CAPÍTULO 22
MONASTERIO KIR,
ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO
Los perfiles angulosos de las paredes de granito que formaban el monasterio kir se alzaban, negros y severos, contra la luz mortecina y suavemente radiante que despedía la coralita de las colinas de alrededor. El edificio estaba oscuro y silencioso; de su interior no escapaba luz o sonido alguno. Un quinqué solitario que ardía con una débil llama sobre la entrada —una señal para quienes precisaban socorro— era el único indicio de que el lugar estaba habitado.
Iridal desmontó de su dragón y dedicó unos momentos a calmarlo, acariciándole el cuello. La criatura estaba nerviosa, inquieta, y no respondió de inmediato al hechizo de sueño que la mujer intentó lanzarle. Los jinetes siempre hacían dormir a sus dragones después de un vuelo; el hechizo no sólo proporcionaba a la criatura el descanso preciso, sino que la volvía inofensiva, evitando que se le ocurriera arrasar los alrededores en ausencia de su jinete.
Pero aquel dragón se resistía a dejarse hechizar. Apartaba la cabeza, tiraba de las bridas y agitaba la cola a un lado y a otro. De haber sido una jinete de dragones experimentada, Iridal habría reconocido en aquellas reacciones una señal de que había otro dragón en las proximidades.
Los dragones son criaturas muy sociables, amantes de la compañía de sus congéneres, y el de Iridal prefería claramente una charla amistosa a una siesta. El dragón estaba demasiado bien entrenado como para lanzar una llamada (las criaturas aprenden a guardar silencio para no delatar su posición a un posible enemigo), pero no necesitaba emplear la voz pues podía percibir a un compañero por muchos otros medios: el olfato y el oído, entre otros más sutiles.[49]
Si el otro dragón hubiera respondido, Iridal habría tenido que recurrir a medidas mas firmes para dominar a su montura. Sin embargo, la otra criatura no dio ni la más pequeña muestra de haberse percatado de su presencia.
El dragón que le habían prestado a Iridal —una criatura mansa, de una inteligencia nada excepcional— se mostró dolido, pero era demasiado estúpido como para sentirse ofendido gravemente. Fatigado del largo viaje, el dragón se relajó por fin y atendió a las palabras tranquilizadoras de Iridal.
Cuando vio que los párpados se cerraban y la cola empezaba a enroscarse en torno a sus patas, y que las garras se hundían con firmeza en el suelo para quedar bien apoyado, Iridal se apresuró a entonar el encantamiento. El dragón no tardó en quedar profundamente dormido. No volvió a preocuparse por la causa de la inquietud de su montura; concentrada en sus reflexiones sobre el inminente encuentro, que la misteriarca sabía que no sería en absoluto agradable, Iridal borró de su mente la extraña conducta del dragón y empezó a recorrer la corta distancia que la separaba del monasterio.
El edificio carecía de muralla exterior protectora, y ninguna verja impedía la entrada. Los monjes de la muerte no necesitaban de tales protecciones. Cuando los elfos habían ocupado las tierras humanas, habían saqueado y arrasado poblaciones enteras, pero los monasterios kir habían permanecido intactos. Hasta el elfo más ebrio de vino y de sangre recobraba la sobriedad al momento cuando se acercaba a aquellos muros negros y helados.[50]
Iridal reprimió un escalofrío y se concentró de nuevo en lo importante, la recuperación de su hijo perdido. Envuelta en la capa, avanzó con paso firme hasta la puerta de barro cocido, iluminada por el quinqué. Sobre la puerta colgaba una campanilla de hierro. Iridal tiró de la cadena. El tintineo metálico sonó amortiguado y quedó absorbido de inmediato, engullido por las gruesas paredes del edificio. Aceptada como una necesidad para el contacto con el mundo exterior, los monjes permitían que la campanilla hablase, pero no que cantase.
Captó un ruido chirriante. En la puerta apareció una abertura y, en ésta, un ojo.
—¿Dónde está el cadáver? —preguntó sin interés una voz monocorde.
Iridal, con los pensamientos en su hijo, se quedó paralizada, sorprendida y alarmada ante la pregunta. Tomó las palabras como un presagio siniestro y estuvo a punto de dar media vuelta y escapar de allí, pero la lógica se impuso. La misteriarca se recordó que la pregunta —tan espantosa para ella— era perfectamente natural para los residentes entre aquellos muros.
Los monjes kir veneran la muerte y consideran la vida una especie de estancia en una cárcel que debemos soportar hasta que el alma pueda escapar y encontrar la paz y la felicidad verdaderas en otra parte. Así pues, los kir no prestan ayuda a los vivos, no cuidan a los enfermos ni dan de comer a los hambrientos ni atienden a los heridos. En cambio, asisten a los muertos y celebran el hecho de que el alma haya abandonado su cautiverio. A los kir no les perturba la muerte ni siquiera en sus formas más horribles. Se ocupan de la víctima cuando el asesino ha terminado, recorren el campo de batalla cuando la lucha ha cesado, entran en la ciudad apestada cuando todos los demás han huido…
El único servicio que los monjes ofrecen a los vivos es la custodia de los niños varones desamparados: huérfanos, bastardos, hijos que sus padres no pueden mantener. Todos ellos son educados en la Orden, en el culto a la muerte, y así pervive la tradición kir.
La pregunta que el monje había hecho a Iridal era la que formulaba a cualquiera que llegara a la puerta del monasterio a aquellas horas de la noche, pues, ¿qué otra razón podía tener nadie para acercarse a aquellos muros ominosos?
—No vengo por los muertos —respondió Iridal, recobrando el dominio de sí misma—. Vengo por los vivos.
—¿Se trata de algún niño? —inquirió el monje.
—Sí, hermano —contestó la mujer. «Aunque no en el sentido que lo has dicho», añadió en silencio para sí.
El ojo desapareció, y la mirilla se cerró con un chasquido. La puerta se abrió, y el monje se hizo a un lado con el rostro oculto bajo la capucha negra que le cubría la cabeza. El monje no le dio la bienvenida, no inclinó la cabeza como saludo ni le dedicó ninguna otra muestra de respeto; se limitó a mirar a la recién llegada con muy poco interés. La mujer estaba viva y los vivos apenas contaban para los kir.
El monje avanzó por un corredor sin volver la mirada a Iridal en ningún momento, dando por supuesto que la mujer decidiría si quería seguirlo o no. La condujo a una sala de grandes dimensiones, no lejos de la entrada; desde luego, demasiado cerca como para permitirle más que una fugaz visión del interior de los muros del monasterio. Estaba más oscuro dentro que fuera, pues, en el exterior, la coralita despedía su leve fulgor plateado. En el interior, no había lámparas que iluminasen los pasillos y las salas. Aquí y allá, Iridal distinguió el resplandor de una vela cuya débil luz vacilante permitía a su portador avanzar sin tropiezos. El monje invitó a Iridal a entrar en la estancia, le dijo que aguardara y le anunció que el abad acudiría en breve. Después, se marchó y cerró la puerta con llave, dejando a Iridal incomunicada y a oscuras.
La misteriarca sonrió, al tiempo que se estremecía y se arrebujaba bajo la capa. La puerta era de barro cocido, como todas las del monasterio. Con su magia, Iridal podía hacerla añicos como si fuera hielo. Sin embargo, decidió sentarse a esperar pacientemente, consciente de que no era el momento indicado para recurrir a amenazas. Eso llegaría más tarde.
La puerta se abrió, y entró un hombre portando una vela. Era un anciano de considerable estatura, delgado y enjuto hasta el punto de parecer que no tenía carne suficiente para cubrir todos sus huesos. Estaba completamente calvo, o tal vez llevaba el cráneo rasurado. Apenas dedicó una mirada a Iridal mientras pasaba por delante de ella y, sin la menor cortesía, tomó asiento tras un escritorio. Cogió una pluma, alargó la mano, colocó debidamente una hoja de pergamino y —sin mirar a la mujer ni siquiera entonces— se dispuso a escribir.
—No ofrecemos dinero, ya lo sabes —anunció el hombre (el abad, probablemente, aunque no se había molestado en presentarse) —. Acogeremos al niño, eso es todo. ¿Eres la madre?
De nuevo, la pregunta fue a dar dolorosamente cerca de la herida. Iridal sabía muy bien que el abad daba por sentado que había acudido allí para desprenderse de una carga no deseada; precisamente, la mujer había elegido aquella artimaña para poder entrar en el monasterio. Pese a ello, la hechicera se descubrió a sí misma respondiendo a la pregunta.
Sí, era la madre de Bane. Y había entregado a su hijo. Había dejado que su esposo cogiera al niño y lo diera a otros. ¿Qué podía haber hecho ella para impedírselo? Estaba asustada, y Sinistrad la amenazaba con dar muerte a su padre. Y, cuando Bane había vuelto a ella, Iridal había intentado ganárselo otra vez. Sí, había puesto todo su empeño pero, de nuevo, se había visto impotente. Sinistrad había amenazado con matar a los acompañantes de Bane. El geg, el hombre de la piel azul y…
—En fin, señora —dijo por fin el abad con voz fría, alzando la cabeza y mirando a su interlocutora por primera vez desde su entrada en la sala—. Deberías haber tomado una decisión antes de venir a importunarnos. ¿Quieres que nos hagamos cargo del muchacho, sí o no?
—No he venido para entregaros a ningún muchacho —repuso Iridal, desterrando de su mente aquellos recuerdos del pasado—. He venido para hablar con alguien que reside en esta casa.
—¡Imposible! —declaró el abad. Los ojos hundidos en su flaco y demacrado rostro miraron a la mujer con impaciencia desde unas cuencas en sombras, y reflejaron la luz de la vela como dos llamitas vacilantes en sus pupilas brillantes—. Una vez que un hombre o un muchacho cruza ese umbral, deja atrás el mundo y ya no tiene padre ni madre, hermano ni hermana, amigo ni amante. Respeta sus votos, mujer. Vete y no lo molestes más.
El abad se puso en pie. Lo mismo hizo Iridal. El monje esperaba verla marcharse, de modo que se mostró algo sorprendido y bastante disgustado —a juzgar por su expresión torva y exasperada— cuando observó que la mujer daba un paso adelante y se plantaba ante él.
—Respeto vuestras costumbres, venerable abad. Mi asunto no tiene que ver con ninguno de tus hermanos, sino con alguien que nunca ha hecho los votos. Con alguien a quien se permite residir aquí quebrantando, podría añadir, todas las normas establecidas y haciendo caso omiso de la tradición. Me refiero a Hugh la Mano.
El abad ni siquiera pestañeó.
—Estás confundida —respondió, con tal convicción en la voz que Iridal no habría dudado de su palabra, de no haber sabido positivamente que el monje mentía—. Alguien que empleaba ese nombre vivió aquí, es cierto, pero eso fue cuando era un niño. Hace mucho tiempo que se marchó y no sabemos nada de él.
—Lo primero es cierto —replicó Iridal—. Lo segundo, no. Ese hombre volvió a vosotros hace un año, más o menos. Os contó una historia extraña y os suplicó cobijo. Vosotros disteis por cierto su relato, o bien lo tomasteis por loco y os apiadasteis de él. No —se corrigió al momento—. Vosotros no os apiadáis de nadie. Así pues, le creísteis. Me pregunto por qué.
El abad movió una ceja, la enarcó y cruzó los brazos ante su descarnado pecho.
—Si lo vieras, no tendrías que volver a preguntártelo. Pero no perdamos más tiempo en charlas ociosas, señora. En efecto, el que se hace llamar Hugh la Mano reside aquí y, como dices, no ha hecho los votos que nos apartan del mundo, pero aun así permanece apartado de él. Así lo ha decidido por propia voluntad. No volverá a ver absolutamente a nadie del mundo exterior. Sólo admite el contacto con nosotros, y únicamente para llevarle comida y bebida.
Iridal experimentó un escalofrío pero se mantuvo firme.
—Digas lo que digas, abad, estoy dispuesta a verlo. —Abriendo la capa, Iridal dejó al descubierto un vestido gris plateado, guarnecido de símbolos cabalísticos en el dobladillo, en el cuello, en los puños de las mangas y en el cinto que le ceñía el talle—. Soy una de los que llamáis misteriarcas y vengo del Reino Superior. Mi magia podría hacer pedazos esas puertas de barro, estos muros y hasta tu cabeza, si me lo propongo. Llévame a presencia de Hugh la Mano y no se hable más.
El abad se encogió de hombros. La amenaza lo dejaba indiferente. Antes de permitir a la misteriarca el encuentro con alguien que hubiera tomado los votos, el kir habría dejado que destruyese el monasterio piedra por piedra. En cambio, el caso de Hugh era distinto. El hombre estaba allí por la tolerancia de los monjes. Que se ocupara, pues, de sus propios asuntos.
—Por aquí —dijo con displicencia, pasando ante la mujer camino de la puerta—. No hables con nadie ni levantes los ojos para mirar a nadie. So pena de expulsión.
Al parecer, las amenazas no lo habían impresionado demasiado. Al fin y al cabo, para un monje kir, un misteriarca no era más que otro futuro cadáver.
—He dicho que respetaba vuestros votos y, por tanto, haré lo que me indicas —respondió Iridal con firmeza—. No me importa en absoluto lo que suceda aquí. Lo único que me interesa —hizo hincapié en la palabra— es ver a Hugh la Mano.
El abad abrió la marcha. Como única luz portaba una vela, la mayor parte de cuyo resplandor obstruía con sus propias ropas. Iridal, detrás de él, tenía dificultades para ver dónde ponía los pies y, como los suelos del viejo edificio eran desiguales y estaban salpicados de grietas, se veía forzada a no levantar la mirada del suelo. Los pasadizos estaban desiertos y silenciosos. La misteriarca tuvo la vaga impresión de que a ambos lados de los pasillos se sucedían las puertas cerradas y, en cierto momento, le pareció oír el llanto de un bebé; su corazón se compadeció del pobre pequeño, abandonado y a solas en un lugar tan deprimente.
Llegaron a una escalera, en cuyo rellano se detuvo el abad a buscar otra vela para ella antes de iniciar el descenso. Iridal llegó a la conclusión de que el monje, más que preocuparse por su seguridad, deseaba evitarse la molestia de tener que atenderla si se caía y se rompía algún hueso. Abajo, al pie de la escalera, se hallaban los aljibes del agua. Una serie de puertas cerradas a cal y canto protegían el preciado líquido, que no sólo era empleado para beber y cocinar, sino que formaba parte de las riquezas del monasterio.
Pero, por lo visto, no todas las puertas guardaban agua. El abad se acercó a una de ellas, alargó la mano y movió el picaporte con un chirrido.
—Tienes una visita, Hugh.
No hubo respuesta. Sólo el ruido de algún objeto, quizás una silla, arrastrado por el suelo.
El abad hizo sonar el picaporte con más fuerza.
—¿Está encerrado? ¿Le tenéis prisionero? —inquirió Iridal en voz baja.
—Sólo es prisionero de sí mismo, señora —contestó el abad—. Tiene la llave consigo, ahí dentro. Nadie puede entrar, y tú tampoco debes hacerlo, a menos que él nos entregue la llave.
Iridal vaciló en su determinación y estuvo muy cerca de dar media vuelta y marcharse. En aquellos momentos, dudaba que Hugh pudiese ayudarla y tenía miedo de descubrir en qué se había convertido. Con todo, si él no la ayudaba, ¿quién lo haría? Stephen, no, desde luego; lo había dejado muy claro. Tampoco los demás misteriarcas. La mayor parte de ellos eran magos poderosos, pero no sentían el menor aprecio por su difunto esposo ni tenían motivo alguno para desear que les fuera restituido el descendiente de Sinistrad.
Respecto a otros humanos, Iridal conocía muy pocos y ninguno de ellos la había impresionado demasiado. Sólo Hugh cumplía todos sus requisitos: sabía pilotar una nave dragón elfa, había viajado a tierras de elfos, hablaba su idioma con fluidez y estaba familiarizado con sus costumbres. Era un hombre valiente y osado que se había ganado la vida como asesino profesional y se había labrado la fama de ser el mejor en su oficio. Como la propia Iridal le había recordado a Stephen, él mismo —un rey que podía permitirse lo mejor— lo había contratado en cierta ocasión.
—Hugh, tienes visita —repitió el abad.
—¡Dejadme en paz! —exclamó una voz al otro lado de la puerta.
Iridal suspiró. La voz sonó pastosa y ronca de fumar esterego (la mujer apreció el olor de la pipa desde el pasadizo), de beber en exceso y de falta de uso. Pero la reconoció.
Su esperanza era aquella llave. Hugh la guardaba en su poder por temor a que, si la dejaba en otras manos, pudiera sentir la tentación de pedir que le abrieran. Por lo tanto, debía de quedar en él una parte que deseaba salir.
—Hugh la Mano, soy Iridal, del Reino Superior. Necesito ayuda desesperadamente. Tengo que hablar contigo. Yo… quiero contratarte.
La misteriarca tenía pocas dudas de que Hugh se negaría y, al observar la leve sonrisa desdeñosa de los finos labios del abad, supo que éste pensaba de igual manera.
—Iridal… —repitió Hugh en tono perplejo, como si el nombre se abriera paso a duras penas en su mente empapada de alcohol—. ¡Iridal!
Esta última fue una exclamación, un jadeo áspero, un susurro que surgía de muy adentro, como de algo largo tiempo anhelado y conseguido por fin. Pero en la voz no había amor ni anhelo; al contrario, había una rabia que habría podido fundir el granito.
Un cuerpo pesado golpeó la puerta de barro cocido y, tras unos chasquidos, se abrió en ella una mirilla. Un ojo inyectado en sangre, cubierto en parte por una mata de cabello inmundo, miró afuera, localizó la figura de la mujer, y se fijó en ella sin un parpadeo.
—Iridal…
La mirilla se cerró bruscamente.
El abad se volvió hacia la misteriarca, curioso por ver su respuesta y esperando, probablemente, que la mujer daría media vuelta y saldría corriendo. Pero Iridal se mantuvo firme, aunque los dedos de una mano, oculta bajo la capa, se le clavaron en la carne. La otra mano, la que sostenía la vela, no tembló un ápice.
Del interior llegaron ruidos de una actividad frenética, de muebles volcados y arrastrados, como si Hugh estuviera buscando algo. Una exclamación de triunfo y el golpe de un objeto metálico con la parte inferior de la puerta. Tras una nueva exclamación, ésta de frustración, una llave asomó por debajo de la plancha de barro cocido.
El abad se agachó, recogió la llave y la sostuvo un momento entre los dedos, estudiándola con aire pensativo. Después, se volvió a Iridal y le preguntó con la mirada si quería que abriera la puerta.
Con los labios apretados y un frío gesto de cabeza, la misteriarca indicó que procediera. El abad se encogió de hombros y obedeció.
En el mismo instante en que saltó el pestillo, la puerta se abrió desde dentro. En el umbral apareció una figura fantasmagórica, recortada contra la penumbra ahumada de la celda e iluminada por la vela que ardía ante ella.
La aparición saltó sobre Iridal. Unas manos fuertes la asieron por los brazos, la arrastraron al interior de la celda y la inmovilizaron con la espalda contra la pared. La mujer soltó la vela, que cayó al suelo; la luz se apagó en un charco de cera licuada.
Hugh la Mano se plantó ante el abad, impidiéndole el paso por el hueco de la puerta.
—La llave —exigió. El abad se la entregó—. ¡Ahora, déjanos! —añadió la Mano.
Cerrando la celda de un portazo, Hugh se volvió hacia Iridal. La mujer oyó las suaves pisadas del abad alejándose, desinteresado.
La estancia era pequeña. El mobiliario constaba de un tosco catre, una mesa, una silla —volcada— y, en un rincón, un balde que el inquilino utilizaba, a juzgar por el hedor, para recoger sus necesidades. Presidía la mesa un grueso cirio y, junto a él, la pipa de Hugh. También sobre la mesa había una jarra, un plato de comida a medio terminar y una botella de un licor que olía casi tan mal como el esterego.
Iridal abarcó todos estos objetos en una rápida mirada que también buscaba posibles armas. No temía por ella, naturalmente, pues iba protegida por su poderosa magia, con la que podía dominar al hombre más fácilmente de lo que había hecho con su dragón. No: por quien temía era por Hugh. Le daba miedo que el hombre pudiera hacerse daño antes de que ella pudiera evitarlo, pues su aspecto era el de una persona ebria hasta el punto de la locura.
Hugh se quedó plantado ante ella, mirándola. Su rostro —con la nariz aguileña, la frente despejada y los ojos hundidos y entrecerrados— resultaba espantoso, semioculto por las sombras ondulantes y el halo de humo amarillento. Su respiración era pesada debido al ejercicio frenético, al licor y a una ávida excitación que lo hacía temblar de pies a cabeza. De pronto, se abalanzó sobre ella tambaleándose, con las manos extendidas al frente. La luz bañó de lleno sus facciones y, al verlas, Iridal sí temió por sí misma, pues el licor había inflamado la piel de Hugh, pero no había afectado su mirada.
Una parte de él, en lo más hondo, estaba sobria; una parte de su ser que no podía sentir los efectos del vino por mucho que bebiera, una parte que no podía ser ahogada. Su rostro era casi irreconocible, deformado por el remordimiento y el tormento interior. Sus negros cabellos estaban veteados de canas y su barba, un día cuidadosamente trenzada, aparecía ahora muy larga, rala y despeinada. Llevaba las ropas negras de un monje kir, prendas de desecho a juzgar por su estado lamentable y por el hecho de que le iban demasiado pequeñas. La firme musculatura de su cuerpo se había vuelto fofa pero Hugh poseía una fuerza nacida del vino, pues Iridal aún notaba la presión de sus dedos en los brazos doloridos.
Dio un nuevo paso tambaleante hacia ella. Iridal señaló la llave que mostraba el hombre en su mano temblorosa. Tenía las palabras del hechizo en la punta de la lengua, pero no las pronunció. Ahora podía distinguir con claridad el rostro de Hugh y se habría echado a llorar. La pena, la compasión, el recuerdo de que aquel hombre había entregado su vida y había tenido una muerte horrible por salvar a su hijo la impulsaron a extender las manos hacia él.
Hugh la cogió por las muñecas con una presión intensa y dolorosa; luego, cayó de rodillas ante ella.
—¡Pon fin a la maldición! —le suplicó con voz quebrada—. ¡Te lo suplico, señora! ¡Pon fin a la maldición que lanzaste sobre mí! ¡Libérame! ¡Levántame la pena!
El hombre hundió la cabeza. Unos sollozos ásperos, secos, le estremecieron el cuerpo. Entre temblores incontenibles, sus manos sin fuerzas soltaron las muñecas de Iridal, y la misteriarca se inclinó sobre él, derramando lágrimas sobre sus cabellos canosos, que acarició con dedos helados.
—Lo siento —murmuró, también con voz rota—. ¡Lo siento tanto…!
Hugh alzó la cabeza.
—¡No quiero tu maldita lástima! ¡Libérame! —repitió. Su tono era áspero, cargado de urgencia. Sus manos asieron nuevamente las de ella—. ¡No sabes lo que me has hecho! ¡Ponle fin… ahora!
Iridal lo miró largamente, incapaz de hablar.
—No puedo, Hugh —musitó por último—. No fui yo.
—¡Sí! —Exclamó él con violencia—. ¡Te vi allí! Cuando desperté…
Pero ella movió la cabeza, insistiendo en su negativa.
—Un hechizo así está muy lejos de mi alcance, lo cual agradezco a los antepasados. Debes saberlo —añadió, contemplando los ojos desesperados y suplicantes de Hugh—. Sí, tienes que saberlo. Fue Alfred.
—¡Alfred! —Hugh repitió el nombre con un jadeo—. ¿Dónde está? ¿Ha venido contigo…?
Vio la respuesta en los ojos de la mujer y echó la cabeza hacia atrás como si la agonía le resultara insoportable. Dos gruesas lágrimas escaparon de sus párpados entrecerrados y rodaron por sus mejillas hasta la barba rala y enmarañada. Exhaló un suspiro hondo y estremecido y, de pronto, se volvió loco y empezó a soltar terribles gritos de rabia, a arrancarse el pelo a tirones y a arañarse el rostro con las uñas. Luego, tan de improviso como había empezado, se dejó caer al suelo boca abajo y se quedó quieto, inmóvil como un muerto.
Como ya había estado una vez.