Andrzej y Yoel

Andrzej Püschel. Trece años. Polaco. Feliz.

Así te describiste a ti mismo cuando la profesora te preguntó tus datos al empezar el curso de 1932. Bueno, lo de feliz no lo dijiste tú, antes muerto que soltar semejante cursilada. Lo de feliz lo pensó ella al fijarse en tu sonrisa, tu aire relajado y la cohorte de moscones que te rodeaban a todas horas. También se fijó en el remolino de tu flequillo y en tu cuerpo atlético. ¿Te gustaría jugar al fútbol? Te preguntó. Tú, muy fatuo, contestaste que ya jugabas al fútbol, y que eras delantero, por supuesto. Ella sonrió, ya me lo imagino, Püschel, me refiero a si quieres jugar en el equipo del colegio. No la dejaste acabar; ¡pues claro!, exclamaste, a la vez que sonreías a tu séquito. Tendrás que darle esta solicitud a tu padre para que la rellene. Volviste a sonreír, acostumbrado al éxito fácil desde muy pequeño, No hay problema.

Un alumno silencioso te miraba desde su pupitre, pero tú no te fijaste en él. Sonreía tranquilo mientras se comía el bocadillo y pensaba en la cantidad de partidos que ibas a ganar, en la cantidad de chicas que iban a corear tu nombre y en los muchos grados en que iba a incrementarse tu infantil petulancia. Aquel día llovía, por eso la hora del almuerzo transcurría en el aula y, en parte por eso, aquel chico también pensó rápidamente en cuestiones prácticas. Como por ejemplo, en que iba a necesitar un par de guantes nuevos, puesto que por los suyos ya asomaban el índice y el pulgar, y una buena excusa para explicar a su madre por qué a partir de entonces, en vez de quedarse en casa estudiando, como siempre, iba a cambiar de vez en cuando la comodidad de la mesa de la sala de estar por la aspereza de las gradas del campo de fútbol.

Desde aquel día, Yoel Bilak pasó muchas tardes ateridas de invierno mirándote. Y otras tantas de verano sudando la gota gorda mientras desde el graderío del campo repasaba la lección, hacía los deberes del día siguiente y te miraba de reojo. Su madre sólo le hizo preguntas la primera vez, y él explicó que le apetecía estudiar al aire libre. Ella aparentemente se dio por satisfecha, al menos no siguió investigando sobre la novedosa y extraña costumbre de su hijo, y le compró los guantes, un gorro de lana y una bufanda. Cuando hacía mucho calor, le calaba una gorra y le daba un zloty para que se comprara una naranjada y le recordaba que, sobre todo, se sentara a la sombra. Bilak obedecía a su madre, y tú jugabas. Casi nunca te fijaste en él.

En algún momento, también empezó a hacerse habitual en los partidos tu hermana Alicja, rodeada de amigas excitadas que emitían ruiditos agudos y daban saltos cada vez que te acercabas por su lado de la grada. Tú ya tenías catorce años y parecías encantado de pavonearte ante esa bandada de niñas, una oportunidad de oro para halagar tu ego al que, por otra parte, no le hacía ninguna falta engordarse más, pues ya andaba sobrado. Fue hacia el final de aquel curso, cuando empezaste a cambiar. Al principio notaste que tropezabas y sudabas más de la cuenta. Luego, que querías correr con un aire estudiado, como de campeón olímpico, y eso hacía que te envarases y te sintieses un poco ganso. Hasta una vez pisaste el balón y caíste de una forma bastante ridícula allí mismo. Te levantaste deseando que te tragara la tierra, y tus amigos se burlaron de ti. Camino al vestuario corearon algo bastante molesto y desconcertante, «a Andrzej le gusta Elke» y «a Elke le gusta Andrzej». Después, en las duchas, dijeron cosas más atrevidas. A ti eso te puso muy nervioso y, como pareció hacerles gracia y se empezó a repetir demasiado, más de una vez acabaste a puñetazos medio en cueros en el suelo húmedo de los vestuarios. Ni siquiera tenías muy claro quién diablos era la tal Elke, si la rubia o la pelirroja.

Tu secreto admirador sí lo sabía. Había seguido de cerca tu evolución. Había observado cómo pasabas de la indiferencia a la turbación y luego a la petulancia, y otra vez al atolondramiento, ante las miradas de los demás. De aquellos a los que encandilabas. Cómo parecías haber perdido, sin saber dónde ni por qué, tu inquebrantable aplomo.

También sabía que Elke era la rubia; y a él, con más pena que otra cosa, le parecía preciosa.

Pero tú no parecías reparar ni siquiera en su existencia, así que Yoel dejó de preocuparse. Hasta que empezó el nuevo curso y volvió a preocuparse otra vez, ésta más todavía, porque entonces sí empezaste a fijarte en alguien. No precisamente en Elke, a la que seguías sin presentarte y ni intención parecías tener, sino en Konrad. También en Karl, y en Teodor y en otros varios. Pero, sobre todo, en Konrad.

Desde entonces, muchas cosas cambiaron para vosotros dos; para Yoel, aunque tú no tenías ni idea, y para ti. Tú empezaste, no ya a oscilar sino a tambalearte entre un confuso remolino de hormonas; te debatías en medio de ambigüedades e intentabas acallar la voz que te susurraba que ibas de cabeza al equívoco. Y Yoel experimentaba, por primera vez en su vida, el doloroso mordisco de los celos. Esta vez no era un difuso desánimo ante la tibia competencia de una belleza rubia y femenina. Esta vez era algo más.

Tú no acertabas a comprender por qué la presencia de ese Konrad te ponía tan nervioso, pero el caso es que lo hacía. Cuando se sentaba cerca de ti en el gimnasio o te rozaba al pasar sentías algo muy extraño y muy inquietante. Algo parecido a un cosquilleo en la parte de la entrepierna y un acelerón de los latidos del corazón. Y te ponías tonto, como cuando las chicas te admiraban en el campo. Nunca te había pasado algo parecido. Querías todo el tiempo parecer simpático y popular, sentías la necesidad de que él te admirase, o al menos de que no pensara que no existías. Que se fijase en ti.

Por supuesto, y sin querer ahondar mucho en el motivo, aquello no se lo contaste a nadie. Sólo uno de tus compañeros adivinaba lo que te pasaba, sólo aquel que compartía contigo algo que tú entonces ni sabías de ti mismo.

Hacia Navidad, y pasada la primera euforia, empezaste a recelar ya sin medias tintas de aquel sentimiento tan desbordado y fuera de lugar, y emprendiste una particular y silenciosa campaña para enterrarlo en lo más hondo del olvido. Konrad era un despropósito. Mejor dicho, las emociones que te provocaba Konrad, y alguno de los otros chicos, lo eran. Supusiste que era una de esas fases que sufren algunas personas, como de desubicación, y esperaste a que se te pasara, confiando acelerar el proceso con el auto lavado de cerebro al que te sometías cada noche.

Harto de no conseguir resultados, y de que aquello no terminara de salir de tu cabeza ni con espátula, intentaste acabar de zanjar el asunto con una huída hacia delante. Le pediste salir a Elke, y ella se mostró tan encantada con su suerte como una novia de cuento de hadas. A partir de entonces os convertisteis en la pareja del año, y a Yoel el mordisquito se le convirtió en una perenne y fastidiosa sanguijuela enganchada al corazón. Él sabía que tú te equivocabas, pero el frente en el que luchaba era atacado ahora por dos flancos. Como pareja de moda hasta abristeis el baile de fin de curso con el acostumbrado vals, mientras él te miraba desde la mesa de las bebidas y pensaba que en ese momento hubiera dado toda su colección de discos de Chopin a cambio de poder ponerse en el lugar de la chica que te acompañaba. O del chico que iba por el salón a su aire y pasaba de ti, el que habías intentado sacar de tu cabeza metiendo a Elke. Porque Yoel estaba seguro, por tu forma de mirarle, de que era Konrad el que todavía ocupaba casi todos tus pensamientos.

Pero tú estabas muy atareado haciendo demasiadas cosas a la vez como para percibir que, en aquel baile, había más corazones rotos que el tuyo. Dabas vueltas torpes intentando no pisar a tu pareja, rezabas para que Konrad dejara de pasearse por todo el salón haciendo tambalear tu terapia a fuerza de sonrisas y movimientos de trasero. Y mirabas el bello rostro de Elke, esforzándote por sentir algo. Algo diferente de la fascinación que podrías sentir por la maqueta de un Fokker o el uniforme del Legia Warszawa. En todo caso, no conseguías acercarte a nada que se pareciese a lo que los demás chicos parecían sentir cuando miraban deslumbrados a sus respectivas novias.

Si le hubieras dejado, Yoel Bilak te hubiera explicado muy bien lo que él sentía cuando te miraba, y la diferencia entre eso y admirar un avión de caza o a un equipo de fútbol.

Ese vals fue a medias una tortura, y a medias un éxtasis para Bilak. El éxtasis se lo proporcionó la discreta media luz de la mesa de las bebidas, desde donde pudo recrearse a gusto mirándote evolucionar por la pista. No es que te lucieras demasiado, pero para él eras perfecto; cada titubeo tuyo era delicioso y cada traspié que dabas le parecía tierno y adorable. La tortura, que él no era ninguno de los elegidos por ti: ni la chica a la que abrazabas, ni el chico por el que suspirabas.

Pero al final de la noche obtuvo su triunfo. Al final consiguió desplazar a la chica y colarse entre tus brazos. Y desviar tu mirada del rostro apuesto de Konrad para clavarla en el suyo. Sonriente y feliz giró envuelto en ti, en tu aroma y tu fuerza, al ritmo de Strauss, y reclinó la cabeza en tu hombro. Y te dijo que le gustabas mucho. Y tú le dijiste que él a ti también, y que cómo podías haber estado tan ciego. Al final, lo había logrado. Ni Konrad, ni Elke, ni los otros. Esa noche, a solas en su dormitorio, arrebujado en su cama, fue Yoel Bilak el que bailó contigo su primer vals, un vals imaginado. Aunque, sólo mucho tiempo después, tú llegaste a saberlo.

Aquel, fue el último día que Yoel pasó en el colegio.

Y tú, no llegaste a estar seguro de si la terapia funcionó, o más bien fue el hecho de que Konrad se trasladó a vivir a Bialystok y dio la casualidad de que ningún otro consiguió alborotarte en la misma medida que lo había hecho él. El caso es que, durante aún bastante tiempo, quisiste pensar que el despropósito estaba superado y enterrado. Que no había pasado de ser un desajuste adolescente sin importancia. Sin embargo, mucho antes, Elke se aburrió de que tú no avanzaras. Deberías haberte planteado entonces que, o bien la chica no te gustaba lo que se dice nada, o el desajuste era mucho más profundo de lo que tú querías creer. Al final del primer año de «novios», ella te plantó. Te dijo que eras algo así como un bonito envoltorio sin sangre en las venas. Se lo contaste a Yoel un día en el parque, años después, comiendo helados de fresa.

Yoel sabe que sí tienes sangre en las venas, Andrzej. Y también cree que, además, eres un bonito envoltorio. Precioso, le parece. El chico callado del colegio nunca creyó que tendría tanta suerte y que te volvería a encontrar una tarde de calor. Que la naranjada se atascaría en su garganta al verte jugar de nuevo, después de cuatro años. Que tú te fijarías, por fin, en él. Y que ahora te tiene.

Andrzej Püschel, eres todo lo que ese chico ama. Eres como un río de fuego que él tiene que apagar de vez en cuando, para que tu ardor no os queme a los dos. Eres el viento impetuoso y la ola que rompe contra las rocas. Y él ama el viento, el fuego y la ola.

Juntos, tú y él, habéis construido un cobijo para los dos. Para que otros vientos y otras aguas y otros incendios queden fuera. Juntos lo habéis bautizado. Sedom.

Sedom fue refugio y cárcel. Asilo de caricias que los dioses se empeñan en reducir a cenizas. Fortaleza finalmente destruida. Lugar que albergó los amores prohibidos y ocultó las pasiones diferentes. La ternura inconveniente, por contraria a la naturaleza de los que siempre quieren arrasarla, una y otra vez. El linaje de los malditos. Es el último amparo de los contaminados frente a la barbarie de los justos y los íntegros.

Sedom ha sido el piso de una amiga, un hueco en un muro, un rincón en un edificio público, un abrigo de arbustos en el parque. Una carbonera.

Sedom está allá donde vosotros estéis, y volveréis a levantarla cada vez que caiga. Porque Sedom es, en cualquier caso, vuestro hogar.

Ghetto de Varsovia, 1943

Y.B.