Isajar
El suelo es áspero como lija y, por más que te afanas, nunca llega a parecer realmente limpio. Pasas el cepillo empapado en el agua ya negra por quinta vez sobre la misma zona, como quien no tiene otra cosa mejor que hacer. Aunque realmente, Isajar Katz, lo que no tienes es la oportunidad de elegir otra cosa que hacer.
Llevas tres meses confinado en el campo de Stutthof, próximo a Dancing. Después de viajar a oscuras durante horas en el vagón de ganado de un tren de mercancías, junto a otras tantas decenas de personas, tan asustadas y aturdidas como tú, llegaste a aquel lugar una noche ventosa. No sabías por qué te habían llevado precisamente allí, tan lejos de Varsovia, cuando había otros campos mucho más cerca, y tampoco lo preguntaste. En Stutthof siempre se respira humedad, el tifus hace estragos y se trabaja todo el tiempo, día y noche. Pero intuyes que en Auswicht, Buchenwald o Dachau, por poner un ejemplo, la cosa no pintará demasiado diferente.
Te secas la mano sucia en la pechera del uniforme. Tus dedos rozan el triángulo invertido de color rosa y al hacerlo imaginas que desaparece. Ayn klaynigkeit!, piensas enseguida, con ironía ¡seguro que va a pasar!, y vuelves a tu tarea de restregar el suelo de cemento, sabiendo que cuando termines con ella, mejor dicho, cuando el oficial al mando decida que has terminado, te esperará otra. Sin tregua ni descanso te mandarán a la cantera, o a la fábrica de armamento, o a las letrinas.
Ya has tenido tiempo de comprobar que para los portadores del triángulo rosa o del amarillo se reservan las peores ocupaciones y los castigos más duros. ¿Qué puedes esperar tú, si ostentas sobre tu pecho los dos?
La tarde transcurre lenta, como congelada en neblina fría y estupor. Los altavoces del campo han difundido música wagneriana por dos veces. Los disparos de las Máuser han sonado otras dos, y mentalmente has anotado dos cadáveres más que enterrar al día siguiente. Y a ti nadie ha venido a decirte que termines tu trabajo. No te atreves a dejar de restregar porque presientes que, si lo haces, enseguida sentirás sobre tu espalda el tacón de una bota o la culata de un rifle, y en tus oídos el ya familiar bramido en alemán, acompañado de un escupitajo o una bronca patada al cubo, con la consecuencia inmediata de una paliza por haber vertido el agua.
En el barracón se hace la noche. Tienes las manos tan heladas que ya no las sientes, las rodillas acorchadas y doloridas y la nariz te gotea sin parar. Pero por no pensar en el hambre, y en el sueño tan atroz que supera al vacío de tu estómago, sigues frotando el cemento. ¿Se habrán olvidado de ti? Nada más pensar en esa remota posibilidad, al otro lado de la puerta cerrada escuchas los pasos rudos de pies calzados con botas y oyes bullicio de voces jaraneras, atronadoras carcajadas borrachas.
Miras hacia el suelo, esperando y temiendo a un tiempo que de un momento a otro la puerta se abra y ellos entren. Entonces, uno del grupo se acordará de que hacía horas te había mandado a limpiar aquel barracón vacío; o tal vez no se había olvidado y precisamente por eso viene con sus camaradas, con sus botellas y sus risotadas hacia aquí. Ya sabes lo que vendrá luego. Al ver tu triángulo, el rosa, se darán un codazo entre ellos, reirán más fuerte y se mirarán con ojos turbios de vodka, encantados de poder terminar la fiesta mortificando al judío invertido.
Tres horas más tarde, sollozas en el camastro de tu barracón. Encogido sobre ti mismo, tiritas abrazándote las rodillas para darte calor y consuelo, y te tapas con la mugrosa manta gris hasta las orejas. Consigues una débil sensación de seguridad que enseguida deja de funcionar, haciendo que vuelvas a ser aún más consciente de lo lejos que queda la afabilidad de tu cama de la amargura de este cajón de madera, duro y húmedo.
Temblando, te acaricias la mejilla. Tienes un buen corte, pero ha dejado de sangrar, tal vez con suerte no se infecte; después palpas tu cabeza rapada en busca de más magulladuras, no las hay. Pero el frío te hiela hasta los sesos, y alargando la mano rebuscas bajo el jergón del compañero de al lado, el que no ha vuelto de la cantera, robas el gorro de lana que él ya no necesita y te lo calas. Aunque te esfuerzas, no puedes dejar de sentir la punzada de dolor que parte en dos la parte baja de tu cuerpo, te abrazas más fuerte, y vuelves a llorar.
Isajar… intenta dormir, muchacho. La voz queda que proviene del camastro de tu izquierda, seguida de un acceso de tos bronquítica, te recuerda a otra voz, y el hecho de que alguien te hable con afecto, a otro tiempo. No llores, no les des motivos para pensar que han conseguido doblegarte, chico.
Te sorbes la nariz y giras la cabeza hacia el anciano. Es que lo han conseguido, Leví, no sé cuánto más aguantaré esto. No soy fuerte. Un nuevo acceso de tos y un murmullo de ropas te hacen saber que Leví se ha incorporado en su catre y se acerca a ti. Azoy? ¿De verdad crees eso? Oh, sí que lo eres, chico. Lo eres, muchacho. Más de lo que piensas.
Claro que eres fuerte, Isajar. ¿Quién te ha dicho lo contrario?, tu madre te limpió la rodilla despellejada con agua oxigenada mientras tú intentabas comportarte como un hombre y aguantar el dolor con más bien pobres resultados. Por tus aullidos se diría que te estaban aserrando la pierna en lugar de curarte un pequeño rasguño. A tus impresionables once años no entendías por qué el mundo que te rodeaba se volvía hostil tan a menudo. Pero tienes que dejar de chillar, o si no les darás la razón, argumentó Maryam mirándote con ternura. Siempre me pegan, mamá, y yo no les hago nada, te sorbiste los mocos y, haciendo un esfuerzo supremo en honor de tu madre, dejaste de llorar. También porque suponías que a eso era a lo que tu padre se refería cuando te gritaba su frase favorita: ¿Cuándo empezarás a comportarte como un hombre, maldita sea?
Al parecer, a un tipo tan devoto, tan temeroso de Yahvé, no le importaba maldecir cuando se trataba de tomarla contigo, de quien se avergonzaba hasta el punto de dejar que tu mano quedara suspendida en el aire cuando salíais a pasear los tres. Tú se la tendías voluntarioso, querías parecerte a los demás niños, que caminaban como si aquella forma de ir por la vida, colgados de la mano de sus padres como en un columpio de carne y ternura, fuera lo más cómodo y natural. Pero para ti no daba resultado, para ti era un sueño complicado. Tú no tenías la mano de tu padre, sólo la de Maryam, que con ser cálida y envolvente como el plumón de oca, no dejaba de suponer una mitad de algo. Tu otra mano siempre colgaba vacía, sola, sin asidero.
Tateh piensa que soy un llorón, ¿verdad?, preguntabas a tu madre cuando te bañaba en casa después del paseo, intentando encontrar el motivo de tan brutal privación y por tanto la forma de ponerle remedio. Tateh te quiere, mi niño, pero… ya sabes cómo es, te consolaba ella, exorcizando sus propios miedos. Te sacaba de la bañera y te abrazaba fuerte mientras volcaba en ti todo su cariño a restregones de toalla y besos, como queriendo llenar el hueco que la mano de su marido indefectiblemente dejaba en la tuya, y disimulaba como podía. Tú disfrutabas de sus achuchones y ella te ocultaba la verdad, tan aberrante que antes se habría cortado la lengua que confesártela. Cómo podía decirte: «Es verdad que te considera un llorón, pero no es eso, cariño mío. Lo que le pasa es que le das demasiada vergüenza y no se da permiso para quererte…».
Pero para eso estoy yo, parecían decir sus ojos marrones cuando te levantaba en brazos para ir a ponerte el pijama. Por el pasillo te cantaba «Ay le lule» y tú te olvidabas del desamor, apabullado de arrumacos y apasionamiento materno.
Mi padre siempre pensó que yo era un pusilánime, Leví, dices en susurros, amparado por la oscuridad del barracón, sintiendo hasta el ultimo rincón de tu ser que esa noche necesitas confiar en alguien, aunque ese alguien sea un viejo enfermo al que apenas conoces y cuyos días, si esa tos persiste y ellos se dan cuenta, se pueden contar con los dedos de una mano. De pequeño pensaba que no me quería y eso me asustaba mucho. Y ahora creo que era cierto, que excepto al principio, cuando era bebé, nunca me quiso, porque veía cómo era yo. Leví apoya una mano nudosa sobre tu brazo. También tu madre lo veía, muchacho, y te quiso. Así que no te avergüences por lo que otros, más cobardes y más ciegos, opinen de ti. Porque esa es su debilidad, no la tuya.
Aprietas esa mano y sientes un profundo respeto por este hombre viejo, aparentemente resignado; por su vida anterior, fuera la que fuera, por la que ni siquiera le has preguntado; por el anciano que toca la muerte con la punta de los dedos y no sólo no se queja, sino que allí está, robando minutos a su valioso tiempo de descanso para confortarte en medio del horror. A ti, a otro extraño, a un extraviado cuya vida vale menos que la de cualquiera de los condenados en aquel infierno. Menos que la del gato flaco que el día anterior habían cazado los del pabellón de al lado, y que al menos había servido para engañar sus estómagos por una noche.
Gracias a Leví, te sientes por un instante un hombre digno, íntegro. Alguien que, por lo menos, merecería la misma consideración que cualquier otro. Desde que has llegado a Stutthof has olvidado lo que es sentir respeto por ti mismo. Has recordado, como un martillo machacando tu cráneo, las palabras de tu padre cada vez que has sido insultado, golpeado, violado o encerrado en la celda de aislamiento.
Isajar, eres la vergüenza de la familia Katz, no mereces llevar un apellido tan honorable si lo único que sabes hacer es pavonearte como una mujer y chillar como una niña. Eres indigno.
Te secas las lágrimas con la roñosa manga del uniforme y te vuelves hacia Leví. En la oscuridad, no puedes verle, pero sabes que está allí, mirando en tu dirección.
Leví, háblame de ti.
¿De mí, muchacho? ¿Qué quieres saber de mí?
Todo, cualquier cosa, Leví, lo que quieras.
Nací en Dancing y siempre he vivido aquí, aunque también he viajado por todo el mundo. La voz cascada de Leví comienza sin prisa, con la paciencia de un maestro de escuela, a desgranar el relato de su vida ¿Has estado en Israel? Interrumpes, ávido. En Israel, en Francia, España, Italia, Egipto… soy tan viejo que los lugares del mundo se mezclan ya en mi cabeza, como garbanzos en un potaje. Sonríes y en seguida pides más. Sigue, Leví.
Cuando dejé de dar vueltas por el mundo, me casé con Theresa y tuvimos dos hijas. No te atreves a preguntar dónde están ellas, las tres mujeres de Leví y asientes mudo en la oscuridad, dejando un margen para que él continúe o te relate algún detalle sobre ellas. No lo hace. Respira hondo y tose, después sigue hablando. Yo era, soy… catedrático emérito en la Universidad de Dancing. Enseño Historia y Filosofía. Te quedas pasmado. ¿Ese casi espectro que echa los pulmones por la boca, hace sus necesidades en una letrina compartida con cien hombres más y come peladuras de patata con las manos… un catedrático? ¿Cómo llegaste aquí? Estás casado, ¿por qué el triángulo rosa? ¿Que pasó, Leví?, preguntas sobrecogido. Lo que nos pasó a todos, muchacho. ¿Qué más dan los detalles? En mi caso, alguien resentido que se creía con derecho a un desagravio agregó mi nombre a una lista. Lo mismo que te pasó a ti, y al que dormía a tu lado.
Y al que murió esta tarde. Y al que morirá mañana, piensas, reconociendo que Leví tiene razón, que los detalles son los de menos, porque el fin es el mismo.
Cuando Leví termina, no sabes si por cansancio o porque no tiene mucho más que contar, empiezas tú. Sientes que se lo debes a ese viejo que en ese momento es todo tu mundo. Le debes un poco de ti.
En Varsovia, tu ciudad, creciste sin acabar de encajar en ningún sitio. Tu padre finalmente se fue de casa el día anterior a que cumplieras los quince y algo se acabó de romper en tu interior. Pero no pasó mucho tiempo antes de que asumieras la nueva situación como asumías casi todo a pesar de tu juventud, dándole la vuelta y buscando el lado amable que, según tu madre, todo tenía. El lado bueno en este caso lo encontraste mirándola a ella, que pareció florecer como un lirio seco al que hubieran regado de nuevo. Ya no le temblaban las piernas cuando escuchaba el sonido de la llave de tu padre en la cerradura y el portazo a continuación. Ya no miraba a los lados con cara de ardilla asustada cuando tus gestos amanerados parecían serlo más que nunca al contarle que habías visto a la vecina y que llevaba un vestido monísimo, o que el perrito del vendedor de helados era una pocholada. Perdiste definitivamente al padre que de todas formas nunca habías tenido, pero descubriste que tu madre era una persona mucho más divertida y mucho más joven de lo que te había parecido hasta entonces.
A los dieciséis empezaste a trabajar como repartidor. Cada mañana, muy temprano, ibas al almacén de bebidas y cargabas la furgoneta con decenas de cajas de botellas de refrescos, agua mineral y vodka. Luego pasabas el día repartiéndolas en cafeterías, restaurantes y teatros. Tanto cargar y descargar tuvo un inesperado efecto en tu cuerpo. Pronto descubriste, desnudo frente al espejo, que el chiquillo esmirriado había dejado paso a un joven atractivo y que lucías un cuerpo como los que te dejaban sin aliento cuando bajabas a tomar el sol al parque y veías a según qué chicos haciendo deporte. Ese fue uno de los motivos que te empujó a dar el paso, a decidirte a emprender aquello que llevaba un tiempo dando vueltas en tu cabeza y que no le habías dicho a nadie, ni siquiera a tu madre. Te atraía el mundillo de farándula y extravagancia que veías en los carteles de la revista pegados en las paredes de la ciudad; un cosquilleo recorría tu nuca cuando te imaginabas a ti mismo en el papel de la loca provocativa que sonreía desde ellos, todo pluma y glamour. Si desde pequeño te había gustado disfrazarte, cantar, bailar, ¿por qué no lanzarte?
Pronto fuiste conocido en la otra noche varsoviana, la crápula y canalla, como Boris, uno de los guapos chicos del cuerpo de baile del Bombay. Y ocasionalmente, te convertías en la aplaudida Greta, reina de las madrugadas más disolutas y también más divertidas del cabaret. Fueron tiempos alborozados y terriblemente efímeros. Porque duró poco la alegría de las noches de copas y chicos de cuerpos generosos.
Debes admitir que siempre habías pertenecido al lado oscuro. Y conceder que tu vida transcurría en la semiclandestinidad. Que sólo en la noche eras lo que eras, lo que querías ser. Boris o Greta, tanto da. Pero eso no era motivo para que, de un plumazo, esa camarilla de seres al margen, en cierto modo encantados consigo mismos y arropados por la disparidad con el resto y la similitud entre ellos, se convirtiera en una multitud de hostigados al principio, poco a poco perseguidos y finalmente cazados. De uno en uno, sin miramientos y sin opción a la defensa.
No sólo las reinonas de pechos desvergonzados y tacones de a metro que calentaban las madrugadas de los clubes. Tampoco en exclusiva aquellos que, como tú, no disimulaban, porque no podían o no les daba la gana, su exceso de amaneramiento. Los ojos de las SS penetraron hasta el rincón más privado de las vidas desviadas, inútiles o corrompidas. Y tú, al igual que miles de seres con el impulso equivocado, entrabas en todos y cada uno de esos parámetros. Desviados, por desgraciados sin ganas ni intención de encontrar el camino correcto. Inútiles, por estériles que nunca darían hijos al Reich, lo más abyecto según los decretos de Himmler. Corrompidos por no saber o peor, no querer, copular de la forma conveniente y prevista por Dios y por el Führer. De la única forma debida.
Tus camaradas de desvío, inutilidad y corrupción fueron cayendo uno detrás de otro. Mientras tanto, tú te levantabas cada día y procurabas sonreír y trabajar. Trabajar y sonreír.
Hasta que te tocó a ti, Isajar. Te detuvieron una mañana de principios de verano. Hiciste un alto en el trabajo para ir a buscar a tu madre a la calle Mila porque ella tenía pensado pasar por la sastrería de Abraham y quería que la acompañaras. Quería comprar un retal de tela para arreglar tu vieja chaqueta y, como además de ser vieja era la única y por eso la llevabas puesta, te necesitaba para no equivocarse en el color y el tejido. Como no viste mayor problema cargaste la furgoneta, variaste el orden de tu recorrido, y te acercaste a eso de las once al lugar de la cita. Habías visitado primero los locales más alejados y dejado para después del encuentro con tu madre los del centro. Así te daría tiempo a todo y cada botella estaría en su correspondiente lugar antes de la hora de la comida.
No llegaste a repartir el resto de la carga porque nada más poner el pie en la calle aquel desgraciado día del mes de Sivan[19], seis de ellos se te echaron literalmente encima. Tu madre se acercaba por la acera y gritó al ver las culatas estrellarse en tus hombros y las puntas de las botas en tus piernas. Los empujones y los gritos. La fuerza innecesaria con la que te arrojaron a la camioneta. El tufo del tubo de escape, el chirrido de los neumáticos al arrancar y el miedo en las caras de los viandantes.
¿Y qué pasó con tu madre, hijo?, pregunta Leví, sobrecogido.
Tu madre sólo acertó a dar unos pasos, entrar en la sastrería y derrumbarse.
Pero eso, tú nunca llegaste a saberlo.
Varsovia, 1940
Y.B.