«Mein Obersturmführer».
INVIERNO DE 1940
Gaddith apretó el paso y miró a ambos lados antes de cruzar la enlodada calle Mila. No había demasiados vehículos a los que esquivar, exceptuando algún furgón alemán o algún ómnibus tirado por caballos, mezquina concesión de la autoridad alemana al ghetto. Aunque de vez en cuando, aún esperaba toparse con alguna carreta empujada por una familia de judíos recién llegados de la parte aria, como las había visto a decenas por la Varsovia exterior. En ellas, las familias acarreaban en apretujado desorden todo lo que habían podido rescatar de sus hogares, sin sospechar que, al final, iban a tener que deshacerse de casi todo en la misma puerta del ghetto. El traslado forzoso estaba en sus últimos momentos, y al pasar por el edificio del Tribunal había sido testigo del goteo ininterrumpido de gente presentando sus documentos de identidad y haciendo fila para que les fuera adjudicado un alojamiento.
Entrecerró los ojos y escudriñó la calle. Quería evitar a toda costa toparse con una patrulla en ese preciso momento. Cruzó a la carrera, se acercó a la puerta y empujó. El tintinear de las campanitas resonó en la helada estancia, como lo había estado haciendo durante los últimos treinta años.
Pero la sastrería de Abraham era ahora un lugar extrañamente diferente al que ella había conocido hacía ya más de un año, cuando salió de allí con una tela floreada y un nuevo amigo. Había perdido el aroma a lugar entrañable y la magia que le cautivaba cada vez que entraba a buscar a Yoel. Ahora, de propiedad alemana y bajo el fideicomiso de un comerciante polaco, reconvertida en fábrica de ropa para el suministro invernal de la Wehrmacht y de distintivos para enviar a los campos de trabajo, definitivamente había perdido su identidad.
—¿Cómo va eso, Abraham? —preguntó tras pasar el umbral. El anciano, que cortaba grandes pedazos de papel marrón sobre el mostrador, levantó la cabeza. Al ver a la chica, sonrió, dejó las tijeras y se acercó a ella con paso fatigado.
—Shalom, hija —saludó—. Como todos los días desde que esos desgraciados han tomado mi tienda por su sastrería particular. ¿Y tu familia? ¿Cómo están las cosas por Lowicz?
—No sé nada de mis padres desde que viajaron a Cracovia, a casa de mi tío Emmanuel.
Gaddith se desabrochó el abrigo pero no se lo quitó, planeaba no quedarse mucho tiempo.
—¿Y tus hermanas?
—Con sus maridos, una en Poznan, la otra sigue en Lowicz.
—Adonai se está olvidando de nosotros, hija mía —afirmó Abraham como en una cantinela, balanceando la cabeza—. A veces, hasta llego a alegrarme de que se haya llevado a Ethel.
Gaddith no le preguntó el porqué, era una obviedad. Apretó el brazo del anciano y asintió en silencio. Mientras esperaba a Yoel, se dedicó a escuchar pacientemente el desahogo de Abraham que, además de seguir sin noticias de Benjamín, acababa de enterrar a su esposa hacía tan sólo diez días.
—Shalom, Gaddith.
Un crujido en la madera le hizo desviar la mirada hacia la puerta de la trastienda. Yoel estaba allí, en silencio, esperando respetuosamente a que Abraham terminara el relato, tantas veces escuchado, de los últimos días de Ethel. Sólo cuando el anciano, con la mirada vidriosa dijo «y entonces cerró los ojos» y se retiró a su lugar detrás del mostrador, Yoel se acercó a ella y le entregó un papel doblado. Gaddith lo miró un momento sin desdoblarlo, asintió y se lo guardó en el bolso.
—Yo también tengo algo para ti —dijo, sacando un pequeño paquete del bolsillo del abrigo—. No he podido conseguir nada mejor, son baygel[25]. Espero que les gusten.
Yoel sonrió y lo cogió con delicadeza.
—Gracias. Les encantarán.
—Un Bar Mitzvá[26] no se celebra todos los días.
—Trece años ya… —dijo él, guardando el regalo para los gemelos en el bolsillo de la bata.
—¿Han podido ir a la sinagoga?
—Sí… —respondió Yoel, orgulloso—. Les acompañaron el tío Ezequiel y el marido de Tzeithel.
—Eso es estupendo —sonrió Gaddith—. Bueno, me voy ya.
—¿Has terminado de recoger los artículos?
—Acabo de pasar a buscar la crónica de Samuel. También tengo el listado de David. Y Majla me espera en el puente para ir juntas a Nowolipki. El tuyo es el último.
—Trata del orfanato de Korkzac —explicó Yoel señalando el bolso de su amiga—. Tiene a su cargo doscientos niños, y apenas disponen de comida, ni medicinas, ni nada. A nadie le importa, es como si no existieran.
—No te engañes Yoel, simplemente no existen.
—¿Cómo puedes decir eso? Son niños.
—¿Niños? —repitió Gaddith con sorna—. ¿Y qué? Son judíos, Yoel. Un montón de pequeños granos en sus culos arios. Si se mueren ahí dentro nadie llorará. Al contrario, respirarán aliviados.
—Ellos sí, pero me niego a pensar que la gente normal es así también, los polacos, nuestros vecinos de siempre. De todas formas haz que se enteren ahí fuera —insistió, testarudo—. Quiero que todo Varsovia lo sepa.
—Lo sabrán —le aseguró ella—. Pero para eso debo irme ya, tengo que salir antes del toque de queda.
—Dile a Majla que no podré ir esta noche, mi madre quiere hacer una especie de celebración, por lo de los gemelos —Gaddith asintió y se abrochó el abrigo mientras Yoel la acompañaba hasta la puerta—. ¿Vas a salir hoy? —le preguntó.
—Sí, me esperan en el piso de Vladyslaw. Les pasaré tu denuncia —suspiró—. Mucho me temo que ésta sea mi última salida al exterior.
—Ten mucho cuidado fraylin —Yoel la abrazó y a través de la ropa pudo sentir lo delgada que estaba—. Y… si ves a Andrzej… —susurró, asegurándose de que Abraham no les escuchaba.
—Sí, sí… descuida. Le diré a tu alemán…
—Polaco…
—Polaco. Le diré lo mucho que le quieres, que te acuerdas de él a todas horas, que tenga cuidado, que se abrigue…
Yoel sonrió y le acomodó la bufanda sobre el cuello, tapándole las orejas y la barbilla.
—Dile también que intentaré estar mañana en el paso del Tribunal, a las dos.
—Yoel… es peligroso.
—¿Y me lo dice quien va a salir del ghetto para reunirse con la gente de la resistencia?
Gaddith refunfuñó algo por lo bajo, se retiró la bufanda de la boca y miró a Yoel con expresión contumaz.
—Necesitamos contactos fuera y una mujer siempre despierta menos sospechas. Y te recuerdo que entre esa gente está tu Andrzej.
—De acuerdo, pero sigue siendo más peligroso lo que tú haces que ir al Tribunal.
—El Tribunal estará lleno de alemanes —insistió ella.
—¿Y qué no está lleno de alemanes hoy día en Varsovia? Tal vez sea la última oportunidad, Gaddith. ¿Se lo dirás?
—Me lo pensaré —concedió ella con una sonrisa, mientras se calaba los guantes.
—Gracias.
Yoel le dio dos besos y la despidió con la mano cuando ella se volvió a mirarle desde el centro de la calle. La contempló cruzar con su forma tan peculiar de andar, a grandes zancadas y, después de asegurarse de que ninguna patrulla la interceptaba, regresó al interior de la tienda.
Cuando Gaddith llegó al puente de madera que cruzaba la calle Chlodna, se unió a la marea humana que subía por las escaleras y una vez arriba se asomó por la barandilla. Le parecía inaudito estar justo encima de una calle de la Varsovia aria, por donde circulaban polacos cuya vida todavía mantenía vínculos con la normalidad, como hacer la compra, ir a la peluquería, o al cine. Miró el reloj en su muñeca y, lanzando un juramento por lo tardío de la hora, reanudó su camino.
Taconeando con fuerza, bajó los escalones del otro lado e imaginó la cara de Andrzej cuando esa noche le dijera que tal vez mañana iba abrazar a Yoel, después de casi dos semanas sin verle.
Le había conocido el invierno pasado, en uno de los encuentros de la pareja en su piso, y en el acto se habían disipado los últimos restos de resquemor que todavía la preocupaban acerca de él. Andrzej sencillamente la había cautivado. Mirándole y escuchándole hablar se había sentido como una tonta al recordar sus mezquinas reticencias de meses antes. Y había sonreído a Yoel cuando le pilló mirándola, con una expresión interrogante en los ojos, como esperando su veredicto.
A principios de otoño, la confianza en él era tan grande que hasta le sugirió que la propusiera para actuar de enlace entre el ghetto y el exterior. Varias fueron las razones por las que Andrzej había considerado y llevado su ofrecimiento a una de las reuniones del Nowy Warszawa; pero seguramente fue la pertenencia de Gaddith al Bund lo que había terminado por convencer a los miembros más reacios a entablar relaciones con el sector judío. Fue aceptada, y conocida desde entonces como Ainikle, el enlace del ghetto.
El rostro preocupado de Majla, que la esperaba al pie de la escalera, apartó de su mente la sonrisa de Andrzej. La chica, embutida en su abrigo rojo y cubierta la cabeza con un pañuelo floreado, la saludó con la mano y esperó a que bajara. Se abrazaron y juntas continuaron el camino hacia la calle Nowolipki.
En un intento de dejar el frío fuera Yoel atrancó bien la puerta, que había quedado entreabierta al irse Gaddith. Luego, se acercó a Abraham.
—Ya termino yo esto —dijo quitándole las tijeras de las manos y comprobando de paso que el viejo las tenía heladas—. Usted entre adentro y tome un poco de caldo, Liora iba a calentarlo.
—Esa amiga tuya es valiente, ¿verdad, yingeh? —dijo Abraham sin moverse del sitio, mientras Yoel le sustituía en la tarea de cortar papel—. Y además es muy guapa. Hacéis buena pareja.
—Sí que lo es, mucho —respondió Yoel, evasivo—. Martha, ¿está ya preparado el pedido? —se apresuró a preguntar a la menuda mujer que acababa de salir del taller con una escoba y un recogedor en la mano.
—Acabamos de planchar los pantalones, sólo falta clasificar los distintivos y envolverlo todo —contestó ella.
Cinco minutos más tarde, Yoel cargó con el papel ya cortado y, seguido de Abraham, entró en la trastienda.
—Vamos a terminar y me lo llevo, hoy me gustaría llegar pronto a casa.
Liora, la mujer que junto con Martha trabajaba ahora con ellos, levantó la mirada de los montoncitos de triángulos que estaba sujetando con gomas elásticas y sonrió.
—Felicita a los niños de mi parte.
—Gracias, Liora.
Yoel dejó el papel sobre la mesa y entre Abraham, Liora y él comenzaron a empaquetar mientras Martha barría la tienda y ordenaba los estantes.
Afortunadamente, les dejaban bastante tranquilos, y la mayoría del tiempo en el taller estaban los cuatro solos. Sólo de vez en cuando recibían la desagradable visita de los Werkschutz[27], para controlar la marcha de los pedidos o directamente para amedrentarles y recordarles, por si se les había olvidado, que seguían siendo esclavos del Reich a cambio de cuatro zlotys al día.
—¡Bueno! Esto ya está —veinte minutos más tarde Yoel había cargado los cinco paquetes en la carretilla y se ponía el abrigo—. Me voy, Abraham. Nos vemos mañana.
—Dales un beso a los niños, y otro a tu madre. Y ten cuidado con esas hienas.
—De su parte. Que descanséis, frauen —las mujeres le despidieron, Yoel se caló la gorra y apretó el nudo de su bufanda, tiró de la carretilla y salió al barrizal de la calle. La noche caía mansamente sobre el ghetto, el aire olía a humedad y a orines de gato, Yoel arrugó la nariz y se la tapó con la bufanda.
La oficina del Treuhand[28] se encontraba cerca de allí, en la calle Gesia, junto al cementerio. Caminó con dificultad sobre el barro mientras iba pensando en Andrzej y en todo lo que le diría al día siguiente, si tenían la suerte de poder pasar desapercibidos entre el barullo de gente que ingresaba al ghetto. Y en que tenía que bañarse antes de ir a verle y elegir algo de ropa decente, porque no tenía la menor intención de presentarse ante él hecho un asco. También iba pensando en contarle que, de la pluma que le había regalado, iban surgiendo, cada vez con más ímpetu, retratos, vidas, semblantes del ghetto, vivencias… Escribía casi sin pensar, tal y como le iba brotando del alma, como una necesidad o como un homenaje. Como una expiación o, tal vez, como un grito. O también, lo supo mientras escribía sobre Ralph, por una necesidad personal de comprender lo incomprensible. Paradójicamente sin melancolía, se dio cuenta mientras caminaba, de que ya no había cuentos, que definitivamente habían sido desplazados por seres reales, por vidas hechas jirones, por lágrimas o por súplicas mudas.
Los dos soldados apostados a ambos lados de la puerta del edificio, le observaron con el mismo interés que si contemplaran una boñiga, y Yoel dejó de pensar. Al constatar que sólo era el judío que venía cada tarde con el pedido de la sastrería, se miraron entre ellos y, con una mueca de indiferencia, le dejaron pasar.
Subió fatigosamente los tres escalones de la entrada tirando del carro y se coló en el edificio, antes de arriesgarse a que los guardias mudaran su expresión de abulia por otra mucho menos favorable para él. Atravesó el vestíbulo y se dirigió a la puerta cerrada del fondo. Sofocado, se desanudó la bufanda y llamó con los nudillos.
—¡Herein![29] —se escuchó en el interior.
Empujó la puerta y asomó la cabeza.
—Traigo lo de la calle Mila.
Vio a los cuatro empleados de la Wehrmacht detrás de sus escritorios, dos mujeres y dos hombres. Una de las mujeres se limaba las uñas, otra ordenaba con lánguida parsimonia su escritorio, y los dos hombres hablaban por teléfono, uno a gritos y otro en voz baja, cada uno en su mesa.
Frente a él, tras un mostrador alargado, dos alemanes, un soldado joven de aspecto arrogante y un oficial, más mayor y con bigote, le miraban fijamente. Yoel no pudo evitar sentirse como un insecto demasiado llamativo, a punto de colarse sin remedio en el interior de una lámpara encendida.
—¡Pues éntralo, Jude! —escupió el mayor en polaco, con fuerte acento alemán—. ¿O esperas que salgamos a buscarlo nosotros?
Yoel no contestó. Salió y tiró de la carretilla. Si la hubiera entrado sin más, habrían gritado que manchaba el suelo de barro, como si lo viera. Sin mirarles, cogió el primer paquete y lo dejó sobre el mostrador.
—¿Qué traes?
—Distintivos y pantalones.
—Vienes todos los días. ¿Aun no has aprendido modales?
—Distintivos y pantalones, mein Herr[30] —rectificó, y se agachó a por otro bulto.
—¿Cómo? Me parece que aún no te he entendido.
—Distintivos y pantalones, mein Obersturmführer[31].
El tipo sonrió, complacido.
—Mira… —el más joven había rasgado el papel y sonreía, sosteniendo algo en su mano—. Este debe ser para los mierdosos comunistas, ¿no? —dijo en alemán.
Yoel le miró de soslayo. Mostraba al del bigote un triángulo de color rojo. El paquete, tan cuidadosamente envuelto en la sastrería, lucía ahora un desgarrón justo en el centro. Los triángulos de colores asomaban por el hueco tal y como los había colocado Liora, perfectamente ordenados por montones y sujetos por gomas elásticas. Con una carcajada, se colocó el trocito de tela sobre la pechera del uniforme.
—Por favor… se lo juro… yo no hice nada… —se burló, teatral—. Me obligaron.
Riendo su propia gracia con excesivo entusiasmo, lanzó una significativa mirada a Yoel, que la ignoró deliberadamente.
—A ver qué más tenemos —el soldado se secó las lágrimas de risa y escarbó por entre los jirones de papel, deshaciendo los pulcros montoncitos. Sacó otro triangulo de tela, esta vez negro—, mira, creo que éste es para las putas judías. El jude lo sabrá. ¡Eh! ¿Qué significa éste?
Yoel no entendía del todo lo que estaba hablando, aunque intuía que él no le hubiera encontrado la gracia por ningún lado, pero sí había entendido la palabra, jude. Apretó los dientes y dejó el tercer paquete sobre el mostrador.
—Mi camarada te ha preguntado qué significa este color, jude —le tradujo el más mayor.
—No lo sé, mein Obersturmführer.
—Estos nunca saben nada —gruñó el joven, cogiendo el triángulo. Tiró descuidadamente el rojo al suelo, y lo sustituyó por el negro en su pechera—. ¡Soy inocente, señor!
—¿No eres una puta judía? —espetó el del bigote, siguiendo la broma.
—Bueno, señor, en realidad sí que soy puta. Pero no judía —contestó el otro, parodiando una atiplada voz de mujer.
—¡Entonces, no tienes de qué preocuparte! —se carcajeó el mayor.
Yoel era consciente de que los dos le observaban de reojo esperando una reacción por su parte, preferiblemente de pánico; sabían que no necesitaban hacerse entender para provocar ese estremecimiento. Pero él respiró hondo, cogió el siguiente paquete y sin mirarles, lo dejó junto a los otros.
—A ver qué más tenemos por aquí… ¡Eh! —exclamó el soldado, encantado de la reacción que estaba provocando en su superior—. Éste le va como anillo al dedo al judío. Hei, du!
Yoel sintió una garra helada constriñendo su garganta. ¡Eh, tú!, eso también lo había entendido, pero hizo caso omiso al berrido, como si la atención que sabía ya habían dirigido irremediablemente hacia él pudiera disolverse tan sólo con no darse por aludido.
—Wie heiss du?[32] —insistió el joven.
El cañón de la Whalter[33] se clavó en su hombro.
—Mi camarada ha preguntado tu nombre, jude —bramó el del bigote.
Yoel ya lo sabía, sonaba demasiado parecido al vi haistu yiddish. No tuvo más remedio que mirarles. Y aguantar la sensación de intenso mareo que eso le produjo.
—Yoel, mein Obersturmführer.
—¿Yoel? ¿Qué clase de nombre es ése? ¿Yoel qué más?
—Yoel Bilak.
—Eso está mejor, Yoel Bilak. ¿Qué te parece la condecoración que hemos elegido para ti? ¿Te gusta?
Yoel miró durante una fracción de segundo el distintivo en la mano del más joven y después su sonrisa cáustica. No contestó.
—¿No me has oído? —el del bigote arrebató el triángulo rosa al otro y lo agitó frente a la cara de Yoel—. ¡Que si te gusta!
—Es bonito.
—¿Wie bitte?[34]
—Que es bonito, mein Obersturmführer.
La carcajada atronó el recinto e hizo levantar la cabeza a los cuatro que hasta entonces habían permanecido ajenos a lo que ocurría en el mostrador.
—Es bonito… ¡Dice que es bonito! ¿Qué te parece? Cree que es bonito —Yoel se temió que no había sido la respuesta más acertada—. ¿Y tú, eres bonito? —siseó con una sonrisa mórbida, y se dirigió a su compañero—. ¿A ti te parece bonito el jude, Herr Kamerad?[35]
El soldado joven le miró de arriba a abajo con descaro e hizo una mueca que Yoel ni supo ni quiso interpretar.
—No sé que decir, mein Obersturmführer… —contestó, haciendo crujir los nudillos, mientras parecía calcular la parte sugestiva de la insinuación—. Pero puede ser interesante averiguarlo.
Por la expresión del joven, Yoel decidió en un instante que estaba en la obligación de intentar detener lo que se avecinaba.
—Mein Obersturmführer, tengo que irme ya. Con su permiso…
Cogió el mango de la carretilla y dio media vuelta.
—Eh, eh… no tan deprisa —advirtió el del bigote arrastrando las palabras—. Komm her[36]… Jude…
Tres golpes, silencio, dos más. Andrzej interrumpió su lectura sobre el nódulo sinusal y miró hacia la puerta. Era Ainikle.
Vladyslaw se frotó los ojos y dejó de escribir en su libreta.
—Es ella.
—Ya voy yo, Vladek —dijo Fialka, y se levantó a abrir. Vladyslaw se desperezó cuan largo era en la silla y sacó un cigarrillo. Andrzej cogió otro.
—Hola, chicos —saludó Gaddith al entrar en la sala, seguida por Fialka. Se quitó la bufanda, los guantes y el abrigo y dejó todo, junto con el bolso, sobre la mesa grande en la que los muchachos amontonaban apuntes y libros—. ¿Me das uno?
Vladyslaw le alargó el paquete de tabaco y Gaddith cogió un pitillo, dejó que Fialka se lo encendiera y aspiró el humo con deleite.
—¿Algún problema para venir? —preguntó Andrzej.
—Ninguno. Aunque dudo mucho que haya más oportunidades. La gente se amontona en los portones y los alemanes están impacientes por echar el cierre.
—Maldita sea —bufó él, escupiendo más que exhalando el humo de su boca.
—Voy a hacer café —propuso Fialka—. ¿Quién quiere?
Cuatro manos se levantaron y la muchacha desapareció rumbo a la cocina.
—¿Y el Judenrat? ¿Qué hace al respecto? —inquirió Andrzej.
—Oh… colabora —contestó Gaddith desplomándose sobre una silla—. No puede hacer otra cosa. Busca casas, asegura que esto es temporal, mira para otro lado… lo normal.
Andrzej se sentó a su lado y le acercó un cenicero.
—¿Crees que los nazis lo controlan?
—Es posible que en cierta medida —Gaddith se encogió de hombros y sacudió la ceniza—. Curiosamente hay personas que antes estaban y ya no. Y en su lugar han llegado otros… más complacientes, ya me entiendes. De todas formas, la suya es una posición difícil.
—Sí, debe serlo —admitió Andrzej a regañadientes.
Vladyslaw esperó uno de los estallidos que últimamente atacaban a Andrzej cada vez con más frecuencia pero, para su sorpresa, éste pareció considerar que no podía enfurecerse con cada detalle que supusiera un nuevo escollo en el asunto del ghetto ya que, sin más, aplastó el cigarrillo en el cenicero y se repantingó en el asiento.
—He traído algo interesante —dijo Gaddith abriendo el bolso y tendiéndole a Andrzej un papel doblado—. Me lo ha dado Yoel. Y también me ha dado un recado para ti —remató, sonriendo.
Andrzej cogió el escrito sin desplegarlo.
—¿Cómo está?
Vladyslaw y Otto se miraron, los dos parecían pensar que se le veía «demasiado» contenido.
—Bien, ya le conoces.
—Aunque le tiraran al Vístula atado a un yunque, no se quejaría —aseveró Andrzej, rotundo y ensimismado—. ¿Cuál es el recado?
—Mañana a las dos en el Tribunal.
A Vladyslaw no se le escapó que algo en la mirada de su amigo acababa de cambiar, como del gris al plata. Andrzej asintió en silencio y juntando las manos, apoyó en ellas la barbilla, pensativo. Los demás le miraban sin decir palabra.
—Es peligroso —explotó Otto al fin, removiéndose incómodo en la silla.
—Justamente eso mismo le dije yo —afirmó Gaddith—. Al otro —puntualizó—. Pero es testarudo como un…
—¿Judío? —Andrzej sonrió entre sus manos unidas—. Gracias, Gaddith.
—¿Vas a ir? —gimoteó Otto.
—¿Tú qué crees? —En los ojos transparentes de Andrzej brillaba la chispa de la temeridad.
—¿Qué tienes que creer de qué, Otto? —preguntó Fialka, que entraba en ese momento con la bandeja del café.
—Andrzej va a encontrarse con Yoel mañana, en una de las puertas del ghetto —explicó Otto, esperando encontrar en ella una aliada que desbaratara los planes de su amigo. Pero lo que desbarató Fialka de un plumazo fue su esperanza.
—Eso es genial.
Vladyslaw chasqueó la lengua, cogió una taza de la bandeja y se quedó mirando a Otto, con una sonrisa entre irónica y amarga.
—A veces pienso que has nacido ayer.
El aludido dirigió la mirada a la punta de sus zapatos y se encogió de hombros, impotente.
—Sigo pensando que es peligroso. Esto no puede durar mucho, Andrzej. Deberías tener paciencia —se aventuró a decir sin demasiada convicción. Luego pareció desinflarse sobre la silla, se quitó las gafas y las limpió con el faldón de la camisa.
Vladyslaw volvió a esperar el estallido y quiso abortarlo antes de que llegara.
—Pues yo creo que lo que debería hacer Andrzej es ir allí y darle recuerdos de nuestra parte —dijo.
—Lo haré —contestó Andrzej—. Y también espero darle algo más que eso.
—No lo pongo en duda.
Andrzej se levantó, guiñó el ojo a Vladyslaw y revolvió el pelo a Otto, que se sonrojó a su pesar.
—No voy a tener paciencia, amigo —le dijo a su atribulado compañero—. Jamás la he tenido y ahora menos que nunca, pero sí te prometo que tendré cuidado, no te preocupes.
Otto asintió resignado, sabiendo que no había nada que hacer ante la aplastante determinación de su amigo. Y sabiendo también, que lo de no preocuparse escapaba por completo a su competencia.
Andrzej agradeció a Fialka la taza de café que le tendía y miró el escrito de Yoel sobre la mesa. Tomó un sorbo en silencio y caminó hacia la ventana, dándose calor con la taza entre las manos. Ensimismado, contempló la negrura de la Varsovia devastada sin darse cuenta que cargaba con una mirada de profunda angustia clavada en su espalda.
—Deberíamos ponernos a trabajar —atajó Vladyslaw, conmovido al percibir la intensidad del abatimiento de Otto—. Veamos que más has traído, Gaddith.
Gaddith supo que era el momento de ahuyentar al ángel negro que parecía haber descendido sobre la habitación y, agradecida de que Vladyslaw lo hubiera puesto fácil, volvió a rebuscar en su bolso y extrajo unas hojas de papel dobladas. Escogió una y la alisó con la mano.
—Esto es un listado —explicó—. Nombres y apellidos de personas desaparecidas. Tal vez tú, Andrzej, podrías averiguar algo.
—Claro, dame una copia —habló él a la ventana empañada.
—¡Yo la hago! —saltó Otto, encantado de hacer algo útil. Arrebató el papel de manos de Gaddith y corrió al cuarto contiguo.
—Siempre le sacas los colores, Andrzej —bromeó Fialka—. Todavía le cuesta imaginarte besando a un chico, a pesar de que se dejaría ahorcar por ti.
—Resulta divertido cuando se sonroja —Andrzej regresó al sofá y cogió la crónica de Yoel. La sonrisa se fue diluyendo en su cara a medida que leía y cuando terminó, le pasó el papel a Fialka—. Echad un vistazo a esto, chicos.
Vladyslaw se acercó y leyó por encima del hombro de su novia, mientras aprovechaba para masajearle con suavidad la nuca.
—Podemos incluirlo en el semanario —dijo ella al terminar.
—No sé hasta qué punto interesa tanto, Fil —objetó Vladyslaw. Casi en el acto se arrepintió, cerró los ojos y apretó los labios.
—Por supuesto —saltó Andrzej—. Cómo no lo había pensado, sólo se trata de asuntos del ghetto.
—Andrzej… no empieces —gimió Fialka.
—Ya sabes lo que quiero decir, Andrzej —se justificó Vladyslaw.
Andrzej hizo un gesto irónico, pero al ver entrar a Otto se tragó a tiempo la maldición que estaba a punto de soltar. El chico regresaba con la copia del listado y se la entregó solícito, luego, se sentó en silencio ante la máquina de escribir y se ajustó las gafas sobre la nariz.
—Bien… Luego discutiremos sobre lo que ha traído Gaddith —dijo Vladyslaw mirando de soslayo a Andrzej. Éste se guardó el listado en el bolsillo y se dedicó a escuchar a Vladek con el ceño fruncido—. Parece claro que, como dice, ésta es la última vez que va a poder salir del ghetto. Si las noticias se confirman, en dos días cierran las entradas. Deberíamos pensar en alguna alternativa para conseguir información.
Otto tecleó y se quedó mirando al resto, obviamente sintiéndose al margen de lo que implicaba la propuesta de Vladyslaw.
—Entraré yo —todos se volvieron a mirar a Andrzej. Vladyslaw resopló con fuerza.
—Suponía que ibas a ofrecerte, pero… tal vez no seas el más adecuado.
—¿Por qué?
—Bueno… Yoel está allí y…
—Precisamente. Yoel esta allí. ¿Dónde ves el problema, Vladek?
—Eso podría impedirte ser neutral.
—¿Crees que hay que ser neutral ante lo que ocurre?
—Sabes a qué me refiero.
—También tú sabes a qué me refiero, Vladek. Sabes que los partidos no se ocupan de ellos. De los que están dentro.
—¡No digas eso, Andrzej! —objetó Fialka—. Claro que se ocupan.
—No lo suficiente, Fil. Y no creo necesario explicar que tengo muy claros los principios que he jurado obedecer dentro de nuestra organización. Pero da la casualidad de que yo, además… tengo otros frentes en los que luchar.
—Ninguna organización de la resistencia polaca dejará solo al ghetto —afirmó Vladyslaw contundente.
—No voy a quedarme sentado para comprobarlo, Vladek.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que ya he dicho. Que voy a entrar. Que voy a actuar por mi cuenta.
—¿Cómo? —inquirió Vladyslaw, al borde de perder la paciencia.
—Usando sus mismas armas. Soy un Volksdeutsch, ¿sí o no?
—Andrzej… —Otto, que hacía rato había dejado de teclear, se volvió hacia él, alarmado—. ¿En qué estás pensando?
—Ya te he dicho antes que no debías preocuparte. Pero mírame y entiende una cosa —Otto obedeció y le miró, Andrzej endureció su tono—. Mi prioridad… está allí dentro.
—Yoel…
—Exacto —se volvió hacia sus compañeros, con un brillo desafiante en la mirada.
Otto no volvió a replicar.
Los demás, pensaran lo que pensaran, hicieron lo mismo.
Yoel torció la esquina de la plaza Muranowski y, antes de enfilar su calle, se detuvo un momento y se limpió la cara con la manga. La sangre había dejado de manar pero todavía no las tenía todas consigo. Sacó el pañuelo del bolsillo y escogió un charco que no pareciera excesivamente sucio. Mojó la punta en él y volvió a frotarse, especialmente la frente y la barbilla. Le dolían la ceja izquierda y la comisura de los labios, y también el pecho. Aun así, pensó que había tenido suerte. No le habían pegado demasiado, sólo un revés en la boca y un empujón, tan mal afortunado, que se había partido la ceja al golpearse contra el borde del mostrador. Y por supuesto, ostentaba las heridas que le había causado la grapadora con que le habían cosido el triángulo rosa directamente en el pecho. Aún así, nada que ver con las brutales palizas que se podían ver a diario en plena calle.
Intentó adivinar la hora, pero nada de lo que le rodeaba le proporcionaba la menor pista. No había cafeterías, ni cines de los que saliera o entrara gente. No había tranvías ni coches. No había paseantes. Ni siquiera la luna había tenido la deferencia de brillar esa noche para otorgar algo de claridad a su aturdido cerebro, el cielo encapotado la ocultaba. Así que avivó todavía más el paso, para intentar no llegar demasiado tarde. Por lo que podía intuir, había pasado por lo menos una hora en el Treuhand y otra media más hasta que había guardado la carretilla en la sastrería y realizado un rápido lavado de su rostro y sus manos en la fregadera. Con su camisa no había nada que hacer y, respecto a su cara, debía confiar en la suerte porque en la sastrería ya no había espejo en el que poder evaluar su aspecto. Ya que llegaba terriblemente tarde, al menos esperaba hacerlo en un estado aceptable. Su madre estaría al borde de una crisis nerviosa y, aunque sabía que iba a ser inevitable, nada le apetecía menos que agravarla mostrando sangre en la camisa y magulladuras en la cara. Pero era lo que había.
«Komm her…, jude».
«¿Te parece lo bastante maricón, Heinrich?».
«Creo que estos ojitos azules, esta cara de niña y esta piel delicada están pidiendo a gritos un adorno de color rosa, Herr Obersturmführer».
«¿Te gustan los hombres, nenita?»
«Es delicado, y dulce».
Entre oleadas de dolor y náuseas de rabia, iba pensando que nunca podría cambiar sus ojos de mirada profunda, sus oscuras pestañas rizadas ni su rostro aniñado. Pero tal vez si se esforzaba, sí podía cambiar sus ademanes, su forma de andar o el timbre de su voz. Su madre estaba agotada de sugerírselo, y hasta el mismo Andrzej, muy a su pesar, se lo había insinuado tímidamente alguna vez, y quizá era tiempo de empezar a tomarles en serio. El fantasma de la diferencia, que le había atormentado en la niñez y que creía superado, volvía otra vez con fuerza. Pero ahora ya no se trataba de sobreponerse a un momento de vergüenza frente a unos compañeros hostigadores. Ahora era una cuestión de supervivencia. Los que eran como él, no sobrevivían. Lo había visto demasiadas veces como para seguir empeñado en ignorarlo. Listas infamantes de personas de las que nadie volvía a saber. Detenciones en plena calle. Ejecuciones. Isajar Katz, al que nadie había vuelto a ver, parecía advertírselo desde aquel campo del norte en el que estaba.
«Evidentemente, le gusta recibir, Herr Obersturmführer, ya me entiende».
«Has manchado esto de sangre, escoria, ahora ya no sirve».
«Recoge todo lo que has tirado, que quede como antes o te comes la porra, y no precisamente por la boca».
Acalorado por el recuerdo de las humillaciones sufridas, apretó el paso y giró la esquina de la oscura calle Nalewki. Se propuso no pensar que tendría que volver allí mañana, y todos los días después de mañana. Ahora importaba llegar a casa y besar a su madre, felicitar a Isaac y Asher y brindar todos juntos por su Bar Mitzvá. Y olvidar por una noche. Mañana, habría que levantarse de nuevo y seguir sobreviviendo.
Mientras avanzaba por su calle le iba invadiendo una tranquilizadora sensación de familiaridad. Respiró hondo y se obligó a borrar de su mente la escena del cuartel. Corrió a su portal, empujó la puerta y, confiando en poder terminar el día de una forma mucho más amable, subió los angostos escalones de dos en dos.
Antes de abrir la puerta de su casa, se volvió a limpiar la cara con la manga del abrigo. Luego, metió la llave en la cerradura y abrió. Al entrar casi se dio de bruces con su madre en el recibidor. Sorprendido, buscó rápidamente en su mente una excusa que justificara su tardanza y su desastroso aspecto.
—Shalom, zun[37] —se anticipó ella.
—Shalom, mameh —le dio un beso y esperó su grito al ver las señales en su rostro.
Pero sólo recibió una leve caricia, que vista desde fuera hubiera parecido casi distraída. Los dedos de su madre se deslizaron apenas, rozando desde su ceja hasta sus labios, y luego abandonaron su rostro. Sus ojos se ensombrecieron un poco más. Pero no hubo exclamaciones ni preguntas. Mostraba un semblante fatigado y sus habituales ojeras parecían más profundas que de costumbre. Yoel estaba convencido de que, desde que había perdido el trabajo en el restaurante, la tos de su madre había redoblado su intensidad y su piel estaba más pálida. Pero alertado ya por el sexto sentido que le había acompañado desde niño, no creía que el aturdimiento de Hannah esta vez fuera solamente por eso y, todo su cuerpo en alerta, ralentizó sus movimientos. Mientras se desabrochaba el abrigo le pareció detectar un aroma desconocido en su casa, un olor entre dulce y acre, nada familiar. Colgó el abrigo del perchero y cerró su chaqueta para ocultar la escandalosa mancha de sangre en la camisa. Entonces fue cuando además, le pareció oír un rumor de voces en la sala.
—Mameh, ¿qué…?
—Ven, hijo.
—Espera —el chico metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó el paquetito para los gemelos.
Hannah le cogió del codo sin preguntarle qué era aquello y le arrastró pasillo adelante, como sonámbula.
Yoel se quedó paralizado en la puerta de la sala. Desde un colchón en el suelo le miraba una pareja joven; la mujer con un bebé dormido en brazos, el hombre extendiendo mantas y ropas, claramente preparándose para pasar la noche. Una anciana dormitaba en el sillón preferido de su madre, y un hombre y una mujer de mediana edad estaban sentados en las sillas de la mesa del comedor, muy rígidos, mirando fijamente el mantel y cogidos de la mano. Los gemelos le observaban desde la puerta del fondo, en silencio. Yoel manoseó el paquete sin saber qué decir, ni qué hacer. Su madre rompió con voz queda el embarazoso silencio.
—Te presento a la familia Kliksberg. Y a los señores Abbeg.
La pareja del bebé le saludó con un movimiento de cabeza desde el colchón y el hombre mayor, que Yoel dedujo era el señor Abbeg, se levantó. Su esposa se quedó sentada, acariciando como ausente el tapete de ganchillo de la abuela Helenna. La anciana del sillón parecía no tener intención alguna de abrir los ojos.
—Shalom, muchacho —el hombre le tendió la mano.
—Shalom… —acertó a balbucear Yoel mientras se la estrechaba con la derecha y con la izquierda, con disimulo, depositaba los baygel en el estante detrás de él. De repente, el regalo, el Bar Mitzvá, incluso sus heridas y hasta la emoción de ver a Andrzej al día siguiente, parecían evaporarse como ensueños completamente fuera de lugar. Disolverse como azucarillos blancos en agua sucia, que alguien con un desagradable sentido del humor le estuviera obligando a beber. De pronto, todo era irreal, excepto su casa ocupada y la mirada, entre avergonzada y suplicante, de aquellas gentes que no había visto en su vida y ahora irrumpían en ella, gentes del todo desconocidas.
Extraños. Iguales. Juden…