El infierno
MAYO A NOVIEMBRE DE 1941
Desde la muerte de Asher, Yoel no tenía otra obsesión. Sacar a Isaac del ghetto.
Y, desde la última vez que había salido del ghetto, vestido todavía con las ropas de la Sonderdienst, Andrzej también tenía sólo una. Volver a entrar.
Fue Otto quien apareció con la solución para él, en forma de edicto emitido por los propios alemanes. Inquietos por la rápida expansión de la epidemia de tifus, ahora sí ya real, le dijo un día de finales de mayo en casa de Vladek, habían decidido permitir que personal sanitario polaco entrara al ghetto para tratar de controlarla, temerosos de que el mal traspasara los muros y contagiara a su propia gente. Andrzej gritó de alegría. ¡Por fin podría entrar!
Palmeó la espalda de Otto con una energía que parecía haber perdido y se encaminó, sin tan siquiera pensarlo dos veces como le había sugerido Fialka, al puesto de control más cercano. Al igual que sus compañeros, desde que había visto su nombre en aquella lista, disponía de documentación falsa. Ahora se llamaba Slawoj Miroslaw, y era enfermero. Se felicitó por no haber inventado una profesión distinta, como camarero o zapatero. No dejaba de ser una condenada ironía que, precisamente la enfermedad que en su día había temido afectara a Yoel, le fuese a permitir volver a verle cuando su ausencia se le hacía ya tan insostenible como si le faltara el mismo aire.
Consiguió sin problemas el salvoconducto y, al cabo de dos días, con un contingente de diez enfermeros y seis médicos polacos, volvió a traspasar los muros por la entrada de la calle Byelanska.
Lo que vio le dejó momentáneamente noqueado. La gente caminaba como sonámbula, ajena a los rayos de sol que calentaban la miseria y el dolor, sin mirarse unos a otros, sin saludarse los vecinos ni corretear los niños. Se miraban sin verse. Unos caminaban deprisa, otros insufriblemente despacio. Casi todos con el gesto asustado y el cuerpo encogido, muy pocos con la barbilla erguida o la espalda recta. Vio una multitud en la que se mezclaba gente aparentemente ociosa, con las manos en los bolsillos y la mirada vagando de un punto a otro como buscando algo, con otra que caminaba con paquetes o incoherentes objetos bajo el brazo: tablones, cuerdas, zapatos, algún ladrillo, bolsas llenas de Dios sabría qué. A veces, veía corrillos de tres o cuatro, y le daba la impresión de que negociaban algo medio a escondidas, entre murmullos y miradas de soslayo. Otras, un atisbo de normalidad asomaba la coronilla en forma de madre empujando un carrito de bebé, o de niños sentados en el suelo jugando a las chapas.
De pronto, la falsa amenaza de una cacería, provocada por el paso de un camión alemán, hizo que cundiera el pánico y se provocara la desbandada. Las calles quedaron desiertas en cuestión de segundos. Andrzej sabía que en otras ocasiones, y sobre todo en los últimos tiempos, esa amenaza no era falsa sino ferozmente real. Tiempo más tarde, por boca de Gaddith, supo que durante abril y mayo la vida del ghetto se había paralizado a causa de dos de las más numerosas y atroces; durante sólo tres días de mayo, más de dos mil personas habían sido enviadas a Krosno. Por fortuna, Andrzej no poseía tal información en ese momento y, gracias a eso, su corazón no se asfixió también, al igual que las calles, de terror por la suerte de Yoel.
Cuando la amenaza pasó, la muchedumbre volvió a abarrotar la vía pública, aparentemente impasible, cada cual a lo suyo, como si nada los hubiera interrumpido. Andrzej sacudió la cabeza y parpadeó sobrecogido, incrédulo. ¿Hasta qué punto se había acostumbrado esa gente al horror? Los altavoces de megafonía colocados por los alemanes en las calles siguieron vomitando, también imperturbables, consignas y órdenes. Nuevas prohibiciones, nuevas afrentas, las mismas vilezas.
Durante todo el largo recorrido desde Byelanska hasta el hospital Czyste, en Stawki, Andrzej simplemente trató de no flaquear, de seguir adelante a fuerza de recordar para qué había entrado. Por quién estaba de nuevo allí adentro. Quién le esperaba, sin saberlo todavía.
En el hospital, las cosas no fueron mejores. La absoluta falta de medios hacía casi imposible atender a los enfermos. Y, ante la protesta de Andrzej, un oficial polaco le recordó la realidad: que ellos no estaban allí para curarles o ni siquiera ayudarles a morir dignamente, estaban para retener la epidemia. Para inmovilizarla allí adentro y no dejar que azotara al mundo ario.
Fue destinado a la sala de los desahuciados, donde trasladaban a los que sólo esperaban una muerte no demasiado dolorosa gracias a los cuidados del personal médico. Cambió de postura a los inmovilizados para evitar las llagas, alivió el escozor de las erupciones, ofreció agua a quien se convulsionaba por los escalofríos y la fiebre; durante horas hizo lo que pudo, sin mejores remedios que sus palabras de consuelo, unos cuantos medicamentos de dudosa eficacia, y sus manos desnudas.
Pero tenía que ver a Yoel. A pesar de que su mente desconectó del mundo exterior para residir circunstancialmente entre los muros y las camas del hospital, en ningún momento lo hizo del todo. Un pensamiento rondó cada instante del eterno día por su cabeza, entre los lamentos, el olor a desinfectante y a enfermedad, y el revuelo de uniformes y batas blancas. Encontrarle, abrazarle, decirle una vez más lo mucho que le quería; y sobre todo, repetirle que no iba a dejarle solo allí dentro, nunca más.
—¿Camarada…?
Un roce en el hombro le sacó del ensimismamiento con el que, a media tarde, aplicaba paños húmedos a la frente de un muchacho, ya en evidente estado terminal. El joven balbuceaba incoherencias, sumido en el estupor de su mente desvariada, y Andrzej intentaba no dejarse abatir por su incomprensible retahíla sobre un pastel de cumpleaños, y un perro marrón y enorme que le mordía los pies.
—¿Camarada…?
Se volvió, algo molesto por la intromisión. Se retiró el mechón rebelde de la frente, y con la manga se secó el sudor. Una enfermera con el rostro sofocado le miraba de forma gentil, en un esfuerzo patente para no parecer demasiado atosigada.
—Püsch… Miroslaw, compañera. Slawoj Miroslaw. ¿Y tú?
—Kataryzna Rostek. Kasia.
—Kasia… dime.
—Necesito ayuda. Allí —la chica señaló una cama, al fondo de la sala. En ella, un hombre que en algún momento había sido corpulento, se quejaba a voz en cuello y braceaba, arrancándose los botones del pijama y lanzando juramentos al aire.
Andrzej arropó al muchacho, le colocó un nuevo paño recién enfriado en la palangana de hielo, y la siguió.
—¿Qué le pasa?
—Delira, no puedo hacerme con él. Trata de levantarse y temo que agreda a otros enfermos.
Se acercaron a la carrera cuando ya el enfermo, medio desnudo, echaba los pies al suelo. Andrzej quitó con rapidez la sábana de la cama y consiguió volver a acostarle.
—Vamos a inmovilizarle, ayúdame —dijo, lanzándole a Kasia la punta de la sábana por encima del hombre—. Átala fuerte a los barrotes de la cama.
Entre los dos le amarraron y le inyectaron un sedante rápido, una de las pocas medicinas de que aún disponía el hospital. El paciente, repentinamente resignado, les miró desde su enajenación.
—Bastardos… —murmuró con voz ronca.
Andrzej le dio una palmadita en el hombro y dedicó un gesto de estoicismo a Kasia; ella comprendió y asintió, y los dos se alejaron de la cama para continuar la ronda. Un asistente judío empujaba en ese momento el carro de la cena por el pasillo, esquivando jofainas, enfermeros y bandejas de medicinas. Andrzej atisbó el interior de las soperas metálicas y olisqueó su contenido indefinible.
—¿Qué es? —preguntó Kasia.
—Parece caldo con algo flotando. Pan, creo.
Algunos enfermos, más hambrientos que moribundos, levantaron la cabeza de la almohada al ver al muchacho del carrito, que se dirigía a paso lento hacia la última cama de la fila para empezar el reparto. Kasia suspiró y se recogió unos mechones de pelo detrás de las orejas. Era una chica muy joven, Andrzej le calculó unos dieciocho. Tenía una boca graciosa, en forma de corazón, y unos ojos expresivos y vivarachos, completamente negros.
—No pareces polaca —dijo mirándola, enternecido de repente.
—Mi padre es polaco, mi madre italiana —ella sonrió y entonces Andrzej advirtió sus profundas ojeras y su aire de intensa fatiga.
—Tienes aspecto de estar agotada. Deberías descansar un poco.
—Tú también deberías. Te he estado observando y no has parado ni un minuto —se miró el reloj—. Son las seis y media, aún nos quedan tres horas. ¿Sabes si se hacen guardias nocturnas? No me han explicado nada.
Andrzej sacó un cigarrillo y le ofreció otro. La chica lo cogió y le dijo que prefería fumar fuera, en el pasillo. Los dos salieron por la puerta acristalada, se apoyaron en la pared, y encendieron los pitillos.
—¿Guardias nocturnas? Sí que se hacen —dijo Andrzej guardando el encendedor en el bolsillo de la bata—, a menos que hayas firmado lo contrario. Una o dos a la semana.
Ella exhaló el humo y asintió en silencio. Durante unos minutos simplemente fumaron, sin que nadie les interrumpiera. El día estaba resultando agotador, y su única ración de comida, arroz con pollo cocido, desangelada e insuficiente. Andrzej reconoció que necesitaba un respiro, y que el tiempo que emplearan en fumar un pitillo no iba a acelerar la muerte ni aumentar el sufrimiento de los que padecían allí dentro, en la sala.
Miró a la muchacha mientras ésta sacudía la brasa del cigarrillo en un pesado cenicero con forma de copa, y sopesó el riesgo de pedirle un favor. Valoró si podría fiarse de ella, decirle que tenía un asunto urgente que resolver en el ghetto y que volvería a tiempo para regresar al exterior con el grupo, incluso mucho antes. No la conocía de nada. Ella podía delatarle y su pase al infierno habría terminado ese mismo día. Pero necesitaba verle; y para eso necesitaba un cómplice. Alguien que le ayudara y le encubriera desde el hospital.
Le había costado tanto estar otra vez en el ghetto, dentro del ghetto, que no se podía permitir arriesgar la oportunidad, porque tal vez fuera la última. Era de nuevo alguien anónimo, con un nombre desconocido y un único objetivo frente a sí. Había visualizado cientos de veces su encuentro con Yoel y no podía esperar más, quería hacerlo ya. Ocultaría su pelo rubio con una gorra y caminaría como uno más de ellos. O tal vez, su bata de enfermero bastara para que le dejaran circular sin sobresaltos por las calles, hasta Nalewki.
Evocó la casa de Yoel. El patio oscuro, el recibidor, la sala con los muebles de los abuelos, la música clásica sintonizada en la radio, el olor a cera de vela y a ropa lavada, y el rumor de voces y llantos infantiles del patio de vecinos; y sin saber cómo, se encontró escuchando su propia voz.
—Escucha, Kasia, necesito que me hagas un favor. Un favor muy grande.
Caminaba deprisa, como si en algún momento algo se pudiera torcer y descalabrara sus planes. Kasia había dicho que sí. Y él había pensado que ésos eran tiempos paradójicos, en los que de pronto se depositaba la vida entera en manos de un desconocido con la misma facilidad con la que el amigo de la infancia, el vecino de enfrente al que se conocía de siempre, le vendía a uno por unos cuantos szlotys.
Entre Kasia y él, habían decidido que era mejor dejar la bata en el hospital, por si alguna patrulla le preguntaba qué hacía deambulando en lugar de estar trabajando, o por si se les ocurría llevarle de pronto a algún otro hospital o a una emergencia. Iba con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la cabeza gacha, oculto el pelo por la gorra. Se había colocado el brazalete con la estrella en el brazo porque nadie podía circular por el ghetto sin él sin exponerse a ser detenido e interrogado, o directamente apaleado. Casi no levantaba la mirada, se sabía el camino de memoria y prefería mirar los adoquines del suelo en lugar de correr el riesgo de toparse con los ojos de un alemán, y que éste se hiciera preguntas sobre el azul transparente de sus propios ojos y los mechones rubios que escapaban de la gorra, en contraste con el distintivo de su manga. Tenía miedo de que su cara fuera como un anuncio luminoso que dijera «no soy judío…» y más tarde añadiera con letras de vivos colores «… y voy a verle». Así que hundió la espalda y caminó. Sólo caminó, esquivando niños, vendedores, mendigos y algún que otro cadáver que aun no había sido recogido o que acababa de caer, vencido. Giró la esquina de la calle Dzielna y repasó su conversación con Kasia, intentando recordar cada palabra para preparar bien la farsa y no entrar en contradicciones al volver al hospital.
—Tengo algo urgente que hacer en el ghetto —le había dicho—. Se trata de una anciana, fue niñera de un amigo mío y ha sabido que está enferma. Mi amigo está muy preocupado, ella le crió cuando quedó huérfano y, al fin y al cabo, aún le tiene cariño. Me ha pedido que la visite sólo para interesarme por su estado, no será mucho tiempo.
Kasia había dudado un momento y Andrzej se había sentido en la cuerda floja. Estaba en sus manos. Pero la chica al fin había accedido, y le había ayudado a urdir el plan.
—Ten mucho cuidado —le había dicho al despedirle en la puerta del hospital. Por suerte, nadie les había interceptado—. Y vuelve antes de las nueve y media. Tienes que estar aquí cuando vengan a buscarnos.
Después de comprobar que ella había vuelto a entrar, y de asegurarse que no había patrullas a la vista, sólo entonces, Andrzej se había puesto el distintivo. El pormenor del brazalete, se lo había ocultado a la chica. No había querido arriesgarse a que le entorpeciera con temores o escrúpulos sobre lo imprudente que era llevarlo puesto; o a que le soltara un discurso sobre lo insensato que era alistarse voluntariamente en el hatajo de los indeseables, cuando él ni siquiera era judío.
Dio la vuelta a la esquina de Muranoswka e identificó la alcantarilla de la calle Nalewki. Después de andar cincuenta pasos más, levantó la mirada; había llegado sin contratiempos.
Le parecía que había pasado toda una vida desde la última vez que había estado allí. Miró su reloj, las siete y media. Seguramente Yoel aun no habría vuelto del taller, pero habría sido demasiado imprudente ir a buscarle allí. Rogó para que el trabajo del día en la sastrería no le entretuviera mucho más e, ignorante de su tortura diaria en la calle Gesia, dedujo que entregar el pedido no le llevaría más de diez minutos, otros diez devolver la carretilla y cinco más llegar a su casa. Nalewki era perpendicular a Mila, así que calculó que, hacia las ocho lo más tardar, Yoel estaría de vuelta. Dudó si subir y esperarle arriba. Si lo hacía, vería a Hannah y a los niños, y a las dos familias que vivían con ellos. Pero un irracional recelo le detenía; el supersticioso temor de que si no veía a Yoel antes que a nadie ya no le vería, se apoderó de él. Por otra parte, no sabía nada de los enfermos, y el corazón se le aceleró. Tal vez alguno de los Bilak se había contagiado. Tal vez mientras él perdía el tiempo en la calle, Yoel agonizaba en el piso. Aterrado, empujó la puerta y corrió escaleras arriba.
Mientras Andrzej recibía el abrazo emocionado de Isaac, no muy lejos de allí, en la calle Gesia, un Obersturmführer con un pequeño bigote daba instrucciones a su chofer para que le llevara directo a casa. Una vez satisfechos sus apetitos, toda su atención estaba centrada en la fiesta que su mujer daba esa noche por el cumpleaños de su hijo menor. Al mismo tiempo, en el almacén, Yoel se recolocaba la ropa. Metió los faldones de su camisa por dentro del pantalón, se abrochó el cinturón y se levantó del suelo. Se sacudió el polvo de las rodillas y cogió su chaqueta, tirada de cualquier manera sobre una silla. Luego, miró la puerta con rabia. ¡Mala muerte se te lleve, bastardo!, musitó.
Desde hacía aproximadamente un mes y sin mediar palabra, excepto cuando el primer día le había explicado con claridad diáfana lo que quería de él y lo que le ocurriría si no accedía, el Obersturmführer le hacía pasar al almacén trasero después de entregar el pedido. Ese primer día, había comprado sus servicios a perpetuidad a cambio de librarle de los trabajos forzados mientras él estuviera al mando del Treuhand. Además, le había dicho, también obtendría alguna ración extra de alimentos. Para eso debía mantener la boca cerrada, excepto dentro del almacén, por supuesto, había puntualizado, dedicándole una lúbrica sonrisa que a Yoel le había provocado ganas de vomitar. Por si se le olvidaba el trato, había añadido, sabía que tenía madre y hermanos, y que pasaban hambre. No eres tonto, había concluido por fin, a pesar de ser un invertido. Si tú desapareces, ellos también lo harán.
Yoel se arregló como pudo el pelo revuelto y reconstruyó, en la medida de lo posible, su dignidad arrebatada. Al día siguiente de la muerte de Asher, hacía menos de un mes, casi había cedido a la tentación de cargarse al tipo, huir de allí, buscar a Andrzej, y sacar del ghetto a su familia, o lo que quedaba de ella. En definitiva, dejar de doblegarse. Pero pronto, en los días siguientes, fue dolorosamente consciente de que en ese juego él no tenía ningún as en la manga, que sólo era dueño de una carta, sobada y miserable: mientras ese individuo no se cansara de su juguete judío, él iba a seguir con vida. Y mientras él viviera y Andrzej estuviera allá afuera, Hannah e Isaac tenían más posibilidades de escapar algún día del infierno, y de sobrevivir hasta ese día. Resignado, sólo pudo salvaguardar su carta y seguir apostándola sobre la mesa.
Empujó la puerta por la que acababa de salir el Obersturmführer y salió del almacén. La oficina estaba vacía; el oficial se había marchado, seguramente a cenar junto a su esposa y sus hijos. Yoel sintió un asco infinito y se tragó las lágrimas; se había prometido que nunca iba a llorar por aquello. Recogió de encima del mostrador el visado que le eximía de los trabajos, debidamente firmado y sellado, y un paquete de alimentos que ni se molestó en abrir. De todas formas él no iba a comer de aquello, todavía no se había sentido capaz de hacerlo. Se lo entregaba al volver a casa a su madre, a la que había explicado que una de las mujeres de la oficina se había encariñado con él y le traía algo cuando podía. Hannah lo cogía sin preguntas, y Yoel se había cuestionado más de una vez si se habría dado cuenta de que él no compartía el festín con los demás. Normalmente, el paquete contenía lo que para ellos ya eran manjares. Pan blanco, carne, o incluso a veces, algún dulce. Pero a él, le asqueaba tanto como si fuera carroña.
—Gute Nacht, Herren[59] —se despidió al salir, con la cabeza baja. Sabía que no debía mirarles, ni esperar respuesta.
Los dos guardias de la puerta le dedicaron una escrutadora mirada de hielo. Yoel desconocía si sabrían algo de lo que pasaba allí dentro cada dos o tres noches, pero decidió que no le importaba ni lo más mínimo. Salió al recalentado atardecer y respiró el olor del ghetto, un aliento promiscuo y sombrío, familiar ya. Tiró de la carretilla y cumplió maquinalmente con la cotidiana rutina de acercarse a la sastrería, sacar la llave, entrar, recogerla en un rincón y volver a salir. Cerró otra vez y, con las manos en los bolsillos y la conciencia embotada, se dirigió hacia su casa, obligándose a la diaria disciplina, ejecutada en el camino de vuelta cada tarde, de recordar que Asher ya no estaba. El dolor que su ausencia le provocaba cada vez que entraba en el piso era demasiado grande y había entrenado la táctica de ir pensando en ello todo el camino para que la pena no le pillara de improviso cuando, al abrir la puerta, no le viera sentado junto a Isaac, como antes, compartiendo secretos o fechorías. O simplemente, las amarguras de pasar los trece años en medio de una guerra.
Tal vez encontraría en casa a Gaddith. La chica acudía muy a menudo a hacer compañía a Hannah desde lo de Asher, y siempre le traía algo, aparte de consuelo; una noticia esperanzadora, una bovina de hilo para remendar cortinas o colchas, un pedazo de pan o una novelita de amor, que Hannah leía sin enterarse de la trama, porque sus pensamientos estaban paralizados y desvaídos, y su corazón, reseco.
A menudo, Yoel encontraba a su madre enroscada en el sofá, como aquella noche, tosiendo sin parar, abrazada a sí misma, mirando la pared de enfrente y perdida en la inmensidad de su pena; con la novela abierta y olvidada en el regazo, las ropas sin mudar y el pelo desordenado.
Mientras subía los oscuros escalones, se animaba con la esperanza de ver a su madre mejorada. Después de los primeros días de mutismo férreo, casi de rechazo por el gemelo superviviente, Hannah parecía haberse dado cuenta al fin de que Isaac aún vivía. Poco a poco había empezado a reconfortase en él, como si de alguna forma todavía agradeciera al destino que no le hubiera arrebatado del todo los ojos del color de las castañas, el fibroso y delgado cuerpo, la dulce piel pálida y la sonrisa, ahora melancólica, de su pequeño afortunado; como si, de alguna tenue manera, Asher siguiera existiendo en quien más le había querido.
Isaac no se separaba de ella. Como mejor sabía, intentaba liberarla de la soledad que parecía haber elegido para sobrevivir al dolor durante la primera semana. No había vuelto a salir del ghetto, no le había hecho falta hablar con Yoel para convenir tácitamente que Hannah no hubiera soportado perderle a él también. Ésa era la razón más poderosa por la que Yoel seguía entrando al almacén delante del tipo del bigote; mientras el pasatiempo durara, Isaac no volvería a jugarse la vida a cambio de comida.
Metió la llave en la cerradura y aspiró hondo, invocando a su fortaleza para que acudiera a auxiliarle en uno de los peores momentos del día.
—Viene Yoel.
Isaac había escuchado la llave girar en la cerradura, Andrzej también. El joven llevaba un buen rato en el comedor de casa de los Bilak, sentado en el sofá, consolando a Hannah y tratando de esquivar la mirada del resto de los inquilinos que, resultaba demasiado evidente, reflexionaban cada uno a su manera sobre la verdadera identidad del que, hasta ese día, sólo recordaban como un enfermero del otro lado. Hannah, recostada sobre su hombro, sollozaba ya blandamente, después de descargar su dolor casi con furia durante los primeros instantes de su llegada. Con firme suavidad, Isaac retuvo el impulso de Andrzej de salir corriendo hacia la puerta; le sujetó por los hombros y se agachó a la altura de su oído.
—Sé prudente —susurró—. Ellos no saben nada.
Andrzej se quedó clavado en el sitio, mirándole, y un revuelo de preguntas no formuladas y respuestas nunca dichas se enredó en su cerebro. Pero los ojos castaños, fijos ahora en los suyos, ya lo decían todo; y él supo que las palabras y las explicaciones, al menos en ese momento, estaban de más. Asintió en silencio, dando por entendida la sutileza y agradeciendo la sensatez del chico, y trató de serenarse, de pensar sólo en lo que haría y diría cuando Yoel atravesara la puerta, y en mantener bajo control sus reacciones, siguiendo la lúcida observación de Isaac.
El gemelo le miró durante unos segundos más y se encaminó hacia el recibidor para prevenir a Yoel. En la sala, el silencio se hizo espeso como el jarabe. Baruj, la abuela Zosia y Joanna se miraron envueltos en una especie de incomodidad, con las cabezas gachas, sin saber qué hacer o qué decir. Hannah tosió y se levantó del sofá; después de acariciar con ternura la mejilla de Andrzej, se dirigió hacia la cocina arrastrando los pies.
Andrzej dudó si acompañarla o quedarse donde estaba. Anotó mentalmente que tenía que conseguir un remedio para esa tos en cuanto saliera esa noche y luego se levantó también, demasiado nervioso para permanecer sentado. Miró a los presentes con una incómoda sensación de desnudez, pero enseguida recapacitó; la tensión en el ambiente no era debida a que supieran lo suyo con Yoel, Isaac acababa de dejárselo claro, sino a la muerte de Asher.
La noticia le había sacudido de tal forma que casi no había logrado más que balbucear huecas palabras de consuelo a Hannah, con la presencia tenaz de Isaac a su espalda, y las figuras mudas de los demás transitando por un tiempo y un espacio paralizados, como involuntarios testigos de una escena surrealista. Tener que escuchar de boca de su propio hermano que Asher, el confiado Asher, había sido abatido a balazos, había sido algo tan brutal y espeluznante para Andrzej como si un panzer le hubiera pasado por encima. Tan demoledor que se había quedado sin voz, sin recursos, sin argumentos. Se había sentido tan fuera de lugar como una visita de compromiso, estúpidamente ineficaz e inoportuna. Había percibido apenas el parco relato de Isaac, que en todo momento había evitado los detalles por consideración a su madre, en un sobrecogido aturdimiento; después, no había sido capaz de encontrar un solo motivo para convencer a Hannah de que no debía dejarse arrastrar por la congoja, que tenía que seguir adelante. Sólo había conseguido abrazarla y entregarle en el abrazo todo su cariño, tan honesto e inmenso como su pena.
En ese momento, plantado en medio de la tirantez de la sala, se volvía a sentir en la engorrosa piel del convidado; alguien ajeno a todo ese horror, rodeado de una mezcla de gente extraña y apartado por el intangible muro de la desgracia no compartida de las personas a las que más quería. Sintiéndose responsable del desastre; creyéndose obligado a resarcirlo; avergonzado porque él saldría de esa casa esa misma noche, atravesaría el portón que se cerraría tras sus espaldas, y les dejaría allí adentro a ellos; porque cenaría caliente y dormiría solo, y podría llorar en la intimidad, sin testigos apabullados por su propia incapacidad de otorgar consuelo. Con el desgarro, sí, de saber que alguien a quien había llegado a querer de verdad no volvería nunca; pero admitiendo que ese dolor era tan ridículo y tan pequeño como una mota de polvo comparado con el que sentirían ellos, Hannah, Isaac y Yoel.
—¿Andrei…?
Apenas fue un susurro, pero aún estando de espaldas sintió su presencia como una corriente cálida en mitad de la ventisca. De pronto, ya no pensó nada. Sólo se volvió despacio y le miró, luchando como no lo había hecho en toda su vida, por no romper a llorar.
—Mitziyeh…
Yoel estaba parado en la puerta que comunicaba la sala con el recibidor, las manos en los bolsillos y la cabeza ladeada, sonriendo levemente. A Andrzej le pareció que estaba muy delgado, más que la última vez, pero también advirtió que el brillo de sus ojos no había desaparecido. La ropa le colgaba sobre los hombros y los rizos castaños habían sido cortados para alejar a los piojos. Pero su sonrisa era la de siempre, tal vez algo menos radiante, pero increíblemente hermosa. Tuvo que luchar con la fuerza de un coloso contra la llamada que le atraía y le incitaba, allí mismo, a envolverle entre sus brazos.
Hannah volvió a entrar secándose las manos en un trapo y, al verles juntos, buscó el encuentro con la mirada de Isaac. Los ojos de la mujer hablaban de amistad, de dolor y de distancia, de ausencia y nostalgia, de amor y lealtad. De reencuentro. No le hizo falta más que insinuar un levísimo movimiento de cabeza para que Isaac entendiera. El chico asintió y propuso a Baruj una partida de dominó en su dormitorio. La abuela Zosia, siempre intuitiva, dijo que tenía que coser una sábana en el suyo; y la misma Hannah sugirió a Joanna que la acompañara a la cocina, a preparar la cena. Una vez allí, tuvo la precaución de cerrar las cortinas que la separaban de la sala.
Ya solos, Andrzej empezó a hablar a borbotones mientras se acercaba a Yoel casi con timidez, las manos nerviosas agitándose sin parar, apartando el remolino de la frente, haciendo rodar la gorra, estrujándola.
—Lo siento tanto, Mitziy. No sabía nada. Vine a verte en cuanto pude. Todo este tiempo he estado escondido, tengo un nombre nuevo, una identidad falsa. Estoy fichado. No pude venir antes, lo hubiera estropeado todo. No pude hacer nada por él. Mitziyeh… lo siento, lo siento…
Yoel se acercó a Andrzej y, alargando la mano hacia su boca, enmudeció el torrente de palabras desesperadas.
—Shhh… Lo sé, Andrei. Lo sé… él me lo dijo —los dedos acariciaron los labios húmedos, casi sin rozarlos—. No te atormentes.
—¿Él?
—Asher. Te vio entrar en casa de Vladek y yo sólo tuve que imaginar el resto.
—Asher… —le costó menos de lo que había imaginado pronunciar el nombre del niño muerto—. Mitziy… ¿Nunca pensaste que te había abandonado?
—Nunca, Andrei.
Andrzej avanzó otro titubeante paso hacia él; Yoel le esperó, cálido y sosegado, como le esperaba siempre. Estaban uno frente al otro, a escasos centímetros, respirando el mismo aire. La mano de Andrzej tocó, vacilante, la cintura de Yoel. Su mirada anhelante le rogó que no se apartara. Yoel no se apartó. Continuó mirándole, acariciando su mejilla con la levedad de la yema de sus dedos.
—Te echaba de menos —susurró Andrzej.
—Yo también. No imaginas cuánto.
—Tu madre está…
—Rota, pero es fuerte. Podrá con ello, Andrei.
—¿Y tú?
—Yo también.
—Yo… sabes que… —Andrzej bajó la voz hasta un susurro imposible, ahogado—, que te quiero.
—Nunca he dejado de saberlo.
—Ven conmigo, Yoel. Por favor. Esta misma noche. Salgamos de aquí los dos. Pronto sacaremos a tu familia. He estado todo este tiempo aporreando puertas y buscando contactos y ya casi tengo los papeles. Pero tú ven conmigo hoy.
—¿Puedes sacarles? —preguntó Yoel, como si sólo hubiera escuchado esa parte de la vehemente súplica de Andrzej.
—Podré enseguida. Tengo casi formalizado un proceso de adopción falso para los gemelos. Para… Isaac —corrigió—. Por favor, ven conmigo esta noche.
Yoel negó despacio con la cabeza y deslizó una caricia por el brazo de Andrzej, hasta coger su mano.
—No saldré sin ellos, Andrei. No ha cambiado nada.
—Pero ¡tu hermano ha muerto! ¿Cómo puedes decir que no ha cambiado nada?
—Mi hermano ya no está, pero eso no significa que voy a dejar a los que quedan.
—Cada día es más peligroso vivir aquí adentro, Yoel.
—Lo es, por eso quiero que le saques —dijo con firmeza. Un crujido en el pasillo le hizo soltar la mano de Andrzej—. ¿Y mi madre? —preguntó retrocediendo un paso, poniendo distancia entre ellos como estaban ya acostumbrados a hacer—. ¿Puedes hacer algo por ella?
Andrzej negó, apesadumbrado.
—No lo sé. Lo he intentado, pero es más fácil sacar a los niños. Siempre hay familias de acogida, u orfanatos —le miró—. No vas a irte sin ella, ¿verdad?
—Sabes que no.
—Podría intentar pasarte esta misma noche, en el grupo —insistió, como si no le hubiera oído—. Yo me quedaría por ti y tú saldrías en mi lugar. Cuidaría de tu madre y de Isaac, y no tendría ningún problema para salir otro día y volver con el salvoconducto de tu hermano. Y, antes o después, conseguiría un pasaporte falso para Hannah.
—¿En qué grupo, lib? —Yoel le escuchaba, paciente. La exaltación que él conocía se había desatado en Andrzej, provocada por la urgente necesidad de ponerle a salvo.
—El grupo sanitario. He conocido a una persona —aclaró Andrzej, enfebrecido, y le explicó rápidamente cómo había conseguido acceso al ghetto gracias su trabajo en el hospital y la suerte que había tenido de toparse con alguien como Kasia—. Es una enfermera polaca, ella me ha ayudado a venir aquí; ha accedido a encubrir mi escapada. Tal vez ella…
—Espera un momento… ¿Sabía esa enfermera tuya a dónde venías? —le cortó Yoel.
—No. En realidad…
—Inventaste algo. No le dijiste que ibas a visitar a tu amante judío.
—No. Pero…
—Andrei, ¿crees que ella arriesgaría su vida por ti y por mí si supiera la verdad?
—Ese no es el caso, Yoel.
—Sí que lo es, lib. Ese es justamente el caso. Pretendes que una chica de la que apenas sabes nada ponga en peligro todo lo que tiene por alguien a quien acaba de conocer hoy mismo. Y por mí, a quien ni siquiera conoce. Por un amor indefendible, que si conociera rechazaría. ¿En qué mundo vives, Andrei?
—¡Nuestro amor no es indefendible! —protestó Andrzej—. Y, en todo caso, ella no tiene por qué saberlo.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Mentirle siempre? La gente se mueve por sentimientos que comprende, como el amor de una pareja o de un matrimonio, o el de una madre o un padre por un hijo, o el de unos hermanos. Tal vez llegaría a entender, si es tan buena como dices, que es su deber moral ayudarte a rescatar a tu novia judía del ghetto. Pero no soy tu novia, ni tu esposa, Andrzej. Y nunca lo seré. Mírame. ¿Qué vas a decirle que soy?
Andrzej suspiró, extenuado de pronto. ¿Qué podía decirle a nadie que era Yoel? ¿Y qué derecho tenía nadie a preguntarle qué era Yoel? Él lo sabía, y el resto de los «pormenores» le daban igual. Pero con esa convicción no iba a persuadir a Kasia. Si le confesaba la verdad no iba a conseguir nada más que espantarla y complicar las cosas. Sabía que no había escapatoria para su amor inconveniente, porque simplemente se daba por supuesto que no existía. Que, los que eran como ellos, no se enamoraban.
—Está bien… Puedo intentarlo con tu madre si quieres —sugirió, desmoralizado—. Quizá pueda camuflarla a ella en el grupo. Me preocupa, ha empeorado su tos y en su estado no va a mejorar aquí adentro.
—Ella no dejará a Isaac. Tú consigue los papeles de mi hermano. Lo demás ya vendrá, Andrei. Poco a poco.
Andrzej sacó un pitillo, doblegado por la terminante simplicidad de las palabras de Yoel. Le acarició el pelo tras una furtiva mirada a la puerta del pasillo, y asintió.
—De acuerdo. Sentémonos un momento, estoy cansado.
—¿A qué hora tienes que volver? —preguntó Yoel mientras se sentaban, apenado porque le dolía negar una y otra vez a Andrzej lo que le pedía con tanto fervor, y más aún después del angustioso tiempo pasado sin saber si volverían a verse.
—A las nueve y media acaba nuestra jornada.
—¿Y qué hora es?
—Las nueve menos diez.
Andrzej acarició, cabizbajo, la muñeca desnuda de Yoel. Apesadumbrado hasta la impotencia, resentido, inquieto porque el tiempo pasaba y pronto tendría que marcharse, dejándole allí una vez más.
—¿Y tu reloj? El reloj de tu padre, ¿dónde está? —preguntó de pronto.
Yoel se frotó la muñeca y agradeció no llevar marcas en ella. Desde que pertenecía al oficial del bigote había dejado de ser un títere para la diversión colectiva, ahora era una propiedad de disfrute privado; y el tipo cuidaba de su posesión.
—Tuve que venderlo.
Andrzej tuvo el detalle de no escandalizarse y Yoel lo agradeció.
—Lo siento —dijo—. Supongo que habréis tenido que deshaceros de algunas cosas —miró la pared donde antes estaba la radio, en cuyo estante se amontonaban ahora algunos enseres viejos, pertenencias de los nuevos habitantes de la casa, y evitó añadir cualquier comentario.
—Sí, de algunas —contestó Yoel—. Pero… —sonrió, satisfecho de poder decir algo agradable—. Aún conservo la pluma que me regalaste.
Andrzej sonrió también, aunque pocas veces le había costado tanto hacerlo.
—¿Has escrito algo? Supongo que es difícil en estas circunstancias, pero… ¿Sigues con tus cuentos?
—Ya no hay cuentos, Andrei. Los dejé cuando… empezaron a surgir otro tipo de historias. Sigo escribiendo, sí, pero algo diferente. Ya te lo enseñaré.
—¿Qué historias? ¿Cuándo me lo enseñarás?
—Escribo sobre personas, sobre la gente. Tengo algo sobre mis hermanos, las familias que están en mi casa, tus amigos…
—¿Sobre mis amigos también, Mitziy? ¿Cómo lo haces?
—Es fácil, hablas mucho —sonrió Yoel, dándole un cachetito en el brazo—. Pero dime, ¿cómo está tu familia?
Andrzej frunció el ceño y apagó el cigarrillo en el cenicero, limpio por falta de uso.
—¿Qué familia?
—La tuya, Andrei —Yoel empezó a resignarse a otra explosión—. Tu padre, tu madre y Alicja. Algo sabrás de ellos.
—Mi padre para mí ya no existe, ni maldita la falta que me hace. Mi madre supongo que seguirá sin entender por qué ha tenido tan mala suerte y su niño bonito ha resultado ser un cabrón. Y mi hermana… —resopló, despectivo—. Volvió de Berlín hace semanas.
—¿Volvió?
—Sí, volvió.
—Bueno, ¿y…?
—Y que ha pasado de aprendiz a maestra. Es una déspota, entregada a la causa hasta los hígados, y encantada de haberse conocido. Y ha conseguido un novio bastante conveniente, un SS Oberscharführer.
—Eso significa…
—Sargento mayor de las Waffen SS. Es como para estar orgulloso de mi familia, ¿no crees? Mi padre lo está —sonrió irónico—, fatuo como un pavo real. De su niña, de su novio Oberscharführer, y de su cómoda esposa polaca. Tanto como avergonzado por el hijo raro y subversivo, al que ya no nombra ni para insultarle.
—¿Raro? —se inquietó Yoel—. ¿Lo sabe?
—¿El qué? ¿Qué soy un invertido, además de un conspirador?
Yoel afirmó con la cabeza.
—No, no lo sabe. O al menos ha tenido el detalle de no escupírmelo en la cara. Puede que lo sepa, o que lo sospeche, pero no creo que tenga cojones ni para aguantar un minuto seguido pensando en ello.
Un ruido a sus espaldas y la mirada de Yoel desviándose más allá de sus hombros hicieron sobresaltarse a Andrzej, que se volvió a mirar. Hannah se recortaba contra la oscuridad de las cortinas que daban a la cocina, con el cansancio brotando por cada poro de su cuerpo.
—Andrzej, lib, ¿te quedas a cenar?
El muchacho se levantó de un salto.
—No, Hannah, no, muchas gracias. Tengo que irme. Siento no haber podido traerte nada. Mañana lo haré, e intentaré conseguirte también algo para la tos —la besó en la mejilla y se volvió hacia Yoel—. Tengo que llegar al hospital antes de que me echen en falta, y ya es tarde. Si no estoy cuando hagan el recuento, se acabó la fiesta.
Yoel se levantó también.
—¿Volverás?
—Claro que volveré, Mitziy.
—Pero no corras más riesgos de los necesarios. Te quiero vivo y entero, Andrei. Ten mucho cuidado.
Hannah asintió a las palabras de Yoel.
—No deberías volver al ghetto, hijo. Estás arriesgándote demasiado.
—Mientras mi familia esté en el ghetto, volveré, Hannah.
—Entonces, cuídate. Por ti y por él —dijo ella, mirando a su hijo.
—Lo haré. Por cierto… ¿Siguen tratándote bien en ese sitio? —preguntó Andrezj mientras cogía su chaqueta. Yoel se turbó; había confiado en que no sacara el tema y, justo en el momento de irse, lo hacía—. Espero que no hayan vuelto a pegarte.
—No te preocupes, ya te dije que las cosas no eran como al principio. No han vuelto a pegarme, te lo prometo —evitó su mirada por unos segundos, temiendo no ser capaz de sostenerla y mentir a la vez, al mismo tiempo que sentía la de su madre clavada en su espalda—. Ahora me tratan de forma muy diferente, todo ha cambiado.
—Me alegro, Mitziy —Andrzej se puso la chaqueta y abrazó a Yoel, algo cohibido por la presencia de Hannah—. Te quiero —le susurró al oído.
—Y yo… —Yoel le abrazó también. Sonrió al rozar el brazalete—. Te sienta bien esa estrella.
Andrzej la acarició y asintió.
—Es un orgullo llevarla.
Hannah ahogó un sollozo y se retiró, conmovida. Yoel cogió a Andrzej del brazo y le acompañó hasta la puerta.
—No deberías volver a estas horas, por el toque de queda. Si no podemos vernos todos los días, no te obsesiones, tómatelo con calma.
—Lo haré.
—¿Prometido?
—Prometido.
Yoel le vio marchar sabiendo que, aunque Andrzej no mentía, su promesa era tan inconsistente como una brizna de paja intentando resistir un vendaval. Que no se iba a tomar nada con calma, sino todo lo contrario; y volvió a sentir una mezcla de miedo y orgullo por él.
Los demás volvieron a la sala para cenar. Había pan, y la sopa que Joanna había cocinado con el medio pollo del paquete de Gesia; a Yoel no le quedaría más remedio que comerlo esa noche. Baruj e Isaac se asomaron a la ventana con la esperanza de divisar a Szymon volviendo a casa y la abuela Zosia se fue a acostar a Jan. Hannah dejó los platos sobre el mantel y se acercó a Yoel que, todavía de pie, contemplaba la puerta por donde acababa de salir Andrzej. Tomándole la mano, sonrió por primera vez en veintidós días.
—Eres afortunado, hijo mío —le dijo—. Muy afortunado.
El trabajo en el hospital ayudaba a Andrzej a soportar la carga, cada vez más abrumadora, de los acontecimientos. Las camas se amontonaban en salas y pasillos y los sanitarios no daban más de sí, corriendo de un lado para otro para realmente poder hacer muy poco. Kasia demostró ser la buena chica que había parecido el primer día, y pronto Andrzej le confesó que sus escapadas no eran para visitar a una anciana niñera, sino para ver a escondidas a su novia, Gaddith Figna. Trazó todo un relato desdichado de lo que suponía tener una novia judía en aquellos tiempos, y Kasia lloró con él su adversidad. En realidad, se consolaba Andrzej cuando se sentía culpable por engañarla, la muchacha no lloraba una mentira, excepto en lo referente a la identidad de la persona amada. La chica prometió ayudarle en todo cuanto pudiera, y así él se escabullía siempre que podía en la pausa de la comida para encontrarse con Yoel en el viejo escondite de la carbonera, como antes de interrumpir sus entradas al ghetto.
Se veían casi a diario, durante poco más de una hora, a solas. Yoel había encontrado un colchón viejo y estrecho, con la lana hecha grumos y roído por las ratas, y un talit[60] de lana con el que se resguardaban del frío, a falta de manta. En aquel colchón se acostaban, abrazados, mientras hablaban en voz baja. El cajón, con vela incluida, hacía ahora las veces de mesita de noche.
Un par de veces hicieron el amor, pero Andrzej no pudo evitar notar que Yoel estaba demasiado tenso. Parecía tener prisa por terminar e incluso, casi lo hubiera jurado, toleraba, más que buscaba, sus caricias y mal disimulaba una rígida aprensión cuando le tocaba. Andrzej creía que, al igual que él, no conseguía sacudirse del todo el temor a ser escuchados o la sensación de que la puerta se vendría abajo en cualquier momento, desencajada por una patada. La suerte estaba durando demasiado. Para el caso de resultar descubiertos, habían imaginado varias posibilidades; recibir una ráfaga de Máuser, y con ella una muerte rápida, y al cabo piadosa; ceder a las pretensiones de soborno de quien les hubiera sorprendido, tan hambriento y desahuciado como para vender su silencio a cambio de algo con que traficar en el mercado negro; y la peor, la más escalofriante, escuchar impotentes los gritos de delación de alguien ávido de recompensas y el inmediato estrépito de las pisadas macizas y rítmicas de una patrulla de las SS irrumpiendo en el portal, acercándose a la carbonera. Violentando su refugio.
Pero la suerte pareció decidir seguir de su lado. Ni delatores ni patrullas asaltaron el escondite y, en junio, Andrzej consiguió un título de adopción y una documentación falsa para Isaac a través de los contactos del Nowy Warszawa con la resistencia polaca. Fueron necesarias toda la persuasión de Yoel y la energía de Andrzej sólo para conseguir que Hannah les escuchara, no así para convencerla de separarse de su hijo. Y al final fue el mismo Isaac quien, después de pasar unos días sobrecogido por la pena y encerrado en sí mismo, sacó fuerzas de flaqueza y lo logró. Argumentó a su madre que alejarse ahora era la única oportunidad de seguir con vida y volverse a encontrar cuando la guerra terminara. Hannah, al fin, accedió a dejarle marchar.
Un lunes soleado Isaac salió del ghetto para ser acogido por una familia católica, utilizando el mismo método que había terminado con la vida de su hermano, circunstancia que Hannah nunca llegó a saber. Andrzej le esperaba en la calle Lucka, cerca de la salida de Chlodna, y le facilitó ropas limpias y la documentación por la cual pasaba a ser Michal Senn de origen austriaco, hijo adoptivo de la familia Senn. Después le acompañó a su futuro hogar, en la misma Varsovia, y le presentó a su nueva familia. Los Senn, eran un matrimonio sin hijos que ya habían adoptado a dos niños más del ghetto, cuyos verdaderos nombres judíos y los de sus parientes guardaban celosamente dentro un sobre cerrado bajo el zócalo de la pared de su dormitorio, y al que el mismo día de su llegada agregaron el de Isaac. Después de hechas las presentaciones por parte de Andrzej, los Senn abrazaron a Isaac y le hicieron pasar. Sus dos nuevos hermanos le miraron callados y curiosos, y le aceptaron sin más; desde que la guerra había irrumpido en sus vidas de niños, se habían acostumbrado a asimilar casi cualquier cosa sin cuestionarla, de la misma forma que no se discute que un día sigue al otro o que el agua moja. Isaac dio la mano a los niños y les sonrió. Ellos, hicieron lo mismo.
—Vendré a verte siempre que pueda —le dijo Andrzej al despedirse—. Y te traeré noticias de tu madre y de tu hermano.
—Gracias, Andrzej.
—Sé muy prudente, memoriza tus datos y tu nuevo nombre y, pase lo que pase, nunca vuelvas a usar el tuyo. Así protegerás a tus benefactores, arriesgan mucho por ti.
—Lo sé, no te preocupes. Sé cuánto les debo. Ojalá Asher hubiera tenido una oportunidad como ésta.
—Ojalá —Andrzej le besó y le revolvió el pelo, algo más largo que hacía un mes—. Ahora la oportunidad es tuya. Aprovéchala, hazlo por él.
Isaac asintió, abrazó a Andrzej y cerró los ojos, apretando su cintura con fuerza.
—Adiós, Andrzej. Adiós y gracias otra vez, gracias por todo.
—Adiós, Michal. Volveremos a vernos.
Octubre trajo fríos tempranos y la tos de Hannah volvió a empeorar. Las condiciones del refugio de la carbonera también. A la humedad, el polvo y los ratones, se unió una gotera incesante en mitad del techo, consecuencia de la antigüedad de las tuberías y de que ya nadie las reparaba. A Andrzej, cuyos nervios estaban tan tensos como cuerdas de violín, el ruido rítmico de la gota de agua le sacaba de quicio y le impedía saborear a fondo la inmunidad del escondite y el regalo del precioso tiempo a solas con Yoel. Inventó diversos métodos, a cual más inútil, para dejar de oírlo. Escamoteó un cubo del hospital, lo colocó en el suelo, bajo la filtración, y puso trapos en el fondo, pero dejaron de funcionar en cuanto el cubo se llenó de agua y los trapos quedaron sumergidos y arrugados; entonces, colocó una tela en el borde, para que amortiguara la caída de la gota, sistema que también acabó desechando porque salpicaba demasiado; puso luego un trozo de madera que, a diferencia de los trapos, flotaba conforme el agua iba subiendo, pero tampoco sirvió de mucho porque no conseguía acabar con el golpeteo del todo, sólo lo trocaba en un ruido distinto, más blando, pero ruido al fin.
Un día ventoso y especialmente desagradable, permanecían acostados semidesnudos mirando el techo después de haber hecho el amor de forma furtiva y silenciosa, experiencia de la que, cada vez más, salían insatisfechos y algo resentidos.
—¿Qué pasa hoy? —Yoel se había incorporado sobre un codo y le miraba, con expresión de extrañeza.
—¿Qué pasa? —Andrzej volvió la cabeza hacia él, interrumpiendo la fantasía en la que fumaba un pitillo, acostado en una cama caliente en una habitación luminosa y agradable, por supuesto junto a Yoel—. ¿Por qué había de pasar algo?
—No has gruñido en todo el tiempo.
—Ya no gruño Mitziyeh, ni jadeo, ni siquiera resoplo. Estoy aprendiendo a hacerlo en silencio —dijo Andrzej.
—No seas tonto. Me refiero a que no has protestado por la dichosa gotita —señaló con la barbilla el cubo donde flotaba la madera envuelta en trapos, último y definitivo invento de Andrzej. El sonido era ahora un amortiguado latido húmedo, pero lo suficientemente molesto como para seguir haciéndole maldecir cada día—. Algo te tiene muy abstraído.
—Tú —dijo Andrzej, abrazándole y besando sus párpados.
—Ya… —Yoel se dejó besar y luego le separó con suavidad—, pero algo más. Suéltalo.
Andrzej tuvo que admitir que Yoel le conocía demasiado, era imposible guardar un secreto con él. Desde que había llegado estaba reventando por decírselo, pero tenía miedo de que se entusiasmara en exceso y luego algo saliera mal. Había olvidado por un momento que Yoel nunca hacía nada en exceso. Suspiró y le miró.
—Tengo un salvoconducto para tu madre.
Hannah salió del ghetto un mes más tarde, el diecinueve de noviembre, acompañando en su automóvil a uno de los médicos del hospital y vestida con un uniforme de enfermera. En casa del hombre le esperaban sus nuevos documentos de identidad; en adelante sería Aleksandra Kantor, empleada de hogar del doctor y su esposa, los señores Slawik. Aleksandra era polaca, nacida en Cracovia, viuda de guerra y sin hijos.
El veinte de noviembre, Andrzej era feliz. Canturreaba en el hospital mientras administraba ungüentos y esperanza, y sonreía a Kasia cada vez que se cruzaba con ella. El doctor Slawik le había dicho que habían llegado a casa sin novedad y que Hannah estaba a salvo. Incluso tenía compañía, otra mujer judía, escondida bajo el uniforme de cocinera. Ahora, Yoel ya no tendría excusas, el siguiente en salir sería él. Le escondería en un armario, debajo de su cama, le disfrazaría hasta conseguirle una nueva identidad. Haría lo que fuera para sacarle de allí sin tardanza y poder protegerle y amarle por fin. Que fuera en la reclusión de algún piso clandestino o en lo alto de un chopo a Andrzej, a esas alturas, ya le traía sin cuidado.
El veinticinco, era todavía más feliz. Ya no iba a hacer falta arriesgarle en tan peregrinas condiciones. Fialka había contactado con un antiguo profesor suyo, que acogía judíos a cambio de una razonable compensación económica, y tenía un sitio libre. Para Yoel, le había dicho la pelirroja, radiante por poder hacer algo después de tantos meses de ver consumirse de ansiedad a su amigo. Vladyslaw le había felicitado entusiasmado. Otto, como siempre, había rezongado; cada vez lo hacía más, hasta el punto en que Andrzej había comenzado a evitar contarle a su amigo nada que tuviera que ver con Yoel. Pero a Andrzej no le importó esta vez, ya tendría tiempo de lidiar con las paranoias de Otto en otro momento. En éste, sólo quería ser feliz.
El veintisiete, sin embargo, toda su felicidad corrió alcantarillas abajo. Aquel día, un diluvio de aguas turbias y violentas anegó las calles del ghetto. Avanzó arrasando puestos callejeros y propagando enfermedades, y rebasó el portal y el cubo de su escondrijo, inundando la carbonera y empapando el colchón, la vela, el cajón mesilla y sus ropas. Al mismo tiempo, otro aguacero, éste de un azul profundo, húmedo y apaciguado, se encargó de ahogar sin remedio su júbilo, su único anhelo. Muy cerca de él, bajo el mismo abrigo, en aquel cajón mojado.
—Szymon ha muerto.
—¿Cómo dices?
Andrzej se retiró el flequillo chorreante de la frente y, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en dos rendijas azul claro, miró a Yoel, temiendo lo peor.
—Ayer no volvió del trabajo. Esperamos toda la noche, hasta que un compañero vino esta mañana y nos lo contó. Le golpearon hasta matarle por robar una pala, quería colaborar en los túneles.
—Los túneles… —balbuceó Andrzej desorientado. Había oído hablar de los túneles clandestinos pero no había visto ninguno. Claro que no los había visto, pensó irónico, por algo eran clandestinos—. ¿Y ahora…?
—Ahora no hay ingresos. El dinero de Baruj se acabó hace tiempo. Vivíamos de lo de Szymon y de lo mío. Y de lo que tú traes.
—No, Yoel… —Andrzej retrocedió, apartándose de él—. Me lo prometiste.
—Nunca te lo prometí, Andrei, aunque yo también lo hubiera querido. Además, antes las cosas eran diferentes.
—¡Claro que eran diferentes! Entonces Isaac y tu madre estaban aquí —se rebeló Andrzej—. Dijiste que cuando salieran, lo harías tú.
—Y ahora están una joven viuda con su bebé. Una anciana y un viejo. Dependen de lo que yo obtengo, nada más.
En aquel momento a Andrzej le importaba un comino Szymon, le daban igual los viejos, el mocoso y la viuda. Todo su espíritu se sublevó y le dieron ganan de coger a Yoel de la mano y correr con él a través de la lluvia torrencial, llegar hasta el muro, traspasar el portón y huir, huir sin pensar en nada más. Desaparecer con él, tirando de él si era necesario, arrastrándole por el barro si no había otro remedio, bien cogido de su mano, sin soltarle por nada del mundo, pasara lo que pasara.
—Seguiré trayéndoles comida —dijo sin embargo—. Traeré más. Iré cada día a tu casa y les llevaré de todo. No les faltará de nada, te lo prometo. Volveré a casa de mi padre, robaré las joyas de mi madre y las venderé.
Yoel intentó respirar en medio del ahogo que sentía en el pecho. No quiso decirle que, desde ese día, tendría que aferrarse aún más a la única arma que tenía para sobrevivir, aunque eso supusiera echar el cerrojo a su conciencia y dejar que su cuerpo siguiera haciendo el trabajo. Que serían su supuesta belleza y la morbosa atracción que sentía aquel tipo por él, las que consiguieran el alimento, las medicinas y la supervivencia de los que ya sólo le tenían a él. Que una vez que había empezado, podía seguir haciéndolo, infinitamente. Andrzej le miraba exasperado, ignorante de todo aquello, la mandíbula apretada, temblorosa, y los puños cerrados.
Yoel no cedió al arrebato, tan conocido como amado.
—¿Hasta cuándo podrías hacer eso por ellos, Andrei? —le dijo—. ¿Hasta que te detengan y te deporten, o te peguen un tiro allí mismo? ¿O tu padre te denuncie? Gaddith estuvo el otro día en casa, el Bund ha contabilizado ya a más de diez mil arrestados. Deportados a los campos de Lublin, Cracovia…
—Habitantes del ghetto —le interrumpió Andrzej.
—Y cómplices.
—¡Pero tú sigues aquí! —protestó Andrzej, a punto de perder los nervios por completo—. ¿Qué diferencia hay entre que el deportado seas tú o sea yo?
—La diferencia es que ésa es mi casa y esa gente mis huéspedes. Y el ghetto mi hogar, Andrzej.
Andrzej se levantó del cajón. Yoel sintió un latigazo de lástima por él y quiso decirle algo amable, que le hiciera más llevadero el golpe, pero no encontró nada.
—No puedo más Yoel. Llevo demasiado tiempo luchando contra algo que me supera, y ese algo eres tú mismo. ¿Qué quieres de mí?
Yoel miró al suelo mojado. Las botas de ambos brillaban de humedad y los bajos de los pantalones estaban empapados. Hacía frío y hasta las paredes chorreaban tristeza. Luego, miró el rostro de Andrzej.
—¿Crees que yo no estoy asustado?
—No lo pareces. Es como si pudieras con todo. Pero yo no puedo, Yoel.
Una oleada de culpabilidad atenazó el pecho de Yoel.
—Tal vez quieras replantearte las cosas —dijo, luchando contra el dolor que le producía pronunciar esas palabras—. Imagino lo duro que tiene que ser para ti seguir viéndome en estas condiciones.
—Quiero verte, pero a mi lado. Quiero saber que cuando te tengo cerca, no va a ser la última vez. Y que nadie te trata mal cuando estoy lejos. ¿Es tan difícil de entender?
—No. No lo es.
—¿Entonces?
Andrzej parecía desafiarle, de pie frente a él. Yoel suspiró en el cajón mojado, el tangible hueco a su lado, bajo el abrigo, vacío ahora de él. Se moría por decirle que sí sentía miedo, mucho miedo. Y fragilidad. Y desamparo. Hubiera querido abrazarse a él, suplicarle que dejara de mirarle con rabia y decepción, como reprochándole todas las sinrazones que estaban padeciendo, y pedirle que no le soltara nunca. Pero en lugar de eso, siguió sentado. Soportando el mordisco de la desolación y la tristeza. Consiguiendo mantenerse erguido sólo gracias al puntal de su decisión. A la certidumbre de saber que no había otra posible.
—Si quieres verme, estaré aquí mañana, como cada día. Si algún día no vengo sabrás por qué es, y también sabrás que seguramente no volveré más. No puedo ofrecerte otra cosa, amor mío. Es todo lo que tengo.
Alzó la vista y esperó el veredicto.
Andrzej se mordió los labios, suspiró con fuerza y cerró los ojos unos segundos. Después alisó el remolino de su frente y con cuidado retiró el abrigo de los hombros de Yoel. Lo sacudió con excesivo ímpetu y se lo puso sobre los suyos; luego, más que escurrir, estranguló el bajo de sus pantalones. No miró a Yoel, sólo buscó desesperadamente algo que decir. Algo apropiado, o al menos algo que no estropeara todavía más las cosas. Le percibía allí sentado, y también a sí mismo de pie, estúpidamente bloqueado. Intentando hacer algo con los pedacitos pulverizados de lo que había sido su asidero más sólido tan sólo hacía unos minutos. Luchando por no gritar, dar una patada al cajón y mandarlo todo al infierno. Miró sus manos desnudas y comprobó que no había ya nada. Ni siquiera polvo. Ni siquiera barro.
Y así, desahuciadas y vacías, se las tendió a Yoel.
—Vas a coger frío en ese cajón mojado.
Yoel se demoró unos segundos mirando esas manos y sintió, casi como un dolor físico, la necesidad de abandonarse en ellas. De no pensar más, de dejar de luchar… Las tomó despacio y, ayudado por el pequeño impulso de Andrzej, se puso en pie.
—¿Ya es hora de irse? —preguntó en un susurro.
—Sí.
—Sal tú primero. Yo lo haré en cinco minutos.
Andrzej asintió, y se dirigió a la salida. Yoel le vio alejarse, sin decir nada. Andrzej pegó el oído a la puerta, como cada día, y abrió una pequeña rendija. No había nadie en el portal, ni en la calle azotada por la lluvia. Despacio, se volvió hacia Yoel. Le miró en silencio, durante un eterno instante. Al final, con voz rota y fatigada, habló.
—Yo también estaré aquí mañana, Mitziyeh.
Yoel deseó poder ofrecerle una sonrisa.
—Entonces, nos veremos mañana.