CAPÍTULO 8

WOMBE,

DREVLIN REINO INFERIOR

El viaje a través de la Puerta de la Muerte transcurrió sin incidentes. Haplo sumió a Bane en un sueño mágico casi inmediatamente después de su partida del Nexo. Al patryn se le había ocurrido que el paso de la Puerta de la Muerte se había hecho tan sencillo que incluso un mago mensch con cierta habilidad podía intentarlo, y Bane era un mensch observador, inteligente… e hijo de un hechicero avezado. Por un instante, Haplo había tenido una visión de Bane revoloteando de un mundo a otro… No. Era mejor dormirlo.

No tuvieron ninguna dificultad en alcanzar Ariano, el mundo del aire. Imágenes de los otros mundos pasaron como centellas antes los ojos de Haplo, quien reconoció las islas flotantes de Ariano con facilidad. Pero, antes de concentrarse en ellas, dedicó unos instantes a contemplar los demás mundos que desfilaban ante sus ojos, con radiantes destellos tornasolados como pompas de jabón, antes de estallar y dar paso al siguiente. Todos ellos eran lugares que reconocía, excepto uno. Y éste era el más hermoso, el más intrigante.

Haplo contempló la visión todo el tiempo que pudo, que apenas fueron unos fugaces segundos. Hubiera querido preguntarle a Xar qué era, pero su señor se había marchado sin darle ocasión a consultarle nada.

¿Existía un quinto mundo?

Haplo rechazó la idea. En ningún escrito de los antiguos sartán aparecía la menor mención a algo semejante.

El antiguo mundo, entonces.

A Haplo le pareció mucho mas probable esto último. La imagen deslumbrante que captaba coincidía con las descripciones del mundo antiguo. Pero éste ya no existía, había sido destruido mediante la magia. Tal vez aquello no era más que una evocación vivida, mantenida como estaba para recordar a los sartán lo que un día había sido.

Pero, si así era, ¿por qué se le ofrecía como una opción? Haplo vio pasar una y otra vez ante sus ojos el carrusel de posibilidades. Siempre en el mismo orden: el extraño mundo de cielo azul y sol luminoso, luna, estrellas, océanos ilimitados y amplias panorámicas; después, el Laberinto, tenebroso y confuso; luego, el Nexo crepuscular y, por fin, los cuatro mundos elementales.

Si Haplo no hubiera llevado consigo a Bane, habría tenido la tentación de explorar aquel mundo, de seleccionar la imagen en su mente y ver qué sucedía. Volvió la vista al niño, que dormía apaciblemente con el brazo en torno al perro, tendidos ambos en un jergón que Haplo había arrastrado hasta el puente para no perder de vista al chiquillo.

El perro, percibiendo la mirada de su amo, abrió los ojos, parpadeó ociosamente, dio un gran bostezo y, viendo que no era inminente ninguna acción, exhaló un gañido de satisfacción y se apretujó contra el niño, casi derribándolo del catre. Bane murmuró algo en sueños, algo acerca de Xar, y de pronto cerró los dedos en torno al pelaje del animal como si fueran zarpas.

Con un gemido de dolor, el animal alzó la testuz y miró al muchacho con aire sorprendido, como si se preguntara qué había hecho para merecer aquel trato. Luego, sin saber muy bien qué hacer para desasirse, se volvió hacia Haplo en petición de auxilio.

El patryn, con una sonrisa, forzó al durmiente a abrir los dedos y soltar el pellejo del can; luego, acarició la cabeza de éste, disculpándose. El perro dirigió una mirada desconfiada a Bane, saltó del jergón y se enroscó a los pies de Haplo en la seguridad de la cubierta.

Haplo volvió a fijar su atención en las visiones, se concentró en la de Ariano y apartó las demás de su cabeza.

La primera vez que Haplo había viajado a Ariano casi había resultado la última. Poco preparado para las fuerzas mágicas de la Puerta de la Muerte y para las violentas fuerzas físicas existentes en el mundo del aire, se había visto obligado a estrellar la nave en lo que más tarde sabría que era un archipiélago de pequeñas islas flotantes conocido como los Peldaños de Terrel Fen.

En esta ocasión, estaba preparado para los terribles efectos de la feroz tormenta perpetua que rugía en el Reino Inferior. Los signos mágicos de protección que sólo habían brillado débilmente durante el tránsito de la Puerta de la Muerte, refulgieron con un azul vibrante cuando la primera ráfaga de viento zarandeó la embarcación. Los relámpagos eran casi continuos, deslumbrantes, cegadores. Los truenos retumbaban a su alrededor y el viento los sacudía. El granizo barrió el casco de madera, y la lluvia golpeó la claraboya formando una cortina maciza de agua que impedía la visión.

Haplo detuvo el avance de la nave y la dejó flotar en el aire. Gracias a la temporada que había pasado en Drevlin, la isla principal del Reino Inferior, sabía que aquellas tormentas eran fenómenos cíclicos. Sólo tenía que esperar a que aquélla terminara; a continuación, vendría un período de relativa calma hasta la siguiente. Durante esta calma, buscaría un lugar para posarse y establecer contacto con los enanos.

Pensó en la conveniencia de mantener dormido a Bane, pero decidió dejarlo despertar. Tal vez le resultara útil. Un rápido gesto de su mano borró la runa que había trazado sobre la frente del chiquillo.

Bane se incorporó hasta quedar sentado, pestañeó durante unos instantes, confuso, y por fin dirigió una mirada acusadora al patryn.

—¡Me has obligado a dormir!

Haplo no vio la necesidad de corroborar, comentar o disculpar su acción. Sin dejar de prestar atención a la claraboya bañada por la lluvia, lanzó una breve ojeada al muchacho.

—Revisa la popa; comprueba si hay alguna grieta o filtración en el casco.

Bane se sonrojó, enfurecido con el tono imperioso y despreocupado del patryn. Haplo observó la oleada carmesí que se extendió desde el blanco cuello hasta las mejillas. En los ojos azules apareció un destello de rebelión. Xar no había estropeado al chico, que ya llevaba más de un año al cuidado de su señor; no, Xar había hecho mucho por mejorar el carácter de Bane, pero el muchacho tenía la educación de un príncipe de la casa real y estaba acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas.

En especial, de Haplo.

—Si has hecho bien tu magia, no debería haber ninguna grieta —replicó en tono irritado.

—La he hecho como es debido, pero tú ya sabes cómo son las runas. Ya conoces lo delicado que es su equilibrio. La menor astilla podría iniciar una resquebrajadura que podría terminar por partir la nave entera. Es mejor asegurarse, detenerla ahora, antes de que se haga más amplia.

Se produjo un momento de silencio y Haplo creyó percibir la lucha interior del pequeño.

—¿Puedo llevar al perro? —preguntó Bane con voz hosca.

—Claro —concedió Haplo con un gesto. El niño pareció alegrar el ánimo.

—¿Puedo darle una salchicha?

El perro, al escuchar su palabra favorita, se incorporó de un brinco con la lengua fuera y agitando el rabo.

—Sólo una —dijo Haplo—. No estoy seguro de cuánto va a durar la tormenta. Quizá tengamos que alimentarnos con esas salchichas.

—Siempre puedes invocar más —dijo Bane alegremente—. Vamos, perro.

Los dos se alejaron del puente en dirección a la proa de la nave.

Haplo continuó con la vista fija en la lluvia que se deslizaba por el cristal de la claraboya y recordó el día en que había llevado al pequeño al Nexo…

—El pequeño se llama Bane, mi señor —informó Haplo—. Ya sé —añadió al momento, al ver el gesto ceñudo de Xar—, es raro que un niño humano lleve un nombre que en la lengua antigua significa veneno, o causa de aflicción, pero, una vez que conozcas la historia, verás que es muy indicado. Encontrarás un relato sobre él aquí, mi señor, en mi diario.

Xar pasó los dedos por la tapa del documento pero no lo abrió. Haplo permaneció de pie en respetuoso silencio, a la espera de que su señor hablase. La siguiente pregunta no le resultó del todo inesperada.

—Te pedí que me trajeras de ese mundo un discípulo, Haplo. Ariano es, según lo describes, un mundo en pleno caos: elfos, enanos y humanos combaten entre ellos, y los elfos, entre sí. Una grave escasez de agua, debido al fracaso de los sartán en su intento de alinear las islas flotantes y hacer actuar según lo previsto su máquina fabulosa. Cuando empiece mi conquista, necesitaré un lugarteniente, preferiblemente un mensch, que se instale en Ariano y se ocupe de dominar a sus pueblos en mi nombre mientras yo me dedico a otra cosa. ¿Y tú, ahora, me traes para esa tarea a… un niño de diez años?

El niño al que se refería estaba dormido en una alcoba de la parte de atrás de la mansión de Xar. Haplo había dejado al perro con él, para que avisara a su amo si el pequeño despertaba. El patryn no se intimidó ante la severa mirada de su señor. Xar no dudaba de su siervo; sencillamente, estaba desconcertado, perplejo…

Una sensación que Haplo podía comprender muy bien. Había estado preparado para la pregunta y tenía dispuesta la contestación.

—Bane no es un niño mensch normal, señor. Como verás en el diario…[16]

—Ya leeré ese diario más tarde, a mi conveniencia. Ahora, estoy muy interesado en escuchar tu informe sobre el niño.

Haplo asintió sumiso y tomó asiento en la silla que Xar le ofreció con un gesto de la mano.

—El muchacho es hijo de dos humanos conocidos entre su pueblo como «misteriarcas», unos hechiceros muy poderosos (al menos para lo habitual entre los mensch). El padre se llama Sinistrad y la madre, Iridal. Estos misteriarcas, con su gran conocimiento de la magia, llegaron a considerar al resto de sus congéneres humanos como toscos patanes. Finalmente, abandonaron el caos de luchas del Reino Medio y viajaron hasta el Reino Superior, donde descubrieron una tierra de gran belleza que, por desgracia para ellos, resultó ser una trampa mortal.

»El Reino Superior había sido creado por la magia rúnica de los sartán, y los misteriarcas no sabían interpretar la magia sartán mejor de lo que un bebé entendería un tratado de metafísica. Las cosechas se agostaban en los campos, el agua era escasa y el aire enrarecido era difícil de respirar. Su gente empezó a morir. Los misteriarcas comprendieron que tendrían que abandonar aquel lugar y volver al Reino Medio pero, como la mayoría de los humanos, temían a sus congéneres. Les daba miedo reconocer su debilidad. Y, así, decidieron que, cuando volvieran, lo harían como conquistadores y no como suplicantes.

»Sinistrad, el padre del muchacho, elaboró un plan notable. El rey humano del Reino Medio, un tal Stephen, y su esposa, Ana, acababan de dar un heredero al trono. Aproximadamente por la misma época, la esposa de Sinistrad, Iridal, también había dado a luz un hijo. Sinistrad cambió a los recién nacidos, llevando a su hijo al Reino Medio y arrebatando al hijo de Stephen a las tierras del Reino Superior. Sinistrad se proponía con ello utilizar a Bane (como heredero al trono) para conseguir el control del Reino Medio.

»Por supuesto, en las tierras del rey Stephen todo el mundo se dio cuenta del cambio de los bebés, pero Sinistrad había tenido la astucia de envolver a su hijo en un hechizo que hacía que quien lo miraba se quedara prendado del pequeño. Cuando Bane cumplió un año, Sinistrad se presentó ante Stephen y le informó de su plan. El rey Stephen se vio impotente ante el misteriarca. En sus corazones, Stephen y Ana odiaban y temían al niño cambiado (de ahí que le pusieran ese nombre) pero el encantamiento que lo protegía era tan poderoso que les impedía hacer nada, personalmente, para librarse de él. Por último, llevados de la desesperación, contrataron a un asesino para que se llevara a Bane y le diera muerte.

»Pero, según resultaron las cosas —añadió con una sonrisa—, fue Bane quien casi asesina al asesino.

—¿De veras? —Xar parecía impresionado.

—Sí, y encontrarás los detalles ahí. —Haplo señaló el diario—. Bane llevaba un amuleto, regalo de Sinistrad, que trasmitía al muchacho las órdenes del mago y hacía llegar a éste todo cuanto el chiquillo escuchaba. De este modo, los misteriarcas espiaban a los humanos y conocían todos los movimientos del rey Stephen. Y no era que Bane necesitara muchas lecciones de intrigante. Por lo que he visto de ese pequeño, podría enseñarle un par de cosas a su propio padre.

»Bane es inteligente y perspicaz. Posee clarividencia y, aunque no está instruido, tiene grandes dotes para la magia, tratándose de un humano. Fue él quien dedujo cómo funciona la Tumpa-chumpa y cuál es su propósito. El diagrama que he incluido ahí es suyo, mi señor. Y es ambicioso. Cuando asimiló la idea de que su padre no se proponía en absoluto gobernar el Reino Medio junto a él, como equipo de padre e hijo, Bane decidió quitar de en medio a Sinistrad.

»La trama de Bane tuvo éxito, aunque no salió exactamente como él había proyectado. Por una ironía de la vida, la del muchacho fue salvada, precisamente, por el hombre a quien se había contratado para matarlo. Una lástima, por cierto — añadió Haplo, pensativo—. Hugh la Mano era un humano interesante, un combatiente experto y capaz. Me pareció exactamente lo que andabais buscando como discípulo, mi señor. Tenía pensado traerlo conmigo a tu presencia pero, por desgracia, murió combatiendo al hechicero. Una lástima, repito.

El Señor del Nexo sólo le estaba prestando atención a medias. Había abierto el diario, había descubierto el diagrama de la Tumpa-chumpa y estaba estudiándolo detenidamente.

—¿Esto lo ha hecho el niño? —inquirió.

—Sí, señor.

—¿Estás seguro?

—Yo los estaba espiando cuando Bane le mostró el dibujo a su padre. Sinistrad se quedó tan impresionado como tú ahora.

—Asombroso. Y dices que el niño es encantador, cautivador y atractivo. El encantamiento que le proporcionó su padre no puede ejercer efecto sobre nosotros, desde luego, ¿pero funciona todavía con los mensch?

Haplo se encogió de hombros.

—Alfred, el sartán, opinaba que el hechizo ya había sido levantado. Pero Hugh la Mano estaba bajo el influjo del muchacho, fuera por la magia o por mera compasión por un niño a quien nadie había querido nunca y que durante toda su vida no había sido más que un peón. Bane es listo y sabe utilizar su juventud y su encanto para manipular a los demás.

—¿Qué hay de la madre del chico? ¿Cómo has dicho que se llamaba, Iridal?

—Podría traer problemas. Cuando nos marchamos, andaba en busca de su hijo en compañía del sartán, Alfred.

—Supongo que ella quiere al muchacho para sus propios planes.

—No; creo que lo quiere porque es su hijo, sin más. En realidad, ella nunca consintió en los proyectos de su esposo, pero Sinistrad ejercía algún tipo de poder terrible sobre ella, que le tenía un gran temor. Y, con la desaparición de Sinistrad, el valor de los demás misteriarcas se vino abajo. A mi marcha, había rumores de que se disponían a abandonar el Reino Superior y proyectaban establecerse entre los demás humanos.

—¿Costaría mucho eliminar a la madre?

—Sería fácil hacerlo, mi señor.

Xar pasó sus nudosos dedos por las hojas del diario, pero ya no prestaba atención al documento. Ni siquiera lo miraba.

—«Un niño los conducirá.» Es un viejo dicho humano, Haplo. Has actuado con tino, hijo mío. Incluso diría que tu elección ha sido inspirada. Los mismos mensch que se sentirían amenazados si llegara un adulto para encabezarlos, se sentirán completamente desarmados por este chiquillo de aspecto inocente. El muchacho tiene los típicos defectos humanos, por supuesto: es atolondrado y le falta paciencia y disciplina. Pero, con la debida tutela, creo que puede ser moldeado hasta convertirlo en un ser extraordinario, para tratarse de un mensch. Ya empiezo a ver los trazos maestros de mi plan.

—Me alegra haberte complacido, mi señor —murmuró Haplo.

—Sí —respondió en el mismo tono el Señor del Nexo—. «Un niño los conducirá…»

La tormenta amainó. Haplo aprovechó la calma relativa para sobrevolar la isla de Drevlin en busca de un lugar donde posar la nave. Había llegado a conocer muy bien aquella zona, en la que había pasado un tiempo considerable durante su anterior visita, preparando la nave elfa para el regreso a través de la Puerta de la Muerte.

El continente de Drevlin era llano y sin hitos destacables, una simple masa de lo que los mensch denominaban «coralita» flotando en el Torbellino. Con todo, se podían apreciar rasgos identificativos en su superficie gracias a la Tumpa-chumpa, la máquina gigantesca cuyas ruedas, motores, engranajes, brazos, poleas y tenazas se extendían por Drevlin y penetraban profundamente en el interior de la isla.

Haplo buscaba los Levarriba, nueve brazos mecánicos inmensos hechos de acero y oro que se alzaban hasta las nubes de la vertiginosa tormenta. Estos Levarriba eran la parte más importante de la Tumpa-chumpa, al menos por lo que hacía a los mensch de Ariano, pues estas conducciones aprovisionaban de agua a los reinos áridos situados más arriba. Los Levarriba estaban situados en la ciudad de Wombe, y era allí donde Haplo esperaba encontrar a Limbeck.

Haplo no tenía idea de cómo había podido variar la situación política durante su ausencia, pero, cuando había abandonado Ariano, Limbeck tenía instalada su base de operaciones en Wombe. Era preciso que encontrara al líder de los enanos, y el patryn se dijo que Wombe era un sitio tan bueno como cualquier otro para iniciar la búsqueda.

Los nueve brazos, cada uno con su correspondiente mano dorada extendida, eran fáciles de distinguir desde el aire. La tormenta había quedado atrás, aunque nuevas nubes empezaban a acumularse en el horizonte. Los relámpagos se reflejaban en el metal, y la silueta de las manos heladas se recortaba contra las nubes. Haplo se posó en un terreno vacío dejando la nave a la sombra de una parte de la máquina aparentemente abandonada. Al menos, eso fue lo que pensó al observarla, pues no surgía de ella ninguna luz, ni se movía ningún engranaje, ni giraba ninguna rueda, ni había «letricidad», como la denominaban los gegs, que emulara a los relámpagos con su voltaje azulamarillento.

Una vez a salvo en el suelo, Haplo advirtió que no había luces por ninguna parte. Desconcertado, escrutó el exterior por la claraboya, de cuyo cristal ya se había secado la lluvia. Según recordaba, la Tumpa-chumpa convertía la oscuridad tormentosa de Drevlin en un día artificial perpetuo. Numerosas lámparas brillaban por doquier y varios «lectrozumbadores» enviaban rayos chispeantes hacia el aire.

Ahora, en cambio, la ciudad y sus alrededores sólo estaban bañados por la luz del sol, la cual, después de filtrarse a través de las nubes del Torbellino, resultaba plomiza y apagada y más deprimente que la oscuridad.

Haplo se quedó plantado ante el mirador, recordando su última visita y tratando de evocar si había habido luces en aquella parte de la Tumpa-chumpa o si, en realidad, la estaba confundiendo con otra sección de la enorme máquina.

—Tal vez eso era en Het… —murmuró para sí. Pero enseguida movió la cabeza—. No, no; era aquí, definitivamente. Recuerdo…

Un golpe sordo y un ladrido de advertencia lo sacaron de sus reflexiones.

Regresó a la popa. Bane estaba junto a la escotilla, sosteniendo una salchicha justo fuera del alcance del perro.

—Te la daré —le prometía al perro—, pero sólo si dejas de ladrar. Deja que abra esto, ¿de acuerdo? Buen chico.

Bane guardó la salchicha en el bolsillo, volvió a la escotilla y empezó a manosear el cerrojo que, normalmente, debería haberse abierto sin esfuerzo.

El cerrojo, sin embargo, se resistió a sus intentos. Bane lo miró con irritación y descargó su pequeño puño sobre él. El perro mantuvo la vista fija en la salchicha, muy atento a ella.

—¿Ibas a alguna parte, Alteza? —inquirió Haplo, apoyado en uno de los mamparos con aire relajado. El patryn había decidido emplear el tratamiento debido a un príncipe humano, con el fin de destacar la figura de Bane como legítimo heredero del trono de las Volkaran, y se había dicho que era mejor empezar a acostumbrarse enseguida, antes de aparecer en público. Naturalmente, tendría que reprimir el tonillo irónico que se le había escapado en esta ocasión.

Bane dirigió una mirada de reproche al perro, hizo un último y vano intento de forzar el cerrojo recalcitrante y, por fin, se volvió hacia Haplo con una mirada gélida.

—Quiero salir fuera. Aquí dentro hace calor y me sofoco. Y huele a perro — añadió despectivamente.

El animal escuchó su nombre y, creyendo que se referían a él con algún comentario amistoso —tal vez en relación con la salchicha—, meneó el rabo y se relamió por anticipado.

—Has usado la magia para cerrar eso, ¿verdad? —continuó Bane en tono acusador, al tiempo que daba otro empujón a la escotilla.

—La misma que para el resto de la nave, Alteza. Tuve que hacerlo. De nada serviría dejar una sola parte de ella sin proteger, igual que sería absurdo lanzarse a la batalla con un agujero en mitad de la armadura. Además, no creo que quieras salir ahí fuera ahora mismo. Se avecina otra tormenta, y recuerdas cómo eran las tormentas de Drevlin, ¿verdad?

—Lo recuerdo. Soy tan capaz como tú de ver aproximarse una tormenta. Y no habría estado demasiado rato fuera. No pensaba ir muy lejos.

—¿Adónde ibas, pues, Alteza?

—A ninguna parte. A estirar un poco las piernas, simplemente.

—¿No pensarías entrar en contacto con los enanos por tu cuenta y riesgo?, ¿verdad?

—Claro que no, Haplo —respondió Bane con los ojos como platos—. El abuelo dijo que me quedara a tu lado. Y yo siempre obedezco al abuelo.

Haplo apreció el énfasis en esta última palabra y, con una sonrisa torva, murmuró:

—Bien. Recuerda que estoy aquí para protegerte, ante todo. En este mundo no estás muy seguro. Ni siquiera siendo un príncipe. Hay quien querría matarte sólo por eso.

—Ya lo sé —dijo Bane con aire sumiso y algo contrito—. La última vez que estuve aquí, casi perdí la vida a manos de los elfos. Creo que no había pensado en ello. Lo lamento, Haplo. —Sus claros ojos azules se alzaron hacia el patryn—. El abuelo ha acertado de lleno al elegirte como mi protector. Tú también obedeces siempre a Xar, ¿verdad, Haplo?

La pregunta pilló por sorpresa al patryn, que dirigió una rápida mirada a Bane mientras se preguntaba qué pretendía insinuar el chiquillo con sus palabras. Nada, tal vez, pero… Por un instante, Haplo creyó distinguir un destello de astucia, socarrón y malévolo, en aquellos grandes ojos azules. Pero no; Bane lo miraba con candidez y no vio en él más que a un niño que hacía una pregunta infantil. Dio media vuelta y anunció:

—Vuelvo a la sala de gobierno para seguir la vigilancia.

El perro soltó un gañido y dirigió una mirada patética a la salchicha, aún guardada en el bolsillo de Bane.

—No me has preguntado si he visto alguna grieta en el casco —le recordó el pequeño.

—¿Y bien? ¿Has visto alguna?

—No. Has obrado la magia bastante bien. No tanto como el abuelo, pero bastante bien.

—Gracias, Alteza —dijo Haplo y, con una reverencia, se alejó.

Bane extrajo la salchicha y dio con ella un golpecito juguetón en el hocico al animal.

—Esto, por delatarme —dijo con un leve tono de reproche.

El perro clavó la mirada en la salchicha, hambriento y babeante.

—De todos modos, supongo que ha sido mejor así —continuó Bane, con gesto enfurruñado—. Haplo tiene razón. Me había olvidado de esos malditos elfos. Me gustaría encontrar al que me arrojó de la nave en esa ocasión. Le diría a Haplo que lo arrojara al Torbellino. Y me quedaría mirando mientras cae hasta el mismo fondo. Seguro que oiría sus gritos mucho, muchísimo rato. Sí, el abuelo tenía razón, ahora lo comprendo. Haplo me resultará útil hasta que encuentre a otro. Aquí tienes. —Bane bajó la salchicha. El perro la cogió con avidez y la engulló de un bocado. El muchacho le acarició el sedoso pelaje de la cabeza con afecto—. Entonces serás mío. Y tú, yo y el abuelo viviremos juntos y no dejaremos que nadie le haga daño nunca más. ¿Verdad, muchacho?

Bane acercó la mejilla a la testuz del animal y abrazó su peludo cuerpo.

—¿Verdad, muchacho?