Umschlagplatz
INVIERNO DE 1941 A VERANO DE 1942
Hannukah, la festividad de la luz, pasó por el ghetto de puntillas y sin ruido, como temerosa de hacer notar su presencia. Los niños jugaron al dreydl[66] como habían hecho durante siglos, y las madres no se resignaron a desatender la tradición y se empeñaron contra toda lógica en preparar las latkes[67] como buenamente pudieron, las más de las veces sólo con harina, agua y un vestigio de patata. En todos los hogares se encendieron las ocho velas y se recitaron el Halel y el Al Hanisim[68]. Y todos se contentaron, faltos de alegría para mucho más, con la fortuna de seguir vivos y de poder recordar a sus muertos.
Baruj cantó las bendiciones en casa, conmovido por haber sido merecedor de tal honor. La abuela Zosia se encargó de encender una vela cada noche y Joanna preparó las latkes, que allí, a diferencia de la mayoría de los hogares, sí llevaban huevos y patatas de verdad, en lugar de las peladuras raspadas, gracias a la aportación de la desconocida y amable señora alemana que se compadecía con tanta generosidad de Yoel. Jan continuaba con su plácida existencia de bebé, ya habituado a comer poco y por tanto a no llorar por ello, ajeno a la festividad y al dolor de sus mayores. Yoel recordó a los ausentes y encontró las palabras adecuadas para cada uno. Asher, Szymon, Irena, Isajar, Ethel… y exhortó a los vivos a seguir el mandato de los maestros: Ner lecol ejad veejad: Que cada uno encienda su propia luz.
Anajnu siguió incluyendo entre sus artículos aquéllos que trataban el tema de los homosexuales perseguidos por el Reich. Ninguno de los compañeros preguntó por qué Yoel parecía especialmente sensible respecto al asunto, ni por qué solía ser él quien recopilaba las noticias y redactaba las crónicas. Sencillamente hicieron suyo el problema, y hasta llegaron a desligarlo de la cuestión judía otorgándole una entidad propia, una razón de ser privativa y singular.
Yoel no hacía la menor alusión a la cuestión de abandonar el ghetto, y Andrzej se obligó a no volver a mencionar el tema. A fuerza de diluir su amargura y su impotencia dedicándose a aliviar a los enfermos y a desquiciar a sus amigos, fue casi capaz de hacerlo. Las pocas veces que intentó sacar a relucir el asunto, se dio de bruces con la terquedad de Yoel y, en pro de la armonía de sus breves encuentros, acabó por desistir.
En enero, el frío heló los cuerpos y las calles. Andrzej se acostumbró a convivir, que no a transigir, con la sensación de que aquella forma de vida no iba a terminar nunca y con el estremecimiento de que jamás había existido otra. Recordaba, como en una seductora alucinación, los paseos por el parque, los partidos de fútbol y los conciertos de música al lado de Yoel. Añoraba, como quien evoca un miembro amputado que sigue doliendo, las tardes de cine y los excitantes revolcones en casa de Gaddith. Empezaba a parecerle que siempre se habían visto así, en la carbonera, escondidos y asustados. Rodeados de mugre y humedad, y con el tiempo azuzándoles a decirse todo deprisa, a abrazarse con más ansiedad que deleite y a besarse como si cada beso pudiera ser el último. Él a menudo irascible, Yoel con su habitual estoicidad pero más metido en sí mismo, con un aire a medias tangible y a medias ausente. Parecía más cansado que nunca, y hacía ya un tiempo que había sustituido su sonrisa por un mohín triste, huidizo y sombrío.
También fue en enero cuando la amenaza dejó de serlo para pasar a ser una certeza. Los dirigentes del partido nacionalsocialista se reunieron en la Conferencia de Wansee y tomaron una decisión. Todos los judíos de Europa debían ser exterminados. Según la previsión de la endlösung[69], la primera fase se llevaría a cabo en Polonia. Cuatro meses más tarde comenzaría la construcción del campo de Treblinka con el principal objetivo de aniquilar a la población judía de Varsovia; pero ni en ese momento, ni siquiera cuando, desde el mes de julio, los trenes empezaron su macabro viaje desde Umschlagplatz cargados cada día con miles de judíos en vagones de ganado, la gente del ghetto quiso creerlo.
Andrzej sí lo creyó desde el principio, aunque entonces las conclusiones de la Conferencia sólo se filtraron entre algunos contados miembros de la resistencia. Lo creyó, no porque su capacidad de admitir lo inverosímil estuviera menos arruinada, sino porque él vivía en el exterior y, aunque su corazón habitara en el ghetto, las cosas desde fuera no se veían de la misma forma; la información llegaba antes, era bastante más fiable y mucho menos confusa. Y porque, tal vez, se perciben las atrocidades como menos inconcebibles cuando no le apuntan a uno directamente a la frente.
Aunque esta monstruosidad sí le apuntaba a él, no a la frente sino al alma, no quiso arriesgarse a no darle crédito precisamente por eso. Él no pertenecía ni a los unos ni a los otros. No observaba los rumores sobre la solución final relativamente de lejos, como los polacos no judíos, agotados ya de tanto sufrimiento pero a los que la Endlösung der Judenfrage, si es que llegaba a darse, no afectaba. Ni tan de cerca como los confinados en los ghettos quienes, incluso cuando esos rumores empezaron a llegarles en pequeñas dosis, imprecisos y contradictorios, tan faltos de pruebas unas veces como sobrados otras, los rechazaron de plano por ser escandalosamente inadmisibles.
Andrzej percibía el hecho desde un tercer nivel. Uno que le permitía ser medianamente objetivo y, a la vez, no le daba opción a distanciarse, como tantos hacían, por miedo o indiferencia. Él estaba involucrado de la forma más tajante, lo quisiera o no. Comprometido de un modo imposible de obviar. Porque él, tenía a Yoel justo en el punto de mira.
Una mañana de febrero, y con un alarmante informe oculto en el bolsillo, comenzó, agarrotado de terror, sus tareas en el hospital. Llevaba, como si portara una granada de mano, la prueba de que algo real y terrible, más aún que la propia guerra, sí estaba empezando a ocurrir, y no pensaba en otra cosa más que en enseñarle esa carga explosiva a Yoel. ¿Para provocarle de una vez el pánico que parecía no atacarle nunca? Aún sintiéndose miserable, reconocía que ésa era una de las razones.
Tres pacientes se le murieron a primera hora y le pareció que habían muerto cientos. Hubieran fallecido de todas maneras, pero Andrzej se martirizó con cada uno de ellos, como si en cada rostro estuviera viendo el de Yoel. Por eso perdió más tiempo que de costumbre al lado de cada cama, mientras ellos morían; cogiendo manos, regalando palabras de consuelo, acariciando frentes. Y sin poder dejar de pensar, mientras lo hacía, en la carga que portaba y que cada vez pesaba más en su bolsillo.
Después de dar parte de las tres defunciones para que la enfermera las anotara en el registro, necesitó salir a fumar unos cuantos pitillos al pasillo, escrupulosidad inútil ya que ahora estaba tan rebosante de camas como las salas, para sosegar su espoleada conciencia y liberarse un tanto de la culpa que le atosigaba.
Pasó el resto de la mañana procurando resultar eficaz y recordando, cada vez que el miedo entorpecía su capacidad, el juramento de Hipócrates. Reprochándose su falta de profesionalidad, e intentando compensar sus desatinos redoblando sus esfuerzos y su disposición con el resto de los pacientes.
Casi a la hora en que, aprovechando la pausa de la comida, habitualmente se marchaba, se acercó a Kasia. La chica aplicaba yodo a las llagas de un anciano. Se sentó a su lado y le sostuvo la bandeja de las curas.
—Kasia, hoy tengo mucha prisa —dijo en voz baja, para no molestar al enfermo.
—¿Le ha ocurrido algo a tu novia?
—No, pero tengo que decirle algo importante. ¿Crees que puedes hacerte cargo de mis camas media hora antes? —recogió la gasa sucia que había retirado Kasia, la arrojó a la bandeja junto con las ya usadas y le alargó una nueva, impregnada en yodo—. Eso está muy feo —dijo, refiriéndose a la pierna del hombre.
—Está gangrenada —Kasia terminó de desinfectar la herida, la cubrió con un paño limpio y arropó al viejo—. Está bien, vete antes pero vuelve pronto. He oído que toca inspección por la tarde.
Andrzej sintió arderle la sangre.
—¿Otra vez? ¿Qué vienen a ver? ¿Lo fantástico que es morirse en el ghetto?
—Vienen a rodar otro de sus panfletos de propaganda. Tenemos que dar a esto una imagen de hospital normal.
—Ya. Enfermos agradecidos, médicos y enfermeros satisfechos, orden y limpieza. Y que nadie tenga el mal gusto de morirse o quejarse, ni se atreva a sugerir que aquí se come bazofia y que no hay ni medicinas ni esperanzas, ¿no?
—Te lo sabes muy bien —Kasia recogió de manos de Andrzej la bandeja y se levantó—. Así que ni se te ocurra meter la pata, ¿me oyes?
Él la miró con la mandíbula contraída, consciente de que necesitaba pocas excusas para explotar y dar vía libre a la ansiedad, pero persuadido de que Kasia era la última persona que merecía ser su saco de boxeo.
—¿Por qué no? —protestó, incapaz de dominar del todo su irritación—. Quieren volver a divulgar un fraude. Mentir otra vez al mundo entero sobre lo que pasa.
—¿Que por qué no? —la chica le miró fijamente con sus perspicaces ojos oscuros—. Porque querrás seguir viendo a tu novia, supongo. O actúas de enfermero satisfecho, como muy bien has dicho, o…
—Kasia, me asquea esto.
—Tanto como a mí, Slawoj. Tú y yo sabemos para qué estamos aquí —señaló a las hileras de camas apiñadas—. Pero los alemanes, que nos guste o no son los que nos han traído y además los que mandan, creen que sólo nos interesa lo mismo que a ellos, retener la epidemia aquí adentro. Hagamos que lo sigan creyendo y sonriamos a la cámara. Si no lo hacemos, mandaran a otros. Y no podemos saber a qué tipo de gente elegirán esta vez —bajó la voz—. Ni lo que harán con nosotros. A ti tu novia te necesita vivo, Slawoj. Y yo quiero vivir.
Andrzej pensó que le iba a costar mucho sonreír a la cámara, sobre todo sabiendo lo que ahora sabía y que quemaba como un carbón encendido entre sus dedos. Pero se estaba acostumbrando a hacer cosas que nunca habría creído poder hacer. Se despidió de Kasia con un beso en la mejilla y le dio las gracias, después de prometerle que intentaría controlarse en la farsa de la tarde.
—No te olvides la comida —le recordó ella—, hoy te noto un poco ido.
Andrzej se acercó al carrito y cogió su ración, envolviéndola en papel de estraza. Por lo visto, los empleados polacos también tendrían ese día menú especial.
Salió al pasillo y buscó al doctor Slawik. Le encontró dirigiendo los trabajos de reajuste para convertir una de las salas en un remedo de hospital corriente y eficazmente acondicionado, sin camas amontonadas ni enfermos desagradables.
En la estancia más luminosa y amplia, los empleados del hospital alineaban pulcramente las camas ocupadas por los menos graves o que presentaban mejor aspecto. Colocaban flores frescas en las mesillas y llenaban los carros de la comida con fuentes y soperas rebosantes de guisos nutritivos. Los enfermos elegidos para el estrellato tendrían suerte, ese día comerían mucho mejor de lo que lo habían hecho en meses. Al resto, los que aullaban sin decoro, ofrecían un aspecto repulsivo, morían entre juramentos o convulsiones, o simplemente resultaban sospechosos de poder en un momento determinado hablar más de la cuenta, se les amontonó todavía más que de costumbre en las salas y pasillos restantes. Ellos no saldrían en el documental, ni almorzarían otra cosa más que la sopa insulsa de todos los días.
Andrzej conversó unos minutos con el doctor sobre el bochornoso reportaje y se dejó convencer por segunda vez de que, ni el hospital ni esa tarde, eran el frente ni el momento en los que luchar. Luego le preguntó por Hannah, como hacía cada día antes de ir a encontrarse con Yoel. El doctor Slawik le confirmó que su tos seguía mejorando, y Andrzej le agradeció una vez más toda su ayuda y se despidió de él, diciéndole, al igual que a Kasia, que iba a encontrarse con su novia y que de paso daría la buena noticia a su amigo.
Sin dejar de manosear los papeles en su bolsillo y con el corazón a punto de salírsele por la boca, recorrió con prisa los pasillos, bajó las escaleras y salió del hospital.
Llegó a la carbonera según lo esperado, antes que Yoel. Vació el cubo de agua en el desagüe del patio, sacudió un poco el colchón para librarlo de la inevitable capa de polvo negro, ahuyentó un ratón que hacía de las suyas entre los pliegues del talit que les servía de manta y daba al escondite una tenue sensación de hogar, y encendió la vela sobre el cajón de embalaje. Una vez que acabó con todas las tareas, se encontró igual de nervioso que antes de llegar y, como no se le ocurrió nada más que hacer, se sentó sobre el colchón, envuelto en el talit, a esperar.
Cuando Yoel llegó, media hora más tarde, se sorprendió de encontrar a Andrzej esperando y el refugio tan acogedor. Sobre el cajón había colocado, además de la vela, la comida para los dos: pan negro, arroz y salchichas.
—¿Y este festín? —preguntó, con una frágil sonrisa retornando por un momento a su rostro.
Andrzej se estremeció, en una mezcla de placer y dolor, al darse cuenta de lo agradable que era volver a verle sonreír.
—Hay visita alemana en el hospital. Hoy toca comer bien porque van a rodar una de sus películas de propaganda.
Yoel no dijo nada. Sabía que esas soflamas proselitistas existían porque hasta los mismos miembros del Judenrat habían sido obligados a participar en ellas. El mundo creería una y otra vez lo que le ofrecieran sin cuestionarse ni por un momento su autenticidad, pensó desalentado. Al menos hoy comerían mejor, gracias a la mentira nazi.
Después de compartir la comida, Andrzej decidió no prolongar más su tormento e ir al grano.
—Tengo algo que darte, Mitziyeh —dijo, en un susurro palpitante.
Yoel medio dormitaba tapado con el talit, arrebujado entre sus brazos, recostado contra su pecho. Sin deshacer el abrazo, cogió las hojas plegadas que Andrzej le tendía.
—¿Qué es?
—Quiero que lo leas.
Yoel empezó a desdoblarlo, pero Andrzej detuvo su mano.
—Es algo muy importante. A lo mejor ya has oído hablar de ello. No lo sé, pero si no es así no lo deseches a la primera de cambio. Léelo y luego hablamos.
Yoel asintió. Un poco receloso, desplegó los papeles y se acomodó de nuevo contra el cuerpo de Andrzej Durante cinco minutos sólo leyó, sin decir nada. Su única reacción fue tan física como silenciosa. Andrzej podía sentir cómo sus músculos se tensaban y su espalda se erguía, cómo su cuerpo se separaba poco a poco del suyo, y cómo su respiración pasaba del siseo soñoliento del principio a un agitado resuello. Andrzej también se fue agarrotando. Intentó acomodar de nuevo el cuerpo envarado de Yoel en el hueco del suyo, pero le fue imposible. Le rodeó con los brazos, pero enseguida los retiró, al sentirlos desacoplados, y se limitó a acariciar las mangas del abrigo de Yoel. Al fin, a punto de estallar y preguntarle si estaba entendiendo lo que ponía en los papeles, habló.
—¿Has… terminado de leer?
—Sí.
Yoel volvió a plegar las hojas e hizo ademán de guardárselas en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Puedo? —preguntó antes de hacerlo.
—Claro, lo he traído para ti.
—¿De qué tenías tanto miedo, Andrzej?
—¿Miedo?
—Sí, ¿de lo que dice aquí o de mi reacción?
Yoel se dio la vuelta y le miró. Andrzej suspiró.
—De que no lo creyeras, supongo.
—Pues lo creo. Era de esperar que antes o después ocurriera algo así.
—¿Tú lo esperabas? ¿La gente lo espera? ¿Los judíos?
—No, no… no creo. No la gente en general.
—Quiero que lo publiques, Yoel. Y que… actúes en consecuencia.
—¿Que actúe?
Por toda respuesta, Andrzej le besó. Yoel le devolvió un beso huidizo y casi, le pareció a Andrzej, forzado.
A la mañana siguiente, Yoel se pasó por casa de Gaddith antes de ir a la sastrería.
—Traigo algo importante —en cuanto cruzó la puerta sacó las cuartillas del bolsillo del abrigo—. Pero no sé si será conveniente hacerlo saber. Léelo, por favor.
—¿Te lo ha dado Andrzej? —preguntó Gaddith, cogiéndolas.
—Sí, ayer. Vamos… léelo.
Gaddith le hizo pasar al comedor, advirtiéndole que no hablara en voz alta. Su casa, aunque ya con cuatro menos que al principio, seguía albergando a demasiada gente para hablar de según qué temas. Se sentó en el sofá, encendió un cigarrillo y se puso a leer en silencio.
—Yoel, esto es… ¿Es de fiar?
Atónita, intentaba asimilar lo que decía el informe. Era la transcripción literal del testimonio de unos supervivientes fugados del campo de Chelmno. Allí, decía la letra pequeña y precipitada de Andrzej, los prisioneros judíos estaban siendo asesinados con gas. A Gaddith todavía le temblaban las manos.
Asesinados. Con gas.
—Yo desde luego, lo creo —dijo Yoel—. Andrzej me dijo que su pretensión es que lo publiquemos. ¿Qué opinas tú?
Se sentó al lado de Gaddith, intentando no marearse con el humo y el olor del tabaco, y preguntándose cómo ella podía fumar sin comer y no caer redonda. Su propio estómago, vacío salvo por un poco de caldo, gruñía de hambre.
—Alarmará a la gente. Pero si de verdad ha ocurrido, tiene que saberse —dijo ella, terminando la lectura de la última hoja y volviendo a doblarlas.
—Sí, eso creo yo.
—Da escalofríos. Me gustaría consultar con el Bund antes de publicarlo, a ver si ellos han tenido alguna noticia. Y con los demás. Si Anajnu va a sacarlo a la luz, tenemos que contar con garantías de su veracidad. ¿Vas a ver hoy a Andrzej, no?
—Sí, como cada día.
—Bien, pues déjame esto y dile que lo consideraremos.
—Habla con los demás, haremos lo que decida la mayoría. En cuanto a lo otro… te fías demasiado del Bund, Gaddith.
—Tengo que confiar en algo.
—Como todos. Pero el Bund es un partido y, como tal, tiene sus propias limitaciones.
—¿Y Andrzej no?
Yoel la miró y tragó saliva. La cotidiana náusea del hambre empezaba a no dejarle pensar con claridad.
—Supongo que Andrzej también, ¿por qué lo dices?
—Porque tú sí confías en él a ciegas, Yoel. Y él está demasiado asustado por ti. Creería cualquier cosa que te supusiera un peligro.
—Eso no significa que esto no sea cierto. Y no es sólo un peligro para mí, sino para todos.
—No, no lo significa. Pero… —agitó los papeles en el aire—. ¿Te das cuenta de que es una bomba de relojería?
Yoel miró a Gaddith fijamente por unos instantes, después se levantó, agarrándose al respaldo de una silla para intentar contrarrestar el balanceo de la habitación.
—Sí, me doy cuenta de que lo es. Tengo que irme. Consulta con el Bund si quieres, pero no les entregues el informe. No estoy seguro de querer que ellos decidan qué hacer con él.
—El informe es tuyo, Andrzej te lo dio a ti.
—El informe es de Anajnu.
—De acuerdo, de Anajnu. Mañana hablamos, ¿vale? Cuídate.
—Claro. Cuídate tú también, Gaddith. Nos vemos mañana.
*
El Bund finalmente consideró infundados los rumores y peligrosa la difusión de noticias tan alarmantes. Nada les hacía sospechar, alegaron, que algo parecido a un exterminio en masa estuviera preparándose de forma tan insidiosa sin que ningún gobierno, incluido el polaco, supiera nada ni hubiera reaccionado ante tamaña atrocidad. Y propagando dichos rumores, habían concluido, sólo se conseguiría angustiar hasta lo indecible a una población ya demasiado maltratada. Anajnu tampoco dio vía libre, por el momento, a la publicación. Demasiado tremendista, convinieron David y Majla. No hay suficientes pruebas, dijo Samuel. Yo lo creo, pero… necesitamos más testimonios, algo que no deje lugar a la duda, secundó Gaddith.
Andrzej se sentía mezquino por el hecho de que algo tan aterrador supusiera para él una esperanza. Pero en el fondo de sí mismo, tenía que reconocerlo, también se sentía optimista. La perspectiva de que Yoel entrase en razón había crecido como la espuma al saber que había dado crédito a la amenaza. Ahora, no podría negarse.
Pero una vez más, la machacona terquedad de las pautas con las que Yoel gobernaba su vida le hizo darse de bruces contra la realidad, sólo unos días más tarde.
—¡Maldita sea, Yoel! —Andrzej atizó una patada al cubo de la gotera, derramando toda el agua por el suelo—. De verdad, estoy empezando a pensar que te apetece morir, o que quieres más a toda esa gente que no conoces que a mí.
Nadie parecía dispuesto a admitir que eso hubiera ocurrido, le había explicado Yoel hacía un rato. Y según se estaba temiendo Andrzej, parecía alarmantemente dispuesto a encabezar una nueva cruzada. Según acababa de soltarle, con los ojos más oscuros que de costumbre y las mejillas encendidas, pero sin perder esa flema que empezaba a sacarle de quicio, era imprescindible fustigar las conciencias adormecidas del ghetto y de los poderes públicos, fueran de la entidad que fueran: el Judenrat, los partidos y asociaciones, los periódicos, las sinagogas y sus rabinos, la gente de la calle, las madres, los ancianos…
—¿Cómo podría irme, Andrzej? ¿No lo entiendes? ¿Cómo puedes pedírmelo si eres tú precisamente quien me ha hecho saber lo que está empezando a pasar?
—¿Que cómo puedo…? De acuerdo, ¡pues quédate! ¡Haz lo que te dé la gana, como siempre! Ponte al frente de tus vecinos cuando vengan a buscaros, y sube al camión el primero. ¡Dales la mano y cántales un himno para levantarles el ánimo, mientras vais todos juntos allá donde os lleven! Eso sí, no cuentes conmigo para ayudarte a morir, Yoel. Me niego, así de simple. ¡Si quieres morirte, muérete tú solo!
Yoel le miró, apesadumbrado. Ver a Andrzej plantado en mitad del charco que él mismo había provocado, con las manos crispadas, le produjo un nudo en la boca del estómago. Sintió algo así como un déjà vu, como si esa misma escena hubiera tenido ya lugar, exactamente igual, decenas de veces.
—No sientes lo que dices, estás enfadado porque…
—¡Estoy harto! Te quiero, pero ya no sé cómo hacerlo. ¿Qué eres, Yoel? ¿Un maldito mártir?
—No soy un mártir, Andrzej. Sólo intento hacer… lo correcto.
—Pues yo creo que eres un endemoniado judío terco como una mula. Empeñado en jugar una y otra vez con la fatalidad. ¿Cuánto crees que te va a durar la suerte, Yoel? Cualquier día, esta misma tarde, vendrán a por ti. Estás llamando la atención demasiado.
—¿Y no era eso lo que me pedías? ¿Que divulgara la verdad?
—Te pedía que la divulgaras para que todos tuvieran la oportunidad de conocerla y que después te vinieras conmigo, no que te quedaras a esperar a que te estalle en la cara. Parece que quisieras comprobar por ti mismo que todo era cierto.
—Andrzej, ya hemos pasado por esto muchas veces. ¿No puedes entenderlo? —se acercó a él y acarició su mejilla—. ¿Qué clase de persona sería yo si me pusiera a salvo sabiendo lo que ahora sé? Estaría pisoteando el cadáver de mi hermano y traicionando el sufrimiento de Isajar. Y el de Asher y mi madre. Y también a Baruj, a Joanna, a Gaddith…
—¿Y yo, Yoel? —le interrumpió Andrzej, antes de que siguiera mencionando uno por uno a todos los habitantes del ghetto. Cogió su mano y, sin brusquedad pero con firmeza, la apartó de su cara—. ¿Qué hay de mí?
—¿De ti? Tú eres lo que más me importa.
—¡Pues hazme caso, maldita sea! ¡Estamos hablando sobre asesinatos en masa a los judíos! ¡Exterminio! Odio ser tan cruel, pero es que me aterra sólo imaginarlo. Déjame ponerte a salvo.
Yoel se sentó en el cajón de embalaje. El colchón permanecía vacío de ellos y de sus cuerpos, cubierto pulcramente por el talit, con el aspecto de no haber sido usado en días. Andrzej había intentado algunos acercamientos amorosos, el último un poco antes, pero él no había sido capaz de dejarse llevar. Suspiró, apoyó los codos sobre los muslos y hundió la cara entre las manos. Andrzej se acercó a él y se agachó a su lado, posó las manos sobre sus rodillas y le miró.
—Nunca vas a ceder, ¿verdad?
Yoel no contestó. Andrzej se acercó un poco más, y con suavidad le acarició los muslos, hasta las ingles. Ante el contacto, el cuerpo de Yoel se volvió a agarrotar. Con firmeza, detuvo el avance de esas manos y las deslizó hacia abajo, hasta posarlas de nuevo sobre las rodillas.
—Debería irme ya —susurró.
—Aún no es la hora.
—Ya, pero… hoy tenemos mucho trabajo —la presión en sus rodillas y la necesidad de salir corriendo empezaban a hacerse insoportables. Se levantó y caminó unos pasos, dándole la espalda.
—Mitziyeh, ¿qué te pasa?
Andrzej no era idiota. Podía ser impulsivo, exuberante y cabezota. Excesivo como un torrente que le aturdía de puro amor, hasta casi ahogarle. Machacón hasta el agotamiento. Podía envolverle en el vendaval de su ímpetu como en el interior de un tornado, del que tenía que estar constantemente emergiendo para no ser engullido del todo. Andrzej era todo eso y, a veces, hasta podía parecer casi infantil en sus requerimientos.
Pero no era idiota.
Ya eran varias las veces que le había rechazado. De forma sutil y poniendo todo su empeño en que no se lo tomara como lo que era, un desaire lo mirase por donde lo mirase. Y aunque, hasta ahora, Andrzej no había dicho nada, y Yoel quería pensar que tal vez achacara su ostracismo al frío, al cansancio, al miedo o a lo incómodo del lugar, también sabía que era algo que no podía pasar por alto por cuarta, quinta, o sexta vez consecutiva.
Le sintió levantarse del suelo y acercarse a él.
Yoel había peleado, y hasta ahora la batalla se inclinaba a su favor, por no consentirse ni un instante de abandono. Porque intuía que, si se otorgaba sólo un momento de desahogo, un soplo de autocompasión, se vendría abajo. Tanto dolor en su interior no merecía otra cosa que ser ignorado, porque sabía que si le prestaba atención le devoraría.
Su hogar ya no existía. Su padre era más que nunca un recuerdo, Asher una herida, abierta y sangrante, Isaac y Hannah unos desgarros, presencias intuidas tras el muro. Ahora su familia eran un anciano solitario, una joven madre sumida en la depresión, una abuela cuyo único capital era el cariño por los suyos, y el pequeño que dependía de ellas dos y por lo tanto, de él. Y él… él era…
Él había querido ser escritor. Había amado la música. Y cuando Andrzej había irrumpido en su vida como un ciclón, con sus botas de fútbol, sus ojos transparentes y su sonrisa abrumadora, también había soñado con formar parte de él hasta el final. Hasta un final muy lejano.
¿Dónde había ido a parar esa otra vida?
Se sentía ahora tan responsable de unos extraños, como desarraigado de los que realmente amaba. Como si toda su vida anterior se hubiera ido evaporando poco a poco dejándole desnudo, de la misma forma que desaparecen las capas de una cebolla, exponiendo el interior a la vista, tierno y blando. Desprotegido. Vulnerable.
—Mitziyeh…
Todo lo que conseguía escribir eran relatos estremecedores sobre gentes que, demasiado a menudo, morían o vivían sin esperanza. O sobre otras, a las que hubiera querido amar y que le amaran, pero que sin embargo le odiaban. Heridas tan profundas que necesitaban ser plasmadas en papel para evitar que su cuchillada le aniquilara, de puro dolor.
Pero sobre todo, abarcándolo todo, asfixiando casi cualquier horror, estaba él. El Obersturmfürer. En sus pesadillas. En sus tardes agotadas y desfallecidas de hambre. Al final de cada jornada y nada más despertar. En su esfuerzo brutal por levantarse y seguir viviendo. Él, su bigote, su uniforme, su sonrisa lasciva, sus botas brillantes. Siempre él.
Y ahora, también, instalado como un cáncer ponzoñoso ente ellos dos. Por él temblaba cada vez que Andrzej se le acercaba. Él era quien había convertido las caricias en invasiones. Por su causa se apartaba al borde del colchón y mentía, achacando su frialdad al hambre o a la fatiga. Pero sobre todo, por su culpa Andrzej acunaba entre sus brazos ahora un gran vacío.
Yoel le odiaba, le odiaba tanto…
Andrzej le pasó los brazos por la cintura, abrazándole desde atrás. Yoel se apartó.
—Déjame…
—¿Pero, qué te pasa?
Yoel sintió cómo sus ojos se humedecían y su garganta se apretaba en un nudo, tan doloroso como asfixiante y, aterrado, presintió que esa batalla la iba a perder, que el monstruo de la agonía iba a ganar el asalto.
La gota del techo caía imparable dentro del cubo, que había sido vuelto a colocar en su sitio después del arrebato. El sonido acuoso, rítmico, hipnotizante, le parecía a Andrzej casi más siniestro que aquel otro, el que más habían temido escuchar: el de las botas taconeando en el suelo o el de la puerta abriéndose violentamente. El matraqueo del agua, golpeando en el fondo metálico del cubo y reverberando en la nada de la carbonera, le producía una desazón que no lograba canalizar en forma de algo útil. Le agarrotaba en una inmensa sensación de nada, de parálisis, de impulso abotargado y apremiante de hacer muchas cosas contradictorias; de no hacer ninguna. Sentía la necesidad de arrancarle a Yoel lo que fuera que le estaba martirizando, de decirle algo, de no decirle nada y sólo abrazarle, hacerle saber que estaba ahí, a su lado. Y a la vez, un miedo cerval, arraigado a los lados de la columna, helando sus pulmones y haciendo temblar sus manos. Miedo al dolor de su compañero y al suyo propio. A no saber qué hacer con él si se lo ofrecía después de habérselo casi exigido, después de tantas peleas por no creerle capaz de sentirlo. Después de haberlo provocado.
¿Lo había provocado él?
Podía casi palpar cómo ese miedo, o esa angustia, o acaso el mismo Yoel, o todo a la vez, estaban a punto de desbordarse. Y no sabía qué hacer.
—Eh… Mitziy… Amor mío…
Yoel, de espaldas a él, con voz rota y amortiguada, empezó a susurrar algo que Andrzej no lograba entender. Schand… beheime…[70]
—Yoel, por favor… ¿Qué dices?
Yoel sacudió la cabeza y siguió farfullando farschiltn… mies…[71] ¿Plegarias? ¿Maldiciones?
—Yoel… no entiendo lo que dices, amor. ¿Es por lo que te he dicho? Sabes que no hablaba en serio. Perdona, Mitziy. He sido un imbécil.
Yoel negó con la cabeza.
—No, ¿qué?
—No es por lo que has dicho.
—Lo del camión y el héroe ha sido una grosería imperdonable. Lo siento muchísimo.
—No es eso, Andrei.
Andrzej percibió, en el tono atormentado de su voz, la lucha interior de Yoel. Y se asustó más todavía.
—¿Entonces qué es, Mitziyeh?
—A veces me canso, Andrei —dijo Yoel al fin, con aire ausente, todavía de espaldas—. Durante todo el día tengo que hacer como si las cosas no hubieran cambiado tanto. Como si ir todas las mañanas a la sastrería, saludar a Abraham y a las mujeres, trabajar, volver a casa… todo eso siguiera siendo como lo que ha sido siempre. Veo a Gaddith cada vez más delgada y más fatigada. A mis vecinos desaparecer, uno tras otro. En mi casa a gente que no es mi familia.
Andrzej escuchaba, sin atreverse a tocarle de nuevo.
—Eres un ser humano, Yoel. Como todos. No puedes cargar sobre tus hombros todo el peso del ghetto y además pretender que no te afecte.
—Y no lo hago. Es sólo que a veces… siento que no puedo más.
—Y te niegas a compartir tu agotamiento conmigo. ¿Por qué?
—Lo estoy haciendo.
—¿Lo estás haciendo, Yoel?
Yoel se volvió. Ambos se miraron en silencio.
—Está bien… —suspiró—. Voy a contártelo.
Si hubiera disparado contra Andrzej, no le habría provocado más dolor.
Se lo había contado todo, sin parar, sin pausas ni aspavientos. A ratos mirándole, a ratos de espaldas a él. Sintiendo cómo una mezcla de emociones golpeaba a Andrzej y volvía a rebotar sobre él, aturdiéndoles a ambos. Había reducido el borde de la manga de su camisa a un trozo de tela retorcido mientras hablaba, había perdido la voz y vuelto a recuperarla. Pero sobre todo, se había obligado a seguir, aunque enmudecer se le mostrara tan piadoso. Andrzej le había escuchado casi todo el tiempo de pie, al igual que él, pero al final se había derrumbado sobre el cajón. En algunos momentos había temido que le hiciera callar, y en otros lo había deseado casi con desesperación. Ahora, vacío ya de silencios, Yoel podía palparlo; helando el aire, acercándose a él y volviéndose a retirar, como una ola gigantesca y destructora, revestido de furia. El dolor…
—¿Por qué?
Esperaba la pregunta, la andanada de preguntas. Demasiado había resistido Andrzej, escuchándole en una muda incredulidad hasta ese momento. Ahora, junto a los porqués, Yoel también esperaba la explosión de su ira, el estallido de su rabia, su cólera. Y estaba dispuesto a acogerlas, rendido.
—¿Por qué, Yoel? ¡Maldita sea!
Andrzej se levantó de golpe. Estaban ahora de pie, uno frente a otro, mirándose. Paralizados, rígidos, ni demasiado cerca ni demasiado lejos; podían tocarse. Yoel se acercó un paso a Andrzej e intentó coger su mano, pero él la retiró. La de Yoel volvió, desamparada, al bolsillo de su abrigo.
—¿Por qué? ¿Por qué tú? ¿Por qué a ti?
—Yo soy uno más, Andrzej.
—¡Uno más! ¡No eres uno más para mí!
Yoel agachó la cabeza. El retumbar de la gota dentro del cubo martilleaba sus sienes sin piedad, le dolía la garganta, se sentía mareado y débil. El frío le helaba los huesos a pesar del abrigo. La carbonera ya no le parecía un refugio, sino un cubil claustrofóbico, asfixiante, coagulado en un lento gotear y una tiniebla inmisericorde.
—¿Por qué no me lo habías contado antes?
—Andrei, por favor…
—¿Por qué, Yoel?
—Porque… no podía.
—¿Por qué no podías? ¡Claro que podías! ¡Dime por qué no podías!
—Porque… —su voz se ahogó a tiempo para no confesar la verdad, parte de la verdad. Le concedió la otra mitad—. ¿Qué hubieras hecho?
—¡No habría dejado que ocurriera! Habría ido a quien te está haciendo eso y…
¿Y… Andrzej?, indagaron los ojos de Yoel. Pero Andrzej no se dio cuenta. Se estaba consumiendo en la fiebre de la venganza.
—¡Le mataré! Le mataré con mis propias manos.
—No, Andrzej.
—¿No? No, ¿qué?
—Que no puedes hacer eso.
La mano de Yoel quiso salir del bolsillo para ir otra vez al encuentro de la de Andrzej, pero se quedó allí, humillada por el reciente rechazo. Andrzej le miró desconcertado, levantó las cejas inquisitorio, y se apartó el flequillo de la frente, como si quisiera arrancárselo. Se volvió de espaldas, dio una zancada, y reprimió una nueva patada al cubo. En su lugar, se giró de nuevo.
—Tú… tú… ¿Tienes que ir tú a ese sitio? —increpó, apuntándole con el dedo—. ¿No puedes impedirlo de alguna manera? ¿Hacer que vaya otra persona a entregar los pedidos? Porque supongo que ocurre allí, ¿no? En la calle Gesia.
—Sí…
Yoel podía ver la huella de la afrenta en el rostro de Andrzej, en la mirada diamantina clavada sobre él, en el temblor de las aletas de su nariz, en el sonrojo de sus mejillas. Se preparó para otra acometida.
—¿Cómo has podido dejarle?
Aunque, tal vez, no para una tan brutal.
—Yo no le dejé, Andrei.
—¡Podías haberte negado, haberle denunciado, haberte escondido! Si no querías decírmelo a mí, al menos podías haber hecho algo.
Yoel cerró los ojos unos segundos y también los puños dentro de los bolsillos y respiró, intentando anclarse a la fortaleza que le quedaba.
—¡Pero te quedaste quieto! No hiciste nada. Darles la razón a los que creen que pueden hacer con nosotros lo que quieran, ¡eso hiciste!
Andrzej se acercó a él en dos grandes zancadas.
—¡¡Podías haberlo evitado, Yoel!! ¡¡Podías haberlo evitado, joder!! ¿Hiciste algo para evitarlo?
Yoel cargó con la ira de Andrzej, aceptándola sin rebelarse. Aceptó su vergüenza, su impotencia, su rabia. Aguantó, sin quejarse ni apartarse, los golpes que Andrzej había empezado a propinarle en el pecho, en los brazos, en los hombros, seguro de que ni siquiera era consciente de ello. Unos golpes ya rotos dese su nacimiento, inútiles, impotentes. Fruto de la pena y la frustración, más que de la ira. Resistió hasta que fueron perdiendo fuerza y dieron paso a blandos empellones con las palmas abiertas. Entonces, sin rudeza, sujetó las muñecas de Andrzej sobre su pecho. Sabía que la furia no iba a durar mucho, que estaba a punto de quebrarse, que los golpes se estaban ya transformando en dolor y que ese dolor iba a ser imparable. Y él iba a estar allí, tenía que estar allí, entero, suyo. A pesar de que Andrzej le sintiera ahora tan poco suyo.
—¡Y me mentiste! Decías que era cansancio, que era por tu familia, por tu pueblo, por todo eso por lo que no podías más. Por lo que cada vez estabas más deshecho.
—Y era por todo eso, Andrzej.
—Ya… —le miró, desde una proximidad atrozmente lejana—. ¿Sólo por eso?
—No… no sólo por eso.
—¿Lo sabe alguien más?
—No, nadie más.
—Siempre igual, Yoel —Andrzej soltó una risa amarga, y le clavó una mirada que quiso ser punzante, en un inútil intento de culparle por tanto dolor—. Siempre cargando con todo tú solo. Apartándome de ti, rechazándome… ¿Desde cuándo te doy asco?
—¿Asco? ¡No, no! No digas eso, Andrei. No, lib, es sólo que…
—Que no soportas que te toque, porque… porque ya él…
Yoel reconoció el avance de la hendidura en la voz que se quebraba. Soltó sus muñecas y le abrazó.
—No, no, no…
Andrzej hundió la cabeza en su hombro y le rodeó con los brazos, estrujó el abrigo de Yoel, apretándose contra su cuerpo con fuerza. Por fin, estalló el llanto.
—Porque él lo hace…
—No, lib, no…
—Mitziyeh… No quiero que él te toque.
—No, amor, yo tampoco. Ven conmigo, ven…
—Y yo… yo soy un cretino.
—Ven, Andrei.
—Lo siento, amor mío…
Yoel le arrastró hasta el cajón, apartó la vela y le sentó a su lado. Durante los minutos siguientes sólo le abrazó, le acunó, sostuvo su dolor y lo manejó con tacto, como pudo, como supo. Recibió la cólera y la amortiguó, porque era tan suya como de él. Porque la sabía compartida y porque tenían derecho a ella, los dos. Cuando sintió que el llanto cedía, que las convulsiones de Andrzej iban dando paso a suspiros derrotados, habló.
—Andrei, mírame.
Andrzej levantó la cabeza, despacio.
—Le odio, le odio con todas mis fuerzas. ¿Me crees, verdad?
Andrzej asintió.
—Si hubiera podido matarle, yo mismo lo habría hecho.
—Tú no matarías ni a una mosca, Mitziy.
Yoel le acarició el pelo en silencio. Por el momento quiso dejar que las aguas volvieran a su cauce. Las certidumbres a su lugar. Que lo cotidiano regresara despacio e intentara ocupar su sitio en mitad de aquello indefinido que todavía sostenían entre los dos, ahora hecho pedazos.
—Perdóname, amor mío. Siento todo lo que te he dicho —dijo Andrzej.
—No tengo nada que perdonar, lib.
Yoel siguió acariciando su rostro y su pelo. Andrzej suspiró.
—¿Cómo puedes soportarlo? —preguntó al fin.
—Porque no tengo otra opción, Andrei. Realmente, no la tengo.
—Lo sé.
Se besaron en silencio, sin asomo de sensualidad, sin concupiscencia. Sólo con ternura y con algo de miedo, como cuando dos personas comparten un beso nada más haberse conocido, todavía extraños, dándose algo demasiado íntimo sin saber qué van a pensar el uno del otro a partir de ese momento. Mientras, el destino tomaba el mando, abriendo, sin que ellos lo supieran, un punto de inflexión sin retorno en sus vidas.
Andrzej trabajó los siguientes días como en una nube. Negra y espesa. Kasia se acercó a él y le hizo la misma pregunta que hacía casi un mes.
—¿Le pasa algo a tu novia?
Esta vez la respuesta fue diferente.
—Sí, Kasia. Le pasa algo.
En casa de Vladyslaw y Fialka contestó casi lo mismo cuando sus amigos le interpelaron por su tristeza, tan profunda como evidente.
—Yoel está mal.
—¿Qué le pasa? —preguntó Fialka—. ¿Está enfermo?
—¿Podemos ayudarte, Andrzej? —dijo Vladek.
—Lo que sea —se ofreció Otto.
—Creo que no podéis. Pero gracias, chicos.
Andrzej resistió. Resistió la necesidad de volver a preguntarle por qué se dejaba acosar. La de pedirle, la de ordenarle, que no se acercara más a la calle Gesia. Resistió el impulso de ir él mismo y liarse a tiros. Resistió los repetidos rechazos de Yoel a sus ensayos de acercamiento, con paciencia y cariño. Resistió la rabia, el dolor y la impotencia, porque Yoel también lo hacía. Y porque era la mejor forma de amarle que tenía a mano. En realidad, la única.
Siguieron viéndose a diario en la carbonera, y Andrzej no volvió a ponerle a prueba. No volvió a acalorarse por su terquedad en continuar en el ghetto. Ni a insistir en utilizar el colchón. Ni a forzarle a hablar.
En cambio, tomó una decisión.
El quiebro que se había producido en las vidas de Andrzej y Yoel aquel día en la carbonera, mostraba su primer destello; marcaba, tan indeleble como un tatuaje grabado bajo la piel, el camino a seguir. Un camino sin retorno ni vuelta atrás, sin atajos ni rincones al abrigo del viento cortante o del miedo, tan perseverante como inservible a partir de entonces.
—No sé lo que tendréis pensado vosotros, pero yo voy a unirme al Armia Krajowa[72] —anunció a Otto, Vladyslaw y Fialka una tarde de junio, en casa de la pareja—. Creo que ya es hora de dejar los discursos y las reuniones, y pasar a las armas.
Encendió un pitillo y se sentó, esperando la reacción de sus amigos. Otto le miró, perplejo.
—Creía que estábamos considerando qué hacer acerca del tema. ¿Por qué esa decisión unilateral?
—Porque no puedo esperar más.
—Claro —bufó—. Supongo que Yoel es la causa de que no puedas esperar y reflexionar las cosas con imparcialidad, como siempre.
—¿Y qué si lo fuera, Otto? ¿Te molesta? Ya he reflexionado. Demasiado, diría yo. Y mi decisión es unirme al AK, tanto si vosotros lo hacéis como si no.
—¿Y el Nowy Warszawa? Somos una colectividad, aparte de un grupo de amigos. Hay más gente implicada, no sólo sois tú y Yoel.
—¿No crees que ya es hora de hacer algo? Llevamos desde enero debatiendo, pensando, calibrando pros y contras. Sabemos que va a haber una Aktion[73] en el ghetto de un momento a otro, porque ya las ha habido en otros lugares. ¿A qué estamos esperando? ¿A que se carguen a los primeros miles aquí, en Varsovia? ¿A que sigan torturando a los vivos?
Vladyslaw tomó un sorbo de su taza de café y miró a Fialka.
—Yo me uno al AK con Andrzej.
Ella se acercó a su marido y posó una mano pecosa sobre su hombro.
—Yo también. En realidad ya lo teníamos pensado, Andrzej. ¿Y tú, Otto?
Otto se estaba volviendo cada vez más hermético de puro miedo. Fialka sentía mucha lástima por él.
—¿Otto? —repitió—. No estás obligado a hacerlo. Puedes seguir en el Nowy Warszawa, como hasta ahora. También necesitamos ideólogos.
Otto miró a Andrzej, avergonzado.
—Yo no puedo.
Éste le miró, comprensivo.
—No pasa nada, Otto.
—Querría hacerlo pero…, tengo demasiado miedo.
—Nadie dijo que esto no diera miedo. Ni que fuera obligatorio no sentirlo. Ya te ha dicho Fialka que puedes seguir como hasta ahora, no hace falta que cojas un arma. De verdad, Otto.
—No creas que… es por…
—¿Porque no estas de acuerdo en lo mío con Yoel? No, no veo qué tiene que ver.
Otto suspiró y se miró la punta de los zapatos, como hacía siempre que se sentía acorralado por sí mismo. En ese momento se debatía como un pez recién pescado, boqueando en la cesta, entre la fidelidad a Andrzej y su propia forma de entender el mundo. Para él, sí tenía que ver.
—¿Lo haces por él? —preguntó, turbado—. Lo de unirte al AK.
—Lo hago porque tengo que hacerlo, Otto. Nada más.
—No sé si creerte.
—Chicos, acabamos de tomar una gran decisión —zanjó Vladyslaw—. ¿No crees que las motivaciones de cada cual sobran, Otto?
—Tienes razón —admitió éste, cabizbajo—. Os apoyaré en todo cuanto pueda. Desde la retaguardia.
—Eso será más que suficiente —dijo Vladyslaw.
El veintidós de julio, un decreto decidió el futuro de todos los judíos de Varsovia. Serían reasentados en el este, Große Umsiedlungsaktion[74], la llamaron. Harían algunas excepciones con respecto a determinados empleados o cargos públicos, pero no en cuanto a edad ni sexo.
—Es una Aktion —dijo Vladyslaw leyendo el titular y mirando a Andrzej por encima del máuser que estaba cargando—. Sin duda.
—Lo es —Andrzej apoyó el rifle contra su hombro y apuntó a la diana clavada en la pared—. Ya ha empezado.
Miles de personas también creyeron que había empezado, que finalmente sí era verdad lo que algunos, como ese chico de ojos azul oscuro y rostro dulce, habían pronosticado desde sus panfletos revolucionarios y transmitían de boca en boca en cuanto tenían oportunidad, jugándose con ello la vida. Lo creyeron cuando fueron literalmente sacadas de sus casas, empujadas a culatazos, y hacinadas durante horas a la intemperie sin agua ni comida, sólo con la promesa de un reasentamiento y un puesto de trabajo en el este.
Miles lo creyeron, pero no todos. Algunos, demasiados, todavía siguieron confiando en Yahvé, en los alemanes, en el género humano o en la suerte. Algunos no supieron que lo último que verían de su amada Varsovia y del mundo, era la plaza en donde estaban esperando bajo un sol de justicia antes de subir al vagón de ganado. Para llevarles no al este, a un lugar donde vivir, sino a Treblinka, un lugar donde morir.
—Guten Morgen, Herren.
Yoel saludó a los dos soldados de la entrada. En sus ojos oscuros, la impotencia imperando sobre cualquier otro sentimiento, una vez más. Casi podía sentir el rumor de cientos, miles de voces, el calor, el miedo que estallaba varias calles más allá, aplastándole con su peso. Los soldados le dedicaron una venenosa sonrisa.
—Pasa y que te diviertas, jude.
Cerca de allí, en la plaza, en el mismo instante, quedaba atrapado el espectro del desengaño de miles de personas, enganchado en sus vallas, sepultado en su suelo de tierra y flotando en su aire. En el mismo lugar desde donde partieron los trenes y agonizaron todas las esperanzas. Umschlagplatz.