PRÓLOGO

Escribo esto mientras aguardo mi libertad, sentado en una celda de una prisión sartán.[5] La espera será larga, sospecho, porque el nivel del agua de mar que me liberará sube muy lentamente. Sin duda, el nivel del agua está siendo controlado por los mensch, que no quieren causar daño a los sartán sino, simplemente, despojarlos de su magia.[6] El agua del mar de Chelestra es respirable como el aire, pero una muralla de agua que arrasara la costa provocaría una destrucción considerable. Los mensch han demostrado tener una mentalidad práctica bastante notable al haberlo tenido en cuenta, pero sigo preguntándome cómo habrán conseguido obligar a las serpientes dragón a colaborar.

Las serpientes de Chelestra…[7]

Yo sé bastante de maldad, pues he nacido y sobrevivido en el Laberinto, y escapado de él, pero jamás he conocido algo tan maléfico como esas bestias. Han sido ellas quienes me han enseñado a creer en un poder superior, un poder sobre el cual tenemos escaso control y que es intrínsecamente perverso.

Alfred, mi antiguo adversario, se horrorizaría si leyera esta afirmación. Casi puedo oírlo balbucear y tartamudear una protesta: « ¡No, no! ¡Existe un poder benéfico equivalente! Los dos lo hemos visto».

Sí, eso es lo que me dirías. ¿De veras lo viste, Alfred? Y si es así, ¿dónde? Tu propia gente te ha declarado hereje y te ha enviado al Laberinto o, al menos, ésa fue su amenaza. Y Samah no parece de los que amenazan a la ligera. Dime, Alfred, ¿qué opinas de tu poder benéfico ahora… mientras luchas por sobrevivir en el Laberinto?

Te diré lo que pienso yo. Pienso que ese bien se parece mucho a ti: es débil y torpe. Aunque debo reconocer que fuiste tú quien nos salvó en nuestra lucha contra las serpientes… si es cierto que fuiste tú quien se convirtió en el mago de las serpientes, como afirmó Grundle.

Pero, cuando llegó el momento de defenderte ante Samah (y voy a concederte que pudieras haber vencido a ese maldito), «no pudiste recordar el hechizo» y aceptaste mansamente que os llevaran —a ti y a la mujer que amas— a un lugar donde, si aún estás vivo, probablemente desearías no estarlo.

El agua del mar ya empieza a colarse por debajo de la puerta. El perro no sabe qué pensar de ella. Le ladra como si intentara convencerla para que dé media vuelta y desaparezca. Comprendo cómo se siente. No puedo hacer otra cosa que sentarme aquí tranquilamente y esperar, esperar a que el líquido tibio suba por encima de la puntera de la bota, esperar la terrible sensación de pánico que me atenaza cada vez que noto cómo mi magia empieza a disolverse al contacto con el agua.

Pero esta agua es mi salvación, debo recordarlo. Ahora mismo, las runas sartán que me mantienen encerrado en esta celda ya empiezan a perder su fuerza. Su resplandor rojo se difumina. Finalmente, se apagará por completo y entonces quedaré libre.

¿Libre para ir adonde? ¿Para hacer qué?

Debo regresar al Nexo y advertir a mi señor del peligro de las serpientes. Xar no me creerá; no querrá creerme. Siempre se ha considerado la fuerza más poderosa del universo y, desde luego, tenía buenas razones para pensar que lo era. El poder siniestro y amenazador del Laberinto no podía aplastarlo. Aun hoy, lo desafía continuamente para sacar a más de los nuestros de esa prisión terrible.

Pero, contra el poder mágico de las malévolas serpientes —y empiezo a creer que éstas sólo son instrumentos del mal—, Xar tiene que inclinarse. Esta fuerza espantosa y caótica no sólo es poderosa, sino también astuta y falaz. Impone su voluntad diciéndonos lo que queremos escuchar, complaciéndonos, adulándonos y sirviéndonos. No le importa degradarse, no tiene dignidad ni sentido del honor. Emplea mentiras cuya fuerza reside en que son falsedades que uno se dice a sí mismo.

Si esta fuerza del mal penetra en la Puerta de la Muerte y no se hace nada por detenerla, preveo un día en que este universo se convertirá en una cárcel de sufrimientos y desesperación. Los cuatro mundos —Ariano, Pryan, Abarrach y Chelestra— quedarán arrasados. El Laberinto no será destruido, como era nuestra esperanza. Mi pueblo saldrá de una prisión para encontrarse en otra.

¡Debo conseguir que mi señor me crea! ¿Pero cómo, si a veces no estoy seguro de creerlo yo mismo…?

El agua me llega al tobillo. El perro ha dejado de ladrar. Me mira con gesto de reproche, exigiendo saber por qué no abandonamos este lugar incómodo. Cuando ha intentado lamer el agua, ésta se le ha metido por el hocico.

Desde la ventana no veo a ningún sartán en la calle, donde el agua fluye ya en un río caudaloso y continuo. Oigo a lo lejos la llamada de unas trompas: los mensch, probablemente, avanzando hacia el Cáliz, como llaman los sartán a su refugio. Magnífico; eso significa que habrá naves cerca. Sumergibles mensch. Mi nave, el sumergible de los enanos que modifiqué con mi magia para que me condujera a través de la Puerta de la Muerte, está amarrada en Draknor, la isla de las serpientes.

No tengo ningún deseo de volver allí, pero no tengo más remedio. Potenciada con las runas, esa nave es el único vehículo de este mundo que puede conducirme sano y salvo a través de la Puerta de la Muerte. No tengo más que bajar la mirada a las piernas, ya bañadas en el agua marina, para ver cómo se borran las runas azules tatuadas en mi piel. Pasará mucho tiempo hasta que vuelva a estar en condiciones de utilizar mi magia para modificar otra embarcación. Y se me acaba el tiempo. A mi pueblo se le acaba el tiempo.

Con un poco de suerte, conseguiré colarme en Draknor sin ser detectado, recuperar la nave y marcharme. Las serpientes deben de estar concentradas en colaborar al asalto al Cáliz, aunque me resulta extraño y, tal vez, un mal presagio no haber visto todavía ninguna de ellas. Pero, como antes he dicho, son astutas y falsas. ¿Quién sabe qué estarán tramando?

Sí, perro, ya nos vamos. Espero que los perros sepan nadar. Me parece haber oído en alguna parte que todas las especies de cuadrúpedos saben nadar lo suficiente como para mantenerse a flote.

Es el hombre el que piensa, se deja llevar por el pánico y se ahoga.