CAPÍTULO 23

MONASTERIO KIR,

ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO

Hugh despertó con un zumbido en la cabeza, un dolor sordo y pulsante que le subía por el cuello y lo atravesaba hasta la parte posterior de los globos oculares, y la lengua torpe e hinchada. Sabía qué le sucedía y cómo ponerle remedio. Se incorporó en la cama y su mano buscó a tientas la botella de vino que nunca estaba lejos de su alcance. Fue entonces cuando vio a la mujer y el recuerdo lo golpeó con crueldad, más doloroso que las punzadas que le taladraban la cabeza. Se quedó mirándola, falto de palabras.

Estaba sentada en una silla —la única silla— y, por su actitud, llevaba allí bastante tiempo. Su tez estaba pálida y fría y toda su figura, con los cabellos blancos y la túnica plateada, resultaba descolorida como el hielo del Firmamento. Salvo los ojos, que reflejaban los mil y un colores del sol como un prisma de cristal.

—La botella está ahí, si la quieres —dijo.

Hugh consiguió bajar los pies de la cama, se dio impulso y se levantó. Hizo una breve pausa hasta que la luz que estalló ante sus ojos se hubo amortiguado lo suficiente como para permitirle ver más allá y avanzó hacia la mesa. Se percató de la presencia de otra silla y advirtió, al mismo tiempo, que la celda estaba limpia y ordenada.

Y él, también.

Tenía el cabello y la barba llenos de un polvo fino y la piel le escocía, impregnada en el penetrante olor de la grisa.[51] El olor le evocó vívidos recuerdos de la infancia, de los monjes kir frotando los cuerpos de los jóvenes acólitos, hijos abandonados como él.

Hugh hizo una mueca, se rascó la barbilla y se sirvió una jarra del vino peleón. Se disponía a dar un trago cuando recordó que tenía una invitada. Sólo había una jarra, de modo que se la ofreció, advirtiendo con sombría satisfacción que la mano no le temblaba.

Iridal movió la cabeza y dijo «no, gracias» sin emitir sonido alguno, formando las palabras en los labios.

Hugh soltó un bufido y engulló el vino de un rápido trago para no tener que saborearlo. El zumbido de la cabeza disminuyó y el dolor se hizo mas sordo. Levantó la botella sin pensar, pero titubeó. Podía dejar las preguntas sin respuesta; al fin y al cabo, ¿qué más daba? Pero también podía averiguar qué sucedía, la razón de la presencia de Iridal.

—¿Me has dado un baño? —inquirió, mirándola.

Un leve rubor bañó las pálidas mejillas de la misteriarca. Sin mirar a su interlocutor, respondió:

—Lo han hecho los monjes. Yo se lo pedí. Y también han fregado el suelo, han traído ropa de cama limpia y una túnica…

—Estoy impresionado. Me asombra que te dejaran entrar, y que hayan cumplido tus órdenes. ¿Con qué los has amenazado? ¿Con vientos aulladores, con terremotos; con evaporar sus reservas de agua, tal vez…?

Iridal no respondió. Hugh sólo hablaba para llenar el silencio, y los dos lo sabían.

—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente?

—No lo sé. Muchas horas.

—Y tú te has quedado y has hecho todo esto… —Dirigió una mirada en torno a la estancia—. El asunto que te ha traído tiene que ser importante…

—Lo es —asintió Iridal, y volvió los ojos hacia él.

Hugh había olvidado la belleza de aquellos ojos, la hermosura de la mujer. Había olvidado que la amaba y la compadecía, que había muerto por ella y por su hijo. Todo aquello se había perdido en los sueños que lo atormentaban de noche y que ni siquiera el vino podía ahogar.

Y en aquel momento, mientras se sentaba y fijaba la mirada en sus ojos, se dio cuenta de que la noche anterior, por primera vez en todo aquel tiempo, no había tenido sueños.

—Quiero contratarte —dijo la mujer con voz fría, como si estuviera tratando de negocios—. Quiero que hagas un trabajo para mí…

—¡No! —Exclamó él, y se puso en pie de un brinco, sobreponiéndose al destello de dolor que centelleó en su cabeza—. ¡No volveré a salir ahí fuera!

Cerró el puño y descargó un golpe en la mesa que derribó la botella de vino y la hizo caer al suelo. El frasco de grueso vidrio no se rompió, pero el líquido se derramó, para desaparecer entre las grietas del suelo.

Iridal lo miró, perpleja.

—Siéntate, por favor. No estás bien.

Crispado de dolor, Hugh se llevó las manos a las sienes y se tambaleó. Apoyándose pesadamente en la mesa, volvió a su silla dando tumbos y se derrumbó en ella.

—¡No estoy bien…! —Ensayó una sonrisa—. Esto es una resaca, señora, por si no habías visto ninguna. —Fijó la mirada en las sombras y añadió bruscamente—: Ya lo intenté, ¿sabes? Cuando me trajeron de vuelta de ese lugar, probé a volver a mi antigua actividad. La muerte es mi oficio, lo único que conozco. Pero nadie quería contratarme. Nadie, excepto ellos —movió la cabeza en dirección a la puerta, refiriéndose a los monjes—, soportaba mi cercanía.

—¿Qué significa eso de que nadie quería contratarte?

—Se sentaban a mi mesa para negociar y empezaban contándome sus agravios, mencionando el nombre de la persona que querían hacer matar, dónde podría encontrarla… Pero entonces, poco a poco, iban dejando de hablar. Y no me sucedió sólo una vez, sino cinco, diez… no lo sé. Perdí la cuenta.

—¿Y bien? ¿Qué sucedía? —lo apremió Iridal.

—Hablaban y hablaban de la persona que querían eliminar, de lo mucho que la odiaban, de cómo querían que muriese y de que merecía pasar los mismos sufrimientos que habían padecido su hija, su padre o quien fuera. Pero, cuanto más hablaban de ello conmigo, más nerviosos se ponían. Me miraban y apartaban la vista; después, volvían a estudiarme a hurtadillas y retiraban de nuevo la mirada. Y su tono de voz bajaba y se sentían confundidos con lo que habían dicho. Empezaban a balbucear y a carraspear y, por último, se levantaban del asiento y se alejaban a toda prisa, muchas veces sin una palabra de disculpa. Viéndolos —añadió en tono sombrío—, cualquiera habría pensado que habían apuñalado a la víctima ellos mismos y que los habían sorprendido con el arma ensangrentada todavía en las manos.

—Y lo habían hecho; al menos, de pensamiento —apuntó Iridal.

—¿Y bien? Hasta ahora, el sentimiento de culpa no había afectado a ninguno de mis clientes. ¿A qué viene esto? ¿Qué ha cambiado?

—Has cambiado tú, Hugh. Antes eras como la coralita: te empapabas de su mal, lo absorbías, lo incorporabas a ti y, con ello, los liberabas de la responsabilidad. Pero ahora te has convertido en algo parecido a los cristales del Firmamento. Te miran y ven el reflejo de su propia maldad. Te has convertido en su conciencia.

—Mala cosa, para un asesino —comentó Hugh con una risa irónica—. ¡Pone muy difícil encontrar trabajo! —Fijó la vista en la botella de vino sin reconocerla, la rozó con la punta del pie y la envió rodando por el suelo, trazando un círculo. Luego, levantó la cabeza, se volvió hacia la mujer con una mirada borrosa y murmuró—: Pero a ti no te produzco este efecto.

—Sí, claro que sí. Por eso lo sé —suspiró Iridal—. Te miro y veo mi estupidez, mi ceguera, mi locura, mi debilidad. Me casé con un hombre cuya maldad y crueldad conocía, con la idea romántica de que podría cambiarlo. Cuando comprendí que no sería así, ya me encontraba enredada irremisiblemente en la trama de Sinistrad. Peor aún, había dado a luz un niño inocente y había permitido que el pequeño también se viera envuelto en sus artimañas.

»Habría podido frustrar los planes de mi esposo, pero tuve miedo. Y me resultaba más fácil convencerme de que cambiaría, de que con el tiempo todo mejoraría. Pero entonces apareciste tú y me trajiste a mi hijo y, por fin, vi el amargo fruto de mi estupidez. Vi lo que le había hecho a Bane, el mal que le había causado con mi debilidad. Lo vi entonces y vuelvo a verlo ahora, cuando te miro.

—Al principio, creí que era cosa de los demás. —Hugh retomó su explicación como si no hubiera oído nada—. Pensé que el mundo se había vuelto loco. Pero luego empecé a comprender que era yo. Los sueños… —Se estremeció y sacudió la cabeza—. No. No quiero hablarte de mis sueños.

—¿Por qué acudiste aquí?

—Estaba desesperado y sin dinero —respondió Hugh amargamente—. ¿Adonde podía acudir, si no? Los monjes habían dicho que volvería, ¿sabes? Siempre habían dicho que volvería. —Miró a su alrededor con aire inquieto y se estremeció como si quisiera sacudirse de encima los recuerdos—. En cualquier caso, el abad me contó lo sucedido. Nada más verme, me explicó qué había sido de mí. Había muerto. Había abandonado esta vida… y había sido devuelto a ella. Me habían resucitado.

De improviso, Hugh lanzó otro puntapié a la botella —esta vez con rabia y frustración— y la mandó rodando a un rincón de la celda.

—¿No…, no recuerdas lo que sucedió? —preguntó Iridal con un titubeo. El hombre la miró en silencio, sombrío y ceñudo.

—Mis sueños lo recuerdan. Mis sueños evocan un lugar de belleza inexpresable, imposible de…, de soñar siquiera. Un lugar lleno de comprensión, de compasión… —Quedó en silencio, tragó saliva, carraspeó y volvió a hablar—: Pero el viaje para llegar a ese lugar es terrible. El dolor, el sentimiento de culpa, la conciencia de mis crímenes… El alma arrancada de mi cuerpo… Y ahora no puedo volver atrás. Ya lo he intentado.

Iridal lo miró, espantada.

—¿Suicidio…?

Hugh asintió con una sonrisa terrible.

—Frustrado. En dos ocasiones. El miedo me impidió consumarlo.

—El valor es preciso para vivir, no para morir —replicó Iridal.

—¿Cómo puedes estar segura de tal cosa, señora? —inquirió Hugh con amarga ironía.

Iridal apartó la mirada y la bajó a las manos, que se retorcían en su regazo.

—Cuéntame qué sucedió —pidió Hugh.

—Tú…, tú y Sinistrad luchasteis. Conseguiste clavarle el puñal, pero la herida no fue mortal. Sinistrad tenía el poder de convertirse en serpiente; lo hizo y te atacó. Su magia… te emponzoñó la sangre. Al final, Sinistrad murió, pero no sin haberte…

—¿No sin haberme dado muerte a mí también?

Iridal se humedeció los labios, pero no miró al hombre a la cara.

—El dragón nos atacó. El dragón de azogue de Sinistrad. Muerto mi esposo, el dragón quedó libre de su control y se volvió loco. A partir de ahí, todo se confunde en mi mente. Haplo, el hombre de la piel azul, se llevó a Bane. Me vi a punto de morir… y no me importó. Tienes razón —la mujer levantó la cabeza y dirigió una mirada lánguida a su interlocutor—: Parecía mejor opción la muerte que seguir viviendo. Pero Alfred hechizó al dragón y lo sometió a su dominio. Y entonces…

Los recuerdos revivieron…

Iridal contempló con asombro y temor al dragón, cuya gigantesca cabeza se mecía adelante y atrás como si escuchara una voz tranquilizante y arrulladora.

—Lo has encarcelado en su mente —murmuró.

—Exacto —asintió Alfred—. Es la prisión más sólida que se ha construido jamás.

—Y yo estoy libre —continuó ella con alegre sorpresa—. Y no es demasiado tarde. ¡Aún hay esperanza! ¡Bane, hijo mío! ¡Bane!

Iridal corrió hacia la puerta donde había visto al chiquillo por última vez. La puerta había desaparecido. Los muros de su prisión se habían derrumbado, pero los cascotes le impedían el paso.

—¡Bane! —exclamó, tratando en vano de apartar uno de los pesados bloques de piedra que el dragón había derribado en su furia. Su magia podría haberla ayudado, pero Iridal no conseguía recordar las palabras del hechizo. Estaba demasiado cansada, demasiado vacía. Pero tenía que alcanzar al pequeño. Si conseguía mover aquel obstáculo…

—No, mujer. Deja eso —dijo una voz suave y afable. Unas manos cariñosas asieron las suyas—. No serviría de nada. A estas alturas ya está muy lejos. Haplo se lo ha llevado de nuevo a la nave elfa.

—¿Haplo? ¿Que Haplo se…, se ha llevado a mi hijo? —Para Iridal, aquello no tenía pies ni cabeza—. ¿Por qué? ¿Qué quiere de él?

—No lo sé —respondió Alfred—. No estoy seguro. Pero no te preocupes: recuperaremos a Bane. Sé adonde se dirigen.

—Entonces, tenemos que ir tras ellos —dijo Iridal.

Pero, al mirar a su alrededor, se sintió impotente. Las puertas habían desaparecido bajo los cascotes, y los huecos abiertos en las paredes dejaban a la vista un paisaje de parecida desolación. La estancia estaba tan cambiada que, de pronto, le resultaba ajena; como si hubiera entrado en la casa de un desconocido. No tenía idea de adonde ir, de cómo encontrar una salida, de cómo abandonar el lugar.

Y entonces vio a Hugh.

Iridal sabía que había muerto. Antes de que el hombre exhalara el último aliento, ella había querido decirle que por fin comprendía, que le agradecía su ayuda. Pero Hugh había expirado demasiado pronto, demasiado deprisa.

Se dejó caer al lado del cuerpo, tomó una mano helada entre las suyas y la apretó contra su mejilla. En la muerte, el rostro de Hugh reflejaba una serenidad y una paz como el hombre no había conocido en toda su existencia. Una paz que Iridal envidió.

—Has entregado tu vida por mí y por mi hijo —murmuró, vuelta hacia él—. Ojalá hubieras vivido para ocuparte de que hiciera buen uso de tu regalo. Me has enseñado muchas cosas y todavía me habrías podido instruir en muchas más. Podrías haberme ayudado, y yo a ti. Podría haber llenado el vacío que llevabas dentro. ¿Por qué no lo haría cuando tuve ocasión?

—¿Qué crees que habría sido de él, si no hubiera muerto? —inquirió Alfred.

—Creo que habría intentado compensar todo el mal que hizo en su vida. Hugh era un prisionero, como yo —continuó Iridal—, pero ha conseguido escapar. Ahora, es libre.

—Tú también lo eres.

—Sí, pero estoy sola.

Con la mente tan vacía como su corazón, Iridal se sentó junto a Hugh y tomó su mano inerte entre los dedos. Aquel vacío le gustaba. Tenía miedo de sus sentimientos y, en aquel estado, no sentía nada. Pero sabía que el dolor llegaría, más terrible que las zarpas de un dragón desgarrándole las entrañas. El dolor del remordimiento, del arrepentimiento, que le desgarraría el alma.

La mujer se percató vagamente de que Alfred se había puesto a canturrear y había iniciado una danza lenta y garbosa —que parecía muy inapropiada en aquel hombre ya anciano, con su cabeza calva y los faldones de su casaca aleteantes, sus pies demasiado grandes y sus manos torpes—, girando y agachándose y meciéndose a un lado y a otro por la estancia cubierta de cascotes. Iridal no tenía idea de qué significaba aquello, ni le importaba.

Permaneció sentada, estrechando la mano de Hugh… y notó una vibración en los dedos del hombre. Iridal no dio crédito a la sensación.

«La mente nos juega malas pasadas —se dijo—. Cuando deseamos muchísimo una cosa, nos convencemos a nosotros mismos de que…»

Los dedos de Hugh se agitaron entre los suyos con movimientos espasmódicos, como estertores de muerte.

Pero Hugh llevaba mucho rato muerto. El suficiente como para que ya tuviera la piel fría, la sangre se hubiera retirado de sus labios y de su rostro, y sus ojos se hubieran hundido en las órbitas.

—Me estoy volviendo loca… —musitó, y dejó caer la mano de Hugh sobre su pecho inmóvil. Se inclinó sobre él para cerrarle los ojos, todavía abiertos. Las pupilas se movieron y la miraron. Los párpados pestañearon. La mano tembló. El pecho recobró la actividad, subiendo y bajando al ritmo de la respiración.

Hugh lanzó un grito angustiado, lleno de dolor…

Cuando Iridal recobró el sentido, yacía en otra estancia, en una cama ajena; estaba en una casa amiga, perteneciente a otro de los misteriarcas del Reino Superior.

Al lado de la cama distinguió a Alfred, que la observaba con expresión inquieta.

—¡Hugh! —Exclamó ella, incorporándose hasta quedar sentada en el lecho—. ¿Dónde está Hugh?

—Está bien atendido, querida —respondió Alfred, solícito y (así se lo pareció a Iridal) algo confuso—. No te preocupes por él; se pondrá bien. Unos amigos tuyos se han ocupado de él.

—¡Quiero verlo!

—No me parece aconsejable —replicó él—. Tiéndete otra vez, por favor.

Alfred se afanó con las mantas, arropó a Iridal, le envolvió los pies con ternura y alisó unas arrugas imaginarias.

—Tienes que descansar, dama Iridal. Has pasado por un trance terrible. El desconcierto, la tensión… Hugh resultó herido de gravedad, pero está siendo tratado…

—Estaba muerto —dijo la mujer.

Alfred evitó su mirada y continuó jugueteando con la ropa de cama.

Iridal intentó asirlo de la muñeca, pero Alfred fue demasiado rápido para ella y retrocedió varios pasos. Cuando abrió la boca, pareció que dialogaba con sus zapatos.

—Hugh no estaba muerto, aunque su estado era pésimo. Comprendo que te confundieras. A veces, el veneno produce este efecto de…, de hacer que los vivos parezcan estar muertos.

Iridal apartó la manta, se puso en pie y avanzó hacia Alfred, quien intentó apartarse, tal vez escapar de la estancia, pero se hizo un lío con sus propios pies, trastabilló y tuvo que asirse a una silla.

—Estaba muerto. ¡Y tú le has devuelto la vida!

—No, no. Vamos, no seas ridicula —protestó Alfred con una débil sonrisa—. Has…, has sufrido una gran conmoción e imaginas cosas. Jamás podría hacer una cosa así. ¡Ni yo, ni nadie!

—Un sartán, sí —replicó Iridal—. Conozco la historia de los sartán. Tenían su biblioteca aquí, en el Reino Superior, y Sinistrad los estudiaba. Estaba obsesionado con ellos y con su magia. Nunca logró descubrir la clave que desvelara sus misterios, pero conocía su existencia por los escritos que dejaron en humano y en elfo. Y los sartán tenían el poder de resucitar a los muertos. La nigromancia…

—¡No! —Protestó Alfred con un escalofrío—. Quiero decir, sí. Es cierto que tienen… que tenemos ese poder. Pero no debe ser utilizado jamás. ¡Jamás! Porque, por cada ser que es devuelto a la vida cuando no le corresponde, hay otro que pierde la suya antes de que sea su hora. Podemos ayudar a los agonizantes y hacer todo lo posible para impedir que traspasen el umbral pero, una vez cruzado éste… ¡jamás! ¡Jamás…!

—Alfred mantuvo su negativa con insistencia, calma y firmeza —declaró Iridal, volviendo al presente con un leve suspiro—. Respondió a todas mis preguntas de buen grado, aunque no sin reservas. Incluso empecé a pensar que, en efecto, me había confundido y sólo estabas bajo los efectos del veneno. Pero ahora lo sé —continuó al ver la sonrisa amarga de los labios de Hugh—. Ahora sé la verdad. Creo que ya entonces la supe, pero no quise creerla por consideración hacia Alfred. Él fue muy bueno conmigo, ayudándome a buscar a mi hijo cuando no le habría costado nada desembarazarse de mí… Porque Alfred tiene sus propios problemas.

Hugh refunfuñó. No tenía ningún interés por los problemas de otros.

—¡Mintió! ¡Fue él quien me devolvió a la vida! ¡El maldito mintió!

—Yo no estoy tan segura —apuntó Iridal con un suspiro—. Resulta extraño, pero creo que Alfred estaba seguro de decir la verdad. No recordaba lo que había sucedido en realidad.

—Cuando le ponga la mano encima, recordará. Sartán o no, te aseguro que lo hará.

Iridal lo miró con cierta perplejidad.

—¿Entonces, me crees?

—¿Respecto a Alfred? —Hugh la miró tétricamente y alargó la mano para coger la pipa—. Sí, te creo. Creo que lo he sabido desde el principio, pero no quería reconocerlo. Ésa no fue la primera ocasión en que Alfred llevó a cabo ese truco suyo de la resucitación.

—Entonces, ¿por qué insistías en que había sido yo? —preguntó ella, desconcertada.

—No lo sé —murmuró Hugh, jugando con la pipa entre los dedos—. Tal vez quería creer que habías sido tú quien me había devuelto la vida.

Iridal se sonrojó y apartó la mirada.

—En cierto modo, así fue. Alfred te salvó porque le dio lástima mi dolor, y por compasión ante tu sacrificio.

Los dos permanecieron sentados en silencio largo rato. Iridal, mirándose las manos; Hugh, dando chupadas a la pipa fría y vacía. Para encenderla tendría que haberse levantado y caminado hasta el fuego de la chimenea y no estaba seguro de poder cubrir ni siquiera aquella breve distancia sin caerse. Miró con pesar la botella de vino vacía. Podía haber pedido otra, pero decidió no hacerlo. Ahora tenía un objetivo claro y los medios para alcanzarlo.

—¿Cómo has dado conmigo? —inquirió—. ¿Y por qué has esperado tanto?

Iridal alzó el rostro, aún más ruborizado, y respondió primero a la última pregunta.

—¿Cómo iba a venir? Volver a verte… El dolor habría sido insoportable. Acudí a los otros misteriarcas, a los que te recogieron del castillo y te trajeron aquí abajo. Ellos me contaron que… —La mujer vaciló, sin saber muy bien adonde la llevarían sus palabras.

—… que había retomado mi antigua profesión como si nada hubiera sucedido, ¿no es eso? Bien, es verdad que intenté fingir que todo era como antes… —reconoció Hugh con aire sombrío—. Y pensé que no te gustaría verme aparecer a tu puerta.

—Nada de eso, Hugh. Créeme, si hubiera sabido… —Iridal tampoco terminó de ver claro adonde conducía aquello y dejó la frase a medias.

—… si hubieras sabido que me había vuelto un borracho, me habrías ofrecido de buen grado unos cuantos barls, un tazón de sopa y un rincón para dormir en el establo, ¿no es eso? ¡Gracias, señora, pero no necesito tu compasión ni tu limosna! —Se incorporó, sobreponiéndose al dolor que le taladraba la cabeza, y dirigió una mirada furiosa a la mujer. Con los dientes apretados contra la boquilla de la pipa, masculló—: ¿Qué puedo hacer por Su Señoría?

Iridal se encolerizó también. Nadie se dirigía en aquel tono a una misteriarca, y menos aún un asesino borracho y fracasado. Los ojos irisados brillaron como el sol a través de un prisma cuando se puso en pie y se irguió con una expresión de dignidad ofendida.

—¿Y bien? —insistió el hombre.

Ella lo miró de hito en hito y, advirtiendo la angustia de su interlocutor, vaciló:

—Supongo que me lo he merecido. Te pido disculpas…

—¡Maldita sea! —Exclamó él, casi partiendo en dos de un mordisco la boquilla de la pipa—. ¿Qué es lo que quieres de mí?

Iridal palideció de nuevo.

—Quiero… contratarte.

Hugh la miró en silencio, con expresión sombría. Apartándose de ella, anduvo hasta la puerta y clavó la vista en la mirilla cerrada.

—¿Quién es el objetivo? Y no levantes la voz.

—¡No se trata de matar a nadie! —Respondió Iridal—. No he venido a contratarte para que mates a nadie. Mi hijo ha aparecido. Los elfos lo retienen como rehén. Me propongo liberarlo y necesito tu ayuda.

—¡De modo que se trata de eso! —Gruñó Hugh—. ¿Y dónde tienen al muchacho?

—En el Imperanon.

Hugh se volvió, incrédulo, y miró a Iridal.

—¿El Imperanon? Señora, necesitas ayuda, es cierto —se quitó la pipa de la boca y señaló con ella a Iridal—. Alguien debería encerrarte a ti en una celda y…

—Te pagaré. Te recompensaré espléndidamente. La tesorería real…

—No tiene suficiente riqueza —la interrumpió Hugh—. No existen suficientes barls en el mundo para convencerme de que me interne hasta el corazón mismo del imperio enemigo para rescatar a ese pequeño…

Con una llamarada de sus tornasolados ojos, Iridal le avisó que no siguiera.

—Es evidente que he cometido un error —murmuró fríamente—. No seguiré molestándote.

Se encaminó a la puerta pero Hugh permaneció donde estaba, plantado ante ella e impidiéndole el paso.

—Apártate —ordenó.

Hugh se llevó otra vez la pipa a los labios, le dio una breve chupada y contempló a Iridal con una sonrisa de mal agüero.

—Ahora me necesitas, señora. Soy la única posibilidad que tienes. Me pagarás lo que te pida.

—¿Y qué quieres? —preguntó ella.

—Que me ayudes a encontrar a Alfred.

Iridal lo miró, muda de sorpresa. Después, movió la cabeza.

—No…, no puedo hacer nada al respecto, Hugh. Alfred ha desaparecido y no tengo modo de dar con él.

—Quizás está con Bane.

—Quien está con mi hijo es el otro, Haplo, el hombre de la piel azul. Y, si Haplo está con él, seguro que Alfred no. Son enemigos acérrimos, aunque no puedo explicarte por qué, Hugh. No lo entenderías.

Hugh arrojó la pipa al suelo y, extendiendo las manos, asió a Iridal por ambos brazos y los presionó con fuerza.

—¡Me haces daño! —protestó ella.

—Ya lo sé, y no me importa. ¡Ahora, intenta entender tú! —Exclamó Hugh—. Imagina que eres ciega de nacimiento y te contentas con un mundo de oscuridad porque no has conocido nunca otra cosa. Entonces, de pronto, se te concede el don de la vista y conoces todas las maravillas que jamás habías sido capaz de imaginar: el cielo, los árboles, las nubes y el Firmamento. Y luego, tan de improviso como llegó, el don te es arrebatado. Vuelves a estar ciega y te sumerges de nuevo en la oscuridad. ¡Pero, esta vez, sabes lo que has perdido!

—Lo siento —susurró Iridal. Inició el gesto de levantar la mano para tocar el rostro de Hugh, pero él la rechazó. Airado, avergonzado, apartó la cara—. Está bien, accedo a lo que pides. Si haces esto por mí, yo haré cuanto esté en mi mano para ayudarte a encontrar a Alfred.

Durante unos instantes, ninguno de los dos dijo nada. Ninguno fue capaz.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó él por último, con aspereza.

—Quince días. Stephen se encontrará en esa fecha con el príncipe Reesh’ahn. Aunque no creo que los elfos de Tribus estén al corriente de ello…

—Por supuesto que lo están, señora. Tribus no se atreverá a permitir que tal encuentro se produzca. Me pregunto qué tendrían pensado hacer antes de que ese chico tuyo cayera en sus manos. Reesh’ahn es listo. Ha sobrevivido a tres intentos de asesinato gracias a su guardia especial, ésa que llaman la Invisible. Hay quien dice que son los kenkari quienes ponen sobre aviso al príncipe… —Hugh hizo una pausa, pensativo, y añadió—: Esto me acaba de dar una idea…

Se sumió en reflexiones al tiempo que se palpaba las ropas en busca de la pipa, olvidando que la había arrojado al suelo.

Iridal se inclinó, alargó la mano y la recogió para devolvérsela.

Él la cogió casi sin darse cuenta, sacó un poco de esterego de una bolsa de cuero grasienta y llenó la cazoleta. Dio unos pasos hasta el hogar, levantó un ascua con las tenazas y aplicó el carbón a la pipa. Una fina columna de humo se alzó de ella, acompañada del olor acre del esterego.

—¿Qué…? —empezó a decir Iridal.

—¡Silencio! —La interrumpió el hombre—. Que quede claro, señora: a partir de ahora harás lo que yo diga y cuando lo diga. Nada de preguntas. Si hay tiempo, te daré explicaciones; si no lo hay, tendrás que confiar en mí. Rescataré a ese hijo tuyo. Y tú me ayudarás a encontrar a Alfred. ¿Cerramos el trato?

—Sí —se apresuró a responder Iridal.

—Bien. —Hugh bajó la voz y dirigió la mirada a la puerta—. Necesito a dos monjes aquí. Y ningún observador. ¿Puedes encargarte?

Iridal se acercó a la puerta y abrió la mirilla. En el pasillo había un monje, probablemente con órdenes de esperar a que la mujer saliera.

La misteriarca se volvió y asintió.

—¿Estás en condiciones de andar? —preguntó en voz alta, con tono de repugnancia.

Hugh captó la indirecta. Depositó la pipa con todo cuidado cerca de la chimenea y luego, cogiendo la botella de vino, la estrelló contra el suelo. Tropezó con la mesa, cayó en el charco de vino derramado y cristales rotos y rodó entre ellos.

—¡Oh, sí! —murmuró, tratando de incorporarse sin conseguirlo—. Claro que estoy en condiciones. Vamos.

Iridal volvió a la puerta y llamó enérgicamente con los nudillos.

—Ve a buscar al abad —ordenó.

El monje se marchó y regresó con el superior. Iridal corrió el cerrojo y abrió la puerta.

—Hugh la Mano ha accedido a acompañarme —anunció—, pero ya ves el estado en que se encuentra. Es incapaz de caminar sin ayuda. Si dos de tus monjes pudieran transportarlo, te estaría sumamente agradecida.

El abad frunció el entrecejo con aire dubitativo. Iridal sacó una bolsa de debajo de la capa.

—Mi gratitud es de naturaleza material —añadió, sonriendo—. Creo que las donaciones al monasterio siempre son bien recibidas…

El abad aceptó la bolsa.

—Enviaré a dos de los hermanos. Pero no debes mirarlos ni hablar con ellos.

—Entendido, abad. Ya estoy dispuesta para marcharme.

No se volvió para mirar a Hugh, pero escuchó claramente el crujir de los cristales rotos, la respiración pesada y las maldiciones por lo bajo.

El abad se mostró muy complacido y agradecido por su partida. La misteriarca había perturbado el monasterio con sus imperiosas exigencias, había causado una conmoción entre los hermanos y había traído demasiado del mundo de los vivos a un lugar dedicado a los muertos. Él mismo escoltó a Iridal escaleras arriba y por los pasadizos del monasterio hasta la puerta de entrada. Una vez allí, prometió que enviaría a Hugh a reunirse con ella, por su pie si podía andar, o trasladado por sus monjes si era incapaz de hacerlo. Tal vez el abad tampoco lamentaba librarse de su incómodo huésped.

Iridal inclinó la cabeza y expresó su agradecimiento, sin decidirse a emprender la marcha. Deseaba quedarse en las inmediaciones por si Hugh necesitaba su ayuda, pero el abad, con la bolsa entre las manos, no desapareció en el interior del edificio sino que aguardó bajo el quinqué de la puerta para asegurarse de que la mujer se alejaba de verdad.

Así pues, a Iridal no le quedó otro remedio que dar media vuelta, abandonar las cercanías del monasterio y regresar donde aguardaba dormido su dragón. Sólo entonces, cuando la vio con el dragón, el abad dio media vuelta y entró de nuevo en el sombrío edificio, cerrando de un portazo.

Iridal miró hacia allí y se preguntó qué hacer. No sabía qué se proponía Hugh, pero llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era despertar al dragón y tenerlo a punto para trasladarlos a ambos lejos de aquel lugar, lo antes posible.

Despertar a un dragón dormido es siempre un asunto delicado, pues estas criaturas son independientes por naturaleza y, si la de Iridal despertaba libre del hechizo que la subyugaba, era capaz de decidir cualquier cosa: escapar volando, atacar a la mujer, atacar el monasterio o una combinación de las tres.

Por fortuna, el dragón permanecía sometido al encantamiento y emergió del sueño sólo ligeramente irritado por el hecho de que lo despertaran. Iridal lo tranquilizó y lo cubrió de elogios, prometiéndole un opíparo banquete cuando regresaran a casa.

El dragón extendió las alas, agitó la cola y procedió a inspeccionar su escamosa piel buscando alguna señal de las pequeñas y molestas lombrices de dragón, un parásito que gusta de refugiarse bajo las escamas y chuparle la sangre a las enormes criaturas.

Iridal lo dejó dedicarse a su labor y se volvió para observar la entrada del monasterio, que distinguía desde su atalaya. Ya empezaba a inquietarse, temiendo que Hugh hubiese cambiado de idea, y se preguntó qué hacer en tal caso, pues con toda seguridad el abad no volvería a permitirle la entrada por mucho que lo amenazara con emplear la magia.

En aquel instante, Hugh apareció en la puerta, casi como si lo hubiesen expulsado de un empujón. Llevaba un hatillo en una mano —una capa y ropas para el viaje, sin duda— y una botella de vino en la otra. Cayó al suelo, se incorporó, miró atrás y dijo algo que Iridal no llegó a entender. Mejor para ella, probablemente. Después, se enderezó y miró a su alrededor, sin duda tratando de localizarla.

Iridal levantó el brazo, lo agitó para llamar su atención y lo llamó a gritos.

Quizá fue el sonido de su voz, alarmantemente estridente en la noche clara y fría, o su inesperado gesto —nunca llegaría a averiguarlo—, pero algo despertó al dragón de su hechizo.

Un chillido agudo se alzó detrás de ella, acompañado de un aleteo, y, antes de que la mujer pudiera impedirlo, el dragón alzó el vuelo. El encantamiento del dragón era un juego de niños para una misteriarca. Iridal sólo tuvo que rehacer un hechizo muy simple pero, para ello, se vio obligada a desviar su atención de Hugh durante unos breves instantes.

Desconocedora de las intrigas y maquinaciones de la corte real, a Iridal no se le pasó por la imaginación que tal distracción fuera deliberadamente provocada.