriosa profecía.
Cuando desperté, en mi propio cuerpo y en mi propio tiempo, sólo guardaba un recuerdo bastante impreciso de lo que había visto y oído, pero puse todo mi empeño en olvidar incluso eso. No quería afrontar el hecho de que, comparado con ese poder, yo era tan débil como cualquier mensch. Acusé a Alfred de intentar engañarme, de haber creado aquella fantasía. Él lo negó, por supuesto, y juró que había experimentado exactamente lo mismo que yo. Me negué a creerle.
Juntos, escapamos de Abarrach salvando la vida por muy poco.[3] Cuando lo abandonamos, los sartán de ese mundo espantoso estaban ocupados en destruirse unos a otros, convirtiendo a los vivos en «lazaros», cuerpos muertos cuyas almas quedan atrapadas eternamente dentro de sus cáscaras sin vida. Diferentes de los cadáveres ambulantes, los lazaros son mucho más peligrosos porque poseen inteligencia y voluntad. Y una determinación siniestra y espantosa.
Me alegré de abandonar un mundo así. Una vez dentro de la Puerta de la Muerte, dejé que Alfred siguiera su camino mientras yo tomaba el mío. Al fin y al cabo, el sartán me había salvado la vida. Y yo estaba harto de tanta muerte, de tanto dolor, de tantos padecimientos. Ya había visto suficiente y sabía muy bien el trato que Alfred recibiría de Xar, si caía en manos de mi señor.
CHELESTRA
Cuando regresé al Nexo, efectué mi informe sobre Abarrach en forma de un mensaje escrito a mi señor, pues temí no poder ocultarle la verdad si me presentaba ante él. Pero Xar supo que le había mentido y me pilló antes de que tuviera ocasión de abandonar el Nexo. Mi señor me castigó, estuvo a punto de matarme. Yo merecía el castigo. El dolor físico que me produjo fue mucho más soportable que la aflicción que me causó el sentimiento de culpabilidad. Así, terminé por contarle a Xar todo lo que había descubierto en Abarrach. Le hablé de las artes nigrománticas, de la Cámara de los Condenados y de ese poder superior.
Mi señor me perdonó y me sentí limpio, renovado. Todas mis preguntas habían tenido respuesta. Una vez más, conocía mi propósito, mi objetivo. Eran los de Xar. Yo pertenecía a Xar. Cuando viajé a Chelestra, el mundo del agua, lo hice con la firme determinación de ganarme otra vez la confianza de mi señor.
Y, en aquel punto, se produjo una circunstancia extraña. El perro, mi permanente compañero desde que me había salvado la vida en el Laberinto, desapareció de mi lado. Yo me había acostumbrado a tenerlo cerca, aunque a veces fuera una molestia, de modo que me dediqué a buscarlo, pero se había esfumado. Lo lamenté, pero no por mucho rato. Tenía cosas más importantes en la cabeza.
Chelestra es un mundo compuesto casi únicamente de agua, que vaga a la deriva en las frías profundidades del espacio. Su superficie exterior está formada de hielo sólido; en cambio, en el interior, los sartán colocaron un sol que arde mágicamente en el agua y proporciona luz y calor a ese mundo.
Los sartán tenían la intención de controlar ese sol, pero se encontraron con que carecían de la energía necesaria para ello, de modo que el sol se mueve a la deriva por las aguas, calentando sólo ciertas zonas de Chelestra cada vez, mientras otras zonas quedan congeladas hasta el regreso del sol. En Chelestra, en lo que se conoce como lunas marinas, viven varios grupos de mensch. Y una de esas lunas está habitada por los sartán, pero eso no lo supe hasta más adelante.
Mi llegada a Chelestra no fue muy afortunada. Mi nave penetró en sus aguas y, al instante, empezó a romperse. Tal destrucción resultaba incomprensible, ya que todo el exterior de mi nave estaba protegido con runas y muy pocas fuerzas — desde luego, no el agua de mar normal y corriente— podían desbaratar su poderosísima magia.
Pero, por desgracia, aquélla no era un agua normal.
Me vi obligado a abandonar la nave y me encontré nadando en un océano inmenso. Pensé que iba a ahogarme sin remedio, pero pronto descubrí, para mi asombro y mi satisfacción, que podía respirar aquella agua con la misma facilidad que respiraba aire. También descubrí, con mucha menos satisfacción, que el agua tenía el efecto de destruir por completo las runas de protección tatuadas en mi piel, lo que me dejaba impotente y desvalido como un mensch.
En Chelestra encontré nuevas pruebas de la existencia de un poder superior. Sin embargo, este poder no busca el bien, sino el mal. Se refuerza con el miedo, se alimenta del terror y se complace en infligir dolor. Y sólo vive para fomentar el caos, el odio y la destrucción.
Encarnado en forma de enormes serpientes dragón, este poder maléfico estuvo muy cerca de seducirme para que le sirviera. Me salvaron de ello tres chiquillos mensch, uno de los cuales murió en mis brazos más tarde. Así pues, tuve ocasión de ver el mal cara a cara y de comprender que su propósito era destruirlo todo, incluso a nosotros, los patryn. Y decidí enfrentarme a él, aunque sabía que no podía vencerlo. Este poder es inmortal, pues vive dentro de cada uno de nosotros. Nosotros lo hemos creado.
Al principio, creí que luchaba solo, pero luego advertí que alguien acudía en mi apoyo. Era mi amigo, mi enemigo: Alfred.
El sartán había llegado también a Chelestra casi al mismo tiempo que yo, pero habíamos ido a parar a lugares muy diferentes y alejados. Alfred se encontró en una cripta sartán parecida a aquella de Ariano donde yacía muerta la mayoría de su pueblo. Pero, en Chelestra, los ocupantes de la cripta estaban vivos. Y resultaron ser los miembros del Consejo Sartán, los responsables de la Separación de los mundos y de nuestro encierro en el Laberinto.
Ante la amenaza de las maléficas serpientes dragón, contra las cuales no podían luchar porque el agua del mar anulaba su magia, los sartán lanzaron una llamada de ayuda a sus hermanos y, a continuación, se sumieron en un estado letárgico a la espera de la llegada de otros sartán.
Pero el único que acudió, y por pura casualidad, fue Alfred.
No es preciso decir que no era, precisamente, lo que el Consejo esperaba.
Samah, el jefe del Consejo, es un calco de mi señor, Xar (¡aunque ninguno de los dos me agradecería la comparación!). Los dos son orgullosos, despiadados y ambiciosos. Los dos creen ejercer el poder supremo del universo y la idea de que pudiera existir una fuerza superior, un poder más alto, es anatema para ambos.
Samah descubrió que Alfred no sólo creía en este poder superior, sino que incluso había estado cerca de establecer contacto con él, y consideró esto como una abierta rebelión. Intentó someter a Alfred, quebrantar su fe, pero fue como querer hacer añicos una masa de pan. Alfred soportó mansamente cada golpe, cada ataque, negándose a retractarse y a aceptar los dictados de Samah.
Debo reconocer que casi sentí lástima de Alfred. Cuando por fin había encontrado a los suyos, tras buscarlos con tanto ahínco y esperanza, descubría que no podía confiar en ellos. No sólo eso, sino que tuvo conocimiento de una verdad terrible sobre el pasado de los sartán.
Con la ayuda de un aliado inesperado (mi propio perro, para ser exacto), Alfred tropezó (textualmente) por casualidad con una biblioteca secreta de los sartán. Allí descubrió que Samah y el Consejo habían sospechado la existencia de ese poder superior. La Separación no había sido necesaria. Con la ayuda de ese poder, los sartán habrían podido promover la paz.
Pero Samah no había querido la paz. El Gran Consejero quería regir el mundo a su modo, y sólo al suyo. Y por eso forzó la Separación. Por desgracia, cuando intentó recomponerlo, el mundo se desmenuzó en fragmentos cada vez más pequeños y empezó a escurrírsele entre los dedos.
Alfred descubrió la verdad. Y eso lo convirtió en una amenaza para Samah. Sin embargo, fue Alfred —el débil y torpe Alfred, que se desmayaba ante la mera mención de la palabra «peligro»—quien vino en mi ayuda en la lucha contra las serpientes dragón.[4] Su intervención me salvó la vida, salvó la de los mensch y, muy probablemente, la de su propia raza desagradecida.
A pesar de ello —o tal vez a causa de ello—, Samah sentenció a Alfred a un destino terrible. El Gran Consejero arrojó a Alfred y a Orla, su amante sartán, al Laberinto.
Ahora, soy el único que conoce la auténtica verdad del peligro al que nos enfrentamos. Las fuerzas maléficas encarnadas en las serpientes dragón no pretenden dominarnos. No, sus deseos no son tan constructivos. El sufrimiento, la agonía, el caos, el miedo: éstos son sus objetivos. Y los alcanzarán, a menos que nos unamos todos para encontrar algún modo de detenerlas. Porque las serpientes dragón son poderosas, mucho más que cualquiera de nosotros. Mucho más que Samah. Mucho más que Xar.
Ahora tengo que convencer de esto a mi señor y la tarea no resultará sencilla. Para Xar, ya soy sospechoso de traición. ¿Cómo podría demostrarle que mi lealtad a él y a mi pueblo nunca ha sido más firme?
Y Alfred… ¿Qué voy a hacer con Alfred? Ese sartán calmoso, indeciso y torpe no sobrevivirá mucho tiempo en el Laberinto. Si me atreviera, podría regresar allí a salvarlo.
Pero debo reconocerlo: tengo miedo.
Estoy atemorizado como nunca en mi vida. El mal es muy grande, muy poderoso, y me enfrento a él a solas, como si mi nombre fuese profético.
A solas, con la única excepción de un perro.