Los héroes anónimos
Tenéis cara, cuerpo y nombre. Sois anónimos porque nunca fuisteis portada de un periódico, ni seréis protagonistas de una novela. Pero el ghetto brilla de dignidad gracias a vosotros.
Sois un rumor concreto, una oleada imparable, cautelosa pero activa. Habéis nacido despacio, como en un parto inevitable y largamente gestado, hijos legítimos de la rabia y del inconformismo. Del basta ya.
Al principio la reacción frente a vosotros fue de un miedoso rechazo. Se os suponía unos excéntricos, malaconsejados o manejados políticamente, con demasiado afán de protagonismo y dominados por una irresponsable forma de llamar la atención. Poco a poco, muy despacio y muy escépticamente, el rechazo derivó en una apocada aceptación. Seguíais siendo locos, pero parecíais más entusiastas que vendidos al juego político o a la avidez de gloria. Después, fue admiración. Más tarde, la esperanza a la que aferrarse, tal vez la única que quedaba. Y al final, el respeto por uno mismo hecho valor. La voluntad de vivir por encima de todo. O, si había que morir de todas formas, si en definitiva no había salvación, la energía necesaria para tomar la última decisión, morir luchando. Vendiendo cara la vida, o la muerte, de cada uno.
Abstractos para el mundo, irreemplazables para los vuestros. Caras hermosas o vulgares; cuerpos cálidos, palpitantes, de carne y piel, como cualquier otro. Mentes ansiosas o serenas. Caracteres osados, tímidos o anodinos.
¿Qué hace a un héroe?
Sois anónimos, pero tenéis nombre. Nombres yiddish, impuestos en un brit mila o en la sinagoga, mientras suena el Mi she beiraj[91]: Eidel, Volf, Leyb, Toiba, Ania…
También nombres polacos: Egle, Aloysius, Grzegorz, Urszula, Radomír… Y, por raro que parezca, nombres alemanes: Johan, Marlene, Hahn, Vilhelm, Zelma… Los de los que lucháis fuera del ghetto por los que viven dentro. Sin vosotros, no habría llegado esta hora. La hora de la desobediencia.
Héroes.
Sisel, te has dejado la salud en la humedad de los túneles. Has excavado, apuntalado, susurrado y gateado tanto, que casi te es extraño hablar en voz alta y caminar erguido a la luz del sol. Eres menudo y fibroso. En el submundo de los subterráneos todos te conocen por di mayzl, el ratón. Asomas tus enormes ojos negros a la luz del día, cerca del muro de la calle Karmelicka, o en Okopowa, o en Nalewki, y miras a tu alrededor antes de salir. Entre la ropa escondes armas, panfletos, provisiones, medicinas. Tu mundo, antes de la guerra, era tu familia y tu oficio de carnicero kosher[92]. Tu afición a los libros y tu gusto por las cosas bien hechas, a fuego lento, sin prisa. Ahora, tu mundo es correr del ghetto a la parte aria y viceversa. Aparecer en un lado, recibir el paquete, volver a sumergirte y salir en el otro para entregarlo. Casi no duermes, casi no hablas. Haces honor a tu apodo, y corres agazapado y sin hacer apenas ruido. Sabes que tu misión es vital y no piensas en otra cosa que en llevarla a cabo con mimo, casi con devoción, como las cosas hechas despacio. Como se hacen las cosas que importan. Sólo eso. Sólo tanto.
Erika, puedes hablar cinco idiomas, trabajar veinte horas seguidas y resolver diez complicadas ecuaciones en cinco minutos; pero no puedes con la incongruencia. Tal vez sea porque lo tuyo son las matemáticas, aunque eso ya es lo de menos. La tuya iba a ser una carrera importante, viajaste a Varsovia desde tu Dresde natal porque conociste a un polaco, tan amante de los números como tú, y aquí te quedaste. Juntos emprendisteis un ilusionante camino como profesores en la Universidad. Por desgracia, como tantos otros, has perdido tu cátedra y tus clases, y también a tu marido. Ahora sigues sola, a pesar de la guerra no has querido ni oír hablar de volver a Alemania. En lugar de eso, has decidido que vas a intentar compensar un poco la balanza, porque hay un factor que trastoca la ecuación, el factor discordante, el que te hizo ponerte en guardia y después en marcha. Y es que no puedes evitar mirar el muro cada vez que recorres la parte aria de la calle Zelazna, tu calle, sin pensar que son compatriotas tuyos quienes lo han levantado. Y se te hace la vista incrédula al no poder ver ya las casas del otro lado, al contemplar tu calle partida en dos, y al imaginar la vida allí adentro, nada más que a dos pasos de ti. Por eso, aprovechas tus rasgos arios, tu despejada inteligencia y tu apellido alemán para moverte sin descanso. Tienes suerte, dicen tus vecinas, eres una Volksdeutsch. Pero lo que ellas no saben es que, gracias a eso, te pasas la vida de oficina en oficina, y de casa en casa. Ya has perdido la cuenta de los pasaportes que has ayudado a falsificar y de los juden que has conseguido, gracias a ello, evacuar a Hungría y a Austria. Y eso que tú nunca pierdes la cuenta. Nadie sabe a cuántos ha salvado de morir la viuda alemana del tercero, y a ti tampoco te importa. No te has quedado en Varsovia a jugar a la heroína, ni a hacerte imprescindible, ni a perdurar. Tenías un sueño y un proyecto, pero eso ya es historia. La verdadera historia es la que tú, sin saberlo, estás escribiendo ahora, Erika. La que no se borrará nunca del alma de aquellos que, gracias a ti, al final lo consigan. Ten por seguro que ellos, los que sobrevivan, nunca te olvidaran, profesora.
Leyb, como Sisel, también tienes un apodo: di meshugeh, el pirado. Nadie más cuerdo que tú, Leyb, pero el mote no te molesta. Te hace gracia. Ya te llamaban así antes de que empezara todo por tu propensión a hacer excentricidades, y ahora resulta que eres la formalidad hecha persona. Siempre te ha encantado provocar, divertirte, comprometer a cuantos pillabas en tu camino; profesores, vecinos, tus padres, la gente que te cruzabas por la calle, hasta al mismo rabino. Tu carácter calavera y jaranero te llevó a pasear una vez por las calles vestido de geisha después de una juerga regada de vodka. Tu irreflexión supuso tu expulsión dos o tres veces de la escuela hebrea, una de ellas por poner un petardo en la silla del rabino, y el consiguiente sofocón de tus padres, que amenazaron con mandarte al pueblo con tu abuelo y no sacarte nunca más de allí. Ahora, tus padres ya han desparecido, los trenes se los han llevado, y tú sirves de enlace entre las distintas organizaciones clandestinas que preparan el levantamiento. La necesidad te ha convertido en un experto en contraseñas, códigos y claves; maestro del secreto y único en el arte del disimulo y la discreción. Tu fama de crápula siempre te ha precedido, pero a ti no te importa. Era otro tiempo, más dichoso, y en cierta forma el nombre te lo recuerda. Ahora, tu locura, tu única locura, es querer que el ghetto sobreviva a la muerte anunciada. Por eso, te gusta ser como eres. Di meshuge.
Zalman, eres el prisionero más veterano del campo de la calle Gesia. Entraste el primero, porque el azar quiso que estuvieras a la cabeza de los diecisiete detenidos que inaugurasteis la cárcel. Mira, he tenido el honor de romper la cinta, bromeaste con tu compañero de al lado, al que entonces no conocías. Él te miró como si hubieras perdido el juicio, pero es que tú eres así. Ya lo decía tu madre, resuelto y optimista, demasiado optimista. Al principio erais pocos y enseguida te hiciste popular. El tipo del primer día dejó de mirarte con desconfianza y llegó a ser uno de tus mejores amigos; conocías a todo el mundo, y aguantabas y ayudabas a aguantar a los demás. Tu fortaleza física siempre fue tu baza en la vida. Eso y tu energía espiritual que, a decir verdad, siempre pensaste que provenía de esa misma bravura en lo puramente físico. Herencia, contestabas quitándole importancia cuando los demás te preguntaban por el secreto para soportar tanto. Cuando a la cárcel empezaron a llegar niños, te negaste a dejarlos pudrirse allí, desintegrarse sin más entre barrotes y palizas, mugre y olvido. Sin pensarlo demasiado te organizaste, pediste permiso, sobornaste y convenciste. En poco tiempo los críos tuvieron talleres de manualidades, huerto y clases de gimnasia. Suena realmente idílico, como encontrar un riachuelo fresco y cantarín en mitad del polvo de un campo estéril, pero lo hiciste. No sólo tú. Otros te acompañaron en la utopía. Es muy posible que al final esos críos no sobrevivan, ni tú tampoco. Lo más seguro es que los mil trescientos prisioneros de Gęsiówka no paséis a la historia precisamente por vuestro papel de supervivientes. Pero mientras tanto, habéis sido dueños de vuestro propio consuelo dentro de la amenaza. Habéis construido un refugio de calma en mitad de la turbulencia; particular, privado. Vuestro.
Jòzefa, siempre has vivido en Varsovia. Desde niña te gustó la jardinería, y pasaste la juventud entre magnolias, rosas de todos los colores, semillas y tiestos de barro. Un día, enseñaste orgullosa a tus padres el recibo del primer pago para lo que iba a ser tu modo de vida a partir de entonces, tu propio invernadero. Aquel proyecto juvenil creció de modo constante y sólido. Años después, junto a tu marido y tus tres hijos, el deseo de aquella joven polaca se había convertido en algo real, algo grande. Además de a ti y a tu familia, el invernadero cobijaba diez empleados, y mucha, mucha ilusión. Las bombas alemanas arrasaron la estructura de hierro y cristal en octubre de 1939, pero con la ilusión, no pudieron. Lo volviste a levantar, esta vez ayudada por los brazos masculinos de tu marido y tus hijos, y hoy día tus diez empleados de antaño son veintiuno, y las flores han cedido su lugar a hileras de tomates y surcos de hortalizas. Algunos vecinos murmuran, sin acabar de creerse lo que sospechan. Otros, más avispados o más generosos, te advierten. Son demasiados, Jòzefa, algún día os descubrirán y os matarán. A todos. Tú te encoges de hombros. Es sólo un lugar donde crecen calabacines y tomates. ¿A quién le asustan las verduras? ¿A Hitler? Otros directamente amenazan. Sabemos qué tipo de personal tienes en tu negocio. Vas a ponernos en peligro a todos. O los echas o te denunciamos. Entonces sale tu genio. No te cortas ni un pelo y te inventas otra intimidación. Y yo a lo mejor me voy de la lengua y hablo de ese primo tuyo al que han visto con gente de dudosa integridad, «ya me entiendes». El otro entiende o no entiende, pero el miedo es poderoso y, a menudo, hace callar las bocas más mezquinas. Suele ser más seguro mirar hacia otro lado y, casi siempre, el malintencionado de turno suele retirarse con el rabo entre las piernas. Y tú, triunfal, sonríes, te pones el delantal y los guantes, coges la azadilla y te vas a trabajar, con tu familia y tus perfectamente legales empleados polacos. A veces, te los quedas mirando y vuelves a sonreír antes sus rasgos tan poco arios y tan juden. No sabes cuánto durará la suerte esta vez pero, mientras dure, seguirás sonriendo.
El levantamiento es tan silencioso unas veces, como airado otras. Y ya es imparable.
Vosotros, todos vosotros, lo estáis haciendo posible. La mayoría sabéis que no hay salida, ni probabilidad alguna de triunfo excepto el de la dignidad humana, y a pesar de eso, vais a seguir adelante. Hasta el final.
Las armas son escasas, las fuerzas todavía más. Los motivos para resistir, muchos o muy pocos, no importa. Ha llegado la hora de dejar de encaminarse en silencio hacia la extinción, de doblar la espalda y agachar la cabeza. Es el momento de decir no. De olvidar disputas y desencuentros, porque todos, desde el que siempre lo creyó hasta el que acaba de ser reclutado hace un minuto escaso, queréis lo mismo. No ser fáciles. Complicarles las cosas. Demostraros a vosotros mismos que la fuerza y el valor siguen dentro de vosotros, dentro del ghetto.
Eso, tal vez sólo eso, es lo que hace a un héroe.
Ghetto de Varsovia, 1942
Y.B.