CAPÍTULO 24
MONASTERIO KIR,
ISLAS VOLKARAN, REINO MEDIO
Hugh vio cómo el dragón remontaba el aire y supo de inmediato que había roto las riendas de su hechizo. Él no era mago y no podía ayudar de ninguna manera a Iridal a capturarlo de nuevo o a lanzarle otro hechizo. Encogiéndose de hombros, sacó el tapón de la botella de vino con los dientes y se dispuso a tomar un trago cuando escuchó una voz masculina que le hablaba desde las sombras.
—No hagas movimientos bruscos. No hagas nada que delate que me escuchas. Acércate con disimulo.
Hugh reconoció la voz y se esforzó por asociarla con un rostro y un nombre, pero no lo consiguió. Los meses de cautiverio autoimpuesto, empapados en vino, habían ahogado sus recuerdos. No podía distinguir nada en la oscuridad reinante; puesto a temer, era perfectamente posible que en aquel instante una flecha apuntara directa a su corazón. Y, aunque Hugh buscaba la muerte, quería ser él quien marcara sus términos, y no otro. Por un instante, se preguntó si Iridal le habría tendido una trampa, pero enseguida descartó tal posibilidad. La zozobra que había mostrado por aquel hijo suyo había sido auténtica.
El desconocido parecía saber que Hugh sólo fingía la borrachera, pero la Mano se dijo que no perdía nada manteniendo el simulacro. Actuando como si no hubiera oído nada, avanzó en dirección a la voz como por casualidad. Sus manos asieron el fardo de ropa y la botella de vino, convertidas de pronto en escudo y en arma. Empleando la capa para disimular sus movimientos, sujetó el pesado fardo en la zurda, atento a levantarlo para protegerse, y empuñó la botella por el cuello con la diestra. De este modo, con un rápido movimiento, podía estrellar el frasco contra la cabeza de un asaltante, o hacerlo añicos contra su rostro.
Refunfuñando por lo bajo sobre la incapacidad de las mujeres para controlar a los dragones, Hugh dejó atrás el pequeño charco de luz que iluminaba las inmediaciones de la entrada del monasterio y se encontró entre unos matorrales ralos y una arboleda de troncos tortuosos.
—Detente ahí. No es preciso que te acerques más. Sólo tienes que escuchar lo que voy a decirte. ¿Me reconoces, Hugh la Mano?
Y Hugh supo, en aquel instante, a quién pertenecía la voz. Agarró la botella con más fuerza y respondió:
—Triano, ¿verdad? El mago doméstico del rey Stephen.
—En efecto. No tenemos mucho tiempo. La dama Iridal no debe saber que hemos tenido esta conversación. Su Majestad desea recordarte que no has cumplido lo pactado.
—¿Qué? —Hugh movió los ojos y escrutó las sombras con disimulo.
—No has terminado el trabajo para el que se te contrató. El muchacho sigue vivo.
—¿Y qué? —Replicó la Mano con aspereza—. Le devolveré a tu rey el dinero que me adelantó. Al fin y al cabo, sólo me pagó la mitad de lo convenido.
—No queremos que nos devuelvas el dinero. Queremos que elimines al muchacho.
—No puedo hacerlo —dijo Hugh a la noche.
—¿Por qué? —Inquirió la voz con manifiesto disgusto—. No puede ser que tú, precisamente, alegues escrúpulos morales. ¿Acaso le has perdido el gusto a matar?
Hugh dejó caer la botella y, de improviso, saltó hacia adelante. Su mano libre se cerró en torno a la ropa del mago y arrastró a éste fuera de su escondite.
—No —respondió entonces Hugh, acercando el rostro agraciado del mago, de rasgos refinados, a su barba canosa—. ¡Tal vez me gusta demasiado!
Tras esto, apartó a Triano de un enérgico empujón y tuvo la satisfacción de ver cómo el mago caía entre los arbustos.
—Tal vez no sea capaz de dominarme. Díselo así a tu rey.
No alcanzó a ver la expresión de Triano, pues el mago era apenas un bulto negro cuya silueta se recortaba contra la coralita luminiscente. Hugh tampoco deseaba verla. Apartó a puntapiés los fragmentos de vidrio de la botella rota, lamentó su pérdida entre maldiciones y se dispuso a reemprender la marcha. Iridal ya había conseguido convencer al dragón para que descendiera y lo estaba acariciando mientras susurraba las palabras del encantamiento.
Triano se incorporó y, pese a su desconcierto, insistió con voz serena:
—Te propusimos un trabajo y lo aceptaste. Te pagamos lo convenido, pero no lo has llevado a cabo.
Hugh continuó andando.
—Sólo tenías una cosa que te hacía destacar entre los asesinos de tu ralea, Hugh la Mano —prosiguió Triano. Sus palabras eran apenas un susurro transportado por el viento—. El honor.
El asesino no respondió ni volvió la cabeza. Con paso apresurado, ascendió la colina en dirección a Iridal, a la que encontró despeinada e irritada.
—Lamento el retraso. No logro entender cómo ha podido liberarse del hechizo…
Él sabía cómo, pensó Hugh. Había sido cosa de Triano. El mago la había seguido, había perturbado el encantamiento y había liberado al dragón para distraer a la misteriarca mientras conversaba con él. Stephen no la había mandado para que rescatara a su hijo, sino que la había utilizado para conducirlo a él hasta el muchacho.
«No confíes en él, Iridal —añadió para sí—. No te fíes de Triano, ni de Stephen. No te fíes de mí.»
Estuvo a punto de decirlo en voz alta. Tenía las palabras en los labios… pero allí se quedaron, sin llegar a transformarse en sonidos.
—No te preocupes por eso ahora —optó por responder al cabo, con voz áspera y enérgica—. ¿Te has asegurado de que el nuevo encantamiento funciona?
—Sí, pero…
—Entonces, conduce al dragón lejos de aquí, antes de que el abad descubra a dos de los hermanos de la orden desnudos y atados de pies y manos en la celda.
Acompañó sus palabras de una mirada iracunda, esperando las preguntas de Iridal y dispuesto a recordarle que se había comprometido a no hacer ninguna.
Ella se limitó a dirigirle una mirada inquisitiva; después, asintió y se apresuró a montar en el dragón. Hugh aseguró el fardo de ropa en la parte posterior de la silla de montar de dos plazas que lucía el Ojo Alado, la divisa del rey Stephen.
—No me extraña que el condenado mago haya sido capaz de perturbar el hechizo —murmuró para sí—. ¡Viajar en un dragón real!
Se encaramó a lomos de la criatura y se acomodó detrás de Iridal. Ésta dio la orden y el dragón saltó al aire, extendió las alas y las batió con energía, tomando altura. Hugh no perdió el tiempo intentando localizar al mago. Era inútil hacerlo, pues Triano era demasiado hábil para permitirlo. La incógnita estaba en si el mago real los seguiría, o si se limitaría a esperar a que el dragón volviera e informara.
Con una sonrisa sombría, el hombre se inclinó hacia adelante.
—¿Adonde nos dirigimos?
—A mi casa, para recoger equipo y provisiones.
—Será mejor no hacerlo. —Hugh lo dijo a gritos para hacerse oír por encima del aullido del viento y del estruendo de las alas del dragón—. ¿Tienes dinero, barls con el sello del rey?
—Sí —respondió Iridal. El vuelo del dragón era errático, sin control. El viento abrió la capa de Iridal, y sus canosos cabellos flotaron libremente, como una nube en torno a su rostro.
—Entonces, ya compraremos lo que necesitemos. A partir de este momento, dama Iridal, tú y yo vamos a desaparecer. Es una lástima que la noche esté tan clara —añadió tras echar un vistazo a su alrededor—. Una buena tormenta en este instante sería ideal.
—Como bien sabrás, hay maneras de invocar una tormenta —intervino ella—. Quizá no sea muy experta en el trato con los dragones, pero el viento y la lluvia son otra cosa muy distinta. De todos modos, ¿cómo vamos a orientarnos, entonces?
—Por la sensación del viento en la cara —respondió Hugh con una sonrisa. Se deslizó hacia adelante en el asiento, alargó los brazos por ambos costados del cuerpo de Iridal y tomó las riendas de sus manos—. Tú, limítate a invocar la tormenta.
—¿Es preciso que hagas eso? —inquirió ella, incómoda ante la avasalladora proximidad del hombre, cuyo cuerpo se apretaba contra el suyo y cuyos firmes brazos la rodeaban—. Dime qué dirección quieres tomar y yo me encargaré de guiar al dragón.
—No —contestó Hugh—. Yo me guío por el tacto; la mayor parte del tiempo, ni siquiera soy consciente de que lo hago. Apóyate en mí y estarás más protegida de la lluvia. Y relájate, señora. Esta noche nos espera una larga travesía. Duerme, si puedes. Donde vamos, el sueño será un lujo que pocas noches podremos permitirnos.
Iridal permaneció tensa y rígida unos momentos más; luego, con un suspiro, apoyó la espalda contra el pecho del hombre. Él se movió ligeramente para que la mujer se acomodara mejor y la ciñó con más fuerza entre sus brazos.
Asió las riendas con mano firme y experimentada. El dragón, al notar el cambio de conductor, se tranquilizó y su vuelo se hizo más uniforme. Iridal pronunció en voz baja el hechizo, cuyas palabras arrancaron grandes nubes del lejano Firmamento y las hicieron descender hasta envolver a montura y jinetes en un velo de bruma húmedo e impenetrable. No tardó en empezar a llover.
—No puedo mantener el hechizo mucho tiempo —anunció ella, notando cómo el sueño la vencía por momentos. La lluvia le azotaba el rostro con suavidad y la mujer se acurrucó aún más entre los brazos de Hugh.
—No será preciso que lo hagas.
Triano no era amigo de incomodidades, reflexionó Hugh. Seguro que no los perseguiría bajo una tormenta como aquélla. Sobre todo, cuando creía saber adonde se dirigían.
—Temes que alguien nos siga, ¿verdad? —apuntó Iridal.
—Digamos, simplemente, que no me gusta correr riesgos —repuso su acompañante.
Volaron en la noche bajo la tormenta, sumidos en un silencio tan cálido y confortable que ninguno de los dos quiso perturbarlo. Iridal podría haber insistido en sus preguntas, pues sabía que era muy improbable que los monjes kir trataran de seguirlos. ¿A quién, pues, temía Hugh?
Sin embargo, no dijo nada. Había prometido no hacerlo y se proponía cumplir su palabra. De hecho, se alegraba de que Hugh le hubiera exigido aquella condición. Iridal no quería preguntar nada. No quería saber nada.
Se llevó la mano al pecho y la posó sobre el amuleto de la pluma que llevaba oculto bajo la ropa y que la ponía en contacto mental con su hijo. Hugh no sabía nada al respecto y ella no pensaba contárselo. Estaba segura de que lo desaprobaría; probablemente, se enfurecería si se enteraba. Pero Iridal no estaba dispuesta a romper aquel vínculo con su pequeño, perdido hacía tanto tiempo y, ahora, milagrosamente reencontrado. Hugh tenía sus secretos, se dijo. Ella también guardaría los suyos.
Apoyada entre los brazos del hombre, agradeciendo su fuerza y su presencia acogedora, Iridal borró de su mente el pasado, con sus amargas penas y sus auto recriminaciones aún más acerbas, y el futuro con sus peligros ineludibles. Borró de su mente ambas cosas con la misma facilidad con que había entregado las riendas del dragón para que fuera otro quien lo guiara. Llegaría un día en que necesitaría cogerlas de nuevo con sus propias manos, en que tal vez incluso tendría que pelear para nacerse con ellas. Pero, hasta entonces, no había nada malo en seguir el consejo de Hugh de relajarse y dormir.
Hugh notó que Iridal dormía sin necesidad de verla. La lluvia que empapaba la oscuridad era una tupida cortina que impedía el paso del leve resplandor de la coralita y hacía que el suelo y el cielo se fundieran sin solución de continuidad. Tomando las riendas con una sola mano, empleó la otra para cubrir a la mujer con su capa, formando una especie de tienda de campaña bajo la cual mantenerla seca y caliente.
En su mente, las palabras de Triano se repetían una y otra vez, sin descanso:
«Sólo tenías una cosa que te hacía destacar entre los asesinos de tu ralea, Hugh la Mano.
»El honor… El honor… El honor…»
—¿Hablaste con él, Triano? ¿Lo reconociste?
—Sí, Majestad.
Stephen se frotó el mentón entre la barba.
—Hugh la Mano vive y ha estado vivo todo este tiempo. Iridal nos mintió.
—No se le puede reprochar que lo hiciera, señor —reflexionó su mago y consejero.
—¡Qué estúpidos hemos sido al creerla! ¡Un hombre con la piel azul! Y que el estúpido de Alfred partió en busca del muchacho. ¡Pero si Alfred sería incapaz de encontrarse a sí mismo, en la oscuridad! ¡Esa misteriarca intrigante nos engañó desde el principio!
—No estoy tan seguro, Majestad —respondió Triano, pensativo—. Alfred siempre se guardaba más, mucho más, de lo que dejaba saber. Y, respecto al hombre de la piel azul, yo mismo he encontrado interesantes referencias en los libros que los misteriarcas trajeron consigo…
—Todo eso que me cuentas, ¿tiene algo que ver con Bane o con Hugh la Mano? —inquirió Stephen, irritado.
—No, señor —dijo el consejero—. Pero puede resultar importante más adelante.
—Entonces, ya lo trataremos cuando llegue el momento. ¿La Mano hará lo que le has dicho?
—No estoy seguro, señor. Ojalá lo estuviera —se apresuró a añadir al observar la expresión de profundo disgusto de Stephen—. Tuvimos poco tiempo para hablar. ¡Y su rostro, Majestad…! El resplandor de la coralita sólo me permitió verlo unos instantes, afortunadamente. No habría podido contemplarlo mucho rato. Observé en él maldad, astucia, desesperación…
—¡Por supuesto! Al fin y al cabo, ese hombre es un asesino.
—Pero esa maldad, señor, era la mía. —Triano bajó la cabeza y fijó la vista en algunos de los libros esparcidos sobre el escritorio de su estudio.
—Y la mía también, por extensión… —murmuró el rey.
—Yo no he dicho tal cosa, señor…
—¡No es preciso que lo hagas, maldita sea! —Exclamó Stephen y, tras un profundo suspiro, añadió—: Pongo a los antepasados por testigos, Triano, de que esto me gusta tan poco como a ti. Nadie se alegró tanto como yo al saber que Bane había sobrevivido y que no era responsable del asesinato de un chiquillo de apenas diez años. Si creí a Iridal, fue porque quería creerla. Y mira adonde nos ha llevado eso: a un peligro mucho más grave. Pero, ¿tenía alguna alternativa, Triano? —Stephen descargó el puño sobre la mesa—. ¿Qué respondes?
—Ninguna, señor.
Stephen asintió. Luego, volviendo a la conversación, insistió con brusquedad
—Entonces, ¿la Mano cumplirá su encargo?
—No lo sé, señor. Y, si lo hace, será mejor que tomemos todas las precauciones posibles. «Quizá me guste demasiado matar», fueron sus palabras. «Quizá no sea capaz de controlarme.»
Stephen se volvió, pálido y demacrado. Levantó las manos, las miró fijamente y se las frotó.
—No te inquietes por eso. Una vez terminado el trabajo, eliminaremos al sicario. Tratándose de la Mano, al menos podremos considerarlo un acto justificado. Ese hombre ya lleva mucho tiempo burlando el hacha del verdugo. Supongo que los seguiste a la salida del monasterio. ¿Adonde han ido, Triano?
—Verás, señor. Hugh es muy hábil para burlar persecuciones. El cielo estaba despejado, pero de pronto descargó una tormenta. Mi dragón perdió el rastro y yo me quedé calado hasta los huesos. Me pareció mejor regresar al monasterio e interrogar a los monjes kir que han dado cobijo a la Mano.
—¿Y qué has sacado en limpio? Tal vez ellos conocían las intenciones de nuestro hombre.
—Si es así, señor, no me las revelaron —respondió Triano con una mueca de pesadumbre—. El abad estaba furioso por alguna razón que ignoro. Se limitó a decir que ya tenía suficiente de magos y hechiceros y me cerró la puerta en las narices.
—¿Y tú no hiciste nada?
—Sólo soy un mago de la Tercera Casa —dijo el consejero humildemente—. Los hechiceros kir pertenecen al mismo nivel que yo y no me pareció adecuado ni oportuno un enfrentamiento. De nada serviría ofender a los monjes, señor.
Stephen lo miró con gesto ceñudo.
—Supongo que tienes razón, pero ahora hemos perdido el rastro de la Mano y de la dama Iridal.
—Ya te advertí que podías esperar tal cosa, Majestad. Y, en cualquier caso, iba a suceder de todos modos. Estoy bastante seguro de saber adonde se han dirigido y, desde luego, yo nunca me atrevería a seguirlos ahí. Ni creo que puedas encontrar a muchos dispuestos a hacerlo.
—¿Qué lugar es ése? ¿Los Siete Misterios?[52]
—No, señor. Es otro lugar más conocido y, si acaso, más temible, pues sus peligros son reales. Hugh la Mano está camino de Skurvash, Majestad.