Levítico 18:22
PRIMAVERA DE 1940
La luz de mediodía penetraba oblicua por entre las cortinas de flores violetas del dormitorio de Gaddith. Andrzej apuró el pitillo y lo apagó en el cenicero de la mesilla. Yoel terminó de leer por tercera vez el informe médico del ejército, lo plegó y se lo devolvió a Andrzej sonriendo.
—No apto.
—Exacto. Mi madre está encantada, pero mi padre… se sube por las paredes.
A Andrzej le habían diagnosticado una leve dolencia cardiaca a los once años. Nunca le había impedido hacer deporte ni llevar una vida normal, pero en los sucesivos llamamientos obligatorios para alistarse en el ejército había sido rechazado una vez tras otra, hasta la última y definitiva. A su padre, Ralph, le había sentado francamente mal: era injusto que él tuviera tan mala suerte, se había defendido ante su esposa cuando ésta le había recriminado por arrojar la servilleta de malos modos y levantarse de la mesa, después de escuchar de labios de Andrzej la «mala» noticia.
Yoel le besó y se estiró sobre las sábanas revueltas.
—Supongo que tu padre te considera más alemán que polaco. Le habría gustado verte en la Wehrmacht.
—Me da igual lo que piense mi padre, yo soy polaco. Y en todo caso no se me ha perdido nada en ninguno de los dos ejércitos.
—Tal y como están las cosas estoy de acuerdo con tu madre —Yoel señaló el papel en manos de Andrzej—. Prefiero que no te mezcles con ellos.
Andrzej se acomodó junto a él, sus cuerpos desnudos se encontraron y el deseo despertó de nuevo ante el contacto.
—Pues estás de suerte señor Bilak, porque he decidido que prefiero mezclarme contigo. ¿Qué opinas?
Yoel respondió haciéndose un hueco bajo su cuerpo y depositando un beso suave en sus labios.
—¿Esto significa lo que creo que significa? —susurró Andrzej en su oído.
—Prueba…
Dos horas más tarde, Andrzej esperaba en la calle, a unos metros de distancia del portal de Gaddith. Cinco minutos después, para evitar que alguien les viera salir juntos se le unió Yoel. Marzo se presentaba desabrido y los dos sintieron un escalofrío cuando una ráfaga de viento les revolvió el pelo y las ropas. Yoel se ajustó el abrigo, en cuya manga derecha destacaba el brazalete. Ya no podía dejar de usarlo como al principio, en que la vigilancia era más relajada; ahora el celo de los invasores se había endurecido y hubiera sido una peligrosa insensatez para él y para su familia desobedecer las órdenes del Reich. En silencio, echaron a andar por la calle Niska hacia Bielanska y pasaron el resto de la tarde dando vueltas por el parque Sashsischer, medio desierto debido al frío y a las pocas ganas de salir de paseo de la mayoría de la gente.
—Tengo que volver ya, Andrzej —dijo al fin Yoel, contemplando cómo el sol iba escondiéndose al otro lado del río—. Mi madre está muy preocupada por lo de esos letreros que han aparecido en los alrededores de la Jüdischser y no le gusta que llegue de noche.
En los límites del barrio judío, decenas de carteles habían sido fijados hacía una semana con la leyenda «Seuchensperrgebiet». Hannah tosía con más fuerza y más desasosiego que nunca desde entonces y no conseguía descansar, ni de día ni de noche. Ataba corto a sus hijos y se moría de nervios si no estaban de regreso en casa mucho antes del toque de queda.
—«Zona de epidemia» —murmuró Andrzej irritado al recordar la advertencia. Echaron a andar hacia la parada del tranvía—. ¿Qué más van a inventar? Epidemia… ¿de qué? Todos saben que es mentira, que no hay ninguna epidemia.
—Claro que no la hay, excepto la que supone nuestra propia existencia. He oído que en otras ciudades están organizando deportaciones a una especie de campos de trabajo…
—Calla, Yoel. Eso son habladurías. Y aun suponiendo que no lo fueran… siempre podemos irnos de aquí.
Yoel se paró frente a Andrzej y le miró fijamente.
—No tienes que intentar animarme a base de fantasías, Andrei. Los dos sabemos lo que pasa desde hace tiempo en Alemania. Y lo que está pasando en otros lugares de Polonia. Pronto Varsovia no será una excepción. ¿Adónde íbamos a ir?
—De momento, a casa —Andrzej apretó el paso dando por zanjada la conversación. Su angustia era tan desbordante que no soportaba que Yoel le hablara con semejante serenidad de lo que, intuía, tan sólo era el preludio del horror que estaba por llegar. Si hoy era esa invención de la epidemia, mañana… ¿qué sería?
Yoel le siguió al trote, a veces su compañero se cerraba como una maldita ostra y entonces él tenía que hacer acopio de toda su paciencia.
—Pero Andrzej… dime qué ganamos cerrando los ojos. Todos nosotros deberíamos estar preparados, dejar de repetir que son habladurías como si el hecho de decirlo en voz alta fuera a confirmarlo. La gente en mi barrio no quiere saber, le asusta enterarse, y cuando sea demasiado tarde, entonces…
—¿Entonces qué? —saltó Andrzej—. Yoel… —su voz sonó severa y al tiempo estremecida—. Mitziyeh, por favor… sé que debo parecerte un imbécil pero… ahora no quiero hablar de esto.
—Pero… ¿Por qué?
Se detuvieron en plena calle, los viandantes presurosos por volver a casa antes de que oscureciera les empujaban al pasar, renegando de esos dos jóvenes parados justo en mitad de la acera, increpándoles para que se apartaran. Andrzej agarró a Yoel por los brazos y ocultó con la mano el distintivo de su manga, en previsión de que apareciera una de las patrullas alemanas que peinaba las calles y se preguntara qué hacía alguien tan ario tan cerca de un judío.
Le miró con tristeza y suspiró.
—Es por mi padre…
—¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?
—No. Es…
—Andrei, me estás asustando. ¿Qué le pasa a tu padre?
Andrzej tomó aire y bajó la mirada.
—Creo que… que no es lo que yo creía que era.
—¿A qué te refieres? —un dedo helado recorrió la espalda de Yoel.
—Le oí hablar anoche por teléfono. Él… parecía… uno de esos seguidores de Hitler. Él…
Su voz se quebró. Andrzej no lloraba fácilmente, más bien no lloraba en absoluto. Ni siquiera lloró cuando se rompió el brazo a los nueve años jugando al fútbol y todos sus compañeros gritaron de horror al ver asomar el hueso astillado a través de la piel. Simplemente se mordió los labios, cerró los ojos y jadeó en silencio hasta que se lo llevaron en una camilla y le administraron un calmante antes de operarle. Así que esta vez, aturdido en medio del viento helado de marzo, tampoco lloró. Sólo miró a su compañero.
Yoel le abrazó, olvidando por una vez que estaban en mitad de la calle. Andrzej se aseguró de volver a ocultar el distintivo, esta vez con su brazo.
—Eh… campeón… seguro que sólo estaba disimulando. Hablaría con algún oficial y…
—No, no… —Andrzej negó con fuerza y tragó un nudo de vergüenza junto con la saliva.
—¿Qué decía?
—Hablaba en alemán, algo sobre responsabilidad colectiva y expurgación, decía que le parecía más que viable. No sé a qué se refería, Yoel. Usaba sólo las palabras justas y hablaba en susurros.
—Ya… —Yoel le abrazó más fuerte.
—Me da escalofríos pensar que tenga algo que ver en todo esto.
—Pues no lo pienses —Yoel sujetó su cara con las manos y le miró a los ojos—. Lo más probable es que esté obligado a estar informado, incluso a participar de algún modo en todo lo que está pasando. Pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con ellos. Tranquilízate, ¿vale?
Una mujer rolliza y malhumorada, que arrastraba a un par de críos de la mano, les gritó algo relacionado con que deberían estar encerrados en lugar de escandalizando inocentes en plena calle y, tapando los ojos de los niños, aceleró el paso sin dejar de sermonearles.
—¡Váyase al diablo! —gruñó Andrzej por encima del hombro de Yoel—. Maldita gorda fanática…
—Shhh…, ten cuidado con lo que dices. Hablo en serio, Andrei.
—Tienes razón —echó a andar—, vámonos de aquí. No quiero que tu madre se preocupe más de la cuenta. Y no le des vueltas a lo que te he contado. Seguro que es lo que tú dices.
—Seguro, Andrei. Verás como todo son imaginaciones tuyas.
*
Caminaron a buen paso hacia la parada del tranvía, Andrzej malhumorado y Yoel enredado en sus pensamientos. Cuando llegaron, algo llamó su atención en el impreso del recorrido de las líneas pegado en la marquesina: casi todas las paradas del barrio judío estaban tachadas con unas gruesas líneas rojas. Un simple papel clavado con chinchetas a su lado, informaba que el tranvía había suspendido su recorrido por la Jüdischer, excepto la calle Chlodna, debido a la epidemia.
—¡Esto es indignante! —exclamó Andrzej. Unos cuantos ciudadanos que esperaban en la parada le miraron en silencio, ninguno llevaba la estrella—. Vamos, te acompañaré.
—No hace falta —protestó Yoel. Pero Andrzej ya avanzaba a paso resuelto hacia la calzada—. De verdad, Andrei. Estamos muy lejos y a ti también te esperan en casa.
—Pues que esperen.
Tuvo que despedir a Yoel en la calle Leszno. Soldados armados le impidieron ir más allá, apelando a la supuesta «epidemia». Andrzej quiso gritarles que no fueran idiotas, que él acababa de salir por esa misma calle hacía tan sólo unas horas y entonces no había epidemias ni controles. Pero no lo hizo. En lugar de eso, él y Yoel se miraron bajo la vigilancia militar y se dieron formalmente la mano. Los soldados no alcanzaron a captar el par de segundos de más que una mano retuvo la otra y el apretón significativo, código secreto entre amantes prohibidos en tiempos oscuros.
Yoel caminó hasta su casa en la calle Nalewki con las manos en los bolsillos y el alma tan encogida como el cuerpo azotado por el viento. Los ojos transparentes de Andrzej seguían clavados en su retina y aún sentía el tacto de sus manos y esa sensación de euforia que siempre perduraba en él después de haber estado juntos un día entero. ¿Cuándo podría volver a verle? Si la epidemia era mentira, la cuarentena también. Y por lo tanto, lo que había dicho el soldado de que ésta duraría poco, otra falsedad. Volvió la mirada hacia la calle desierta tras él. Podía no haber entrado. Podía haberse quedado fuera con Andrzej. Pero ni éste se lo había pedido ni él lo hubiera hecho. Su madre, sus hermanos, su gente; todos estaban allí. Y ése era su sitio.
Cuando entró en casa, un agradable aroma a espinacas y nuez moscada inundó sus fosas nasales. Se quitó el abrigo y la bufanda y entró en la cocina. Su madre estaba de espaldas, sacando los últimos keftes[12] de la sartén humeante. Yoel le dio un beso detrás de la oreja, y ella sintió en la piel la punta de su nariz, fría como un sorbete.
—Shalom, mameh[13]. Qué bien huele la cena.
—Shalom, lib[14] —Hannah se volvió y besó a su hijo en la mejilla—, estás helado. Pon la mesa mientras caliento la sopa. Y llama a tus hermanos —le alargó cuatro platos de loza blanca recién fregados y se secó las manos en el delantal—. Cuéntame qué has hecho hoy.
Yoel cogió los platos y se dirigió a la parte que hacía las veces de comedor; un simple cambio en el color de las baldosas del suelo, un arco abierto en la pared y unas cortinas a los lados, siempre recogidas con un cordón de falso raso dorado, separaban funcionalmente la cocina y la sala.
Sustituyó el tapetito de ganchillo de la abuela Helenna por un mantel a cuadros azules y colocó los platos.
—Pues… estuve en casa de una amiga. Gaddith, te hablé de ella. Con Andrzej.
Sacó las servilletas del cajón de la cómoda y apartó unos centímetros el candelabro de bronce para arreglarse el pelo, revuelto por el viento, frente al espejo que colgaba de la pared. Desde las fotografías en color sepia le miraban los abuelos Helenna y Zacarías, y Elisheba y Mordejai, de quien Yoel había heredado el color de los ojos, y una Hannah de dieciséis años con un bebé envuelto en puntillas en brazos, su hermano, muerto al poco de nacer. En medio de todas, la foto de boda de Hannah e Isaiah era la que más le gustaba; Yoel pensaba que su padre estaba guapo en aquella foto, con su barba negra y su traje también negro, mirando entre arrobado y tímido a su madre, hermosa como una flor con su traje de novia, los dos sentados en sendas sillas a punto de ser izadas por los invitados a la ceremonia. Se miró al espejo otra vez, intentando sacar algún parecido suyo con Isaiah y creyó encontrarlo en la nariz recta y en el borde de la quijada.
—Yoel… —su madre se acercó a la mesa con los cubiertos y los vasos—. Sé que Andrzej es un buen chico. Pero… no es judío. En realidad es un Volksdeutsch.
—¡Mameh! —protestó el muchacho, devolviendo el candelabro a su lugar—. Su padre es alemán y su madre es polaca. ¿Qué problema hay en ello? Y él y su hermana son también polacos, Alicja incluso nació en Varsovia.
Volvió a la mesa, repartió los cubiertos y vasos que su madre había dejado encima y se acercó por detrás a ella, que había vuelto a los fogones en silencio. La abrazó y reclinó la cabeza en sus hombros.
—No podemos vivir sospechando de nuestros vecinos, de nuestros amigos. No podemos vivir atemorizados, mameh.
Hannah se giró, enfrentando la mirada de su hijo.
—Nunca en mi vida he vivido atemorizada, Yoel. Jamás. Pero ahora, estoy sola con tres hijos y… Tzeithel me ha dicho hoy en la carnicería que su marido había visto los camiones de cemento esta mañana, de madrugada.
—¿Los camiones de cemento?
—Y las hormigoneras. Y los ladrillos. ¿Has oído hablar del muro?
—Algo…
—Dorota, la vecina de abajo, es sobrina de un empleado del Ayuntamiento. Su tío le ha contado que el Judenrat[15] ha recibido la orden de levantar un muro alrededor del barrio. De toda la Jüdischer. Y el marido de Tzeithel los ha visto, ha visto los camiones —la voz de Hannah manifestaba un punto histérico, que a Yoel le pareció bastante ajeno a su naturaleza—. ¿Qué vamos a hacer, Yoel?
Isaac y Asher irrumpieron en el comedor, provocando que madre e hijo enmudecieran de golpe. Venían con las castañas cabezas muy juntas, pasando con frenesí las páginas de un álbum de cromos de animales.
—¡Yoel! —Isaac se lanzó a los brazos de su hermano y, después de besarle, le mostró el álbum—. Mira… hemos conseguido el ave del paraíso, nos lo ha cambiado Radim esta mañana. Era el más difícil. Pero… —su carita pecosa se contrajo en un mohín de disgusto—. Ahora que sólo nos faltaban quince para terminarlo, la librería de Jacob ha cerrado.
Yoel miró el cromo del ave del paraíso, aparentando un interés entusiasta por el pájaro de colores chillones.
—Es precioso. ¿Decís que Jacob ha cerrado?
—Sí —contestó Asher asintiendo con la cabeza mientras chupaba el papel de una chocolatina ya consumida—, hemos ido a comprar un sobre esta tarde y tenía un cartel en la puerta. Ponía… «Cerrado por expropiación». ¿Qué significa expropiación, Yoel?
Hannah y Yoel se miraron. Otro más.
—Significa que te quitan algo —explicó Yoel, intentando elegir con cuidado las palabras para no asustar a los gemelos—. O que te lo cambian por algo. Por ejemplo, si el Ayuntamiento necesita el espacio que ocupa la librería para construir una casa, pues la expropian y a Jacob le pagan un montón de zlotys. ¿Entendéis?
—Mmmsí… más o menos —aceptó Asher, conformado, ya satisfecha su curiosidad y por consiguiente aburrido del tema. Arrugó el papel chupado y lo tiró a la basura—. ¿Qué hay de cena?
Hannah suspiró y fue a buscar la sopera, enternecida por la simplicidad de los doce años de su hijo. Isaac era distinto, no parecía tan convencido; miraba a Yoel como queriendo preguntar algo más pero, por alguna razón, calló. Yoel buscó el canal clásico en la radio y pronto sonaron las rapsodias húngaras de Liszt. Hannah sirvió la sopa, dejó en la mesa la fuente con las keftes de espinaca y se sentó. Al mirar los alimentos se alegró de que, gracias a un trabajo como el suyo, su mesa continuara tan bien provista. Yoel bendijo la mesa. Al poco rato, Asher sumergía pedazos de pan negro en la sopa y, después de tragarlos, se relamía los dedos uno por uno, satisfecho.
—Qué bueno, mameh.
—Eres un guarro, Ash —le recriminó Isaac, poniendo cara de asco.
—Y tú un cursi —Asher le amenazó con sus dedos pringosos y entornó los ojos—, como ese nenaza de Isajar, que mueve el culo al andar y se toca el pelo todo el rato. Hoy le he visto escondido en un portal, besando a un chico.
Tres pares de ojos se clavaron en él, que se ahuecó orgulloso por el impacto que había conseguido con su noticia.
Yoel, que conocía a Isajar desde niño y sabía que sus inclinaciones iban codo a codo con las suyas, cogió nervioso el vaso de agua y lo vació entero, a grandes tragos entrecortados.
Hannah miró a sus hijos, uno por uno. A Asher, que se contoneaba en la silla imitando a Isajar. A Isaac, que alucinaba con la sorprendente declaración de su hermano.
Y a Yoel.
A Yoel, que a los ojos de su madre no podía disimular su naturaleza por más que se bebiera toda el agua de la jarra y eludiera su mirada. Su hijo era transparente para ella. Siempre lo había sido. Su hijo adorado, su niño diferente, dulce y afable. El que siempre la acompañaba al mercado y a la mercería cuando era pequeño, el que prefería pasar las tardes en casa, haciendo rompecabezas en la alfombra, mientras ella repasaba ropa o planchaba, en lugar de salir a jugar al fútbol a la calle. El que le pedía ansioso que le dejara peinarla mientras ella dormitaba un rato en el sofá, después de comer. Cómo recordaba esas manitas infantiles, tiernas y mimosas, acariciando su pelo…
Hannah siempre lo había sabido. Y ahora, desde hacía un tiempo, tenía miedo. Muchísimo miedo.
—Asher. No se debe hablar mal de la gente. Y menos por algo tan bonito como un beso. ¿No crees?
—¡Pero mameh…! —protestó el muchacho, dudando si su madre le había oído bien—. ¡Es que era un chico! Estaba besando a otro chico. Es un maric…
—¡ASHER! —la voz autoritaria de Hannah puso fin al afán de protagonismo del niño—. Un beso es un beso. Igual me da quien lo da y quien lo recibe. Sigue siendo un beso. ¿Está claro? Y no utilices palabrotas en esta casa. Nunca más.
—Zayt moykhl. Perdón, mameh. —se disculpó el muchacho, bajando la cabeza ¿Desde cuándo su madre era tan… rara? Todos sabían lo que era Isajar, aunque ella no se lo dejara pronunciar. Un marica. Un chico no besaba a otro chico, y muchísimo menos en la boca. Eso no era normal. Quizá su madre ignoraba ese importante detalle. Se lo aclararía—. Es que… le estaba besando en la boca, como si fueran novios.
—No importa, hijo. Esas cosas ocurren —concluyó mirando por un segundo a Yoel—, y no es… no tiene por qué ser malo. No tiene por qué serlo —se reafirmó en voz baja.
—Pero mameh… —Isaac estaba tan anonadado como su gemelo—. Eso no es lo que el rabino nos enseña en la sinagoga. Él dice que eso es algo «contranatura», así lo llama, y que Adonai no lo aprueba porque es una desviación. Y además, la Torah[16] lo prohíbe. ¿Verdad, Yoel?
Yoel carraspeó ligeramente y no contestó. Recordó su propia incomodidad cuando por primera vez escuchó en la escuela talmúdica comentar el Levítico 18,22. El pasaje se le quedó grabado como si se lo hubieran tallado con un estilete en la frente: «Veet zajar lo tishkav mishkevei isha toevah hiv»: «No te acostarás con un hombre de la misma forma que lo haces con una mujer». En aquel entonces, con trece años recién cumplidos, Yoel todavía no sabía lo que era acostarse con un hombre. Ni con nadie. Pero por algún motivo sintió enrojecer sus mejillas, y miró a su alrededor para ver si sus compañeros de la Yeshiveh[17] se había dado cuenta. Afortunadamente todos seguían a lo suyo, pero su aguda intuición le dijo que aquel versículo iba a ser de los que no olvidaría fácilmente.
—Bueno, se acabó —cortó Hannah—. No todo lo que dice el rabino hay que interpretarlo tal y como suena. Y no creo que Adonai tenga tiempo para andar perdiéndolo con chismorreos sobre quién besa a quién. Seguro que está mucho más ocupado en estos tiempos. Y si no lo está, debería estarlo. Venga, terminad la cena.
Los gemelos se miraron algo escandalizados. Su madre llevando la contraria al rabino, y diciendo esas cosas tan estrafalarias sobre Adonai. ¿Se le habría soltado un tornillo? Pero, con tornillo o sin él, era su madre y estaban en casa. Tocaba callar y obedecer.
Yoel la miró de soslayo. Ella le devolvió la mirada. Era la primera vez que desacreditaba al rabino, y la segunda, desde que murió Isaiah, que se permitía cuestionar el proceder de Adonai.
Definitivamente, su madre lo sabía.
En el segundo piso del número 19 de la calle Warecka, el matrimonio Püschel esperaba a su hijo para empezar a cenar. En silencio, Ralph miraba su reloj de bolsillo cada cinco minutos y se removía en la silla, impaciente. Su esposa le había hablado varias veces del amigo judío de Andrzej, ese tal Yoel. Y ahora estaba con él. Según Milova el único problema, aparte por supuesto del hecho de que era judío, era que eran tan amigos que Andrzej nunca tenía tiempo para interesarse por las chicas. Se quejaba de que el tiempo libre que le dejaban los estudios lo dedicaba a Yoel, que siempre quedaban juntos para ir al cine, o a pasear por el parque o incluso, —ella había encontrado un día las entradas en el escritorio de Andrzej—, para ir a conciertos. Ese día Milova sí se había extrañado de verdad, ¿desde cuándo le gustaba la música clásica a Andrzej?
Pero Ralph encontraba más problemas en esa amistad que la simpleza que preocupaba a su esposa. Muchos y muy serios.
El sonido de la puerta de la calle al cerrarse y una ligera corriente de aire, les anunció la llegada de su hijo. Andrzej entró al comedor, las mejillas encendidas por el frío y la mirada dura, la boca apretada, la voz contenida.
—Mamá… —besó a su madre y se sentó a la mesa—. Papá, buenas noches.
—Llegas tarde —dijo su padre secamente—. ¿Dónde has estado?
Andrzej ignoró la pregunta, cogió la servilleta y se sirvió agua.
—He preguntado dónde has estado, Andrzej —repitió Ralph, procurando no parecer demasiado tenso.
—Por ahí. ¿No está Alicja?
—¿Por ahí con el judío?
Andrzej dejó la jarra sobre la mesa con demasiada fuerza y el agua salpicó el mantel.
—Ha ido a casa de Betina —se apresuró a cambiar de tema Milova, mientras hundía el cucharón en la ensalada—, daba un guateque por su cumpleaños. Y ya sabes que Alicja está loquita por su hermano, ese Jasiek. En fin… tu padre le ha dado permiso. ¿Pasarás a buscarla luego, cariño? Sobre las diez.
—Claro —contestó Andrzej, acercando el plato a su madre.
Betina vivía dos calles más abajo. No estaría mal ir dando un paseo y así ordenar sus ideas. Pero primero tenía que hablar con su padre, de modo que cuanto antes lo soltara, mejor.
—Papá… ¿Has oído algo sobre una epidemia en la Jüdischer?
Milova disimuló un gesto de contrariedad. Ralph hizo crujir los nudillos, tosió y desplegó la servilleta sobre sus rodillas.
—Eso a ti no te interesa, Andrzej —replicó—. Simplemente, no se te ocurra acercarte por allí, porque según tengo entendido, es algo muy grave. Tifus.
Andrzej sintió que le hervía la sangre. Era mentira. Una puta mentira. Y su padre un pedazo de farsante.
—Andrzej, haz caso a tu padre —aconsejó Milova, poniendo cara de entendida—, si alguien está informado de estas cosas es él. ¿Verdad, Ralph?
—Sí, cariño. Y a todos os lo digo muy en serio —dijo su marido poniéndose muy tieso y limpiando de aceite su pequeño bigote—. No os acerquéis a la Jüdischer.
—Papá… —insistió Andrzej—. ¿Sabes algo sobre un ghetto aquí, en Varsovia? ¿Como el de Piotrkow Trybunalsky?
—Andrzej, Andrzej… —Ralph sonrió de medio lado, dominando la irritación que empezaba a subirle por el estómago, y bebió un trago de vino—. Te preocupas demasiado. Lo que tienes que hacer es estudiar y no meterte en líos. Mira hijo, Polonia vive momentos difíciles, no voy a negarlo. Pero esta familia está bien segura. Además, aunque eso que has oído de un ghetto fuera verdad, a nosotros no nos incumbe. Los Püschel tenemos que estar contentos y agradecidos al Reich.
—¿Agradecidos al Reich? ¿Por qué, si puede saberse? ¿Por formar parte de su bendita selección?
Ralph contuvo el impulso de cruzarle la cara y le taladró con la mirada; sentía que su bien entrenada autodisciplina empezaba a desmoronarse, pero no iba a tolerar que su autoridad como cabeza de familia también lo hiciera.
—¿Eso es lo que te enseñan en la Universidad, Andrzej? Se supone que te mando a esas malditas clases clandestinas para que seas médico, no revolucionario. Milova, ya te dije que no podía salir nada bueno de unas aulas llenas de profesores ilegales y sediciosos.
—Si fuera por el Reich la Universidad habría pasado a mejor vida, papá. Es gracias a los profesores «ilegales» que sigue existiendo. Y ni siquiera son clases, ni aulas, sólo pisos donde por cierto, nos jugamos el tipo cada día.
—Andrzej… —Milova miró inquieta a su marido y luego a su hijo—. Eso de que os jugáis la vida… ¿no será verdad? Me parece que no sabes lo que dices, estás nervioso. Supongo que preocupado por Yoel.
—¿Tú qué crees, mamá? —contestó el chico, mirando con rabia a su padre—. Yoel es judío, no sé si lo recordáis. Y su madre, y sus hermanos pequeños. ¿Te parece suficiente motivo para estar nervioso o buscamos otro, algo así como… —señaló la fuente—, si la ensalada tiene demasiado apio?
Ralph le miró, furibundo. Su párpado izquierdo comenzó a temblar y estampó la servilleta contra el mantel. Milova suspiró compungida y pensó que últimamente ese gesto empezaba a hacerse demasiado frecuente.
—¡No vuelvas a hablar así a tu madre! O moderas tu lenguaje o te parto la cara —amenazó Ralph. Luego hizo un gesto impaciente a Milova—. Pásame el pan, por favor. En todo caso —dijo algo más calmado, cogiendo un pedazo de la cesta—, nosotros no tenemos nada que ver con el barrio judío, ni con los ghettos, ni con nada por el estilo. ¡Somos alemanes! Y de momento, que yo sepa lo único que hay allí es una epidemia.
—Allí no hay ninguna epidemia, papá —dijo Andrzej apretando los dientes—. Y me parece que tú lo sabes mejor que nadie.
La bofetada resonó como un estampido en los oídos de Milova que, aturdida, se mordió los labios. La cesta del pan y todo su contenido rodó por el suelo. Andrzej permaneció inmóvil, aguantando las ganas de llevarse la mano a la cara, allí donde una roncha roja cruzada por la marca de cuatro dedos empezaba a formarse.
—¡Ralph! ¡Andrzej! —sollozó Milova mirándolos a ambos. El temblor de su barbilla anunciaba un inminente ataque de llanto—. ¿Pero qué os pasa? Andrzej, si tu padre dice que hay epidemia, es que la hay. ¿Cómo puedes pensar que el Gobierno polaco miente? ¿O que el Reich nos engaña? ¿O que… que tu padre se equivoca?
Andrzej la miró y sintió mucha lástima por ella. De verdad creía ciegamente en su marido. En Ralph, su padre. Ese hombre al que ahora tenía delante y que le parecía un extraño. Alguien a quien se le empezaba a hacer difícil admirar, como cuando era un niño y toda la familia salía a pasear por el bulevar los domingos por la tarde. Entonces, Andrzej caminaba orgulloso cogido de su mano. Pensaba que todos los niños con los que se cruzaba envidiaban a ese padre tan guapo y tan bien vestido, que le iba enseñando los nombres de los árboles mientras caminaban, y le compraba un globo antes de llegar al parque. Una vez allí, mientras Milova columpiaba a Alicja en el recinto infantil, su padre y él se sentaban en el kiosco y, con un refresco de naranja él y una cerveza Ralph, repasaban la lección aprendida en el camino. Olmo, roble, pino, aliso, abedul…
—Voy a dar un paseo, y luego pasaré a buscar a Alicja —se levantó y cogió el paquete de cigarrillos.
—¡Siéntate! —bramó Ralph.
—No has terminado de cenar —suplicó tímidamente su madre.
—Se me ha quitado el apetito, la mentira suele provocarme náuseas. Además, por si la guerra te ha dejado sin memoria, papá… —le miró con dureza—. Yo no soy alemán, soy polaco.
Ralph se puso en pie, sacudido por su terca provocación.
—¡¡Eres un Volksdeutsch!!
Andrzej miró unos segundos su mano crispada alzarse temblona en el aire y, sin darle ocasión a que la estampara contra su otra mejilla, salió dando un portazo.
Su corazón acababa de caer en un pozo muy oscuro. Tan oscuro como la noche que le envolvió al salir a la calle. Pero no tanto como los días que se cernían como negros cuervos sobre Varsovia, sobre Yoel, sobre él, sobre su madre y su hermana, sobre los gemelos. Sobre su juventud y su inocencia.
Sobre todos ellos.