La resistencia
OTOÑO DE 1942
Gaddith estrujó los pantalones que acababa de sacar del barreño, para quitarles el exceso de agua.
—¿Me ayudas con esto?
La muchacha que trabajaba a su lado la miró por entre los mechones de cabello húmedo, y dejó el jabón en el borde de la bañera. Con gesto cansado se acercó a ella, sin mediar palabra cogió del otro extremo y, entre las dos, los retorcieron para escurrirlos del todo. Luego, Gaddith los colgó del cordel para secar y volvió a su tinaja, a seguir lavando el resto de la ropa. De reojo, volvió a mirar a la chica. Era atractiva, alta y rubia, tendría poco más de veinte años y, seguramente por eso, no por ser bella sino joven y apta para el trabajo, se había librado de los trenes de la muerte, como ella.
Desde que en el mes de julio empezaran las deportaciones, sólo una sexta parte del ghetto sobrevivía todavía allí; la mitad escondidos, la otra mitad trabajando para el Reich. Ella, como todos los «legales», ya hacía tiempo que había sido reclutada a la fuerza. Lavaba, desinfectaba y clasificaba los uniformes de los soldados alemanes muertos en el frente ruso para devolverlos a la Wehrmacht, y también la ropa de los trescientos mil judíos que ya no volverían. Los que habían viajado a Treblinka.
La muchacha silenciosa tosió y Gaddith la miró. Se esforzaba en restregar la ropa como si le fuera la vida en ello. Y tal vez le iba, porque se entregaba con el mismo empeño en no mirar a su alrededor, en no hablar, en no moverse demasiado o demasiado poco. Parecía que todo su afán era pasar desapercibida, no ser.
Gaddith también observó el patio donde varias decenas de personas hacían lo mismo que su taciturna compañera y ella, y pensó en Yoel. De momento, él también se había librado de la deportación gracias a los permisos de trabajo que le expedían en la calle Gesia, donde entregaba los pedidos de la sastrería. Abraham no había tenido suerte, en agosto se lo habían llevado. Decir que Yoel le extrañaba era decir poco; el trabajo en la sastrería, compartido ahora con nuevos refuerzos de mano de obra obligada, ya no tenía nada que ver con lo que había sido para él en vida del anciano. Casi desde la detención de Abraham, Yoel vivía entregado a la resistencia. Se había afiliado al Hashomer Hatzair[82], donde entrenaba en células armadas, expresamente creadas para organizar la potencial rebelión en el ghetto. También seguía en Anajnu, denunciando todo lo denunciable. Y además, continuaba viendo a Andrzej. Todavía encontrándose en la carbonera, aunque había cientos de casas vacías después de la Große Umsiedlungsaktion del verano.
Gaddith también había sido testigo del cambio en Andrzej. No de primera mano, ya que veía al muchacho muy poco, sino a través de Yoel, cuando hablaba de él, de ellos y de sus encuentros. Andrzej había hecho tan suya la lucha del ghetto como la de Yoel y la de toda la gente inconveniente y molesta para el Reich. Gaddith no tenía información tan detallada como para saber que Andrzej ya no daba patadas a cubos llenos de agua, o que había dejado de perder los preciosos momentos de intimidad en discusiones acaloradas con Yoel; pero sí sabía que ahora militaba en una facción armada, y que cuando disparaba, aunque de momento lo hiciera a dianas pintadas, no le temblaba el pulso. Gaddith tenía la seguridad de que cuando el blanco no fuera un cartón, ese pulso se mostraría igual de firme.
La eterna jornada terminó cuando empezaba a pensar que, si no oía el silbato pronto, iba a desmayarse de puro agotamiento. Cuando sonó por fin, los fideicomisarios polacos cerraron las puertas de la próspera industria que gestionaban por orden de los alemanes. Antes de despedir entre puyas y porrazos a sus obreros hasta el día siguiente, apartaron a un lado a cuatro chicas jóvenes, entre las que se encontraba la muchacha bella y silenciosa. Al final no había conseguido su propósito, pensó Gaddith con lástima, a la vez que agradecía parecer ella misma tan poco atractiva y estar tan miserablemente flaca.
Sin prisa caminó, por las calles a medio oscurecer, de vuelta a casa. A la que ahora era su casa.
Yoel abrió la puerta con el mismo aspecto fatigado que ella, y le dio un beso en la mejilla.
—Shalom, Gaddith.
—Shalom, Yoel —la chica pasó y se quitó la chaqueta. Faltaba poco para Yom Kipur y todavía no hacía demasiado frío. La tiró con desgana sobre la percha del recibidor y se dejó caer en el sofá de la sala—. ¿Cómo te ha ido?
—Como siempre, ¿y a ti? —Yoel ensayó una sonrisa—. He preparado matzá y holishkes[83].
—¿Matzá y holishkes? —Gaddith no reprimió su alegría por la comida y evitó preguntar de dónde había sacado Yoel la harina y la col. Había preguntas que era mejor no formular en aquellos tiempos de pura supervivencia—. ¿Rellenos de arroz?
—De carne.
De carne… Miró a su amigo. Le impresionó una vez más su entereza y le admiró por haber llegado hasta donde estaba sin perder la razón. Por haber mantenido con vida a todos hasta donde había podido. A Isaac y a Hannah, hasta que Andrzej los había liberado, y a Baruj, a Joanna, a Zosia y al pequeño Jan, hasta que Treblinka se los había llevado. Ahora, en el cuarto piso de la calle Nalewki ya no quedaba nadie, sólo ellos dos. Mientras la mayoría de la gente que no vivía escondida en búnkers o sótanos, se apiñaba en bloques circunscritos a unas cuantas calles, ellos podían seguir juntos allí. El ghetto había reducido una vez más sus límites, y la parte pequeña había sido cerrada; ya no hacía falta tanto espacio para tan poca gente y los alemanes preferían tenerlos controlados alrededor de los centros de trabajo. Pero ellos tenían suerte. Ellos comían de vez en cuando y podían conservar un lugar propio donde vivir, no un piso anónimo en un edificio anónimo.
—¿Quieres que te ayude? —hizo ademán de levantarse, pero Yoel la detuvo con un gesto firme de la mano.
—Hoy me ocupo yo de todo, fraylin. Descansa.
Gaddith sonrió con tristeza y, demasiado agotada para no hacerle caso, empezó a entonar una canción infantil desde el sofá, acurrucada sobre sí misma, mientras su mente oscilaba entre los recuerdos de su niñez en Lowicz y la contemplación de su amigo. Yoel recogía con cuidadosa calma la mesa llena de papeles, Gaddith dedujo que había estado escribiendo. Llevaba un pantalón gastado que le iba demasiado grande, sujeto por tirantes, y una camisa blanca debajo de una chaqueta de punto gris. Sus ojos azul oscuro la seguían fascinando, y su rostro dulce y sereno era para ella, en aquellos momentos de soledad y negrura, lo más bello del mundo. Quería a Yoel. Le quería muchísimo.
—Esa canción me la cantaba mi madre también —dijo Yoel, que pasaba a su lado con los brazos cargados de hojas manuscritas—. Voy a llevar todo esto a mi habitación.
Gaddith asintió y siguió cantando en voz baja.
Después de trastear durante un buen rato en su dormitorio, Yoel volvió, ya con las manos vacías. Abrió el cajón de la cómoda y sacó el mantel de Hannah, el de los cuadros azules. Lo extendió sobre la mesa y colocó los platos y los cubiertos.
—Debiste tener una buena infancia, allá en Lowicz —dijo.
—Sí que la tuve. Aunque no echo de menos el pueblo. ¿Sabes que de camino al colegio iba hablando con todos los bichos que encontraba?
Yoel sonrió, mientras servía la cena en los platos.
—A la mesa, fraylin. ¿Y qué les contabas?
Gaddith se sentó y aspiró el aroma de los holishkes. Desde luego no eran tan abundantes ni tan sabrosos como antes de la guerra, y la carne era un puro testimonio, pero era indescriptible la sensación de tener delante algo como aquello. Partió un pedazo de matzá y masticó, salivando de ansia. Miró de nuevo a Yoel.
—Les contaba que un día viviría en Varsovia y estudiaría. Y que sería una mujer muy importante y culta. Y que nunca me casaría, al contrario que mis hermanas —Yoel volvió a sonreír—. Nunca quise casarme, porque sabía que eso significaba tener que quedarme en el pueblo. Hasta que te conocí a ti.
—¿A mí?
—A ti, tonto. Me enamoré de ti el primer día, cuando te compré la tela de flores en la sastrería, ya te lo he contado.
—Sí… —dijo Yoel ruborizado—, pero se me había olvidado.
—¿No comes?
Yoel apenas había probado bocado. Distraído, partía pequeños pedazos del rollo de col y les daba vueltas en el plato, sin ganas.
—Sí… sí. Estoy comiendo —se llevó un trozo a la boca y lo tragó, casi sin masticar.
—Bueno, eso ya pasó —siguió Gaddith—. Lo que no te había contado es que cuando supe lo tuyo con Andrzej, le odié.
—Vaya…
—Pero ahora le quiero mucho. Casi tanto como a ti.
Andrzej salió de casa de los Senn al atardecer. Había refrescado bastante. Se subió el cuello de la chaqueta y se caló la gorra. Isaac había engordado algo y su mirada era más brillante que unos meses atrás. Se lo contaría a Yoel y se alegraría mucho. Habían estado hablando de él y de Gaddith, pero no de los trescientos mil; y sólo había nombrado de pasada, y porque Isaac había preguntado, a Baruj, al bebé Jan y a los demás, sin especificar qué había sido de ellos. Prefería que el niño siguiera pensando que todavía continuaban allí, en su casa, vivos. Cuando se despidió de él, Isaac le abrazó y volvió a pedirle, como cada vez que le visitaba, que cuidara de su hermano, que no le dejara solo. Andrzej, como cada vez, se lo prometió.
Mientras caminaba con las manos en los bolsillos por las calles medio desiertas, pensando en Isaac y en las cosas que le había ocultado, vio acercarse de frente una patrulla de las SS. Palpó la documentación falsa en su bolsillo derecho. Slawoj Miroslaw; empezó a repetirse en voz baja el nombre y la historia construida en torno a esa identidad, por si acaso. Pero la patrulla pasó de largo.
Andrzej apretó el paso. Había salido con un propósito muy concreto, pero de pronto le asaltaban las dudas. ¿Sería demasiado temerario? ¿Debía dejarlo para el día siguiente, cuando fuera más temprano y pudiera huir con facilidad, si se daba el caso? Se estaba dando cuenta de que parecía haber más movimiento de tropas que de costumbre. Pero no, decidió, no habría día siguiente, no encontraría momento mejor que ése. En el bolsillo izquierdo llevaba la carta de su madre y ya no había opción. Dejó de dar vueltas a su nombre falso, y mentalmente repitió las palabras escritas, una por una. Se las sabía de memoria.
Querido hijo:
Escribo a tu amigo, del que tengo la dirección, porque no sé dónde te encontrarás, y confío en que él siga viéndote y te haga llegar mi carta. No sé nada de ti desde hace mucho tiempo. Sé, eso sí, que tu padre y tú habéis tenido desavenencias, y que esa es la causa de que hayas abandonado tu hogar y a tu familia. Espero, no obstante, que no andes metido en problemas y que sigas acordándote de nosotros, al menos de tu madre y de tu hermana. La presente es para decirte que ella va a casarse en noviembre y que yo estoy muy enferma. Tal vez mi salud me permita ver a tu hermana casada, pero no creo que llegue a conocer a mis nietos y, si unido a esto, pienso que puede que nunca vuelva a verte a ti, querido hijo, mi Andrei, mi niño… me muero de pena. Te pido que hagas un esfuerzo y vengas a verme. Tu padre estará en Berlín desde el día veintinueve de septiembre al cuatro de octubre, tal vez podrías visitarme entonces. Piensa que puede ser la última vez que te abrace, amor mío.
Tu madre que te quiere,
Milova.
Otto la había encontrado en su buzón y se la había entregado, aprensivo y entre reiteradas peticiones de cautela. Pero Andrzej le aseguró, después de leerla, que sin duda era la letra de su madre, y durante días se había debatido entre la prudencia y la necesidad de correr a su lado y abrazarla, quizá, como ella decía, por última vez.
Ya era tres de octubre, al día siguiente su padre regresaría de Berlín. Había tardado una semana en decidirse a dar el paso y ahora era el momento. Ahora o nunca.
Las escaleras estaban fregadas y la barandilla encerada tenía el mismo tacto suave de siempre. El olor de las cenas flotaba en el aire, inundando los descansillos de los pisos, y le transportó por un momento a otro tiempo más dichoso, cuando vivía en el limbo de la ignorancia, entregado a los alborozos de la pubertad y a la satisfacción de su propia existencia. Pensó que en el ghetto era Shabat y se preguntó si Yoel y Gaddith tendrían algo para cenar. A pesar de la paradoja que suponía, deseó que así fuera.
La puerta de su casa le pareció la frontera entre su anterior yo y el presente. Frente a la madera maciza con el llamador de bronce, supo que aquel Andrzej había muerto, y que en su lugar había un joven endurecido llamado Slawoj Miroslaw, cuyas manos se habían acostumbrado de igual forma al tacto suave de su amante como a la fría aspereza de las pistolas. Un joven curtido, duro, que había dejado de creer que algunas personas podían cambiar. Que había dejado de enmarañarse en la pincelada para ser capaz de contemplar el lienzo con la suficiente perspectiva. Que ya no estaba dispuesto a dar otra oportunidad a gente como su padre, gracias a la cual otros aplastaban sin miramientos a personas como Yoel. Ese tipo de gente ya no merecía su confianza, ni siquiera su piedad, sólo su desprecio.
Apartó de su mente las imágenes de Ralph y esa otra, desconocida pero mucho más odiada, y las sustituyó por la de su madre. Luego, respiró hondo y llamó a la puerta.
Alicja le abrió. Por un momento, los dos hermanos se miraron como se miran dos extraños. Azorados, raros, correctos. Dudaron si darse la mano o un beso. No hicieron ninguna de las dos cosas.
—Vengo a ver a mamá, tengo entendido que está enferma —dijo Andrzej sin moverse del sitio.
Su hermana parecía mucho más mayor. Llevaba el pelo recogido en un rodete detrás de la nuca y un traje oscuro, el uniforme de las Mädel, con el que ya se sentía una aria importante, además de la señora casada que sería en poco más de un mes. Andrzej comprendió que también Alicja, su Alicja, se había ido.
—Es todo un honor que te dignes a venir por esta casa —escuchó decir a la usurpadora que ocupaba su lugar—. ¿De verdad crees que a mamá le hará bien verte?
—Ella me ha escrito, si no fuera por eso no estaría aquí, tenlo por seguro.
—Pasa —Alicja se apartó a un lado con un mohín y Andrzej entró.
Todo estaba igual que antes de irse. La cortina de terciopelo verde, la madera bruñida del suelo, el espejo del recibidor, y la cómoda donde, un veintidós de enero de una vida ya muerta, había apoyado una pluma envuelta en un papel de colores para arreglarse el pelo antes de ir a un cumpleaños. Todo estaba igual, todo menos ellos.
—¿Dónde está? La veré un momento y me iré.
—En su dormitorio. Ve, si es que todavía recuerdas el camino. Y no la disgustes.
—¿Está él?
—¿Te refieres a nuestro padre? No, no está. No sabía que le tuvieras miedo. En lugar de eso deberías tenerle más respeto.
—No le tengo miedo. Y, desde hace tiempo, tampoco respeto.
Andrzej pasó junto a Alicja y apartó la cortina verde. Ante él, el pasillo se abría como un camino al pasado. Detectó olor a medicinas y a familiaridad. Con el corazón menos desbocado de lo que hubiera estado meses atrás en las mismas circunstancias, llegó ante la puerta del dormitorio de su madre y llamó.
—Mamá, soy yo, Andrzej.
Sin esperar respuesta empujó la puerta y se asomó al interior en penumbra. Avanzó unos pasos. Su madre, acostada en la gran cama, le pareció a Andrzej pálida y hermosa. Abrió los ojos color cielo y alargó una mano lánguida hacia él.
—Hijo mío… has venido.
Andrzej se acercó a la cama, sonriendo.
—Claro que he venido, mamá.
—¿Cómo estás?
—¿Cómo estás tú? Me llegó tu carta a casa de Otto.
—Era la única dirección que conocía de alguien que pudiera localizarte. ¿Te he metido en problemas?
—No, mamá, tranquila. Estás guapísima.
—¿Qué haces tú aquí? Dije que no quería volver a verte.
Andrzej se volvió, aturdido.
—Ralph, por favor… —gimió Milova.
De pronto, Andrzej se sintió tan traicionado y expuesto como un ratón cazado con un trocito de queso atado a un cordel, atraído estúpidamente a la guarida del gato y, por añadidura, sorprendido de encontrarlo allí.
—¡Madre! —consternado, volvió la vista hacia la cama—. ¿Tú…? ¿Me has…?
Ralph atravesó de dos zancadas el corto espacio que les separaba y de un empellón le agarró del hombro y le giró hacia él.
—¡He preguntado qué haces aquí!
Andrzej se desasió de su mano engarfiada y se volvió de nuevo hacia Milova, que les miraba con expresión de profundo desvalimiento.
—¿Madre…? —el desconcierto de Andrzej no era tan grande como su desengaño.
Ella se incorporó en los almohadones y volvió a alargar el brazo hacia Andrzej. Parecía un cisne apenado y descolorido en el centro de la cama. Andrzej advirtió entonces las arrugas alrededor de sus ojos y las ojeras moradas, el ademán de súplica y desaliento.
—Hijo mío… Ralph… Por favor…
Sintió lástima por ella, e intentó dar un giro radical a sus sentimientos, ahuyentar la sensación de conjura que flotaba en el aire, a fuerza de aplastarla con una buena dosis de comprensión. Tal vez su padre había adelantado la vuelta, tal vez todo tenía una explicación. Se sentó en la cama, ignorando el fuerte olor a colonia de Ralph y su presencia ciclópea tras él. Cogió la mano de su madre y advirtió su blandura. Con una molesta punzada de culpabilidad, la percibió demasiado suave y pequeña, buscando refugio en la suya firme, como un pájaro asustado.
—No importa, mamá —se inclinó y la besó en la mejilla—. ¿Qué es lo que te ocurre?
—El médico dice que es alteración de la sangre. Anemia.
—Y yo digo que es amargura —imprecó la voz detrás de él, ceñida por un rígido comedimiento—. Esta mujer está enferma de abandono, de vergüenza y de traición.
Andrzej no se volvió.
—¿Anemia? —con mimo, le deslizó hacia abajo los párpados inferiores, la palidez era reveladora. Le tomó el pulso y examinó el ritmo de su respiración; uno era irregular, la otra fatigosa. Miró hacia la mesilla, sobre un tapetito inmaculado se alineaban cajas de fármacos, jarabe de vitaminas, un vaso de leche, la estampa de un santo que Andrzej no conocía—. Lo siento mamá, no sabía nada.
—Claro que no sabías nada, no te ha importado tu madre durante meses. Y ahora te presentas aquí, ¿con qué derecho? —rugió de nuevo la voz.
—Ralph… te lo suplico.
—Mi madre me llamó —dijo Andrzej entre dientes, lidiando consigo mismo por no darse la vuelta y partir la boca de la que surgía esa voz.
—¿Tú le llamaste, Milova? —bramó Ralph.
—Sólo quería que os reconciliarais —sollozó ella—. No soporto no tener a mi hijo conmigo, Ralph. No saber nada de él y que ni siquiera se le nombre en casa. Mírale… —acarició su mano—, está muy delgado, y quién sabe el peligro que corre.
—¿Que está muy delgado? ¿Y tú? ¡Llevas meses sin comer por su culpa! Si corre algún peligro él se lo ha buscado. Él fue quien abandonó su casa, quien deshonró a su familia. ¡Y al Reich! —la voz escupía sin pizca de compasión las palabras de desarraigo. Luego se suavizó, en lo que a Andrzej le pareció la tolerancia que se otorga a los niños, o a los idiotas—. Estoy muy decepcionado Milova, no debiste actuar a mis espaldas.
—¡Es mi hijo, Ralph! Y el tuyo…
—¿No ha ido a Berlín, verdad? —preguntó Andrzej, que sentía ahora en su mano la caricia de su madre como un toqueteo apremiante, casi febril.
Milova bajó la mirada.
—Quería que os vierais, que arreglarais las cosas.
Andrzej asintió, abandonando toda tentación de organizar una escena, persuadido de que los motivos de su madre eran, al menos, tan válidos como los de cualquiera que sabe perdido a quien ama, y volvió a besarla, ésta vez en la frente.
—No te preocupes. Tengo que irme ya, madre. Haz caso al médico y te curarás enseguida. Prométeme que comerás y no sufras por mí, yo estoy bien.
Ella le aferró la muñeca.
—No te vayas sin resolver los asuntos con tu padre. Y con tu hermana. Va a casarse, Andrzej. ¡Somos tu familia!
—Adiós, mamá. Cuídate mucho.
Acarició su rostro de porcelana y salió de la habitación, consciente de que aquel hombre a quien su madre llamaba su padre había salido detrás de él.
—¡Cómo has tenido la desvergüenza! —le espetó Ralph, una vez en el pasillo.
Andrzej le ignoró y caminó con paso decidido hacia el recibidor. Ralph le siguió. Bloqueando el paso junto a la cortina verde, un hombre joven con uniforme militar y en actitud soberbia, con los brazos cruzados y las piernas abiertas, le miraba con una sonrisa insolente. Vaya, pensó Andrzej, ése debía ser su futuro cuñado.
—¿Me permite pasar?
—Tú debes de ser Andrzej.
—No tengo el gusto y sí mucha prisa.
—Markus Schwefler —una mano de uñas cuidadas, como la de su padre, se tendió hacia él. Andrzej la obvió.
—¿Me hace el favor?
El joven se apartó, sin dejar de sonreír. Era muy alto, de espaldas de hormigón y mandíbula cuadrada, pelo muy corto y lúcidos ojos grises. Miró a su futuro suegro y, en voz alta y clara, como para asegurarse de que Andrzej digería cada palabra, le habló.
—Ya tengo el historial de ese judío invertido al que me habías encargado investigar, Ralph. Yoel Bilak, ¿no? Acabo de comprobar sus datos y, efectivamente, está en la lista. Y los cargos son muy graves. Gravísimos, diría yo.
Atrapado entre dos fuegos, Andrzej se detuvo y tragó la hiel que subió por su garganta, dispuesto a no dejarse cazar tan fácilmente.
—¿Es que ahora el Reich considera que hay cargos más graves que ser judío? —dijo contenido, queriendo creer que aquello sólo era una provocación.
—Oh… por supuesto, querido cuñado. Por supuesto… y también castigos en perfecta consonancia con la naturaleza de las acusaciones, ¿verdad, Ralph?
Ralph clavó sus pequeños ojos azules, helados y duros como cuentas de pedernal, en Andrzej.
—Tú lo has dicho, Markus. El Reich se precia de saber dispensar a cada delito su justo escarmiento.
Andrzej miró a su padre, intentando escudriñar tras la despiadada celosía de sus ojos qué había de farol y qué de realidad en aquella jactanciosa amenaza. Ralph ignoraba que Milova le había llamado, la teatral escena entre él y ese miserable no podía estar ensayada. El arrogante Markus, al que ya aborrecía, seguía mirándole con su sonrisa siniestra, mientras Ralph, fingiéndose indiferente, se sacudía una bolita de pelusa de la manga de la bata. El novio de su hermana había hablado de listas y, por lo que Andrzej sabía, los judíos, lo mismo los invertidos que los «ajustados a la normalidad», no necesitaban figurar en listas para ser exterminados. No sabía qué pensar.
Markus reanudó su discurso con voz engolada y mascando cada sílaba, sacándole del parón confuso al que había derivado su mente.
—Por no hablar de los cómplices. Enemigos políticos del imperio. La deshonra de Alemania.
—Encubridores, protectores, compinches… —corroboró Ralph, mirando fijamente a Andrzej—. Es ante todo de ésos de los que tenemos que ocuparnos, Markus. Ellos tienen más culpa que los propios delincuentes. Son los peores.
—Estoy de acuerdo contigo. Porque no sólo traicionan la moral y la decencia, como los otros —añadió Markus con un solapado entusiasmo—. Sino también a su raza, a su familia, al Reich y al Führer. Una vergüenza.
—Efectivamente. Y por eso, repito… a cada culpa, su justo escarmiento —remató Ralph, acompañando a su sentencia de un largo y satisfecho suspiro.
Sin decir palabra, Andrzej abrió la puerta y salió. No se molestó en cerrarla, ni en volver la vista atrás. En la calle, faltaba poco para el toque de queda.
*
—Guten Tag, meine Herren.
Yoel arrastró la carretilla escaleras arriba y tosió violentamente. El pecho le dolía desde hacía días y se sentía arder de fiebre. Había empezado a enfermar justo al día siguiente del último shabat, lo recordaba por el matzá y las holishkes.
—Weiblich jude… —masculló uno de los soldados entre dientes, sabía que no podía ensañarse en exceso con el protegido—. Marica judío… guarda tus microbios para ti.
Una vez dentro, anduvo tambaleante hacia la oficina. El carro pesaba más que nunca y sólo deseaba volver a casa y meterse en la cama hasta el día siguiente. Rogó para que el Obersturmführer no estuviera. A veces tenía suerte y, o no le encontraba, o le encontraba sin ganas. Ojalá fuera uno de esos días.
Pero le encontró. Vio su coronilla detrás del mostrador, estaba inclinado sobre unos inventarios, su cabello entre rubio y gris brillaba a la luz amarillenta de la lámpara. Ya sabía lo que venía a continuación. Debía esperar a que le mirara, e interpretar por su gesto si quería que se quedase o no. Si era que no, simplemente le ignoraría y seguiría con lo que estaba haciendo, y él podría marcharse. Si era que sí, se frotaría la barbilla, entonces Yoel debía remolonear por allí, haciendo tiempo hasta que el resto de los empleados se fueran.
Ojalá hoy el bastardo no tuviera ganas… Ojalá pudiera irse a casa y dormir…
Mientras descargaba los paquetes sobre el mostrador, el tipo se volvió y le miró. Yoel atisbó el movimiento de reojo y deseó con toda su alma que decidiera seguir con lo suyo. Otro acceso de tos le dobló en dos y congestionó su rostro, la cabeza le iba a estallar en punzadas de dolor. No quería mirar, sólo hacerse un ovillo y desaparecer en el limbo de su cama.
El reloj desgranó las campanadas que anunciaban la hora de salida. Y el hombre, sin dejar de mirarle, se frotó la barbilla.
Yoel suspiró y ralentizó su tarea. Fue dejando los paquetes de uno en uno, despacio, como si no tuviera ninguna prisa o estuviera muy cansado. Lo segundo era cierto.
Media hora más tarde, de rodillas en el almacén trasero, aguantaba como podía las náuseas e intentaba no desplomarse. De pronto, se vio lanzado hacia atrás de un empujón, tan brutal como inesperado.
—¿Qué mierda estás haciendo?
Yoel miró al Obersturmführer desde el suelo. Con la manga se limpió la boca y cerró los ojos unos segundos. El dolor en el pecho era atroz. El otro se acercó, abrochándose los pantalones.
—¿No me has oído? ¿A qué cojones estás jugando?
Yoel tosió y se incorporó, apoyándose en un archivador. El teniente le miraba, los ojos de un intenso azul congelado clavados en su rostro, la barbilla alzada, los labios apretados.
—¡Contesta!
—Estoy… enfermo.
—¿Enfermo? —el oficial torció el gesto, en una especie de media sonrisa que enseguida se borró de su cara, para dar paso a un rictus especulativo. Se metió un pellizco de tabaco en la boca y masticó, arrugando la comisura de los labios. Dio unos pasos, alejándose de él, y volvió a desandarlos—. Enfermo, ¿de qué?
—No lo sé.
Una bofetada se estampó contra su mejilla.
—¡Enfermo de qué, hijo de puta!
—No lo sé.
El oficial le miró fijamente, luego se inspeccionó las palmas de las manos y se las limpió, con un gesto de asco, en la chaqueta del uniforme. Con un ligero estremecimiento, cogió su abrigo del respaldo de la silla y buscó algo en los bolsillos. Sacó un pañuelo, inmaculado y perfectamente planchado, y sus guantes de piel. Volvió a dejar caer el abrigo de forma descuidada, se puso los guantes y desdobló el pañuelo, sólo un doblez. Sin dejar de mirarle, se lo puso delante de la boca.
—Hijo de puta… Hurensohn… Hijo de la gran puta.
A grandes zancadas, salió del almacén. Yoel se recostó contra el archivador y apoyó la cabeza en el metal frío. Cerró los ojos, mientras escuchaba cómo el tipo marcaba un número de teléfono en el mostrador de la oficina y hablaba con alguien en alemán. Su tono era destemplado, urgente. Si no le hubiera creído incapaz de sentirlo, Yoel hubiera dicho que despedía un tufo a miedo.
—Sí… un judío…, sí…, no, no lo sé. De acuerdo… ¿al hospital?, sí… no, no me he fijado. ¡No lo sé! Maldita sea, maldita sea, Herr Doktor… Sí… estaré allí… sí, con él. No, claro que no… ¿Volksdeutsch? Mejor, sí… perfecto. Herr Doktor… Dankeschön[84]. Y… confío en su discreción más absoluta.
Yoel escuchó el golpe del auricular estrellándose con furia contra el receptor, y enseguida sus pasos, volviendo. Abrió los ojos y le vio de pie frente a él, observándole con detenimiento y cierta repulsión, escrutándole de arriba a abajo. Pensó que nunca le había observado con tanto detenimiento. También pensó que iba a morir en ese mismo momento, que lo más probable es que el tipo le descerrajara un tiro, sin más contemplaciones.
—¡Nos vamos!
—¿A… dónde?
—Aquí las preguntas las hago yo. ¿Has vomitado?
Yoel no llegó a asimilar la interpelación.
—¡Contesta!
—Necesito… su firma —rebuscó en los bolsillos del pantalón y, con mano temblorosa, le tendió el salvoconducto ya caducado.
El teniente lo hizo volar de un revés con la mano enguantada. El papel cayó al suelo, lejos de ellos, produciendo al caer un sonido apagado y mate. Yoel se frotó la mano golpeada.
—¡Qué te pasa, imbécil! ¿No me has escuchado?
—Sí, Meine Obersturmführer.
—Pues contesta cuando te pregunto. ¿Has vomitado?
Yoel se vio asaltado por una oleada de escalofríos violentos. Se ciñó más la chaqueta, en un baldío intento de darse calor y sujetarse al mundo, que oscilaba a su alrededor.
—Sí.
—¿Te duele la cabeza? ¿Tienes escalofríos?
—Sí —jadeó después de otro acceso de tos.
—Mein Gott![85] —el oficial exhaló el aire de golpe, en un estertor trémulo, y volvió a taparse la boca con el pañuelo.
—¿Tienes marcas en alguna parte del cuerpo? ¿Pústulas, rojeces?
—No.
—Andando, nos vamos.
Empezó a abrocharse la guerrera y de repente, pareció tener un instante de desconcierto. Se alisó el pelo, frenético, salió de nuevo del almacén y descolgó otra vez el teléfono. Tras otro instante de vacilación, marcó un número. Yoel se acercó dando tumbos a la silla donde el Obersturmführer había arrojado el abrigo después de sacar el pañuelo, y se agachó para recoger el suyo, que estaba tirado debajo, en el suelo. La bandolera con la funda donde guardaba la Walther quedó a la altura de sus ojos. ¿Querida? Escucha… llegaré un poco tarde… Yoel cogió el abrigo y se lo puso en silencio. El mero esfuerzo hizo que su respiración, ya trabajosa, se atascase todavía más y que el dolor de su pecho semejara al de haber tragado carbones ardiendo. Tosió con dificultad y el dolor se multiplicó. Tengo algo que resolver en el ghetto… Ya sabes cómo son estos juden… Yoel volvió a mirar la funda del arma. Jadeando, recogió también su gorra. Sí… no… no demasiado… dale un beso a Hans… no me esperes levantada… Ich liebe dich[86], querida. Colgó y descargó un manotazo sobre el auricular. Volvió a grandes zancadas, abrochándose el cuello de la camisa. Yoel se incorporó y regresó junto al archivador, con las manos en los bolsillos del abrigo.
—Nos vamos. Kommt schon![87]
Yoel parpadeó, confuso.
Hoy en el hospital hemos tenido mucho trabajo, Mitziy. Constantemente ingresan nuevos enfermos de tifus.
—Andrzej…
—¿Qué mierda farfullas?
—Mein Obersturmführer ¿Puedo… irme a casa?
—Ni mucho menos. Tú te vienes conmigo al hospital.
En el hospital me conocen como el Volksdeutsch, no te preocupes, no corro peligro.
—¿A… dónde?
—¡Deja de tartamudear, gilipollas! ¡Y muévete!
Yoel empezaba a marearse seriamente. Sudaba a mares dentro del abrigo, entre andanadas de un frío mortal, y le dolía hasta la piel al contacto con la ropa. El Obersturmführer le gritaba que se moviera, pero él mismo daba vueltas sin parar sobre sus pies, sin hacer ademán de terminar de vestirse. La guerrera todavía semidesabrochada, el abrigo sobre la silla, la gorra, la bandolera y la funda de su Walther, colgadas del respaldo.
He conocido a una enfermera polaca. Se llama Kasia. Le he dicho que tengo una novia en el ghetto.
—Por favor… ¿Adónde? ¿A qué hospital?
Otra bofetada hizo que su cuello virara con violencia. La cabeza le retumbó y no pudo evitar sujetársela con las manos. Su cerebro era como un corcho empapado en agua, espeso y lento. Embotado de pánico.
—¡Al que yo diga, escoria! ¡Tengo esposa e hijos! ¿Crees que puedo permitirme el lujo de contagiarme con vuestra inmundicia de enfermedades? ¡Camina! Geh los!! ¡Delante de mí!
El Volksdeutsch…
Una porra descargó contra su espalda, pero Yoel no la sintió.
¡No habría dejado que ocurriera! Habría ido a quien te está haciendo eso y…
—No…
—¡¡Camina!!
Mitziyeh… No quiero que él te toque.
—¡¡Camina, Schweinehund!![88]
Le mataré. Le mataré con mis propias manos.
—¿A qué… hospital?
—¡¡Camina!!
¿Por qué, Yoel? ¡Maldita sea! ¿Por qué? ¿Por qué tú? ¿Por qué a ti?
—¡¿A qué hospital?!
El Obersturmführer le miró y rechinó los dientes.
—Camina.
Yoel le sostuvo la mirada.
—No.
Tú no matarías ni a una mosca, Mitziy…
El almacén en penumbra giró ante sus ojos, las estanterías repletas de ropa, nueva y usada, los enseres requisados, o robados a los enviados a Treblinka. Abrigos, pantalones, camisas, gorras; todo parecía moverse hacia él, amenazando con ahogarle. Y en el centro de todo, él. El bastardo. El Obersturmführer sin nombre, de ojos neutros y besos febriles. Y una vez más, Yoel le odió. Le odió con toda su alma.
Tú no matarías ni a una mosca…
Una ceguera ebria le golpeó como una ola, sintió una fuerte punzada en la frente y una opresión en las cuencas de los ojos. El suelo se convirtió en una superficie algodonosa, los gritos le llegaban ahora de muy lejos, esponjosos e incoherentes. Camina, camina, Geh los!![89] Y él… estaba haciendo algo muy fatigoso, que le costaba sobremanera, que le agotaba demasiado.
Sacaba la mano del bolsillo de su abrigo. Llevaba algo, áspero y pesado, en ella. Le costaba sujetarlo, y moverla.
Tú no matarías…
En el momento en que creyó que iba a vomitar, el almacén entero se volvió rojo y negro.
Yoel escuchó el disparo, contempló el humo, olió el olor acre de la pólvora.
Y contempló su propio brazo, extendido frente a él. La Walther en su mano temblorosa. Y al Obersturmfürer, caer.
Inestable, avanzó dos pasos y le observó. Una mancha de sangre se extendía bajo su cabeza, ennegreciendo el cemento. Un agujero oscuro se abría en su frente, sobre la ceja izquierda. Lo único que Yoel temió fue desmayarse y caer sobre ese cuerpo, flojo y aborrecible. Se agarró con fuerza al respaldo de una silla y siguió mirando, sólo mirando.
Imaginó el cerebro atravesado por la bala, desgarrado, abrasado. Y no le importó. Sólo pensó que ya nunca volvería a pensar en él, ni a desearle, ni a darle órdenes. Miró las manos blancuzcas a los lados del cuerpo, y comprendió que nunca volverían a tocarle. Después miró su cara. La expresión sorprendida, incrédula, casi maravillada de que la muerte también quisiera tratos con él y le hubiera invitado a bailar. La boca abierta en un rotundo agujero de pasmo. Los ojos atónitos, fríamente azules, observando sobrecogidos la nada, el más allá, o el infierno. Nunca volverían a fijarse en él.
Miró el archivador, en cuyos cajones se guardaban documentos incautados a los judíos. Pagarés, cédulas de identidad, cartillas de racionamiento, escrituras de propiedad… el expolio. Ahora, lucía todo un lateral engalanado de salpicaduras rojo oscuro, que resbalaban por su superficie cromada, como si algún niño travieso hubiera arrojado pintura para jugar a los fantasmas y nadie se hubiera acordado de limpiarlo después.
Por fin, vomitó en el cemento, salpicando las botas relucientes del bastardo.
Tambaleándose y sacudido por una violenta tiritona, se incorporó, se guardó la Walther en el bolsillo, dio media vuelta, y salió de allí.
¡Tienes que esconderte…!
Yoel se acurrucó más en el rincón y abrazó sus rodillas. Al aturdimiento de la fiebre y al dolor que le producían los accesos de tos, se añadían los gritos de Gaddith, que todavía retumbaban como un eco delirante en su cerebro. Llevaba mucho tiempo en la carbonera, no sabía cuánto, y los únicos sonidos que escuchaba eran el resuello de su pecho luchando por respirar y el monocorde golpeteo de la gota de agua. No sabía si Gaddith habría tenido oportunidad de hablar con Andrzej y contarle lo que había pasado; si él iba a morir allí, solo, mientras le esperaba eternamente en vano; si le habrían ido a buscar a casa; si Andrzej o la misma Gaddith habrían tenido que huir; si estarían escondidos también. No podía saber si habrían descubierto ya el cadáver, indecorosamente muerto a medio vestir. Hasta llegaba a dudar, en los momentos en que la fiebre intensificaba su confusión, si realmente el Obersturmführer estaría muerto o se habría levantado después de irse él, frotándose la frente. Mirándose el agujero en el espejo y metiéndose una hebra de tabaco en la boca, después de maldecirle por su atrevimiento. Habían transcurrido demasiadas horas de frío, oscuridad y hambre. Las posibilidades más absurdas le parecían factibles, y el pánico y la calentura le torturaban. Tenía miedo. Por él, por Gaddith, por Andrzej, por su madre y su hermano. Por lo que pudiera pasar ahora.
Aguzó el oído de nuevo. Le parecía que llevaba haciéndolo una eternidad, pero seguía sin oír nada más que la insistente salpicadura del agua y sus propios sonidos. Más de una vez le despertó del pesado sueño de la fiebre un gemido, sobresaltándole hasta comprobar que salía de su propia garganta, o un roce, producido por sus botas al volver a caer dormido y resbalar sus piernas sobre el cemento. Sobrecogido, las volvía a doblar, y las abrazaba de nuevo, apoyando la frente sobre las rodillas. Tan sólo de vez en cuando escuchaba algunos ruidos que no tenían que ver con su presencia allí; sonidos apagados y discretos, probablemente ratones, o crujidos del edificio desmantelado, o quién sabe, tal vez el murmullo estremecido de otros seres humanos, tan silenciosos y furtivos como él.
Una intensa sacudida de repugnancia le subió a la garganta y le produjo un acceso de tos y arcadas. Una serpiente se había colado por la pernera de su pantalón y subía por su pierna. Una culebra de color marrón, con dibujos negros y una boca húmeda, como un agujero oscuro y redondo. Se estremeció de asco, ¿tenían las culebras una boca redonda? Con una agilidad inverosímil en su estado se puso de pié y corrió, sacudiéndose las piernas a manotazos. Entonces, oyó los golpes. Andrzej le llamaba desde el otro lado de una ventana, iluminada y manchada de polvo pegajoso, y hacía gestos con las manos, agitándolas frenéticamente en el aire. Yoel no le podía oír, porque los bombardeos de la calle no le dejaban. Quiso gritarle que se pusiera a cubierto y huyera de las bombas, pero parecía que Andrzej no iba a marcharse mientras él no hiciera lo que le decía. Y Yoel no le podía oír. Sólo oía los golpes en el cristal de la ventana y veía su boca abierta, gritándole algo. Algo que él debía hacer. Miró a su alrededor, buscando una pista, algún indicio. En el suelo vio un paquete de tabaco del que fumaba Andrzej, empapado e inservible, una bicicleta oxidada de dos plazas, un fardo oscuro que parecía un montón de trapos… Espantado reconoció en el fardo su propia ropa y se miró. Estaba desnudo.
De pronto, una mujer entró en la carbonera, iba muy pintada y llevaba el uniforme de las SS. A ella sí podía oírla, a pesar del estruendo de las bombas y los aviones. Se acercaba a él blandiendo una grapadora enorme en la mano. Decía que tenía que coserle la camisa, que se le habían desprendido los triángulos y las estrellas, y que con ese aspecto tan descuidado no podía ir a la recepción que daban en el hospital de Andrzej. Se aproximaba sonriente, agitando la grapadora, que brillaba a la luz de unos potentes focos que Yoel no recordaba haber visto nunca en la carbonera. Pero él desconfiaba, porque estaba desnudo y ella no podía coserle nada si no llevaba ropa, y además, Andrzej estaba en la ventana, y no le había dicho nada de una recepción en el hospital.
La mujer le llamaba Mitziyeh y le sonreía, le sonreía todo el tiempo.
—Mitziyeh… Mitziy…
Quiso gritar a Andrzej que se escondiera. Que aquella mujer iba a descubrirle y seguramente le mataría. Pero ya no había ventana.
—Yoel…
Yoel abrió los ojos. Andrzej, agachado a su lado, le sacudía por los hombros.
—¿Andrzej…?
—Estoy aquí. ¿Qué te ha pasado?
—Andrei… —se aferró a él, temblando.
—Shhh…
—Estaba soñando. Estabas… —miró hacia la pared, donde en su sueño había visto la ventana. No estaba allí, nunca había estado.
—Estás ardiendo, Yoel.
—¿Qué hora es?
—Las dos y cuarto.
—¿De que día?
—Mitziy, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—Dime qué día es, Andrei.
—Cuatro de octubre, domingo. Dime qué te ha pasado.
—Le he matado.
Andrzej se arrodilló, sentado sobre sus talones. Le cogió las manos y las cobijó entre las suyas. Besó la frente ardiente.
—Estás enfermo, Yoel. Deliras. ¿Desde cuándo tienes fiebre? ¿Y qué haces tirado en el suelo? ¿Por qué no estás en el colchón?
—No lo sé… desde hace mucho, o poco. No lo sé, Andrei.
—¿Pero por qué no estás en casa? Estás ardiendo.
—No me has escuchado, Andrzej. ¡Le he matado!
Andrzej le incorporó y le condujo hacia el colchón.
—Acuéstate.
—Le maté y… vine aquí. Me escondí. No sé nada más. No sé lo que habrá pasado fuera, recuerdo que volví a casa y Gaddith me dijo que me escondiera, tampoco sé nada de ella.
Andrzej acostó a Yoel y le arropó con el talit y los abrigos de los dos.
—¿A quién has matado?
—Al bastardo.
Andrzej le miró, le apartó el pelo húmedo de la frente, y luego, le abrazó con mucha fuerza.
—Dios bendito, Mitziy.
Yoel habló, desde el cobijo de su pecho.
—Fue, como si… Dijo que…
—Espera. Antes debería ir a buscar algo para esa fiebre, es demasiado alta. Estaré de vuelta enseguida.
—No. No te vayas —le sujetó de la manga.
Andrzej se recostó a su lado y volvió a comprobar la temperatura de su frente con el dorso de la mano.
Entonces, Yoel empezó a hablar. Andrzej al principio tuvo el impulso de decirle que no era necesario, que no hacía falta que buscara justificaciones o motivos. Que lo había hecho y ya estaba, que sólo había que preocuparse sobre qué hacer ahora. Pero el brillo en los ojos de Yoel le hizo callar. Porque no eran excusas lo que Yoel quería expulsar de su alma. No eran razones, ni pretextos. Ni siquiera era una necesidad irracional de hablar, producida por la fiebre o la exaltación. Era otra cosa. Como en trance, empezó a relatar todo otra vez, desde el principio.
Era cerrar la herida que no había sido cerrada.
Y siguió hablando. De los golpes, las humillaciones, las burlas. Las torturas. De la pistola del Obersturmführer, que tenía escondida debajo del colchón. Y de la muerte que él mismo había provocado. De su primera muerte.
Era concluir. Cerrar definitivamente el círculo. Dejar todo completado entre ellos dos.
Esta vez no hubo recriminaciones ni conmoción. Esta vez no hubo vergüenza. Andrzej sólo le dejó hablar, y le escuchó.
Cuando terminó, le acarició los labios.
—Has sobrevivido Yoel. Estás aquí, y él está muerto.
Exhausto, Yoel suspiró y le miró.
—¿No te avergüenzas de mí?
—¿Avergonzarme? Nunca, Mitziy. ¿Me oyes? Nunca.
Agotado, vacío ya de culpa y resistencia, Yoel se abandonó por segunda y definitiva vez a la irreflexiva sensación de saberse amado. Y se permitió sentir la levedad de espíritu que da estar por completo en manos de otro. Cerró los ojos. Tal vez fuera la fiebre, o simplemente que había llegado el momento. Tal vez entonces no lo era y ahora sí. Pero Yoel sabía que ahora ya sí podía dejarse llevar, abandonarse. Dormir en paz por fin.
—Yo me ocupo de todo —dijo Andrzej—. Tenemos que pensar en ti ahora. Debes continuar aquí hasta que sepamos qué hacer.
Yoel abrió los ojos y asintió.
—Hablaré con Gaddith y te traeremos lo necesario. No creo que en este barrio te encuentren —siguió. Yoel volvió a asentir.
—Andrei, me encuentro fatal.
—Conseguiré antibióticos. Si no puedo volver a escaparme hoy, intentaré localizar a Gaddith, tal vez ella pueda venir.
—Bien.
—Mitziy…
—¿Qué?
—No te muevas de aquí. Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Y otra cosa.
—¿Cuál?
—Que te quiero.
Yoel pasó dieciocho días en un delirio informe y monocolor de pesadillas y soledad. Cuando subía la fiebre, tiritaba y gemía. Cuando bajaba, era consciente de su situación y se le disparaba la imaginación sobre lo que podría estar pasando afuera.
Andrzej iba a verle todos los días, le llevaba las medicinas y, cuando su estado se lo permitía, le hablaba de cómo iban las investigaciones sobre el Obersturmführer. De momento, parecía que al Reichstag no le interesaba dar publicidad al asunto de un oficial muerto en más que dudosas circunstancias, encontrado en un almacén donde se encerraba cada día con un judío. Por supuesto, habían ido a buscar a Yoel a casa y Gaddith, intuitiva como siempre, se había anticipado a la visita y se había trasladado a vivir con Majla y otros compañeros de la resistencia a un piso búnker, por lo que el de Nalewki estaba ya definitivamente cerrado. Andrzej también le aseguró que las acciones emprendidas por la Gestapo semejaban más una operación encaminada a silenciar una imperdonable negligencia que un interés real en encontrarle. Parecían haber dado el tema por zanjado calificándolo de suicidio. ¿Suicidio? Pero… ¿y la pistola? Me la llevé. Saben que fui yo quien lo hizo, argumentó Yoel. Y eso, ¿qué importa?, le había contestado Andrzej. Es verdad, pensó Yoel, ¿qué importa?, para ellos solo soy un jude. Una mota sin importancia de entre el montón de polvo que aún queda en el ghetto y que, más pronto que tarde, será barrida.
Durante todo aquel tiempo, Andrzej también le mantuvo informado sobre su madre y su hermano, que seguían a salvo y bien, y sobre los movimientos de la resistencia polaca, cada vez más organizada y más solidaria con los intereses de los judíos. Sobre el paso de armas a través de las alcantarillas y el imparable levantamiento que iba gestándose día a día, dentro y fuera del ghetto. Sobre Vladek y Fialka, y sus avances dentro de su facción del Armia Krajowa. Sobre Otto, que se iba revelando, poco a poco, como un impagable espía y un astuto confidente.
Supo de los partisanos, cada vez más numerosos, que rondaban los campos de Auschwitz, Treblinka, Belcez, Chelmno… que merodeaban en los bosques, alrededor de los Konzentrationslager[90], para intentar que el mundo viviera lo menos ignorante posible sobre lo que ocurría allí adentro.
A su vez, él le preguntaba por el hospital y por Kasia. La chica, le dijo Andrzej, seguía pensando que visitaba a diario a su novia y que ésta había enfermado, y le ayudaba a sustraer las medicinas. Yoel también le preguntó por su familia. Milova estaba enferma, anemia. Alicja iba a casarse y Andrzej había conocido al insufrible futuro marido. Y una vez más, había cortado todo intento de acercamiento con su padre.
Yoel pensó que ese acercamiento estaba cada vez más lejos de poder producirse.
Gaddith envolvió con cuidado las pastillas. Seis, de color blanco, pequeñas y con una ranura en el centro. Andrzej se las había dado hacía días en la puerta del hospital. Había sido claro: No puedo sacar más que la dosis diaria. Guarda éstas por si en alguna ocasión yo no puedo ir a dárselas. Si no las toma cada día, puede morir, Gaddith. Y ella las había guardado como si fueran un tesoro. Esa mañana, antes de entrar al trabajo, había recibido aviso de Andrzej a través de un compañero del Hashomer. Le iba a resultar imposible escaparse, hoy le tocaba a ella. Durante toda la jornada en el szop, mientras lavaba, escurría y tendía, Gaddith no había dejado de pensar en las pastillas y en Yoel. Ya llevaba veinte días escondido y, afortunadamente, no había resultado ser tifus, sino pulmonía.
Se puso el abrigo, se despidió de Majla y cerró la puerta de la casa.
Furtiva como un ratoncillo, escondiéndose en cada esquina y portal, atravesó las calles que separaban su nueva morada de la carbonera. Con el mismo sigilo, entró al zaguán lleno de cascotes y basura. Restos esparcidos de lo que habían sido vidas y ya no eran sino miserables objetos que nadie, ni los más necesitados, volvería a reclamar. Unas gafas aplastadas y llenas de mugre, un zapato resquebrajado por la humedad, los restos de un marco de madera desenclavado y retorcido en un ángulo surrealista. Pisó algo a pesar de andar casi de puntillas, el crujido mate y suave la hizo detenerse y aguantar la respiración. Levantó el pie y miró. Era una libreta pequeña, de tapas negras. La recogió y se la guardó, sin abrirla, en el bolsillo del abrigo. Luego siguió avanzando hacia la pequeña puerta bajo la escalera, tras la que esperaba Yoel Le encontró acurrucado en el colchón, dormido. Sin hacer ruido y procurando no asustarle, se acercó a él y le llamó en voz baja.
—Yoel…
—¿Gaddith? —Yoel se frotó los ojos y enfocó la mirada.
—Sí, soy yo.
—Shalom, fraylin. ¿Qué ha pasado? Hoy no ha venido Andrzej.
—Tranquilo, han tenido amenaza de cuarentena, pero al final ha quedado en una falsa alarma —llenó un tazón de agua del cubo de la gotera y se arrodilló a su lado—. Te traigo las medicinas y algo de comida.
Yoel las tomó y Gaddith le puso la mano en la frente. La fiebre parecía mantenerse a raya. La chica dejó el paquetito con pan reseco y patatas cocidas encima del cajón.
—Gaddith, necesito salir ya.
—No seas impaciente, no hay nada interesante ahí afuera —acomodó las ropas que le tapaban y se sentó a su lado—. Ahora que vas mejorando no lo vayas a estropear. Ah, mira…
Gaddith sacó la libreta del bolsillo y se la dio. Yoel la abrió. Salvo por unos pocos apuntes en las primeras páginas, estaba en blanco. Leyó a la luz de la vela. Eran principalmente listados; de la compra, de cosas que había que hacer, de gastos. Y también algunas anotaciones sobre cosas cotidianas, que alguien había considerado importante registrar.
—¿Qué es?
—La encontré fuera. Ahora que te encuentras mejor, pensé que tal vez te apetecía emplearla para escribir, le quedan hojas libres.
—Gracias, fraylin, pero no tengo con qué.
—Pero yo sí —Gaddith rebuscó en sus bolsillos y, sonriendo, sacó un lapicero mordisqueado y pequeño—. No es mucho, pero seguro que te sirve. Puedes pedirle a Andrzej cuando venga que te consiga otro.
—Me pregunto qué habrá sido de mi pluma.
—Volveremos a buscarla cuando todo esto pase.
Yoel cogió el lapicero, agradecido, y ojeó la libreta. Gaddith leyó también, por encima de su hombro: Veinticinco del mes de Av de 1938.
Helenna se despierta con fiebre. Vomita y llamo al doctor Schelmann. Le receta penicilina y cobra 1 zloty.
Dos del mes de Elul de 1938.
Helenna sigue con fiebre menos alta y algún vómito, viene de nuevo el doctor Schelmann. Dice que ha mejorado y sigue con el tratamiento.
—Vaya —dijo Yoel—, esta pobre Helenna estaba más o menos como yo.
Helenna se ha levantado ya de la cama hace tres días. Invitamos a comer al doctor Schelmann.
Sonrió a Gaddith y pasó la página. Entremedio asomaban los bordes irregulares de otras arrancadas.
—Mira esto. Medio año después.
Cuatro del mes de Shevat de 1939. Comprar:
Hilo de algodón blanco.
Aceite
Dos velas
Pieza de tela para la colcha de Itzakh
—¿Quién sería Itzakh? —dijo Yoel.
Trece del mes de Thisrei de 1939.
Escribir al tío Mordejai. Invitarle a casa para Yom Kipur. Decirle que se acuerde de traer las toallas de la tía Sarah.
—Mordejai, como mi abuelo —Yoel miró a Gaddith y ella asintió sonriendo. Luego, pasó otra página—. Me pregunto si el tío Mordejai llegaría a celebrar ese Yom Kipur.
Dos del mes de shevat de 1939.
Una bomba ha caído en casa de Shelma y Yarek. Itzakh ha dejado el trabajo. Helenna vuelve a tener fiebre. Comprar: Harina
Patatas
Tinta
A partir de ahí, el resto estaba en blanco.
—Aquí termina.
Gaddith miró las páginas que Yoel pasaba con rapidez.
—Eso parece. Da escalofríos, ¿verdad?
—Un poco sí —estampó un beso en su mejilla—. Gracias por traerlo.
—De nada.
—Deberías quedarte esta noche, no quiero que andes por ahí después del toque de queda.
Gaddith sonrió.
—Ya lo había pensado, avisé a Majla de que tal vez me quedaría contigo. Hazme un sitio.
Yoel se deslizó hacia un lado del colchón y levantó el talit para que Gaddith se metiera debajo. Ella lo hizo y enseguida cerró los ojos y apoyó la cabeza en el hombro de Yoel.
—¿Estás cansada fraylin?
—Muchísimo.
—Pues duerme, lib —la besó en la frente y guardó la libreta bajo el hatillo de ropa que hacía las veces de almohada, junto con la pistola del Obersturmführer muerto.
En su cama del piso de Vladek y Fialka, Andrzej miraba el techo, despierto. Confiaba en que Gaddith hubiera podido ir a la carbonera sin contratiempos y Yoel hubiera tomado la medicación. Yoel debía ser fuerte a pesar de su aspecto delicado, porque dadas sus condiciones no muchos hubieran sobrevivido a una pulmonía. Con un escalofrío, recordó sus palabras en la oscuridad del refugio una semana antes, en un momento en que la enfermedad estaba en su punto álgido, donde ya sólo podía o remitir, o acabar con él. Ni la pulmonía ni nada habían conseguido mermar un ápice su vehemencia cuando quería algo.
—Andrzej. Tengo que pedirte algo importante.
—¿Qué es, Mitziyeh?
—Escúchame bien. Si no salgo de ésta…
—¡Sí que saldrás!
—Andrzej… por favor.
—No me gusta que digas esas cosas.
—Andrei…
—¿Qué?
—Vale, sí que saldré, pero escúchame. Sólo por si acaso.
—Está bien, cabezota. Dime.
—Quiero que me prometas que cuidarás de mi madre y de mi hermano. Ya lo haces, pero, si yo desaparezco…
—Mitziy, no necesitas pedirme eso, sabes que lo haré. Pero ¡tú no vas a desaparecer!
—No, pero prométemelo.
—De acuerdo, Mitziy. Te lo prometo.
Andrzej cerró los ojos en su cama e intentó imaginar su vida sin Yoel. Le resultó casi imposible, porque antes tenía que saber lo que era una vida con él. Con él a su lado cada día, sin fusiles, ni trenes, ni miseria, ni muerte. Sin enfermedad ni dolor. Sin miedo.
Un tiroteo a varias calles de distancia le hizo abrirlos de golpe. Se oían gritos lejanos, en alemán y polaco. Escuchó carreras y portazos en su propio edificio. Vladyslaw y Fialka hablaban en voz baja en la habitación de al lado. Se levantó y, agazapado junto a la ventana, por el resquicio que dejaban los cartones, vio luces que se apagaban en el de enfrente. Un coche de la Gestapo pasó a toda velocidad por su calle y dobló la esquina, derrapando. Las aceras estaban desiertas. Volvió a la cama, se subió las mantas hasta la barbilla y permaneció inmóvil, hasta que todos los ruidos cesaron.
No sabía cómo sería su vida sin Yoel, y no quería saberlo. Rescató de su memoria de niño una vieja oración. No había vuelto a rezar desde que terminó el colegio, luego se había olvidado por completo de la religión. Ahora, le parecía algo pueril y vergonzoso estar implorando a un dios en el que no creía, pero la angustia era demasiado espesa y la impotencia demasiado grande.
Ahora que Yoel parecía haber superado la enfermedad, era cuando Andrzej más temía por su vida. Se sentía como al borde de un torbellino que sólo esperaba a que diera un paso en falso para engullirle. Imaginaba a Yoel solo en la carbonera, y casi prefería que continuara allí, donde tenía la falsa sensación de que estaba a salvo del mundo exterior, donde nadie sabía cómo encontrarle y por tanto cómo hacerle daño. Donde era sólo suyo. Casi deseaba que no quisiera volver a salir hasta que todo terminara, para que nada ni nadie pudiera amenazarle de nuevo.
La noche se deslizaba despacio para un Andrzej insomne, que tan pronto suplicaba humilde, como exigía aterrado a ese dios distante y desconocido que no le condenara a una vida sin Yoel. Que, pasara lo que pasase, no le hiciera saber lo que era, nunca.
Aquella noche, Andrzej quería creer que ese dios estaba dispuesto a escucharle. Por eso, no durmió. Por eso, la pasó despierto, rezándole.