CAPÍTULO XII

—¡Qué susto me diste!

—¿Tan cambiado estoy?

—Sos otra persona, Pozzi.

—¿Mejor o peor?

—No me gusta como te queda.

—¿Te puedo dar un beso, sin bigote?

—¿Y el pelo, por qué tan corto?

—Me voy a Buenos Aires.

—No te creo.

—Sí. Vuelvo a Chile, y de ahí entro por Mendoza, en tren.

—¿Y no querés que te reconozcan?

—Me están haciendo papeles nuevos. Me voy a llamar Ramírez, ¿qué te parece?

—El bandido de La fanciulla del West se llama Ramírez, pero es el galán.

—¿Y yo no soy el galán?

—…

—¿Lo matan al final?

—Se salva, lo están por ahorcar y la chica lo rescata al final. La soprano.

—¿Cómo te sentís?

—Tengo dolores, todos los días, al rato de comer. Parece que por un tiempo me van a durar, es una consecuencia de la operación.

—Pediles calmante.

—Tengo que insistir mucho, ellos son contrarios a tanto calmante.

—Tenés que aguantarte un poco, entonces.

—La verdad es que nunca me imaginé que iba a ser tan largo.

—Si te ponés impaciente va a ser peor.

—Yo en el espejo me veo mal, pero no sé si será sugestión. ¿Vos cómo me ves?

—Un poco ojerosa, pero debe ser de tanto encierro.

—Es una locura que te vayas, Pozzi.

—No tiene sentido que me quede.

—Estaba segura de que a estas horas ya habías firmado el contrato con la Universidad.

—No, estoy intranquilo acá.

—Mucho peor es que estés corriendo peligro. Es una locura que te vayas.

—No hay que exagerar, Anita. Lo de los papeles es una precaución, para la entrada, nada más.

—¿Y después?

—Allá tenemos gente que sabe quién está vigilado, y si hay necesidad de esconderse.

—Y si se da el caso que tenés que esconderte ¿de qué sirve que vayas?

—Es que puedo seguir con el trabajo, de la defensa de presos. No hay necesidad de que yo me presente a Tribunales, puedo hacer toda la otra parte del trabajo, que es muy pesada, los escritos, por ejemplo. Y otro abogado los presenta como de él. Eso es todo, no me voy a meter en cosa de guerrilla, vos sabés que en eso no estoy.

—Lo que no me gusta es que ya estás fichado, si te allanaron la casa por algo es.

—A medio mundo le han allanado la casa, eso no significa nada.

—¿Vos creés?

—Claro, a la distancia se magnifican las cosas.

—Te admiro el valor. Yo que vos no iría.

—¿Cómo te sentiste… después de lo del otro día?

—No sé.

—Cómo no vas a saber…

—…

—Yo me sentí muy bien.

—Yo no. Me sentó mal, la verdad sea dicha.

—No puede hacer mal…

—…

—No me saques la mano… Tengo ganas de tocarte.

—No, Pozzi.

—A vos te gustaba el bigote.

—En serio, no me siento bien.

—Como quieras.

—Escuchame una cosa. Si yo hubiese aceptado tu propuesta, de llamarlo a Alejandro, ¿no era un modo de poner en peligro a mi familia? A Clarita, y a mamá.

—No creo.

—Yo sí creo. A mamá por lo menos la habría interrogado. Y no te olvides que ya nosotros tenemos el antecedente de lo que nos hizo Alejandro, que no sé cómo habrá quedado registrado eso, en la policía.

—No, no creo que se metan con una mujer grande, y una criatura.

—Vos no creés, y con eso yo me tendría que quedar tranquila.

—Es sentido común, nada más, ¿qué pueden sacar de tu mamá o Clarita? Es obvio que son inofensivas para el régimen.

—Pero pueden pensar que yo sí estoy en algo.

—Ellos saben bien quién actúa y quién no. Y vos en este caso no harías más que llamar por teléfono a alguien que en otra época fue amigo, y en cierto modo protector.

—No estoy tan convencida.

—…

—¿Cuándo te irías?

—Mañana.

—No te vayas, por favor.

—Tenés la mano linda, fresca.

—Te haría bien quedarte acá, Pozzito. De veras, podrías seguir estudiando, vos tenés mucha cabeza, podrías hacer investigaciones de lo que te interesa, de Sociología, de todo eso.

—Pero es más urgente lo de allá.

—Yo me estaba ilusionando de que te quedases. Aquí ibas a cambiar…

—¿Por qué querés que cambie?

—Vos tenés porvenir, yo creo. Si te quedás más tiempo, verías las cosas de allá con otra perspectiva, y te cambiarían las ideas.

—Yo no quiero que me cambien las ideas, ¿qué estás diciendo?

—Sí, no te quiero ofender, vos tenés muchas cosas buenas, que te las respeto, de veras, pero esa cosa del peronismo… Si te quedás acá a lo mejor se te pasa…

—Estás loca.

—Y si te convertís en una autoridad, en tu materia, podrías volver dentro de unos años, y ser útil de otro modo.

—Tu planteo es totalmente irreal. El país me necesita ahora, y yo sé que puedo ser útil ahora. Y no te estoy hablando vagamente, son cosas concretas las que tengo que resolver allá. Gente que está presa, gente que está desaparecida, hay que ayudar a encontrarlos, a sacarlos de la cárcel.

—Pero si han asaltado bancos, o secuestrado a alguien ¿cómo los vas a poder sacar de la cárcel? ¿no son delincuentes comunes?

—Te hablo de casos muy diferentes. Periodistas, profesores, gente que piensa y que no se calla, y que por eso están presos. Y ésa es la gente que me espera, porque a fuerza de reclamos algo se consigue, a alguno logramos sacar de ese infierno.

—Sí, tenés razón, yo eso siempre te lo he respetado, pero…

—Siento que ésa es mi responsabilidad, Anita. No puedo desentenderme.

—Pero es que puede haber otra gente que lo haga, ese trabajo. Que no estén en lista negra, como vos.

—No hay gente, somos muy pocos los que podemos hacer ese trabajo.

—Yo tengo miedo de que estés exagerando. Vos tenés demasiado espíritu de sacrificio, no me lo niegues. Desde siempre. No tenías necesidad de trabajar mientras estudiabas la carrera, pero se te puso en la cabeza que tenías que trabajar, ¿y quién te para a vos cuando se te mete una idea en la cabeza?

—Yo soy así, Ana. Mi sensación fue siempre ésa, de que tenía de sobra, y podía dar algo a los que tienen menos.

—Vos sos así ¿pero acaso no podrías cambiar?

—Ya te he dicho que no quiero cambiar.

—Claro, te gusta demasiado tu personaje, del sacrificado, del mártir.

—Para mí no es sacrificio, es sentido de la justicia, nada más.

—Si vos te quedases aquí podrías ser útil más adelante, muerto no les vas a servir de nada, ¿será posible que seas impermeable a todo lo que te digan? ¿no podés escuchar a los demás una vez siquiera?

—¿Vos acaso escuchás? Te he asegurado que lo de Alejandro sería fácil, sin riesgos, y harías un gran servicio a tu país.

—¿Si yo llamase a Alejandro vos te quedarías?

—Sí, claro…

—…

—Anita, sería formidable.

—…

—Podemos llamarlo tal vez mañana mismo, después que hable yo con Buenos Aires.

—No, Pozzi. Es por Clarita y mamá, que no puedo hacerlo.

—Estás loca, nunca se meterían con una criatura y una mujer grande.

—¿Que no? ¿acaso no les serviría para extorsionarme a mí? ¡y hacerme hablar!

—No serían capaces.

—¡Cómo que no serían capaces! Vos sabés la gentecita que hay en este gobierno, los criminales que hay infiltrados ahí adentro. Y así y todo insistís, Pozzi. Vos estás actuando de mala fe conmigo.

—Es por miedo tuyo, nada más. Es por vos misma que no lo hacés.

—Bueno, es por mí. Me da miedo. Además si alguna vez quisiera volver a Buenos Aires, ya no podría.

—Anita, terminemos con los macaneos.

—¿Qué macaneos?

—Escuchame, esto es demasiado serio, hay vidas que dependen de lo que resolvamos, vidas valiosas, de veras te lo digo.

—Mi vida es importante. Y la tuya también.

—Mi vida es menos importante, Ana, que la de esos dos hombres que queremos sacar del país.

—Basta con esa historia tuya de los sacrificios. Ya es manía.

—Nada de eso, Ana. Ésa es mi verdad, no me importa lo que me pase a mí, si es por algo que vale la pena.

—¿Y mi verdad qué? ¿querés que yo también me una al sacrificio?

—Sería un modo de hacer bien, mientras pudieses.

—¿Por qué mientras pudiese?

—Basta de macaneos, Anita, por favor. Vos sabés a qué me refiero.

—¿Qué? ¿te creés que me voy a morir?

—Vos lo sabés, mejor que yo.

—Yo no sé nada. Yo quiero curarme, eso es lo único que sé.

—Vos sabés que no te operaron. Abrieron y volvieron a cerrar, porque en las condiciones esas no se podía hacer nada.

—No es cierto.

—No estamos jugando, Ana. No somos adolescentes. Éstos pueden ser los últimos días que nos quedan para vivir, no podemos dejar de enfrentar la realidad. Si estamos a tiempo de hacer algo positivo… ¡tenemos que hacerlo!

—No te creí capaz de decir una cosa así…

—Pero es hora de hablar en serio, Anita. Por más que te diga mentiras no te voy a devolver la salud.

—Querés decir que no tengo cura.

—La probabilidad de salvarte es mínima. Te estaban tratando de poner en condiciones para otra operación, porque el tumor está en el estómago pero también en una parte del pulmón, ya está ramificado.

—…

—Pero de la última consulta salieron indecisos, creen que es inútil volver a operar.

—Para operarme necesitan mi consentimiento. Y a mí no se me ha mencionado nada.

—Ellos hablaron con tu amiga, con Beatriz. Y ella habló con tu mamá.

—¿Mamá sabe?

—Sí, y la autorizó. Y dio la garantía de los pagos.

—¿Por qué me decís todo esto? Es todo mentira tuya.

—Es terrible, Anita, pero es así, no podemos cambiar las cosas.

—Pero yo no lo sabía…

—¿De veras no lo sabías?

—No.

—¿Pero no te dabas cuenta que estás perdiendo peso, y que los dolores aumentan cada vez más?

—Yo no me daba cuenta.

—¿Y acaso no preferís saberlo?

—No, Pozzi.

—Pero así podés siquiera decidir, elegir, no sé cómo decirlo…

—¿Decidir qué?

—Lo que vas a hacer con tus últimos días. En unos días podés hacer lo que no quisiste hacer en toda tu vida.

—No me gusta lo que decís, Pozzi.

—Yo desde que lo supe tengo una inmensa tristeza, Ana. Vos sos parte de mí, la parte del placer, no sé cómo explicarte, del lujo. Vos eras mi lujo, Anita. Pero no está en mí cambiar las cosas. Lo único que puedo hacer es pedirte que aceptes la realidad, y hagas lo más que puedas con lo que te quede vivir. Y ojalá suceda un milagro, y todo se arregle. Pero…

—Y si te ayudo con lo de Alejandro…

—Decime…

—…

—Te escucho…

—Si te ayudo, mi muerte va a tener un sentido…

—No lo digas así. No sé, suena todo muy mal, pero me parece que es tu vida… que… bueno, no me gusta decirlo. Son cosas tan… importantes, me da miedo manosearlas.

—Sí, comprendo lo que querés decir.

—…

—Qué brutalidad, Pozzi.

—…

—Qué brutalidad la tuya.

—No lo tomes así.

—Te sentirás muy hombre siendo capaz de decir una brutalidad semejante.

—No me entendés…

—Solamente un hombre puede ser capaz de una brutalidad así.

—…

—Una mujer no sería capaz.

—Ves, lo que seguís es diciendo mentiras, engañándote a vos misma. Vos no tenés derecho a decir eso, porque a las mujeres las despreciás.

—No es cierto.

—Ni a tu hija la querés, ni a tu madre. Por esa misma razón.

—No es verdad, yo las quiero. Son lo único que tengo.

—¿Ves que no podés admitir nada que sea cierto? Ellas no están acá porque no las querés, no te gustan, las despreciás, porque son mujeres. Yo te conozco bien.

—No te quiero ver más, en mi vida.

—…

—Aunque me queden horas, lo que sea, por favor que no tenga que verte más.

—Yo no te quiero hacer mal. Te lo juro.

—…

—Creo que es mejor que sepas la verdad.

—Gracias, Pozzi.

—Después de que lo pienses, es posible que comprendas mi intención.

—Tu intención es buena, gracias.

—…

—Preferiría estar sola, si no te molesta.

—Sí, claro. Vas a ver que pensándolo…

—Ni una palabra más, te lo pido.

—Mañana te llamo.

—No, por favor, no quiero nunca más saber de vos.

—Yo te quiero mucho, Anita.

—…

—Hasta mañana.

—…