Vals triste

GHETTO DE VARSOVIA, NUEVE DE MAYO DE 1943

Salieron despacio al aire viciado del portal. Habían atravesado por la brecha en la pared que unía los dos edificios y, tras echar un rápido vistazo al piso destrozado, habían bajado a la portería desierta. Caminaban sin mirarse, sin hablar, sin tocarse. Un momentáneo silencio en la calle les permitía escuchar el chasquido de los cristales crujiendo bajo sus botas, y sus respiraciones agitadas debido al dolor físico y a la tensión. Agazapados, corrieron hasta la puerta y miraron al exterior.

El ghetto agonizaba.

Su atmosfera era casi irrespirable. Desde sus ruinosos edificios se elevaban las columnas de humo de los incendios. Sus calles se ahogaban en el olor áspero de la pólvora y el cáustico de los gases lacrimógenos, ensordecían en el estruendo de los disparos y las explosiones. Sucumbía, al fin.

Hacia su izquierda, al final de la calle, Andrzej y Yoel vieron una patrulla alemana pasar corriendo, protegida por máscaras antigás y fuertemente armada. Podían escuchar las deflagraciones de los lanzallamas y las descargas de las ametralladoras, atacando objetivos que ellos no podían ver desde su posición. Incomprensiblemente, el pequeño tramo de calle que rodeaba la carbonera parecía mantenerse a resguardo de balas y ofensivas, al margen de la batalla que se adivinaba sólo una calle más allá.

Andrzej miró interrogante a Yoel y éste hizo un gesto de asentimiento.

—Intentaremos ir hasta el cuartel de Mila, como habíamos hablado —confirmó.

—Bien. Saldré yo primero, cúbreme.

—No, mejor salgamos a la vez. Nos cubriremos el uno al otro.

—Pero no te separes de mí —accedió Andrzej.

Yoel asintió de nuevo.

—¿Vamos?

—Vamos.

Salieron a la calle humeante y corrieron agachados hasta un montículo de escombros, unos metros a la derecha de su portal. Se arrojaron al suelo y observaron, amparados tras él. Yoel se mordió los labios, la corta carrera había bastado para confirmarle que su pierna era un absoluto tormento. Andrzej le sintió encogerse.

—¿Te duele?

La mirada de Yoel fue suficiente. , le dijeron su frente crispada y sus dientes apretados, duele.

—No podremos llegar a Mila —dijo Andrzej, estremecido—, las explosiones vienen de allí.

—No, supongo que no.

Andrzej miró hacia su izquierda. Los combates más encarnizados parecían estar llevándose a cabo hacia Muranoswka; tal vez si salían en dirección contraria pudieran llegar a Dzielna y unirse al grupo de Samuel. Y Yoel tendría una oportunidad.

—¿Y si intentamos reunirnos con Gaddith y los demás? —propuso.

Yoel se recolocó la Sten, que estaba resbalando de su hombro, y asintió. Volvió a observar el panorama que tenían alrededor.

—Sí, creo que será lo mejor —susurró—. Parece más despejado hacia ese lado. Al menos en apariencia.

—Salgamos con cuidado, no me fío.

Despacio, se pusieron en pie. Yoel no quiso mirar su pierna. Debía ignorar el dolor si quería llegar con vida a donde pretendía, y si quería que Andrzej llegara también.

—Demasiada tranquilidad —dijo.

Los dos llevaban pensándolo desde que habían salido, pero había sido Yoel el que lo había expresado en voz alta.

—Sí, demasiada —corroboró Andrzej. Antes de salir, había temido que la mano vendada, recogida ahora sobre su pecho, le estorbara a la hora de disparar. Pero en ese momento lo que más le intranquilizaba, aparte del estado de Yoel, era la inaudita calma que parecía haber en aquel tramo de la calle Wolynska—. Tal vez estén todos en Muranoswka.

—Puede ser.

—Espera aquí un momento. Cúbreme.

Paso a paso, Andrzej avanzó por la acera entre los escombros, sigiloso, empuñando la ametralladora, la vista fija en las columnas de humo, en las esquinas, en cualquier bulto que se moviera, en las ventanas oscuras y rotas, desde las que ya no caían bombas, ni balas.

Yoel se parapetó de nuevo tras el montículo de escombros y vigiló la calle. Andrzej se alejó cien metros hacia la derecha, pegado a la pared. Mientras avanzaba, iba pensando en que si esa pierna no recibía cuidados, Yoel la perdería. Confiaba en que podrían localizar a Gaddith y al resto y, si tenían suerte, hasta podía ser que los chicos les proporcionaran algún desinfectante. O si no, tal vez podría acercarse hasta el hospital de Stawki, ahora abandonado, y conseguir algo para Yoel. Incluso comida. Cauteloso, miró hacia ambos lados, con la Sten fuertemente cogida y preparada para disparar. Inspiró hondo y entonces fue consciente de que llevaba un buen rato aguantando la respiración. La calle seguía extrañamente vacía, y eso le ponía más nervioso que las explosiones y los disparos que resonaban sólo unos metros más allá. Llegó a la esquina con Ostrowska y, cada vez más receloso, se asomó a inspeccionar. Entonces, detectó un movimiento con el rabillo del ojo en la ventana de enfrente; alguien acababa de retirarse hacia el interior. Tuvo la absurda sensación de que les vigilaban.

Yoel le contemplaba, agazapado y en guardia. Acechó a izquierda y derecha, luego verificó las ventanas de los edificios y las bocacalles oscuras, preparado para descargar su arma si algún alemán amenazaba a Andrzej por la espalda. Pero la calle continuaba vacía. Se preguntó, una vez más, por qué.

Mientras tanto, parapetado en el interior del portal de la casa vecina, un hombre sonreía; él era el responsable de la artificiosa inactividad en Wolynska. Ahora, esperaba su momento para salir a escena. Será como una cazar un ratón, pero necesito la calle para mí, había dicho a su patrulla.

Yoel contuvo la respiración. Un chasquido a sus espaldas le erizó el vello de la nuca y le arrancó un débil jadeo entrecortado. Por un momento, se olvidó de proteger a Andrzej y se quedó rígido. Una opresión dura y apremiante percutió en su espalda, por dos veces. En ningún momento dudó de que se trataba del cañón de un arma. Oyó una voz, extrañamente distorsionada: —Levántate y date la vuelta, las manos en alto, jude.

Yoel obedeció. Ya de pie, y sin soltar la Sten, se giró. Un soldado alemán, alto y corpulento, le apuntaba directamente a la cabeza. Llevaba una máscara antigás. Yoel no podía verle la cara, sólo los ojos detrás de los cristales de la máscara. El soldado le arrancó la Sten de un manotazo, dejó de apuntarle a la cabeza y, recorriéndole con el cañón de su arma, le miró de arriba abajo, como buscando algo. Por fin, pareció fijarse en su pantalón ensangrentado y apuntó allí. Otro corrió enseguida a su lado, igualmente con máscara, y también le apuntó. Yoel lanzó una mirada fugaz hacia su izquierda; como suponía, Andrzej seguía de espaldas a él y lejos, demasiado lejos. Tal vez pudiera avisarle para que le ayudara. O, tal vez, para que huyera.

No le matéis hasta que yo salga.

El disparo fue directo a la pierna herida. Su pantalón se tiñó de sangre, una nube húmeda y oscura junto a la otra, la de la sangre seca que ya lo manchaba.

Andrzej se volvió, al sentir la detonación a sus espaldas.

—¡NO! —gritó.

Yoel jadeó de dolor y cayó al suelo.

El que vigilaba en la sombra, sonrió. Desde siempre, había sido un amante de la teatralidad. De la puesta en escena. Se estremeció de placer, como si estuviera en la Konzerthaus de Berlín, contemplando el final trágico de una ópera de Wagner, o de una obra de Shakespeare.

Le había costado mucho llegar adonde había llegado, y no iba a desaprovechar el instante de intenso júbilo que iba a proporcionarle el acto final. Era joven y estaba orgulloso de sí mismo; había conseguido, casi, lo que quería. Casi. Se consideraba una persona íntegra, tenía esposa y una prometedora carrera, y estaba esperando un hijo.

Andrzej corría hacia donde estaba Yoel, desesperado. En ese momento pasaba por delante del portal.

El hombre levantó una mano y, a su orden, cuatro soldados armados emergieron de la oscuridad a sus espaldas y salieron a la calle.

Se abalanzaron sobre Andrzej sin darle tiempo a reaccionar. Unas manos, como cerrojos de hierro, se cerraron en torno a sus brazos y le quitaron el subfusil. Andrzej gritó con más fuerza y se retorció para liberarse. Pero no era uno quien le inmovilizaba, sino cuatro. Y si hubiera tenido tiempo de evaluar sus propias fuerzas, mermadas por el hambre y la dureza de los últimos días, se habría dado cuenta de que no tenía nada que hacer. Por si se le había olvidado, un trallazo de dolor en su mano herida se lo recordó.

—¡Dejadme! ¡Dejadle en paz! ¡Soltadme, bastardos! ¡¡No le toquéis!!

El hombre juzgaba su tarea importante, muy importante. Por eso, iba a coronarla de la forma que merecía. Porque quería seguir sintiéndose orgulloso y poder ofrecer a su hijo un mundo mucho más digno del que a él le había tocado vivir.

Herid al judío, cazad al otro.

Pero sobre todo, porque no iba a permitir que ese hijo viera mezclado su honroso apellido, ni su sangre limpia, con una mácula que ensuciaría su linaje por generaciones. Por eso, él tenía que actuar ahora. Para dejarle en herencia un buen futuro. Libre de carroña.

Los soldados que inmovilizaban a Andrzej le llevaron a empujones hasta donde estaba Yoel, y le retuvieron allí.

No hagáis nada hasta que yo lo ordene.

El hombre dejó de sonreír, se sacudió el polvo del abrigo, dio unos golpecitos con la fusta en su mano enguantada, y salió a escena. Había llegado el momento, el desenlace del drama. Y él era el héroe, el elegido, el destinado a impartir justicia. Con paso rápido y potente, se acercó al lugar. Era el único que no llevaba máscara.

—Sujetadle fuerte —dijo, y miró a su cuñado.

Andrzej aulló una blasfemia. Markus Schwefler le levantó la barbilla con el extremo de la fusta.

—Volvemos a encontrarnos.

Andrzej le escupió en la cara.

Yoel levantó la vista y jadeó, aterrado por semejante atrevimiento. El brigada de las SS no parecía haber reparado siquiera en él. Se limpiaba la cara sin dejar de mirar fijamente a Andrzej. Y lucía una sonrisa torcida, inconmovible.

—Mal… mal… cuñado. ¿Qué diría papá ante tus modales?

Andrzej se revolvió y gritó una maldición. Yoel rogó para que la imperturbable sonrisa del alemán significara que no pensaba perder los estribos y meterle un balazo. Éste chasqueó la lengua, aparentemente poco afectado, e hizo un gesto a sus hombres.

—Que se levante —dijo señalando hacia donde estaba Yoel, todavía sin mirarle.

Uno de ellos le imprecó a través de la máscara.

—Levántate, jude.

Yoel no miró al soldado, sino a Andrzej.

—¡Levántate! Scheweinhund!

Se puso de pie con un esfuerzo colosal, cargando el peso sobre la pierna sana. La otra, la herida, dolía a morir y apenas le sostenía. Sintió miedo durante un momento, casi pánico. Aquel oficial, que ni siquiera le había mirado, le asustaba. Los que sujetaban a Andrzej le aterrorizaban. Su propia indefensión le espantaba. En ese breve instante, que se deslizó por todos sus poros como a cámara lenta, le golpeó la certeza de que podía perderlo todo. Justo entonces, en ese segundo, o en el siguiente, o dentro de un minuto. Ése fue el preciso instante entre todos los instantes en el que sintió, con la lucidez de un condenado a muerte, que podía perder. Que los dos podían perder. Que podían, al fin, perderse.

Volvió a mirar a Andrzej, por entre todo ese miedo. Y sintió el de él.

Markus dio unos pasos en dirección a Yoel y, por primera vez, le observó. Con lentitud sacó la pistola de su cartuchera y la amartilló. Luego, apuntó hacia él. Andrzej gimió y buscó la atención de Markus para rogarle, para suplicarle, para hincarse de rodillas e implorarle que no lo hiciera.

—Por favor… No…

Yoel pudo palpar su desesperación. Quiso hablarle y supo que no había palabras, ni tiempo para pronunciarlas. Clavó sus ojos en los de Andrzej y, sobreponiéndose a su propio terror, intentó acunar su pánico recordándole, con una serena mirada azul profundo, que ambos sabían que habría un final, pero que no era ese final el que tenían que temer. Siempre sin palabras, le amó por todas las veces en que ya no podría hacerlo, y le rogó que tuviera valor.

—Abre bien los ojos, cuñadito —dijo Markus—. No quiero que pierdas detalle.

Una bala quemó el pecho de Yoel.

Dolió. Dolió con tal intensidad que disolvió el tormento de su pierna, y hasta el miedo. Oyó a Andrzej gritar. Las fuerzas le fallaron y pudo sentir cómo se le doblaban las piernas, y cómo el rostro de Andrzej se desdibujaba, cómo los sonidos empezaban a parecer mates y lejanos, y los soldados bultos borrosos.

—Andrei…

Otra bala le atravesó, esta vez un poco más arriba, casi en el hombro; el impacto le zarandeó con violencia. Y enseguida, sin darle tiempo siquiera a anegarse en el dolor atroz que ya sentía, otra más se hundió en su vientre.

Antes de desplomarse en el suelo, tuvo tiempo de ver cómo Andrzej se derrumbaba doblándose sobre sí mismo, roto.

Markus contempló a Yoel y se guardó la pistola. Luego miró a Andrzej, triunfal.

Un Andrzej que, de nuevo, se debatía entre alaridos de pánico, intentando desasirse de las manos que todavía le sujetaban.

—Soltadle —ordenó Markus a sus hombres.

De un empujón, le arrojaron al suelo. Andrzej gateó hacia Yoel y se aferró a su cuerpo.

—Date prisa —escupió Markus—, creo que a tu perro no le queda mucho tiempo, y tú y yo aún tenemos muchas cosas que hacer.

Andrzej miró a Yoel a los ojos y los vio perdidos en el dolor y la agonía. Sus manos palparon, desesperadas, allí donde la muerte había entrado en su cuerpo, desgarrando y quemando. Destrozando. Haciendo brotar la sangre y robándole la vida.

Yoel jadeó.

—¿Andrei…?

—Estoy aquí, Mitziyeh. Estoy contigo.

Con una mano empapada de sangre, Yoel acarició su rostro. Andrzej hundió la cabeza en su cuello. Cerró los ojos y susurró palabras en su oído, mientras esperaba sus propias balas.

—Andrei…

—No hables, Mitziy, no hables.

Ojalá recordara el Vals Triste de Sibelius y pudiera tararearlo para él. Para la vida que se apagaba, para su vida, toda su vida, que se estaba yendo. Que se escurría entre sus brazos. Para Yoel, que se estaba muriendo.

—No… puedo…

—No hables. Escucha… Está sonando nuestro vals. ¿Lo oyes? ¿Lo oyes, Mitziy?

Markus no perdía detalle, aunque asqueado por tener que consentir que esa escena degradante tuviera lugar delante mismo de sus narices, sabía que era necesario hacerlo. Necesitaba una justificación moral, porque él era un hombre íntegro, siempre lo había sido. Algo que decirle a Milova cuando ésta le preguntara, y a Alicja, su esposa, y a Ralph.

Andrzej acarició a Yoel con desespero. Devastado, contempló su agonía. Se iba. Yoel se iba. Le aferró el rostro, le apartó el pelo, quiso abrirle los ojos que se estaban cerrando y retener la vida que se le escapaba.

—Te… —jadeó Yoel.

—Lo sé, Mitziy, lo sé. Yo también. No hables más.

Andrzej le acunó y le rogó que no se fuera, lloró sobre su rostro. Le miró, musitó su nombre, como si fuera un salmo. Y mientras tanto, el brigada de las Waffen SS, Markus Schwefler, esperaba.

Andrzej besó a Yoel. Y firmó su sentencia.

Ausgezeichnet… —musitó Markus.

Yoel pudo sentirlo, Andrzej le besaba. Le besaba en los labios, largo, arrebatado, profundo, trastornado… Intentó hablar entre su lengua y sus dientes, entre su beso, pero un estertor agónico ascendió por su pecho, y estranguló su voz.

—¿Yoel…? —balbuceó Andrzej.

Pero Yoel ya no hablaba. Ya no respiraba. Ya no le llamaba.

Se había ido. Yoel se había ido.

Y él, todavía vivía.

El grito que salió de su garganta se le antojó inhumano. ¿Por qué seguía vivo? ¿Dónde estaban sus balas? ¿Por qué no le habían acribillado todavía? ¿Por qué no acababan ya?

Aulló y se aferró al cuerpo de Yoel. Pensamientos vertiginosos, como disparos de ametralladora, cruzaron por su mente desvariada. Quiso coger todas las armas a la vez y lanzarse sobre ellos; quiso arrancar a su amor del sueño en el que había caído; quiso tan sólo permanecer abrazado a él y dejarse matar en sus brazos, empapado de su sangre y borracho de dolor. Fundirse en el abrazo negro de la muerte con Yoel. Sólo con Yoel. Siempre con Yoel.

Pero nada de eso ocurrió. Tantas posibilidades y fue otra la que se abatió, insultante, sobre él.

Los hombres de uniforme no le dispararon, Andrzej no murió. Ni siquiera resultó herido, porque las ametralladoras habían sido detenidas.

Ausgezeichnet —repitió Markus Schwefler, dando golpecitos con la fusta en su mano izquierda. Había llegado, por fin, su momento de gloria—. Perfecto.

Los soldados que encañonaban a Andrzej, miraron a su superior y se preguntaron a qué esperaba para ordenarles disparar ya. Por qué no les mandaba llenarle el cuerpo de plomo de una vez y mandarle al infierno, con el otro. Pero el Oberscharführer adoptó una postura sentenciosa y pronunció una frase enigmática, que ellos no comprendieron.

—A cada culpa, su justo escarmiento…

Y otra, que entendieron en el acto.

—Apresadle.

Volvieron a agarrar a Andrzej de los brazos y tiraron de él, separándole de Yoel. Él se revolvió como un animal herido. Dio patadas, lanzó los puños, se retorció, gritó, blasfemó… Pero todo fue en vano.

Un golpe seco descargó sobre su cabeza y le aturdió.

Mientras se lo llevaban, medio a rastras y a empujones, Andrzej pudo ver, entre lágrimas, cómo Yoel se quedaba allí, inerte, tendido en el suelo. Solo.

Si tan siquiera hubiera podido colocar la chaqueta bajo su cabeza y acomodarle un poco mejor… Si hubiera podido quitar de debajo de su espalda aquel trozo de ladrillo puntiagudo… Si hubiera recordado una maldita nota de su vals, para poder cantárselo por última vez… Si pudiera besarle una vez más…

Sólo una vez más…

Una semana después, una chica, una muchacha joven, intenta dormir apoyada en un árbol, agazapada entre unos arbustos. Saturada de ira, ahíta de dolor, estruja en su bolsillo un objeto manchado de sangre, una pluma negra. La cogió del bolsillo de su amigo muerto, hace siete días. Desde entonces, la lleva consigo. La acaricia cuando se topa con ella en los escasos momentos en que su mano se libera del peso del arma; la besa antes de cerrar los ojos por la noche, cuando cae en cualquier abrigo del bosque e intenta, como ahora, dormir; la moja de lágrimas cuando la saca y la mira, teñida con la sangre de aquel a quien quiso tanto. A quien quiere tanto. La protege y la cuida como un tesoro, quiere conservarla para dársela a quien ahora pertenece.

Se acomoda un poco mejor y cierra su puño alrededor de ella. Y levanta la vista al cielo nocturno y mira las estrellas, y se aturde, y se resiste a admitir que él ya no las verá nunca más. A su alrededor, murmullos apagados, susurros. No es la única que queda, pero son muy pocos. Están escondidos en el bosque porque el ghetto ya no es su hogar, el ghetto es un cementerio. Allí quedó Yoel, al que encontró muerto en la acera la tarde del nueve de abril, cuando se acercó a la carbonera para buscarles, después del desastre. Allí, en algún lugar, se perdió Andrzej, a quien por más que buscó y llamó, no pudo encontrar. Ella recogió a Yoel esa misma noche y, sin llorar, ante la improvisada tumba hecha de escombros, polvo y ruinas, le aseguró que Andrzej estaría bien, que no se preocupara por él, que descansara en paz. Para ella, esa tumba es lo único valioso que queda en el ghetto. Nada más. Nada. Cierra los ojos, siente la corteza rugosa del árbol a su espalda, y no imagina cuánta razón tiene. No sabe que realmente no queda nada porque no estaba allí esa misma mañana, cuando se quemó la sinagoga y se pronunció el epitafio.

Es gibt keinen jüdischen Wohnbezirk in Warschau mehr.

«El ghetto de Varsovia ya no existe».

El alegato del teniente general Jürgen Stropp, al frente de sus tropas, había reverberado entre las ruinas, los escombros, el humo y las piedras, impregnado el aire y resonado en los oídos de los que le rodeaban, como un bramido de triunfo.

Pero sobre todo, sus palabras habían llegado a los fantasmas del ghetto, agazapados tras las esquinas derrumbadas de lo que un día fueron sus casas, sus escuelas, sus negocios, y se habían clavado en sus almas dolientes y en su memoria de individuos, ya muerta. Y les habían hecho llorar de pena.

Gaddith no quiere que Yoel, donde quiera que esté ahora, llore más. Quiere que le dejen en paz. Por eso, ya sólo desea que ellos, todos ellos, se vayan. Tampoco quiere que llore Andrzej. Por eso ella está aquí, y por eso va a resistir. Por eso, vuelve a sacar la pluma de su bolsillo y la vuelve a besar. Vivirá y la guardará toda la vida, si es necesario. La guardará para dársela a él.

Lo hará.