Los compañeros de fuera

Vladek el grandullón. Así te llamaban cuando sólo contabas cinco años y así te siguen llamando a los veintitrés.

Siempre fuiste el chico más alto de clase, rubio, de piel pálida y corpulento como un tronco de arce. Tus manos les parecían cacerolas a los del equipo contrario cuando te acercabas como un mercancías para atrapar el balón ovalado. Está hecho para el rugby, afirmaban los profesores desde la grada. Este chico va a ser altísimo, decían las madres de los otros compañeros, provocando la sonrisa orgullosa de la tuya. ¡Es mi hijo!, celebraba tu padre, señalándote alborotado y feliz cuando conseguías el quinto o sexto ensayo del partido. Debe ser tan tierno… se susurraban las chicas al oído, viendo en tus manos, no cacerolas, sino instrumentos capaces de provocar las caricias mas dulces. Tú, ajeno a todo, te estampabas en el suelo lodoso y gritabas de pura inyección de adrenalina, te levantabas de un brinco y aguantabas el asalto de tus compañeros, que cabalgaban sobre ti, te atizaban amistosos golpes que hubieran tumbado a un buey y te abrazaban con toda la vitalidad de los quince años a la vez que coreaban tu nombre. Tú, Vladek, sonreías. Satisfecho con la vida y contigo mismo. Con el sol de esa mañana y con tu mundo, elemental y afable.

Te comías la vida. Y pisando fuerte, como no sabías hacer de otra forma, creciste sin contratiempos, cosechando amigos y novias, hasta hoy. De los primeros, todavía conservas un buen puñado, y de las segundas, a Fialka.

Tus amigos y tu novia. Tu familia. La universidad y el rugby. El mundo era eso y tú no necesitabas nada más.

Tu padre era médico y desde muy pequeño ya quisiste ser como él. Atendía en su consulta, instalada en el enorme piso familiar, y la mitad de tu casa siempre era un desfile de niños llenos de mocos de la mano de sus madres. La tuya se ocupaba de abrir la puerta, sonreír a la asustada mamá de turno y hacerla pasar a la salita de espera. Luego, entre visita y visita, incursionaba al otro lado de la casa, separada de la zona de consulta por una cortina en mitad del pasillo, y se ocupaba de vigilar si Maria, la cocinera, para ti «la tata», llevaba a buen ritmo el proceso de la cena, o si Dominika, la sirvienta, había pasado el cepillo por debajo de los muebles o andaba perdiendo el tiempo ojeando revistas viejas de las preparadas en un montón para llevarlas a la sala de espera.

Eso era por las tardes. Por las mañanas tú estabas en el colegio y, aunque sabías que el ritual era el mismo, sólo lo habías podido atisbar aquella vez que pillaste el sarampión y estuviste un buen montón de días en casa, pegado a las faldas de Maria en cuanto tu padre te dejó levantarte de la cama.

Pero las tardes eran tu feudo. Llegabas como un huracán, Maria te abría por la puerta de servicio que daba directamente a la cocina, y enseguida te mandaba a lavarte la cara y las manos y te ponía delante un trozo de pan con chocolate. Entonces corrías a sentarte en medio del pasillo, detrás de la cortina, mientras merendabas, justo en el límite de la parte «emocionante» de tu casa. La otra. Aquélla que olía a desinfectante y a niños. A una mezcla de las colonias de las mamás y las pinturas de cera que tu madre no dejaba de reponer en la salita, para que los pequeños pacientes se entretuvieran emborronando papeles hasta que les tocara el turno.

Espiabas tras la cortina para poder ver a tu padre. Esperabas el momento preciso, mordiendo tu chocolate y aguzando el oído. A fuerza de tantas tardes agazapado, habías diseñado un especial sentido de la percepción. Cuando oías el chirrido de los muelles del sillón de cuero y la voz potente de papá diciendo algo como «bueno, chavalote, pórtate bien», tú ya sabías que la mamá y el pequeño se iban. Eso implicaba que tu padre abría la puerta de la consulta y tú podías verle unos segundos. Y admirarle, detenido por un momento el goloso mordisqueo de la merienda en un gesto tontuno, la boca abierta y la respiración casi paralizada para no perderte detalle.

Y tanto escrutamiento silencioso sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y tragando pan y chocolate, fue calando en ti hasta el punto en que, sin darte cuenta, diste por hecho que serías como él. Grande, amable, tranquilo y protector. Tu padre era la misma imagen de la sabiduría y la magia para ese pequeño merodeador que eras tú, y lo que más te gustaba de ese momento de especial emoción, era la frase que, con más o menos variantes, todas las madres le dedicaban al despedirse. «Gracias, doctor, me voy mucho más tranquila».

Para ti era tan enorgullecedor como elemental. Si venían tristes y con los niños enfermos, y se iban contentas y con los niños curados, tu papá era formidable. ¿Qué otra cosa podías querer que ser como él?

De pronto, unas veces antes y otras después, sentías un papirotazo en la coronilla y se te acababa el glorioso momento del fisgoneo. La voz de la tata te sacaba del ensueño. Un ¿has hecho los deberes?, o un ¡a la bañera!, acababan con el espionaje y con el delicioso sentimiento de seguridad que te transmitía la visión de aquel hombre enorme y sólido, embutido en su bata blanca cacheteando la mejilla de uno de esos pequeños llorones. Entonces bajabas de tu fantasía y te encontrabas con los pantalones llenos de migas y el suelo a tu alrededor en parecidas o peores condiciones. Maria te lanzaba una mirada entre cálida y refunfuñona y te sacudía los muslos de miguitas, mandándote con una palmada en el trasero a tu habitación o al baño. De un plumazo se terminaba el sentimiento de superhéroe de tebeo que se había apoderado de ti mientras pensabas en lo astuto que parecías allí escondido, espiando a tu padre sin que él se diera cuenta.

Años más tarde, no puedes evitar sonreír cuando recuerdas que más de una vez, él miraba hacia la cortina y hacía un gesto que, después lo supiste, era de infinita sapiencia. Incluso una vez, te pareció que guiñaba un ojo en tu dirección, pero entonces pensaste que se le habría metido una mota de polvo y seguiste inmóvil como una estatua, moviendo sólo las mandíbulas y tus enormes ojos escudriñadores.

Atravesaste la etapa escolar con el sosiego que da sentirse querido y tener las cosas claras. Creciste fuerte y tenaz, como tu padre, como tú querías. Y llegaste a la adolescencia, sin granos y sin traumas.

Después del colegio y las meriendas con chocolate tras la cortina del pasillo, de unos años de cambios en tu cuerpo, que creció en altura y fuerza, de algún escarceo con el vodka bruscamente abortado por una monumental vomitera, y de graduarte con excelentes notas, llegó la Facultad de Medicina.

Allí conociste a Fialka, Andrzej y Otto.

Fialka es una pecosa pelirroja de ascendencia irlandesa de la que aún desconoces cómo diablos llegaron sus antepasados a Polonia. Ella tampoco lo sabe muy bien. Te ha contado algo de un tatarabuelo que compró un pasaje para América y al final se equivocó de barco, o algo por el estilo. Pero ni ella ni su familia saben qué hay de cierto en la historia del irlandés atolondrado, y la verdad, no parece preocuparles demasiado. Fialka es alegre y vivaracha, puro nervio. Se enamoró de ti el primer día de facultad y fue directa y sin rodeos a conquistarte. Tú ni te enterabas, y tal vez seguirías sin hacerlo de no ser por Otto y por Andrzej que, hartos de tu pétrea cerrazón y tras muchas insinuaciones, te cogieron un día y sentados frente a ti en la mesa de la cafetería, te quitaron la cerveza de las manos e hicieron una detallada exposición de cuán obtuso podía llegar a ser uno en un momento dado.

La cara de bobalicón que se te quedó debió ser un poema, porque Andrzej casi se parte de risa y Otto decidió bajarte de las nubes a fuerza de amistosos guantazos. Fialka, Vladek, decía mientras te palmoteaba las ruborizadas mejillas, la pelirroja, la Fialka con la que nos sentamos todos los días en clase y con la que estudiamos en la biblioteca. ¿Eres tonto o es que eres tonto?

¿Fialka, nuestra amiga? Preguntaste como ido. No, idiota… Fialka la momia. Pensaste en la vieja y apergaminada señorita Fialka Mlynarski, profesora de cardiología y sonreíste. ¡Caramba! Fialka

Desde ese momento la miraste de otra manera. Y a tus amigos también. Les hubieras besado el culo por haberte sacado de la caverna de la estupidez. ¿Cómo se te podía haber pasado el hecho de que esa enérgica pelirroja, vuestra amiga Fialka, te miraba de «esa forma» con esos increíbles ojos verdes? ¿A ti? ¿Cuánto tiempo habías perdido ya? Y lo peor… si Andrzej y Otto no llegan a avisarte, ¿habría ella seguido sonriendo al memo que estabas hecho, o se hubiera largado en busca de alguien con menos altura pero más seso en la cabeza?

Al día siguiente, rojo como la grana y balbuceando incoherencias, le pediste salir. Ella te dijo que ya era hora y que estaba a punto de echarse sobre ti en mitad de la cafetería, a ver si así te dabas por aludido, pero que se alegraba de no haber tenido que llegar a tomar medidas tan tajantes.

Ésa es Fialka. Tu Fialka.

En cuanto a Otto, ¿qué se puede decir de él? Otto es normal. Pelo rizado y oscuro, rostro amable y algo fofo desde donde habitualmente sonríe su boca carnosa, y gafitas redondas, a la moda. Otto es la paciencia, la humildad. Es la confianza. Siempre está ahí, para lo que quieras, día y noche. Te presta los apuntes, te paga la cerveza si estás pelado. Te hace reír si te ve taciturno y, aunque no siempre lo consigue, sabe callar cuando las palabras están de más. Otto es así, imprescindible.

Otto no liga nada; nunca ha tenido una novia, ni siquiera un escarceo, pero tampoco le importa. Es feliz con sus amigos y su cerveza a media mañana, en la cafetería de la facultad. Las chicas buscan a alguien guapo como Andrzej, a quien persiguen con el mismo éxito que si pretendieran a un pedazo de cemento, o como tú, Vladek, si no fuera porque Fialka las espanta sólo con el rayo mortífero de sus ojos verdes. Pero no buscan a Otto. Y tú piensas que no saben lo que se pierden y sigues confiando en que un día alguna aprecie su sublime vulgaridad. Él lo merece.

A Andrzej le conociste un día en una de las clases de anatomía. El profesor Czornyj, uno de los legendarios ogros con que los alumnos veteranos asustaban a los novatos, apartó la sábana del cadáver y, mirando a la clase con cara de mala leche, cogió el bisturí. En cuanto la hoja cortó la carne tumefacta, una chica con aspecto de gorrión se desplomó como un fardo. Los que la rodeaban hicieron un hueco a su alrededor, esperando el agrio comentario del profesor y sin atreverse a tocarla. Déjenla ahí, ya despertará. Y se encontrará con un bonito suspenso, escupió Czornyj. El resto, acérquense. ¿O alguien más siente deseos de desvanecerse? Todos obedecisteis como borregos; todos, excepto un chico rubio que se abrió paso y, sin decir palabra, se retiró el flequillo de los ojos con un soplido, se agachó y recogió a la muchacha del suelo. Después de echar una mirada desafiante al ogro y sin esperar su beneplácito, la sacó al pasillo. Czornyj abrió la boca y volvió a cerrarla. Contempló cómo se cerraba la puerta del aula y parpadeó, pasmado ante la desfachatez de su alumno. Después, con un gesto de la mano, conminó al resto a acercarse y siguió con su clase como si nada hubiera pasado.

Al salir les buscaste con la mirada pero no les viste, ni a la chica pajarillo ni a su rubio benefactor. Desde entonces, y sin tener muy claro el motivo, supiste que ese chico sería tu amigo. Y lo es. El mejor. Un día, meses después de aquella clase de anatomía, paseando por el campus, le contaste aquel episodio y cómo te habías fijado en él, y comprobaste sorprendido que él ya no lo recordaba. Así es Andrzej.

Poco más tarde ya no hubo clases de anatomía donde desmayarse, ni de nada. Los nazis clausuraron tu facultad, al igual que todas las demás. Pasados los primeros momentos de estupor y desbandada general, algunos profesores, entre los que se encontraba Czornyj, fueron recomponiendo su orgullo pisoteado y reuniendo a los estudiantes que se atrevían a jugarse el tipo, para continuar de forma clandestina con los estudios, prohibidos y castigados incluso con la muerte. Para el Reich, Polonia no tenía derecho a la cultura. Pero para la comunidad universitaria, continuar era algo más que un derecho. Era un reto, un desafío en nombre de la dignidad.

Como para ti, Vladek. Enseguida quedó claro que no te ibas a conformar con aquella embestida del régimen nazi contra tu vida y la de tus compañeros y profesores. Con la misma energía con que hacías todo, desde besar a Fialka hasta escribir en la pizarra, donde invariablemente acababas partiendo las tizas del mismo entusiasmo, te lanzaste de cabeza a la resistencia. Ingresaste en una de las facciones juveniles más combativas que encontraste, el Nowy Warszawa, y arrastraste a tus compañeros del alma contigo.

Andrzej y Fialka no se lo pensaron dos veces. Otto sí, el bueno de Otto, además de leal y testarudo, es también un poquito gallina. A mí no me van las revoluciones, chicos, os dijo una nevada mañana en el parque. La nieve se había adelantado y los cuatro tiritabais de frío, sentados en un banco arrebujados en vuestros abrigos y bufandas, mientras tú les arengabas con fiereza, las ideas tan claras como el hielo transparente que cubría la fuente de piedra. Fialka se acurrucó contra tu calor y afirmó convencida que su tatarabuelo irlandés no había venido desde tan lejos para que ahora cuatro iluminados le tocaran a ella las narices. Andrzej miraba el cielo blanco, repantingado en el banco, las piernas estiradas y las manos en los bolsillos del abrigo, y sólo dijo: Cuenta conmigo, Vladek. Tú le miraste sonriendo, sabiendo exactamente en quién pensaba al afirmar aquello con tan absoluta determinación.

Pero Otto… Otto frunció el ceño y miró la nieve sucia bajo sus pies mientras jugueteaba meditabundo a marcar la huella de sus botas sobre ella. Me cago en los pantalones si un perro me mira mal. ¿Cómo voy a servir de algo en una organización en la que, probablemente, algún día habrá que llevar en la mano algo más violento que un peine? Se manoseó el crespo pelo y suspiró, bastante avergonzado. De verdad, chicos, no sé si sirvo para esto.

Andrzej se enderezó en el banco y pasó un brazo por sus hombros. Si eso pasa, no hace falta que todos lleguemos a luchar, Otto. Seguro que hay muchas formas en las que puedes echar una mano aparte de ésa. No te preocupes, le tranquilizó.

Pero tú soltaste algo parecido a un gruñido, que Otto interpretó como reproche, cuando en realidad sólo era que lamentabas perder las buenas cualidades de tu amigo y la férrea cohesión que había entre vosotros cuatro. Él te miró, picado. Está bien, Vladek, lo haré, dijo sacando pecho, no voy a ser menos que vosotros, héroes de pacotilla. Al fin y al cabo, no sabéis hacer nada sin mí.

Andrzej le miró y sonrió, luego palmoteó su espalda, tú lo has dicho, compañero, nada de nada. Fialka le cogió la mano y se la apretó, eres un valiente, Otto. Y tú te alegraste sinceramente de poder contar con él, fuera lo que fuera lo que le había decidido a dar el paso.

Bueno… tengo que irme, dijo Andrzej al cabo del rato, levantándose y sacando un pitillo. Nos vemos esta tarde en el piso de Czornyj. Tú le miraste con complicidad y le diste fuego, recuerdos a tu escritor, y dile que a ver cuando se deja caer por aquí para conocerle. Andrzej dio una profunda calada y miró más allá de los árboles nevados. Eso es difícil, Vladek. Cada día que pasa, mucho más difícil. Y se alejó, rumbo al todavía accesible Zoichenschperguebit.

Por aquel entonces, sólo vosotros tres sabíais de las inclinaciones de Andrzej y de su enamoramiento de un judío aspirante a escritor. Os había costado lo vuestro pasar de la incredulidad al asombro, y finalmente a la aceptación de algo tan inusual. Pero creías que incluso Otto, el más mesurado de los tres, llevaba camino de conseguirlo. Andrzej no hablaba mucho de él, de su judío, pero su sonrisa o el brillo de sus ojos cuando rechazaba una tarde de cine o de billar para pasarla en el ghetto, os fue suficiente para saber que era alguien tan imprescindible como Fialka lo era para ti. Los fines de semana desaparecía por completo, al igual que muchas tardes al principio. Pero cada vez, Varsovia y su barrio judío se iban convirtiendo en un lugar más complicado, y la perenne sonrisa de Andrzej iba languideciendo en la misma proporción que aumentaba su furia y disminuían sus visitas al otro lado.

Por eso, por Andrzej y por tantos como él, por el amante judío al que aún no conocías, porque el mundo ya no era la universidad, los amigos y el rugby y necesitabas que volviera a serlo; por eso tú, Vladek, querías luchar.

Le contemplasteis mientras se alejaba, la mano izquierda en el bolsillo, la derecha sosteniendo el pitillo al que arrancaba furiosas caladas. Abrazaste más fuerte a Fialka y Otto chasqueó la lengua ¡Qué tiempos más jodidos!, dijo, y señaló con la barbilla a la figura ya lejana de Andrzej, que cruzaba la calle a la carrera.

Tú le palmeaste la rodilla, y los tres juntos volvisteis de regreso a vuestras casas de la Varsovia aria, sin dejar de pensar en el amigo que marchaba, con paso decidido, hacia el ghetto.

Varsovia, 1940

Y.B.