El Volksdeutsch
FEBRERO A MAYO DE 1941
—Identificación.
El policía cogió el documento que le entregó el alemán y le echó una breve ojeada. Luego le miró a él, procurando no parecer demasiado inquisitivo.
—Adelante, Herr Püschel.
El oficial pasó sin mirarle. El guardia volvió a lo suyo, acostumbrado a que ningún alemán se dignase a regalarle una mirada, mucho menos un saludo; al fin y al cabo, sólo era un policía polaco que debía su puesto privilegiado al Reich.
Aun así, volvió a levantar la vista de los papeles, sólo un instante. El alemán, en efecto, parecía uno de esos arrogantes mequetrefes que, de vez en cuando, incursionaban al ghetto, como para poner orden, como dudando de que ellos, la policía polaca y mucho menos la judía, fueran capaces de hacerlo. Ni siquiera les concedían el «beneficio» de dudar de su honradez; simplemente debían pensar que ellos eran idiotas. El guardia resopló. Podrían ser idiotas, y qué duda cabía que los judíos lo eran, pero si ese alemán y todos los que eran como él supieran de qué manera se la estaban pegando, no caminaría tan arrogante. Si supiera que el ghetto funcionaba sin ellos y que no era idiotez, sino corrupción lo que alimentaba a la policía interna… tal vez les tendría en mejor consideración, y le habría saludado al entrar, como a un camarada. Como a alguien tan corrompido como él mismo.
Pero…, pensó volviendo definitivamente a sus asuntos, qué sabía el Reich de lo que pasaba allí dentro. De lo que «realmente» pasaba.
El alemán dio varias zancadas hacia la pared del vestíbulo y se paró un momento, como para tomar aire. Después, se alisó las mangas del uniforme para que destacaran la calavera y las tibias y se recolocó la gorra, hasta conseguir dejarla justo en el sitio, donde debía estar para impresionar todavía más a todo el que encontrara al otro lado. Perfecto. Ahora, seguro que sus ojos azules, fríos como la hoja de una navaja, brillarían con fuerza bajo la visera negra. Su obligación era dar miedo, y para eso tenía que parecer, que no era lo mismo que sentirse, impresionante.
Por eso disimuló el temblor de sus manos. Entrar en el ghetto era como traspasar las puertas de la demencia y cada día se le hacía más cuesta arriba, pero se había jurado protegerle y nada ni nadie, ni el estremecimiento que le abofeteaba cada vez que unos ojos redondos y hambrientos se clavaban en él, ni la abominación que sentía entonces de sí mismo, iban a echarle atrás.
Andrzej Püschel, embutido en su personaje y en un uniforme de la Sonderdienst[41], caminó con impuesta decisión los escasos veinte pasos del vestíbulo del Tribunal, para entrar una vez más, como cada semana durante los últimos cuatro meses, al ghetto.
Desde que se había visto con Yoel por primera vez en ese mismo lugar, el día siguiente al Bar mitzvá de los gemelos, Andrzej no había descansado hasta idear la forma de acceder al otro lado del muro. Y desde que lo consiguió, nunca había faltado a su cita semanal. El alma se le hacía escombros y de su perenne sonrisa apenas quedaba un simulacro, reservado para sus encuentros con Yoel. Pero cada jueves, a las dos de la tarde, ingresaba por propia voluntad en el infierno. Los chicos del Nowy Warszawa se habían encargado de robar, con enormes dificultades, el uniforme, dos o tres tallas más grande que la suya. Dos compañeras se lo habían arreglado, y Otto se había encargado de falsificar el nombre y la fotografía en la copia del original que le acreditaba como miembro de la Sonderdienst. El que le servía de salvoconducto y le hacía morir de vergüenza cada vez que lo presentaba en la entrada del ghetto.
Caminó por las atestadas calles obligándose a mantener su papel. La espalda erguida, la mirada soberbia y el paso invariable. Pero sólo en apariencia. La verdadera mirada de Andrzej registraba y archivaba cada detalle, cada andrajo, cada pie descalzo en pleno mes de febrero, cada furioso rascarse la cabeza de alguien comido por los piojos, cada semblante que, al verle, mudaba su expresión de infortunio en otra de miedo. A cada paso se repetía, como para que la consigna se clavara a golpes en su cerebro, las mismas palabras. El mundo va a conocer esto.
Por eso luego lo repetía fuera, frente a un auditorio de caras asombradas y miradas de estupor, voces airadas, puños levantados. Realmente, pensaba mientras hablaba en las turbulentas reuniones del grupo, el relato era bastante difícil de digerir.
Con el estómago revuelto llegó a su destino en la calle Wolynska, una de las más pobres del ghetto. Allí se dirigió a un portal, tomado al asalto por la suciedad y los gatos, y miró a ambos lados. Bendiciendo a Gaddith por haberles proporcionado el tan frágil como valioso escondrijo, sacó una llave del bolsillo. El piso de la chica estaba, como todos los del ghetto, atestado de nuevos deportados. Doce personas, sin contarla a ella, se hacinaban en la pequeña vivienda del abuelo Joachim.
Bajo la escalera apenas asomaba una diminuta puerta de madera. Mientras la abría volvió a mirar por encima de su hombro y, ya seguro de que no había sido visto, entró en la húmeda oscuridad.
—Mitziyeh…
Avanzó dos pasos a tientas y sacó las cerillas del bolsillo. A la luz temblorosa del fósforo, buscó el cordón que colgaba del techo y tiró de él. Una pelada bombilla iluminó el lugar, una carbonera de mediano tamaño, ahora vacía salvo por las cucarachas, la negrura que tiznaba paredes y suelo, y ellos dos.
—Mitziyeh…
—Hola, Andrei.
Yoel emergió de la penumbra sacudiéndose el polvo negro. Ver a Andrzej le compensó inmediatamente de llevar media hora agazapado en la oscuridad, junto a unos tablones llenos de telarañas y con la única compañía de las cucarachas y dos o tres ratones. Andrzej respiró aliviado.
—Me estaba empezando a poner nervioso.
—Hace un rato hubo revuelo en la calle, por eso estaba escondido. Pero ya pasó.
—Estás más delgado —dijo Andrzej al abrazarle y notar sus costillas bajo la ropa.
—Y tú más… alemán —sonrió Yoel.
Andrzej frunció el ceño.
—No me lo recuerdes.
—Ven… —le cogió de la mano y le llevó a su rincón. Allí, se sentaron sobre una caja de bebidas puesta del revés y, durante unos momentos, no hicieron otra cosa que mirarse. Al rato, se besaron. Fue un beso casi torpe al principio, lento y lánguido. Arrebatado e indomable después. Y terminó despacio, como a pequeños sorbitos, de la misma forma que había empezado.
—¿Cómo van las cosas allí afuera? —preguntó al fin Yoel, recuperando el ritmo de la respiración.
—Mal.
—¿No iba a volver tu hermana de Berlín esta semana?
—¿Alicja? Creo que la que viene, o la otra. Pero por mí como si no vuelve.
—Andrei…
Andrzej le miró, y frunció los labios, algo irritado.
—Olvida lo de fuera, Mitziy. Dime como estás tú. Ah… toma —rebuscó en el bolsillo del abrigo y sacó un paquete—, manteca, azúcar y harina. Dile a tu madre que lo esconda. Que lo guarde sólo para vosotros.
—Gracias, Andrei. —Su compañero ignoraba lo que significaba compartir cada hora de miseria junto a seis personas hambrientas más. Por eso no le dijo que no iba a esconderlo—. Yo estoy bien. Bastante bien.
—¿Y tu familia?
—Todos bien, lib.
—¿Y toda esa gente de tu casa? ¿Cómo siguen?
—La señora Abbeg, la pianista, está igual y el bebé de la otra familia… creo que ha empezado a enfermar también.
Andrzej resopló. Se levantó, por hacer algo que disipara su inquietud, y se quitó el abrigo.
—Os van a contagiar —dijo, volviéndose a sentar.
—Andrei, el tifus está por todas partes y si no son ellos, serán otros. ¿Qué culpa tienen?
—Ya sé que no la tienen, pero… —la mirada de Yoel cortó el conato de pueril protesta.
—Háblame de los chicos. Gaddith dice que estáis haciendo cosas importantes.
—Hacemos lo que podemos. Si son importantes o no, el tiempo lo dirá. Gaddith es increíble, no he conocido a nadie con más arrestos.
—Sí que los tiene. Cada vez que me cuenta que ha salido, se me ponen los pelos de punta.
—No debería exponerse tanto, ya se lo digo. Además, ahora también entro yo.
—Es terca, además de valiente. No es fácil convencerla de que no haga lo que quiere hacer. ¿Cómo van las clases?
—Bien, como siempre. Bueno… la señora Mandziuk, la de biología… ¿te acuerdas? Te hablé de ella.
—Sí —Yoel se tensó, esperando el cada vez más habitual sobresalto.
—La han detenido.
—Andrei… lo siento —observó descorazonado como Andrzej se encendía un cigarrillo con manos temblorosas.
—No debería fumar aquí, ¿verdad? —dijo, dando una frenética chupada al pitillo.
—Da igual. Nadie va a echar la puerta abajo y arriesgarse a encontrar lo que no busca.
—Venga, Mitziy. Sabes que eso no es así. Y también sé que eres capaz de imaginar la clase de sucia coartada que tendría que inventar para justificar mi presencia aquí. Un miembro de la Sonderdienst escondido en una carbonera junto a… uno de vosotros. Sólo tengo que tomar la precaución de desabrocharme los pantalones para que resulte más creíble.
Le miró, súbitamente enojado, y aplastó el cigarrillo con furia contra el suelo de cemento. Yoel evitó cualquier comentario. El fogonazo mental de la humillante escena le mantuvo con la boca cerrada, y se forzó a dejar que el desplante de Andrzej se fuera diluyendo por sí mismo, sin tenérselo en cuenta.
—Cuéntame como fue —dijo con voz tranquila.
—¿Lo de Mandziuk? En uno de esos registros, alguien dio el chivatazo —la mandíbula se destensó algo, lo suficiente para contagiar también a su mirada y suavizarla—. Estaba sola, no había ningún estudiante en ese momento.
—Espero que no la hayan… que se pueda hacer algo.
—Lo estamos intentando, es una buena mujer —carraspeó y se guardó la colilla aplastada en el bolsillo—. Vladyslaw y Fialka se casan —dijo luego en tono distraído.
—¿Qué? —Yoel cambió de postura. Reconoció el esfuerzo de Andrzej por introducir algo de aire fresco en la tupida atmósfera de esa tarde. Se ladeó en el cajón para verle mejor la cara, expectante.
—Pues eso, que se casan. A Vladek le ha entrado una especie de prisa por todo y no deja de dar la lata. Quiere que Fil esté todo el tiempo con él y ella dice que no le aguanta tan pesado. Así que se casan.
Yoel volvió a sonreír y, volviendo a su anterior posición, se abrazó las rodillas.
—Eso es estupendo.
—Sí, lo es.
—Felicítales de mi parte. Y diles que mi regalo llegará un día de estos. No tengo mucho tiempo para ir de compras y el correo anda con algo de retraso.
Andrzej le miró, perplejo. Entonces vio el brillo travieso en sus ojos. Entendió que intentaba equilibrar un poco el delicado estado de ánimo en el que estaban entrando en picado y decidió poner algo de su parte.
—Se lo diré. ¿Qué les vas a regalar?
—Oh… nada complicado. ¿Qué te parece algo útil? No sé… una enorme figura de bronce para el salón: «Hitler agonizante», o algo así.
Andrzej rió. A veces se le pasaban los días sin reír, de jueves a jueves. Pero invariablemente, cada semana Yoel conseguía arrancarle si no siempre una carcajada, sí una sonrisa.
—Mitziy, perdóname por lo de antes. Pero sé como las gastan y lo que les divierte.
—Sí, yo también tengo una idea Andrei, no pasa nada.
Andrzej sonrió y, algo más relajado, pasó un brazo por los hombros de Yoel. Notar una vez más lo delgado que estaba no ayudó mucho a sus esfuerzos por serenarse y no estropear el encuentro. Yoel apoyó la cabeza en su hombro y tironeó hacia abajo de las mangas de su chaqueta. Andrzej le estrechó un poco más contra su cuerpo, en la carbonera hacía frío. Cogió su abrigo y lo echó por encima de los dos.
—¿Cómo va el periódico? —le preguntó.
—Funcionando —Yoel suspiró y sacó un papel doblado de la cintura de su pantalón—. Con muchos problemas pero funcionando. Toma.
Andrzej se guardó el escrito en su propia cintura, en un bolsillo camuflado en la parte interior del pantalón.
—¿Qué tipo de problemas? ¿Algo nuevo?
—Cada día algo, sí. Hay quien dice que no deberíamos llamar la atención, sino todo lo contrario, callar y pasar desapercibidos.
—¿Pasar desapercibidos?
—Sí —Yoel levantó la cabeza y se enderezó, la mano de Andrzej se deslizó por su espalda hasta quedar apoyada en el cajón—. Se oyen voces contrarias a la resistencia, dicen que ya hay demasiados muertos por el hambre y el tifus como para aumentarlos con… héroes, ya sabes.
—Cobardes…
—Gente que quiere sobrevivir, Andrei.
—Pero tú no crees eso.
—No, yo no lo creo. Pero yo tengo veintiún años. La gente que piensa así es bastante mayor, en general.
—Ya. ¿De qué va tu artículo?
—Hay dos. Uno trata sobre la corrupción en el ghetto.
—Cuéntame.
—Es escandaloso —suspiró Yoel—, ya lo leerás. Aquí todo funciona a base de sobornos. Tienes dinero, te salvas. No tienes, te pudres.
—Algo he podido ver. Sigue.
—Si puedes pagar te sacan de las listas de trabajos forzados, te dan un permiso falso probatorio de que trabajas para el Reich, o un certificado médico justificando que estás enfermo o impedido. Si pagas, comes. Si accedes al soborno, salvas tus pertenencias; si no, antes o después van a parar a manos de la policía. Si tienes billetes, hacen la vista gorda con el contrabando. Hasta con las cartillas de racionamiento se comercia. Todo el mundo tiene su precio: médicos, abogados, administradores de los szops…
—¿Y la policía judía? ¿No hace nada al respecto?
—Ya te dije que todo se compra y se vende en el ghetto, ellos son los mayores chantajistas y los que más delito tienen, porque a quien venden es a su propia gente.
Andrzej resopló, abatido.
—¿Y el otro artículo?
—El otro trata sobre los homosexuales detenidos. —Miró de reojo a Andrzej. El sonido gutural le indicó que se acababa de atragantar ante la mera mención de la palabra. De las dos palabras, y de lo que implicaba pronunciarlas una junto a la otra. Yoel adivinó que le habían sonado igual que una detonación en el silencio de la carbonera y lamentó no poder ser portavoz de chismes banales y edulcorados, en lugar de disparar noticias que arañaban como un tablón astillado—. Ya sabes… como Isajar.
—Ya… —Una mano nerviosa jugueteó con la caja de cerillas. Andrzej necesitaba un cigarrillo—. Pero… Yoel. Ese tema es… —carraspeó—. Un poco…
—¿Fuerte?
—Arriesgado.
—¿Y por eso hay que hacer como que no existe?
—No… pero…
—He tenido noticias de él, Andrei.
Andrzej no supo si alegrarse o no. Esperó a manifestar cualquier emoción hasta no comprobar, por la expresión de Yoel, si esas noticias eran buenas o malas.
—¿De Isajar? ¿Cómo… está? —preguntó al final, no muy seguro de querer saberlo.
—Un fugado de Stutthof le conoció, un preso político polaco. Y alguien que nos conoce a los dos nos puso en contacto. Nos hemos visto un par de veces en la entrada del Tribunal —respondió Yoel, frotándose el muslo derecho y volviendo a tirar hacia abajo de las mangas de su chaqueta, Andrzej observó que no era la primera vez que lo hacía—. Cuando esta persona logró huir, Isajar estaba… bueno, vivo.
—¿Qué te contó?
—Nada bueno. Las condiciones para los que llevan el triángulo rosa son insoportables. Lo son para todos, pero parece que con los homosexuales se ensañan especialmente. —La palabra, otra vez pronunciada con tanta espontaneidad por Yoel, volvió a conmocionar a Andrzej, que se avergonzó ligeramente por ello—. Les encomiendan los trabajos más duros, no se les atiende si caen enfermos, y si van a la enfermería lo hacen como cobayas, no como pacientes. Reciben menos ración de comida, las palizas son más crueles, abusan sexualmente de ellos, lo mismo los guardas que los propios prisioneros. No hay ningún kapo con triángulo rosa dentro de los campos…
—Basta, Yoel —le interrumpió Andrzej, que sudaba a pesar del frío—. Para ya.
—… ni tampoco judío, claro —siguió Yoel—. El triángulo amarillo es casi igual de malo que el rosa. Imagina a Isajar, que lleva los dos. En ese caso los ponen cosidos en forma de estrella. El rosa es el más grande de todos, para que todo el mundo lo distinga bien de lejos y pueda asquearse y apartarse con tiempo. Y claro, insultar y golpear sin remordimientos. Son la escoria de la escoria.
—Yoel, por favor —gimió Andrzej.
—Resulta espantoso oírlo, ¿verdad?
—Peor que espantoso.
—Pues imagina cómo resulta sufrirlo.
Andrzej le miró muy serio. Se frotó la frente, repentinamente dolorida y dio unos golpecitos en el cinturón del uniforme a la vez que una patada a la inseguridad, para dejar paso a la determinación. Se dijo que no podía fallarle; no ya a Isajar, al que al fin y al cabo no conocía, sino a Yoel, y a él mismo. ¿Acaso no eran ellos aquello que tanta desazón le había producido escuchar? ¿Y no podían perfectamente estar en el lugar de Katz?
—Lo haré saber. Te lo prometo.
—Lo sé, Andrei —afirmó Yoel en el mismo tono afable y lúcido que no había perdido en ningún momento.
Andrzej deseó una vez más poseer tan sólo un pizca de ese aura inalterable, gracias a la cual Yoel parecía esquivar los golpes sin casi moverse del sitio. Le recordaba a esas dunas del desierto que había visto una vez en un libro de geografía; por más que el viento las azotara, el calor del día las hiciera arder o el frío de la noche las helara, ellas permanecían siempre iguales; serenas en su quietud, exactas a sí mismas, fieles a su naturaleza. Yoel era así, tan leal a su misma esencia como la arena infinita de aquella fotografía.
Le volvió a rodear los hombros con el brazo y le miró fijamente. Yoel ya sabía lo que buscaba y, sin preguntas, dejó que le observara.
—¿Han vuelto a pegarte?
—No. —Se deshizo suavemente del abrazo de Andrzej, se levantó y se colocó bajo la bombilla. Después de dejar que escrutara su rostro, se subió la ropa para mostrar su torso. Aparte de la cicatriz en forma de pequeños desgarros que había dejado la grapadora, no había más marcas—. ¿Lo ves?
—Bien —dijo Andrzej, oscilando entre el alivio y la cólera al recordar lo que Yoel le había contado—. No dejes de decirme si lo vuelven a hacer.
—Descuida.
—Mitziyeh…
—¿Qué?
—Quiero intentar… ya sabes.
—Andrei, no voy a salir.
—Por favor… un pasaporte falso podría funcionar.
—No, Andrei. Ya lo hemos hablado.
Andrzej ocultó la cabeza entre las manos y se frotó la coronilla con desespero.
—Eres un tozudo, Yoel —tan tozudo como las dunas, pensó.
—Tú tampoco lo harías —Yoel peinó con sus dedos el remolino rubio. Andrzej suspiró.
—Tal vez no —concedió a regañadientes—, si mi familia fuera la tuya. La mía no merece la pena.
—No sabes lo que dices.
—Sí que lo sé.
—Tienes suerte de que ellos estén a salvo.
—Cuéntame más cosas —dijo Andrzej queriendo zanjar el asunto.
—Gaddith ha tenido noticias de sus padres.
—¿Cómo están?
—En el ghetto de Cracovia.
—Ah… vaya.
—Sí.
Un tenso silencio paralizó el aire durante unos instantes. Yoel no tardó en levantarse con agilidad de la caja. Se prometió que para el próximo encuentro, por difícil que fuera, hallaría un tema de conversación algo menos opresivo.
—¿Me acompañas al taller? Ya es la hora.
Andrzej se levantó también y, con un deje de desesperanza, sacudió el abrigo y se lo puso.
—¿Estás seguro?
—Claro, lib.
Aquella noche, a Yoel le costó dormirse. Ir con Andrzej por las calles del ghetto implicaba dominar sus emociones hasta el límite, contener el impulso de gritar a quien les miraba que él, su Andrei, no era ése; caminar delante de él como si fuera detenido o forzado a ir a algún sitio, e incluso soportar que de vez en cuando le insultara, le gritara o le empujara, según con quién se cruzaran y quién estuviera mirando. Muchas veces, la representación tenía precisamente la misión de evitarle esos mismos golpes por parte de quien sí se los hubiera propinado con crueldad real. Yoel no podía evitar una leve pero insistente impresión de desaliño y desamparo, por el contraste entre el aspecto pulcro y saludable de Andrzej y el suyo. Era una sensación casi de desnudez, que le acometía, no cuando agazapado tras los tablones veía a Andrzej, deslumbrante, limpio y libre entrar en la carbonera y llamarle, sino al caminar con él por la calle, al público escrutinio de todas las miradas.
Algo tan humillante les permitía estar un rato más juntos, pero sobre todo constituía una especie de coartada para que Andrzej pudiera continuar con su labor de topo dentro del ghetto. Yoel ya se había hecho a la idea de eso, e intentaba no volver a plantearse si merecía la pena o no. Había que hacerlo, nada más. Gracias a la farsa, Andrzej había conseguido, en más de una ocasión, eludir sospechas y esquivar incómodas preguntas. A ojos de la Gestapo, convencía más un junak[42] maltratando a un judío, que uno paseándose a solas por las calles del ghetto.
Cambió de postura en la cama que ahora compartía con Isaac; el niño le estaba clavando la rodilla en el muslo, justo donde tenía el enorme moratón que no había enseñado a Andrzej, y se la apartó con suavidad. Levantó un poco la cabeza y miró hacia la otra cama. Asher y su madre parecían dormir profundamente; eso le reconfortó. Arrullado por el sonido de su respiración lenta y pesada, apoyó de nuevo la cabeza en la almohada.
En la habitación vecina, la que había sido suya, el machacón aunque débil llanto del bebé Jan arruinaba invariablemente las escasas horas de paz y silencio en el ghetto. En la otra, la de su madre, Irena vomitaba, tosía y deliraba una noche sí y otra también mientras Baruj se ocupaba de ella, yendo y viniendo a la cocina, lavándola y aplicándole paños mojados en la frente para bajar la fiebre. No tenían antibióticos y las escasas medicinas que Andrzej había conseguido pasar, en su mayoría analgésicos y antisépticos, disminuían con alarmante rapidez. Deberían haberla sacado de la casa cumpliendo la orden de cuarentena, pero se negaban a ello; los enfermos morían antes de hambre en los hospitales, que en sus casas debido a la enfermedad. Allí, Irena no tenía posibilidades.
Su hermano balbuceó en sueños y se dio la vuelta en la cama; un pedazo de luna iluminó su cortísimo cabello castaño. La visión de su gorra junto a la de Asher, colgadas del respaldo de una silla, atizó otra de las inquietudes que tiranizaban cada uno de los instantes de su vida. No se lo había contado a Andrzej. De forma deliberada todavía le ocultaba que sus hermanos, junto con Radim y al igual que muchos otros niños, valiéndose de la menudencia de sus desnutridos cuerpos, salían furtivamente del ghetto en cuanto tenían oportunidad. Tenía pensado contárselo pronto, pero sabía que en ese momento no lo hubiera entendido; por más que se esforzaba en convencerse de que era la única opción, él tampoco conseguía asimilarlo. A pesar del tormento que le producía la situación, ésta se había convertido en uno de los sistemas habituales de supervivencia del ghetto; por eso procuraba no hundirse en la gigantesca sensación de culpa cada vez que Radim venía a buscar a los gemelos y los tres se despedían, sonrientes y excitados, después de calarse las gorras y anudarse las bufandas. Yoel percibía la falsa animación del pequeño grupo, la risa nerviosa, y el aire de adultez que adoptaban para ocultar el miedo y la angustia.
Acarició la pelusilla de la nuca de su hermano, recortada para evitar en lo posible los piojos, y tragó el doloroso nudo de su garganta.
Los ojos azules de Andrzej parecían reprocharle en la oscuridad. Le había sugerido una docena de soluciones, y había obtenido una docena de negativas. Ninguna de ellas le garantizaba el salvoconducto para Hannah y los niños, sólo para él. Andrzej le aseguraba que no iba a dejarles allí bajo ninguna circunstancia, que no tardaría en sacarles también; pero Yoel simplemente no iba a marcharse, no podía. Ya no eran sólo su madre y sus hermanos. Era Gaddith. Eran Baruj e Irena. Eran Maryam, el ausente Isajar, y Abraham. Liora y Martha. Eran Radim, Tzeithel, Samuel, David y Majla. Eran Szymon, la abuela Zosia, Joanna, Jan… ¿Podía Andrzej rescatar a todos ellos? Imposible, era la muda y dolorosa respuesta de sus ojos. Entonces, Yoel no iba a salir del ghetto.
Se dio la vuelta en la cama y volvió a sentir la rodilla de Isaac en su muslo, y el dolor le recordó lo que quería olvidar. El niño se removió y de nuevo murmuró algo incongruente, Yoel le dio unas palmaditas en el brazo y el chico pareció calmarse. Se frotó las muñecas doloridas. Las erosiones de los grilletes, con los que le habían esposado el día anterior los de la calle Gesia, le escocían. Los juegos iban a más y Yoel no podía hacer otra cosa que tratar de sobrevivir a ellos. También esas marcas se las había ocultado esa tarde a Andrzej.
Andrei… lo siento. La mirada azul cielo se tiñó de sombras en su mente. No puedo irme. No puedo dejarles. Sé que soy un estúpido y que… es difícil que lo entiendas. Lo siento, neshomeleh[43], amor mío.
Yoel suspiró, la tos de Irena y el susurro de una nana canturreada por Joanna al pequeño Jan, aparte de sus dolorosos pensamientos, le impedían dormir. Sin hacer ruido, se levantó, sacó las cuartillas que guardaba en el cajón de la mesilla y se agazapó en un rincón del dormitorio, a la luz de la luna que entraba por la ventana. Arrebujado en una manta, releyó lo escrito hasta ese momento y se dispuso a continuar.
La madrugada del día siguiente amaneció blanca de nieve. Después de recalentar algo de la sopa que habían reservado la noche anterior y llevarles un cacillo a Irena y otro a Jan, Yoel cogió el abrigo, la gorra y la bufanda, besó a su madre y salió a la calle. La mujer estaba peor, no cabía duda. Baruj apenas había dormido, se había pasado la noche lavando las ropas manchadas de vómito y reconfortando como podía a Irena. El bebé, por suerte, no parecía empeorar. Lloraba casi todo el tiempo, pero Joanna aseguraba que debía ser de hambre, porque ella había perdido la leche. Aunque ése fuera el motivo, Hannah había confirmado a Yoel que su redonda y despejada frente seguía ardiendo de fiebre, igual que la de Irena.
Había salido de casa muy temprano para tener tiempo de pasar por Nowolipki antes de ir a la sastrería, y trabajar con Gaddith en la impresión de la hoja semanal. Samuel estaba enfermo y Majla no podía ir hasta bien entrada la tarde. Cruzó el nevado puente de madera, poco pisoteado debido a lo temprano de la hora, y miró hacia abajo. Sonrió con triste ironía y se ajustó la bufanda. Justo en ese momento empezó a nevar otra vez, unos copos pequeños, parecidos a trocitos rotos de papel blanco.
Aterido, llegó a Nowolipki, traspasó el umbral y subió a la carrera los escalones de los cuatro pisos, hasta la puerta de madera. Tamborileó con los nudillos la señal convenida, algo que le recordaba al Morse, dos, uno, uno, dos, y esperó.
—Shalom Yoel —la cara soñolienta de Gaddith le miraba por entre el desorden de su pelo castaño. Estaba claro que la chica había dormido allí y acababa de despertarse. El pantalón arrugado del día anterior, sujeto por un cinturón que resaltaba su delgada cintura, y una camisa con las mangas dobladas hasta el codo le daban cierto aire de precariedad.
—Shalom, Gaddith. No tienes muy buena cara. ¿Has dormido algo?
—Sí —la chica se apartó para dejarle pasar; Yoel la acompañó hasta la sala y la instó a sentarse.
—Te prepararé algo de desayunar.
—Gracias Yoel, pero no te molestes, no hay nada —se arregló algo el pelo con los dedos, encendió un pitillo y se lo mostró a Yoel, sonriente—. Me los trajo Majla, su tío se los pasó de contrabando.
—Estupendo, fraylin[44]. Bueno, voy a rebuscar por los armarios a ver si encuentro algo.
—Suerte… Saluda a los ratones.
Yoel fue hacia la cocina, maldiciéndose por no haber caído en llevar algo a su amiga. Abrió los armarios, uno por uno, y lo único que encontró fueron borradores de manifiestos, hojas en blanco, cartuchos de tinta y una lata de guisantes vacía que hacía las veces de cenicero. Y cucarachas.
—¡Mierda! —desalentado volvió a la sala, donde Gaddith fumaba y leía en inmóvil concentración—. No hay nada.
—Ya te lo dije —murmuró la chica sin levantar la vista de las cuartillas, preparadas para el trabajo de la mañana—. ¿Cómo está Andrzej?
—Bien. Insistiendo en lo de siempre.
—Deberías hacerle caso.
—Seguramente. ¿Hoy tenías reunión del Bund, no?
—Sí, esta tarde. Oye Yoel, no me cambies de tema.
—Vamos a trabajar, Gaddith —Yoel se quitó el abrigo y se frotó las manos—. Vaya frío que hace aquí.
Gaddith le miró unos instantes, después suspiró y apagó el pitillo. Escudriñó dentro de la cajetilla para ver cuántos le quedaban y se levantó. Cogió una chaqueta de lana gruesa del sofá, se la puso y con paso cansado se dirigió hacia la mesa, atestada de manifiestos y resmas de papel.
—Está bien, en marcha.
Durante dos horas trabajaron casi en silencio. Pasaron los textos a máquina y empezaron a imprimir los primeros ejemplares. Después de guillotinar la primera tirada y apilarla frente a él, Yoel sostuvo uno de los panfletos frente a sus ojos y, mirando a Gaddith, hizo un gesto de aprobación. Ella se apartó el pelo de la frente y encendió otro cigarrillo.
—¿Cómo lo ves? —preguntó.
—Anajnu va a estar esta noche en todos los muros del ghetto —dijo Yoel—. Tocándoles las pelotas.
—De eso me encargo yo —sonó una voz desde la puerta.
—¡David!
Mientras saludaba con una palmada en la espalda a Yoel y se quitaba el abrigo, David alargó a Gaddith un envoltorio de papel.
—Saldré a pegarlos en cuanto oscurezca —dijo.
Los tres desayunaron las zanahorias y galletas de arroz que había traido David, y bebieron agua, a falta de leche.
—Este piso está helado —dijo el recién llegado, masticando con ansia.
—Da gracias a que lo tenemos —contestó Yoel—. Y a que seguimos aquí. En mi calle hay cada día más cacerías.
—Y en la mía —agregó Gaddith—. En la lista de la portería ya se han tachado unos cuantos nombres.
—Dicen que a los que pillan para trabajos forzados, o los devuelven muertos o casi —intervino David—. Ninguno sobrevive demasiado después de volver. Por lo visto los ucranianos se emplean a fondo, y a los alemanes no debe importarles perder unos cuantos trabajadores, siempre tienen repuesto en el ghetto.
Gaddith encendió otro cigarrillo y volvió a contar los que le quedaban.
—No respetan ni a los rabinos —continuó David con tono sombrío. Gaddith y Yoel se miraron entre ellos. El padre de David, rabino, había muerto de muerte natural al poco de levantarse el muro, lo cual bien mirado constituía en esos momentos casi un alivio. Pero David seguía viéndole en cada rabino insultado, detenido o asesinado—. Y esto irá a más, ya lo veréis. Dentro de nada Anajnu tendrá que hablar de ese tema.
—Pues hablará —dijo Yoel poniéndose en pie—. Anajnu hablará de todo, David. Y también honrará la memoria de tu padre, y de todos los rabinos del ghetto.
Gaddith les dirigió una sonrisa entre abatida y solidaria, y palmeó el brazo de David.
Después de intercambiar instrucciones para terminar el trabajo y distribuir los folletos, Yoel se despidió de los dos. David le sustituyó en la impresora y Gaddith le acompañó hasta la puerta.
—Cuídate. —La chica le dio un par de besos y le acarició el pelo antes de dejarle salir al rellano—. Y… —miró hacia sus muñecas y bajó la voz—, sigo pensando que deberías hacerle caso.
—Cuando no tenga tanto que hacer aquí dentro pensaré en lo que hay fuera.
Gaddith levantó un dedo acusador para replicar que justamente debía pensar en lo que tenía fuera pero, al oír los pasos de David detrás de ella, calló.
—Cuídate —repitió con voz grave.
El jueves siguiente, Yoel tuvo que mantener la bufanda en su sitio para que Andrzej no viera las señales de su cuello. El frío era brutal y la perfecta excusa para dejársela puesta junto con el abrigo mientras, sentados en el cajón de bebidas, se besaban en silencio durante unos minutos.
—Maldito invierno —dijo Andrzej irritado, al separarse del calor de Yoel.
—Sí, no para de nevar.
Andrzej palpó el paquete apoyado en la caja, había conseguido pasarlo al ghetto sobornando a la policía judía de la entrada, algo que resultaba relativamente fácil. Tan fácil como hacerlo con polacos o alemanes; el soborno y el trapicheo eran idiomas universales, conocidos de sobra en el ghetto. Y Andrzej los estaba aprendiendo con pasmosa habilidad.
—Tengo algo para ti.
—Ya suponía que no andabas paseando ese paquete para que conociera el ghetto —sonrió Yoel—. ¿Qué es?
—Tu regalo de cumpleaños.
—¿Mi regalo de cumpleaños? Pero si fue hace un mes.
—Tu regalo atrasado de cumpleaños. Ábrelo.
Las botas le parecieron a Yoel casi tan impresionantes como la pluma del año anterior. Rápidamente se quitó las viejas, gastadas y rotas por la puntera, y se las calzó.
—¿Son tuyas?
—Lo eran, ahora son tuyas. Siento no haberte podido traer unas nuevas, pero ando pelado.
Yoel se miró los pies, increíblemente calientes y cómodos, y sonrió.
—No me lo puedo creer, gracias lib.
—Ojalá pudiera sacarte de aq…
—Gracias —el beso enmudeció a Andrzej—. Lo que estás haciendo es más de lo que deberías.
—No vuelvas a decir tonterías de ese estilo, Yoel.
—Zay moykhl[45], no lo haré más, pero a cambio quiero pedirte algo. Si no puedes, dímelo, no pasa nada.
—Yo también quiero pedirte algo, Mitziyeh. Venga, tú primero.
—Quiero que intentes sacar a mis hermanos. Y si es posible, a mi madre.
—Pero… ¿Y tú?
—De momento a ellos. Por favor.
Andrzej sacó el paquete de tabaco y lo volvió a guardar, nervioso, demasiado enamorado para negarle nada y demasiado perturbado para alegrarse por su petición. Él nunca había imaginado que sacaría a alguien mientras Yoel siguiera dentro.
—Podría haber un sistema, pero sólo vale para los niños —dijo, esforzándose por actuar como si estuviera planeando una conspiración cualquiera. Una más de tantas.
—Inténtalo —Yoel confiaba en él igual que un cachorro en su madre—. Ahora dime qué quieres tú.
—Quiero ir a tu casa. Quiero ver a los enfermos. Si es tifus tendrán que acatar la cuarentena y si no, tal vez pueda hacer algo por ellos.
—Andrei, si es tifus ya es demasiado tarde.
—Insisto en verlos, Yoel.
La mirada, clara y diamantina, no dejaba lugar a una negativa. Andrzej ya casi era médico, y contar con su opinión y su asistencia era un privilegio del que la mayoría carecía. Pero no quería mandar a Irena y al bebé al hospital.
—De acuerdo —suspiró—. Pero tendrá que ser otro día. No puedes ir con esa ropa, se morirán del susto antes que del tifus.
—Ya lo he pensado —Andrzej se abrió el abrigo y Yoel observó pasmado que debajo llevaba ropa vieja de civil en lugar del uniforme de la Sonderdienst.
—¡Lo tenías todo planeado!
—Bueno, un poco.
—Eso ha sido una temeridad, Andrei —le sermoneó Yoel señalando sus ropas.
—¿Ah, sí? —Andrzej le miró, frunciendo el ceño—. No me digas.
Derrotado por el consistente argumento de su propia temeridad, que prefería no entrar a debatir otra vez, Yoel escondió el abrigo de Andrzej detrás de los tablones y le siguió con docilidad a la calle.
Pasadas las tres de la tarde, Andrzej dio por terminada su visita en casa de los Bilak. Había descartado el tifus; el bebé tenía un simple catarro, mientras que lo de Irena parecía ser neumonía. Se había hecho pasar por un enfermero ario amigo de Yoel, y Hannah había seguido la farsa. A los gemelos sólo se les había pedido que permanecieran callados, para evitar que metieran la pata.
—Mantened al niño alejado de la mujer —aconsejó Andrzej, ya en la calle—. Y vosotros haced lo mismo. Intentaré conseguir antibióticos, aunque está muy difícil.
—Lo sé. Ten mucho cuidado al volver al escondite. Y no vuelvas a entrar sin ese uniforme —Yoel reprimió el habitual impulso de besarle—. Tengo que irme, Andrei. Acuérdate de lo que te pedí.
—¿Cómo voy a olvidar eso? —refunfuñó Andrzej, quien seguía sin tener nada claro lo de dejarle allí y ayudar a otros, aunque esos otros fueran los gemelos—. El jueves que viene espero poder decirte algo. Cuida de ellos hasta entonces. Y cuídate tú.
—Lo haré. Adiós, Andrei.
Yoel miró el reloj de la librería que acababa de pasar, las tres y cuarto. Por un momento, pensó esperanzado que tal vez se había equivocado de día, pero no, era jueves, el jueves de una semana después a aquel en que Andrzej había ido a su casa. Después de haberle esperado durante hora y media en la carbonera, helado y asustado, se dirigía hacia la calle Mila con los puños apretados dentro de los bolsillos del abrigo y la mirada perdida, convencido de que algo terrible había pasado. Cada rostro, cada cabeza rubia le parecía él. Desolado, llegó al taller y se puso a trabajar en silencio. Ni Abraham ni las mujeres consiguieron sacarle una palabra de lo que le atormentaba.
En su casa, Andrzej abrió la puerta y salió del despacho de su padre, antes de que su orgullosa actitud y su forzada sangre fría se desmoronaran del todo. Maldijo para sus adentros el que ese día fuera jueves precisamente, y recordó cómo una semana antes había prometido a Yoel que le llevaría medicinas y noticias sobre el asunto de los gemelos. El aire brotó de sus pulmones entrecortadamente, como a soplidos agónicos. Se apoyó un momento en la pared para dar tiempo a que se le pasara el mareo.
Había sido un insensato. Se llevó la mano al pecho enloquecido y se miró el reloj de pulsera. Ya no llegaba a la cita. Sabía que Yoel se preocuparía mucho, pero resultaba del todo imposible ir al piso de Vladyslaw, ponerse el uniforme, entrar en el ghetto y llegar a la calle Wolynska a tiempo. A las tres y media Yoel tenía que estar en el trabajo, así que ya no podía hacer nada. Tampoco quería presentarse en la sastrería vestido de junak y crear una confusión y un temor innecesarios. Esperaba que no se asustara demasiado.
Mientras daba tiempo a que su corazón volviera a latir con normalidad, pensaba en lo desagradable que había sido todo desde que, una hora antes, había llamado a la puerta del despacho del que acababa de salir, requerido por su padre. Y en el difícil contratiempo que ahora tenía por delante.
*
—Pasa —había bufado Ralph desde dentro.
Su padre tamborileaba el escritorio de madera con las uñas, limpias y pulidas hasta sacarles brillo. Al verle irguió la espalda, se atusó el bigote y alineó con obsesiva pulcritud la pluma de oro junto al abrecartas a juego. Andrzej se quedó plantado en silencio en medio de la mullida alfombra, sin mirarle.
—¿No tienes nada que decirme?
—¿Algo que decirte? Hace mucho que no, padre.
Andrzej notó cómo su padre se tragaba la imprecación que había subido a su garganta, como una bocanada de hiel. Ralph dejó de manosear las plumas y hurgó en un cajón.
—Mira esto —le tendió un papel. Andrzej seguía en el sitio, tercamente amotinado. El corazón le había dado tal salto que casi se ahogó, seguro de que todo se había descubierto. El robo del uniforme, el haberse hecho pasar por un policía de la Sonderdienst, sus ingresos al ghetto, su pertenencia al Nowy Warszawa.
Su relación con Yoel.
—¿Qué es? —preguntó con aparente indiferencia.
—¡Acércate! Y míralo —Ralph blandía el papel como si le quemara en las manos y la vena de su sien se hinchó como un gusano morado. Andrzej se acercó con deliberada parsimonia y lo cogió—. Y ahora, dime que no es cierto.
Era un listado. Vivían en la época de los listados, pensó Andrzej antes de localizar su nombre, tan seguro de que estaría allí como de que no era nada bueno que estuviera.
En la segunda fila, el tercero, allí estaba. Andrzej Püschel. No tuvo que buscarlo porque su padre se había encargado de subrayarlo en rojo. El nombre y el comentario junto a él, «Posible elemento subversivo. Vigilar». El listado carecía de título. Rápidamente, y procurando refrenar algo el desbocado galope de su corazón, buscó entre los demás nombres, intentando descubrir alguno que le sonara familiar, o alguna relación de ese listado con el ghetto, con el delito de contrabando, o con el de robo y usurpación de personalidad. Pero Ralph se levantó y se lo quitó con brusquedad de las manos.
—Se acabaron las clases. Se acabó el entrar y salir a tu antojo. Y da gracias a que no te eche a la calle para que te mueras de hambre, o llame ahora mismo a la Gestapo para que te lleven detenido. Sólo lo hago por…
—Por mamá, ya lo sé. Eres muy generoso, padre.
La mano de Ralph se estampó contra su mejilla con fuerza. Por un momento, Andrzej solo pudo ver una negrura salpicada de pequeños puntos luminosos. Cuando la sorpresa dio paso al coraje y la vista se le aclaró, miró fijamente a su padre. Antes de hablar, se contuvo unos segundos intentando convencerse de que no era lo que pensaba. Que su disfraz y sus incursiones al ghetto eran todavía un secreto y que Yoel estaba a salvo. Relativamente a salvo.
—No tienes que echarme —dijo con los dientes apretados y los ojos convertidos en dos rendijas azul claro—. Soy yo el que se va. No me busques ni mandes buscarme, hazlo por ella. Y a partir de ahora, olvida que tienes un hijo.
—¿Un hijo? —una carcajada, que a Andrzej le sonó bastante histérica, cortó el aire—. ¿Tú, un hijo? Tú no eres un hijo, tú eres una vergüenza. Un impostor. Mereces algo peor que la cárcel o la deportación. Mereces morirte, aplastado por tu propia deshonra.
—Creo que es bastante probable que eso te pase a ti, padre —Andrzej se volvió para marcharse. Antes de abrir la puerta, había mirado por última vez la habitación; los libros, la enorme bola del mundo de madera con la que jugaba cuando era pequeño, dándole vueltas y posando el dedo al azar, imaginando cómo sería ese lugar pintado a colores, el sofá de cuero marrón, mullido y acogedor. Se había sentido extrañamente vacío al pensar que no iba a ver todo eso nunca más. No sabía adónde iría ni le importaba, sólo quería salir de allí cuanto antes.
—Una última cosa —la voz de su padre detuvo sus pasos, pero Andrzej no se volvió—. Tengo poder, Andrzej. Aunque no lo creas, lo tengo. Puedo mandarte ahora mismo a prisión o a un campo. Sabes que no lo haré pero, no cuentes con que no lo haga con… otra persona.
Andrzej tragó saliva y rogó para que su padre no hubiera advertido el temblor de su mano al posarse en el pomo de la puerta. No quería darle el gusto de saberle atrapado. Ralph siguió hablando, en el mismo tono monocorde, que a Andrzej le recordaba al disparo de un arma con silenciador.
—No quiero saber en qué otras infamias andas metido además de en esto. —El crujido del papel al ser zarandeado resonó en el ambiente cargado—, porque me da demasiado asco incluso pensarlo. Pero no voy a permitir que manches mi apellido más todavía. Te juro que lo haré, Andrzej. No sabes de lo que soy capaz.
—No lo hagas, padre —había murmurado todavía sin volverse, procurando dar a su voz el mismo tono de impavidez que tenía la de Ralph—. Tú si que no sabes de lo que yo soy capaz. Y créeme, es mejor que sigas sin saberlo.
Las imprecaciones de Ralph seguían resonando en sus oídos aún después de haber dado el portazo y haberse ido de allí. Aún después de salir de casa y alejarse de su calle. Aún en medio de la noche, ya en casa de Vladyslaw.
¡¡Ultraje…!! ¡¡Vergüenza…!! ¡¡Rassenschande…!![46]
Marzo y abril fueron unos meses de incertidumbre y dolor. Andrzej había vivido en casa de Vladyslaw y Fialka desde el día de la discusión con su padre. Sus amigos se lo habían dejado claro desde el principio: podía quedarse. Podía quedarse todo el tiempo que hiciera falta, pero tenía que olvidarse del disfraz y de volver a utilizar una identidad falsa para entrar al ghetto. Habría que idear otra forma, y eso llevaba tiempo. Tenía que hacerse a la idea de pasar una temporada sin ver a Yoel si quería poder volver a hacerlo con una mínima garantía de éxito; estaba fichado y, tal vez, ellos también. Andrzej se había sobrepuesto aquella noche al amargo dolor de la evidencia y había dado la razón a sus compañeros. Pero desde entonces había pasado demasiado tiempo y necesitaba que Yoel lo supiera. Tenía que hacerle saber por qué no había ido aquel jueves. Y por qué llevaba dos meses sin verle. Y por qué quizá no podría hacerlo todavía, en un tiempo.
Se revolvía como un animal herido y perdía el control a menudo, a medida que ninguno de los nuevos subterfugios propuestos para entrar al ghetto cuajaban como factibles y relativamente seguros. Y sobre todo, porque no podía contactar con Yoel para explicarle lo que pasaba. Ni siquiera había visto a Gaddith, para que pudiera contárselo, la chica no había aparecido en todo ese tiempo. Lo imaginaba muriendo de inquietud y, entonces, su fluctuante capacidad de autodominio tenía que ser manejada con fina pericia por los que le rodeaban. Fialka y Vladyslaw, ya casados, le sacaban la cara frente a aquellos que nada sabían del secreto de su conflictivo compañero. Él estuvo a punto de poner en práctica métodos casi suicidas cuando la exasperación por contactar con Yoel alcanzaba la cota de lo insoportable pero, en el último momento, obligado por la lealtad hacia sus compañeros y hacia la resistencia, lograba sobreponerse a su propia exaltación y se avenía a razones.
En el ghetto, Yoel se guardaba la angustia muy adentro y seguía con su vida, como si en apariencia nada hubiera cambiado. Pero además de la angustia, algo yacía también en su interior, muy cerca de ella, latiendo casi sin vida, silencioso y profundo. Lo identificó como esperanza y se aferró a ella.
Irena había muerto a mediados de marzo. La habían enterrado en el cementerio de la calle Okopowa y la habían llorado sólo lo justo, rodeados de tanta muerte. Szymon trabajaba en una de las brigadas de trabajos forzados que los alemanes sacaban cada día del ghetto. Baruj deambulaba por calles y portones buscando algo de sustento para su nueva familia, las más de las veces utilizando sus escasos ahorros para surtirse del contrabando ilegal, y el resto del tiempo ayudaba en casa a las mujeres. También había sacado el violín de su estuche, cosa que no había hecho hasta entonces. Algunas veces, antes del toque de queda, intentaba animar la sordidez que les rodeaba con alguna melodía alegre. Gaddith no había vuelto a salir del ghetto, forzada como tantos a trabajar en un szop[47] diez horas al día. El bebé Jan había mejorado y de los demás, podía decirse que estaban vivos, lo cual, todos ellos lo sabían, ya era mucho decir.
A finales de abril, Yoel había sabido por fin algo sobre Andrzej.
En una de sus incursiones fuera del ghetto, Asher se había topado con él en plena calle. Le había reconocido aún estando de espaldas y, sin decirle nada, le había seguido. Después de dar muchas vueltas por Varsovia, Asher había respirado aliviado al ver al amigo de su hermano entrar por fin en un portal. Había memorizado el nombre de la calle: Dobra, 67. Al volver por la noche con las manos vacías, excepto por un pedazo de pan enmohecido recogido de la basura, medio feliz medio temeroso por la reacción de Yoel, se lo había contado.
Al principio, Yoel se había enfadado con él por haber sido tan imprudente. Se lo imaginó recorriendo media Varsovia sin fijarse en nada más que en el objetivo de su sigilosa persecución, en lugar de concentrado en su propia seguridad. Pero el enfado le había durado poco. ¿Cómo podía reprenderle por algo que él mismo hubiera hecho en su situación? Abrazó a Asher y le dio las gracias. También le advirtió que no se le ocurriera volver por allí. Ya sabían que Andrzej estaba bien y eso era suficiente. Asher se lo había prometido.
A partir de ese día, Yoel se había quitado un enorme peso de encima. Al menos, sabía lo fundamental; que Andrzej estaba vivo. Seguía ignorando la razón por la que no había vuelto al ghetto en todo ese tiempo, pero era fácil imaginar que algo de mucho peso le estaba impidiendo entrar a verle. No se había dado cuenta de hasta qué punto le había estado asfixiando la angustia hasta que no dejó de hacerlo. A partir de entonces, lo que más volvía a inquietarle era que el anhelado propósito de sacar a sus hermanos había quedado en suspenso al mismo tiempo que su contacto con Andrzej. Sabía que estaría haciendo lo imposible por volver a reanudarlo y por conseguir el salvoconducto o lo que fuera que tenía pensado para los gemelos; pero rogaba cada noche a Adonai, de cuya existencia empezaba a tener serias dudas, para que insuflara algo de raciocinio en la alborotada impulsividad de su amado. Imaginaba que sus propios compañeros estarían sujetándole hasta tener bien fraguado el plan, de forma que le permitiera no exponerse demasiado ni exponerles a ellos. Pensaba en esos amigos, a los que no conocía. En Vladyslaw y en Fialka, a los que imaginaba ya casados, y en el circunspecto Otto, y les agradecía internamente su prudencia. Si no fuera por ellos, Andrzej se habría metido en muchos más problemas de los que ya tenía.
Una tarde de primeros de mayo, después de dejar el pedido en la calle Gesia y salir milagrosamente ileso, se encaminaba hacia la sastrería para guardar la carretilla. Iba pensando en lo que podría conseguir al día siguiente con su cartilla de racionamiento; la miserable cuota de alimentos asignada para todo el mes a los judíos del ghetto apenas alcanzaba para tres días, y él tenía hambre. Todos ellos tenían hambre.
Dejó la carretilla pensando con tristeza en la insuficiente cena que, con toda seguridad, le esperaría esa noche, cerró el taller y anduvo con paso rápido hacia su casa. Las calles del ghetto eran inseguras, sórdidas y muy oscuras después del toque de queda, y lo mejor entonces, era estar a resguardo. No era extraño toparse con una patrulla de la Schupo[48], o de policía judía, o polaca. O con un cadáver en mitad de la acera. De hecho, eso empezaba a resultar tan terriblemente cotidiano que la gente se estaba acostumbrando a no mirar siquiera al pobre infeliz que había tenido la desgracia de morirse en plena calle. Era demasiado escalofriante detener la vista sobre aquellos sacos de huesos que alguna vez habían sido seres humanos. Nadie soportaba imaginar un hipotético final para sí mismo tan miserable, así que miraban hacia otro lado.
Yoel apresuró el paso, rogando para no toparse con cadáveres ni policías y luchando por ignorar la sensación de vacío que le estaba abrumando desde hacía rato. La tarde había sido tranquila. Abraham incluso había bromeado sobre los nazis, y él y las mujeres habían reído sus chistes. Sonrió débilmente al recordar al viejo imitando a un alemán gangoso. También había escenificado uno sobre Hitler y sus calzoncillos marrones, especialmente atrevido y escatológico. Yoel decidió que lo contaría en casa por la noche; eso sí, después de cenar.
Sus pasos resonaban como torpedos sobre el pavimento y, ni el recuerdo del chiste, ni la cercanía de su calle, conseguían sosegarle. Intentó analizar sus emociones, como solía hacer cuando algo le desasosegaba y no lograba identificar qué era. Tenía hambre, pero ¿cuándo no? Estaba muy cansado, pero ni más ni menos que como cada día. Hacía ya más de dos meses que no veía a Andrzej, pero de alguna inexplicable manera, le sentía cerca, muy dentro de él; sabía que no era eso lo que le atormentaba. Su madre, sus hermanos, Gaddith… estaban vivos y relativamente sanos, lo cual era lo mismo que decir bien. ¿Qué le pasaba?
Se ciñó el abrigo alrededor del cuerpo y respiró hondo. Sólo logró que se le resecara todavía más la garganta y que la sensación de opresión aumentara. Lo aflojó de nuevo y se puso a tararear una vieja canción de cuna en yiddish.
Cuando llegó a casa, la sensación, lejos de menguar, había aumentado. Dio la vuelta a la llave en la cerradura y entró en el zaguán. Le recibió un opresivo silencio, ni siquiera el bebé Jan lloraba. Colgó el abrigo del perchero y se encaminó, casi de puntillas, hacia la sala.
—¿Mameh? ¿Ash? —paralizado por el miedo detuvo sus pasos—. ¿Isaac?
—¡¡YOEL…!!
El grito de su hermano actuó como un detonante. Dejó de pensar en si Gestapo, policía, soldados alemanes o una banda de ucranianos en expedición de saqueo, podían haber irrumpido en su casa. Echó a correr y entró en el salón.
Isaac, que tenía la cara roja y manchada, húmeda de lágrimas y ennegrecida de restregones con las manos sucias, le agarró con fuerza de la chaqueta y le sacudió, como si estuviera dormido y quisiera despertarle, o asegurarse de que era realmente él.
—¡¡YOEL…!! —volvió a gritar, frenético.
—Calma, Isaac, calma…
Mientras de forma mecánica, casi hipnótica, articulaba las palabras pidiendo serenidad y apartaba con suavidad a su hermano para conseguir que se tranquilizara y hablara, Yoel ya sabía que estaba pidiendo un absurdo y que, dentro de un instante, sería él el que perdería la poca entereza que todavía conservaba.
Porque, por encima del hombro de Isaac, estaba contemplando la imagen misma de la agonía en la figura de su madre. Encogida en el sofá de cualquier manera, la mirada ida, los ojos hinchados y el pelo enredado, Hannah miraba hacia él, y a Yoel le pareció que le atravesaba sin verle. Joanna acariciaba su cabeza con el gesto apurado de quien no sabe cómo consolar una pena demasiado honda. La abuela Zosia sólo sostenía una de sus manos desmayadas sin intentar rescatarla del infinito dolor, porque a ella, anciana y sabia, no hacía falta explicarle que para ese dolor no existe consuelo posible.
Yoel quiso poder prolongar el momento en el que todavía desconocía lo que Isaac iba a decirle, y que sabía le iba a herir en lo más profundo. Aunque algo en su interior ya gritaba lo que había pasado, todavía quería no saber. Deseó retroceder en el tiempo y volver a la sastrería y los chistes, antes de que su hermano hablara y ya fuera del todo imposible no rendirse al dolor, que sabía le esperaba agazapado en sus palabras. Supo que había estado esperándolo todo el tiempo y que, sólo hacía unos minutos, algo antiguo y profundo se lo había anunciado. Algo instintivo, casi atávico. Sujetó la cara de Isaac y, por fin, renunció a la seguridad de la ignorancia.
—¿Qué ha pasado?
—Es Asher… —hipó el muchacho entre sollozos convulsos, al mismo tiempo que el aullido agudo y penetrante de Hannah le atravesaba el pecho como una cuchilla oxidada—. Es Asher… Le han matado.