CAPÍTULO VII

Nuevamente burlada por las pesadillas, se decía la actriz en su cama, al mismo tiempo que no lograba despertarse cabalmente. Esta vez la trama del sueño le resultaba simple, de fácil interpretación. Se había visto ante un productor, de esos de la nueva leva y sucesores de su finado descubridor, para discutir un contrato. En un momento debía referirse a pasados éxitos para defender su cotización pero inexorablemente olvidaba los títulos, el nombre de cada director, de cada coestrella masculina. Tampoco podía recordar el nombre de sus choferes.

Un quejido extraño, o el llanto de una niña, la devolvió finalmente a la vigilia. Era en realidad el canto de un pájaro mexicano no identificado. Muy cierto que los siete años en la Meca del Cine no habían dejado huella importante en su vida, y sí una cantidad de nombres y fechas prescindibles; tampoco estaba orgullosa de su propio trabajo, la incomprensión de los críticos la había convencido de la banalidad de sus actuaciones. ¿Pero por qué las tinieblas del pasado en vez del presente diáfano que la tierra mexicana ofrecía?

Le agradó sobremanera ese coqueto dormitorio estilo colonial, lo veía por primera vez a la luz del día. Llegada a la hacienda fastuosa ya entrada la noche, con alivio había confirmado lo prometido por sus anfitriones generosos: estaría sola, rodeada de servidumbre discreta. El otro huésped del lugar ocupaba un pabellón alejado y, como la actriz, no quería ver a nadie. Se trataba también de una personalidad del celuloide, un joven y laureado argumentista estadounidense. Qué hastío, se había dicho la actriz al enterarse. El hastío. Se imaginó al hastío como un pavo real, según las palabras de una bella canción. Se asomó a su balcón enrejado y exponentes típicos de flora subtropical —bananero, palmera, ibisco, buganvilla— le ofrecieron profusión de diseño y color. Y entre ellos se paseaba, con la ostentosa cola desplegada, más de un pavo real. «¡Traen mala suerte!» se dijo la estrella y buscó inútilmente una herradura que tocar. «Bah… en otros lugares no había estos bichos y no por eso me dejó de ir mal».

Por teléfono ordenó el desayuno, dada la cantidad de platos a elegir y lo incomprensible de los nombres se le sugirió bajar al parque, donde estarían servidos diversos manjares: malos recuerdos estremecieron a la actriz. La escalinata de roble la llevaba a un salón del que no pudo notar más que el fresco deslumbrante que lo adornaba, en tríptico. Sobre el muro de la izquierda se alzaba una rebelión campesina, bruñidos rostros aindiados se enrojecían de furor, contrastando con el verde de los sembrados, la paja amarilla de los sombreros y el blanco de sus ropas típicas. No vio el muro central ya que la mirada le fue magnetizada por los lujos que explotaban a la derecha, la kermés de los ricos. Al acercarse para observar mejor ese tramo de mural, un dispositivo audiovisual se puso en marcha y le explicó en tres idiomas que se trataba de los enemigos del pueblo y de la vida. Por último indicaba que colocándose en cierto lugar estratégico, quien mirase notaría que los rostros de esos ornados personajes eran en realidad calaveras, y más aún, colocándose a pocos centímetros de cada uno de esos muertos quien los mirase vería reflejado su propio rostro. La actriz se acercó a la figura de mujer más importante, la dama muy celebrada que iba del brazo del presidente o generalísimo. Se vio entonces a sí misma, vestida de encaje negro hasta los pies, alhajada en perlas y platino. Decidió hacerse un vestido igual regresando a California.

El alegre repiqueteo de una campanilla le indicó el camino a la balaustrada con vista a una capilla churrigueresca invadida por la humedad y las hierbas trepadoras. Prefirió el paisaje de la mesa misma, ya estaba servido un desayuno multicolor. Le resultó inverosímil el rojo de aquellos mameyes, ¿bermejo o coralino, lacre, punzó, granate, purpúreo o carminoso? y los aguacates eran verdemar y verdemontaña y verdinegro, se dijo, mientras que las papayas le resultaban o amarillo azufrado o caqui o canelado o azafrán, y los dátiles carmelita, pardo, aburelado, castaño o bronceado según le incidieran los rayos solares. La temperamental actriz sintió nostalgia del azul y miró el cielo: turquesado, añil, índigo, azul celeste u opalino, según entornara más o menos las internacionalmente aclamadas pestañas.

Había pedido estar sola pero el silencio la obligaba a escuchar su propia voz, «¿Qué será de mí ahora que no me ata contrato alguno? El mundo ha cambiado, el jefe de los Estudios ha muerto, en Europa la guerra ya se apaga, podría volver al viejo mundo y comenzar otra vida. Me resta tan sólo un filme que rodar, el más importante de toda mi carrera, el rol que codician todas las estrellas y hasta he recibido anónimos amenazando mi vida si ruedo ese filme. ¡Ja! no saben ellas los peligros que corrí en mi existencia… y digo justamente ellas porque son las demás actrices las que así pretenden asustarme. Pero no deberían preocuparse, porque después de este filme tal vez me retire, quién sabe, el destino dirá, creo que es inútil planear lo que sea…». No se atrevió a seguir, todo dependía de cierto día ansiado y temido, dentro de muy poco cumpliría treinta años, en menos de una semana.

Llevaba algunos minutos devorando platillos variados cuando una tonada pegadiza monopolizó su atención. Con vestido de organza blanca y capelina transparente, de lazo al viento, se largó en busca de los músicos. Llegó así a una ribera de aguas casi cubiertas por flores flotantes. El coro masculino se hizo más y más potente, por un codo del riacho apareció una pequeña embarcación techada de más flores y conducida por un anciano barquero de sombrero enorme, detrás otra embarcación cargada de músicos canosos con atavíos blancos plenos de botones y alabardas. Bastó con una inclinación de cabeza para saludar, la actriz se embarcó encantada y su embeleso habría sido completo de haber comprendido la letra de aquella canción, le disgustaba que le ocultasen algo, sobre lo desconocido no podía evitar la proyección de miedos inútiles.

La barca se deslizaba veloz, los músicos prolongaban en variaciones la misma melodía. La actriz vio en la orilla derecha un ansiado paisaje de cactus y en inglés ordenó al barquero que atracara allí. El hombre hacía señas de que no, sobre su rostro curtido se cernieron sombras. Ella insistió, el hombre pronunció una palabra temible, pero como ella nunca había filmado un western no la comprendió… «¡bandidos!». La suma de roca, desierto y planta espinosa producía contraste violento con la presencia de ella. Insistió internarse sola por aquel sendero. Admiraba esos peñascos, las dunas inquietas, los cactus gigantes.

El paisaje de pronto se volvió totalmente rocoso, con subidas y bajadas que ocultaban lo que podría presentarse pocos metros más allá. En esa tierra no acechaba solamente el peligro de los bandidos, las serpientes atacaban con más exactitud y rapidez aún. Y una serpiente colocada estratégicamente en aquel desfiladero por una mano de hombre —¿o mujer? no se podía saber puesto que estaba enguantada— dejaba margen mínimo de salvación. El oído finísimo de la actriz percibió leve cascabeleo, su afición a pensar en desgracias hizo el resto. Alzó las amplias faldas y salió corriendo. El propio jadeo le impidió oír las palabrotas de frustración que emitió el reducido grupo de asesinos, exactamente dos, una mujer y un hombre. Ella de acento extranjero y dicción perfecta, él de tonada local y hampona.

Después de la exploración, la actriz decidió pasar la tarde en sus aposentos de la hacienda. Debido al almuerzo copioso se sintió amodorrada, durmió unas horas. No soñó. Un silbido perfectamente afinado la despertó. Alguien silbaba una melodía conocida ¡la misma de los ancianos! la que ella había tratado de recordar antes de la siesta, sin resultados. Se le antojaba que era una canción portadora de suerte. Desde el balcón no vio a nadie, bajó rauda espantando a esas aves presuntamente agoreras. Tras una mancha enorme de buganvillas —color cárdeno, morado, lívido o ultraviolado— parecía esconderse el silbido. Ella pretendía solamente oírlo, no le importaba saber quién silbaba. Inadvertidamente pisó un palito y bastó ese crac para interrumpir la música.

Muy pronto tuvo ante sí una sorpresa extraña. El joven que se abría paso entre gigantes hojas de bananero se parecía mucho a alguien, «Qué raro parece verla sin que antes se apaguen luces y se descorra un telón… De todos modos, considero un raro privilegio el de admirarla en carne y hueso», «Usted también pertenece a la farándula, no debería impresionarle conocer a una actriz más», «Usted por supuesto no lo es, pero… ¿tal vez se siente mal? ha empalidecido», «Y con razón. Se parece usted muchísimo a alguien que conocí. Hay fantasmas sin rostro, hombres que la memoria de una mujer ha preferido olvidar. Usted acaba de devolverle el rostro a uno de esos fantasmas», «¿Al más insignificante?», «Al más amado y al más traidor», «Me parezco entonces a dos fantasmas diferentes…», «No, a uno solo».

Por primera vez en mucho tiempo, ella encontró placer en hablar con un ser humano, le contó su idea de abandonar el cine, «Usted piensa en su Europa y en dejarnos. Me alegro por usted y lo siento por mí. En efecto, se ciernen malos tiempos sobre la Fábrica de Sueños, y no me refiero solamente a su ausencia de usted, que desde ya estoy lamentando. Las fuerzas del mal se preparan para tomar por asalto la plaza, tan pronto sobrevenga la euforia del fin de la guerra. Ya hay demonios que confeccionan listas de gente marcada, y la acusación resulta una sola ¡quien piensa es peligroso! Nos tildarán a todos de Anticristo, se lanzarán a la cacería y en la misma Casa Blanca se elevarán las hogueras para quemar a las nuevas brujas. A mí ya se me persigue, porque preparo un importante manifiesto. Justamente me llegué hasta aquí para redactarlo, y espero haber despistado a mis perseguidores, aunque sombras extrañas se han proyectado sobre estos jardines en ciertos momentos. Si me dijese que también es perseguida por alguna fuerza del mal, pues, podría respirar aliviado y creer que es con usted que quieren encontrarse». La actriz fingió frivolidad, «No me extrañaría, hasta aquí mismo he recibido mensajes de muerte. Pero el motivo no podría ser más intrascendente. Simplemente quieren que renuncie al papel del año, no tengo necesidad de decirle cuál es, el mundo entero lo sabe. Y es todo tonta vanidad de actrices vacuas, que no tienen en la vida más que su carrera. Sobre todo hay una que se consume de odio, y no le diré quién es porque creo que nombrarla trae desgracia», «Deme tan sólo un detalle y la identificaré», «Muy fácil, es la que debe cubrirse el rostro con fina máscara de goma, para ocultar las huellas de la viruela», «Mujer famosa por su crueldad y determinación, le aconsejo cautela», «Ay mi buen señor, he tenido yo enemigos más temibles…».

La actriz notó, de improviso, que le bastaba mirar al joven para volver a oír la melodía favorita, y ya que le encantaba esa música no le sacó más los ojos de encima. La tarde empezaba a caer, el joven sugirió llegar hasta el estanque de nácar, llamado así porque a la luz del crepúsculo se sonrojaba. Ella aceptó, sin declararlo decidió mirar el paisaje sólo cuando éste se reflejase en los ojos de su acompañante. Y allí contempló un estanque de aguas rosicler, cisnes arrebolados y flores de grana. Él discurseó largamente, y a ella ya no le cupo duda, era un hombre muy fácil de amar.

Cuando se besaron, ella se mantuvo alerta y no cerró los ojos, y fue así que en los ojos de él se vio también reflejada ella misma, color rosa. Como si se las dictasen al oído, ella repitió palabras que ya había oído en alguna copla, «… que asesinen tus ojos sensuales, como dos puñales, mi melancolía…», a lo que él no supo qué responder. Prosiguió ella «… yo he perdido la fe, y me he vuelto medrosa y cobarde, el hastío es pavo real que se aburre de luz en la tarde…» y él entonces por fin declaró que «… como un abanicar de pavos reales, en el jardín azul de tu extravío, con trémulas angustias musicales… se asoma en tus pupilas… el hastío…». Esta vez ella no vio más nada, porque la intensidad del beso de él le obligó a cerrar los ojos. Y en la total oscuridad oyó de él un susurro entrecortado, algo acerca de la verba desinhibida, que su belleza inspiraba. Ella lo interrumpió para decirle que no era sino un poeta fantasma quien les dictaba la palabra exacta. Entonces vio él por primera vez la sonrisa de ella e intentó definirla «… asoma el carnaval tras el cristal… su larga y policroma carcajada, princesa de antifaz color de rosa, Señorita Sonrisa, majestad graciosa…», a lo cual ella, por primera vez comprendiendo lo terrible de la soledad, suplicó «… aparta de mi senda todas las espinas, alumbra con tu luz mi desesperación…», pero él no podía ya concebir que el dolor los volviese a tocar y no atinando a más que mirarla, la confundió con el cisne que en ese momento se reflejaba en sus pupilas, «… cisne que Dios pintó en cristal, dame el marfil… de tu perfil… ritual. Beso de luz, rubor nupcial… nítido albor, pálida flor… del mal…».

¿Por qué del mal, ella que era toda belleza y transparencia? Pero ni él ni ella se extrañaron de que esa palabreja se hubiera infiltrado en el verso. La actriz volvió a acordarse de los peligros de que la vida la había rodeado siempre, pensó en la fragilidad del amor y no pudo evitar que se le escapase una lágrima; pensó que nacía al mundo teñida de rosa, como rosado nace el nácar en el fondo del océano oscuro, lo cual movió a él a decir «… nácar, eres tú el espejo donde las sirenas se van a mirar, y en tu afán de llorar, convertidas en perlas… tus lágrimas brotan del mar…». Ella por primera vez en largo rato desvió la mirada del objeto de su nueva o vieja pasión, lentamente se alejó unos pasos, temía quedar sin respiración si seguía contemplándolo. Se arrepintió de haberlo hecho, puesto que cuando lo volvió a mirar ya estaba desnudo y totalmente nacarado. Una rutinaria reacción femenina la obligó a intentar alejarse del lugar, pero él la tomó fuertemente por el talle al tiempo que le decía con reproche irónico, «… sólo una vez tu boca primorosa… iluminó con besos mi querer, fue un leve palpitar de mariposa… un capricho de tu alma de mujer…» y ella únicamente notó que el aire fresco le abrasaba las carnes, le extrañó sí que hubiese refrescado tanto de repente, pero no sospechó que él la estaba desvistiendo, distraída pensando en no sabía qué, y cuando él esparció la organza sobre la hierba para que ella se echase cómodamente, por temor a pasar por retardada mental o simplemente mujer fácil, no sabiendo cómo justificarse, con liviandad fingida alegó «… Señorita Sonrisa, con la brisa… mi vestido… se formó…». A lo cual él, después de prometerle no ser brusco, agregó, viéndola ahora cubierta por su sombra de él, que la abarcaba toda, «… la palidez de una magnolia invade… tu rostro de mujer atormentada, y en tus divinos ojos verde jade… se adivina que estás… enamorada…, se adivina que estás… enamorada…». Y así fue que no se oyeron más palabras, los cisnes y los jazmines contemplaron la escena, pensaron que la naturaleza seguía su curso, y que a esa hora el curso de la naturaleza era color escarlata, ¿o granate, o carmín, o encarnado, o punzó? De pronto se volvieron a oír palabras, pero no de labios de ellos, brotaban del aire mismo, «… un cisne se queja, la tarde se aleja… vistiendo de ¿rojo? ¿o colorado? su carro triunfal…».

Cuando por fin se hizo la noche, también se hizo la hora de los juramentos de amor. «Él», como ella prefirió llamarlo, sugirió visitar el lago de plata, no alejado de esos jardines y llamado así porque a esa hora la luna metalizaba sus aguas. Pero Él no pudo esperar y antes de avistar sus orillas empezó a volcar por el camino la amargura que lo colmaba. Quería que ella supiera todo de su vida. Le contó de su exesposa y de lo único que todavía ponía alguna ternura en su existencia, su hija, a la que sólo podía ver rara vez. La actriz quiso saber todo de esa niña. Él respondió que era un prodigio de inteligencia pero también de sensibilidad y que temía por ella, así de vulnerable como era habría de padecer mucho en el mundo. El sendero estrecho se hacía más y más oscuro, árboles frondosos lo bordeaban e impedían que la luna lo alumbrase.

La actriz de pronto se dio cuenta de la situación inquietante en que se hallaba: estaba caminando hacia lo desconocido junto a un desconocido. Dudó ¿convendría volver atrás, pretextar una jaqueca? No, ya era tarde, si él pertenecía a algún enemigo podría eliminarla allí mismo, en plena selva y con la complicidad de la noche. Hizo un cálculo más: «si durante toda mi vida la cautela me ha sido amiga, pues, es hora de enemistarme con ella, ¿qué felicidad me ha procurado tanta desconfianza para con los hombres?». Interrumpió una frase ardorosa de Él y le pidió perdón, «¿Qué es lo que habría de perdonarte?», «Que por un instante desconfiara de ti, allí al pasar por los palmares. Sabes… esas plantas me traen un mal recuerdo, y pensé que tú podrías haberme conducido aquí… para matarme». La abrazó y en la oscuridad ella no pudo ver que a él le caían lágrimas. Pero al besarle los ojos se dio cuenta. La fronda ocultaba la luna, nadie podía ver lo que hacía la pareja en la oscuridad. Para saberlo habría sido preciso tocar los cuerpos.

En algún momento de la noche reanudaron la marcha, se oía ya el oleaje calmo del lago cuando la actriz decidió contarle algo más de su vida. Su mayor vergüenza. Ella también tenía una hija. La empresa la había obligado a darla en adopción. Y ella no se había opuesto, aunque nada habría cambiado por más que se hubiese opuesto. Y no solamente había permitido ese crimen, sino que no le había importado. ¿Cómo era posible que alguien, ella misma, fuese capaz de tal bajeza? La actriz calló, Él por su parte no se animó a agregar nada, divisaron el lago, las orillas de fina arena blanca, las redes de los pescadores extendidas en el aire inmóvil. Ella suspiró.

Él le reprochó su inclinación a la melancolía. El espejo de plata, como ella llamó a las aguas, le devolvió una imagen de sí misma desacostumbrada; estaba despeinada, por lo tanto arrancó de su falda amplia un volado y se confeccionó rápidamente un turbante, con reminiscencias del mundo de la piratería, y para terminar con tristezas dijo burlona, «… yo nací… con la luna de plata, y nací… con alma de pirata…», y viendo luces que se encendían y apagaban en la hierba y también por sobre el agua agitó una espada imaginaria, para acabar con ellas. Se trataba de diminutos insectos fosforescentes, y su luz azul restallaba contra el negro del cielo. Él testimonió, «… hay en la laguna reflejos de luna, quietudes que sólo conoce el cristal…», y ella decidió que le tocaba ahora dedicarle algún requiebro a Él, «… divina ensoñación, cristal en que la vida mis ansias reflejó…», pero Él entonces, como un niño al que los mimos intimidan, cambió de tema, «… vibración de cocuyos que con su luz, bordan de lentejuelas la oscuridad…», lo cual la enterneció sin razón y la hizo abrazarlo con todas sus fuerzas. Ambos cayeron de rodillas, como dando gracias, y sin desprenderse volvieron la mirada al lago. Él dijo, «… son las redes de plata… un encaje tan sutil, mariposas que duermen… en la noche de zafir…», y ella, recordando el desborde emocional de Él en la fronda oscura concluyó, «… ¡cómo brilla la luna sobre el lago de cristal! así brillan tus ojos… cuando acaban de llorar…». En silencio tomaron el camino de vuelta a la hacienda.

Atenta como siempre a lo imprevisto, ella notó huellas frescas en la arena que no les correspondían en absoluto. Él no las vio, ella prefirió no perturbarlo, y calló. Pero para evitar el sendero que conducía a la casa le pidió tomar otro, abrir uno nuevo en la espesura. Él no pedía otra cosa que contentarla. Dejaron así el lago, poblado para entonces sólo de cocuyos. Y sólo los cocuyos pudieron prestar oído a esa voz que del aire brotó nuevamente, «… ¡Noches de serenata, de plata y organdí!…», y la voz se volvió poco a poco un lamento, «… plenilunio de gloria, ¡historia que se va!… ilusión que se pierde… y que nunca volverá…».

La primera luz del amanecer despertó a los enamorados. Él se levantó a correr las cortinas. El cuarto quedó en penumbra, pese a lo cual ella detectó una sombra rara en la mirada de él. No tardó en enterarse del porqué, «Querida mía, un amor verdadero, como el nuestro, no tiene cabida para imperfecciones. Callar algo, no confiar en el otro, ya para mí es una grave imperfección, por eso es que quiero de inmediato confiarte una preocupación. Y es ésta: no comprendo cómo pudiste dar tu hija en adopción y después no arrepentirte. Yo me hubiese muerto de pena en tu caso. Y esa extraña reacción tuya me llena de temores, ¿acaso podrías un día también renunciar a mí y no recordarme más? Por eso te ruego que al volver a Hollywood vayamos a ver a mi analista. Poniéndote en manos de él llegaremos a desvelar la incógnita, incluso podríamos realizar un análisis conjunto, de pareja, así ya no tendríamos secretos el uno para el otro. Yo sabría todo, absolutamente todo, de ti, y tú de mí. ¿Me prometes que lo harás? De ese modo me darás una prueba definitiva de tu amor. Piensa que para un simple mortal como yo, el recibir el amor de una deidad como tú, puede muy bien parecer una ilusión imposible».

La actriz sintió helársele la sangre, conocía la perfidia y lo bien que sonaba con voz de hombre enamorado. Él seguramente quería ponerla en manos del enemigo, obligarla a revelar todos sus secretos a pretendidos médicos. Y si ella se resistía, supuso, allí mismo en la hacienda se ocultaban sus cómplices, las huellas en la arena les pertenecían. Fingió un enésimo arrebato de ternura y prometió darse al análisis. Él la premió con un previsible acoplamiento. Ella fingió placer, al tiempo que elaboraba un plan. Si permanecía un momento más junto a Él podría dar un paso en falso y revelar su desconfianza. Si Él se percataba la amordazaría para entregarla ya a sus cómplices, ocultos en la espesura.

Aquietados los ayes, la bella dijo tener un gran apetito, se le antojaba bajar a buscar algo de comer, pero quería que resultase sorpresa para Él, era su capricho imperioso adornar la bandeja del desayuno con jazmines del jardín ya visitado. Él aceptó pero le rogó que no tardase. Ella enfiló una bata y corrió descalza escaleras abajo, por desgracia había pedido a sus anfitriones cortar la línea telefónica y dejarla allí aislada del mundo. Pero recordaba que a no largo trecho, tras la arboleda de la capilla, serpenteaba una carretera angosta. Alguien pasaría y se haría acompañar hasta el pueblo. Allí alquilaría un automóvil.

Atravesó el patio, si él la espiaba desde el balcón ella podría aducir que se dirigía a recoger las flores, pero constató que la cortina seguía corrida. Se dirigió sin más a la carretera, estaba segura de que él era un enviado de alguna potencia, daba lo mismo de qué bando, dispuesto a raptarla para sucios fines. Sí, ponerla en manos de un analista, y mil científicos más, para viviseccionarla, arrancarle su íntimo secreto.

La carretera realmente era de orden secundario, posiblemente pasaría un vehículo cada hora, o ni siquiera eso. Pensó que tal vez había cometido un error, se echó a andar, para alejarse como fuese de aquella casa, de aquella trampa. Súbitamente le pareció oír algo, detrás, a cientos de metros. No, no era posible. Sí, era un motor. Se dio vuelta. Por el codo del camino pronto apareció un coche último modelo. Venían dos personas, un hombre al volante y una mujer en el asiento trasero. Les hizo señas de que se detuviesen. El vehículo en cambio aceleró. No, no era posible. El coche intentaba arrollarla. Se hizo a un lado y logró esquivarse. Alcanzó a ver que el rostro de la mujer estaba cubierto de marcas de viruela. El coche dio vuelta. La muchacha se echó a correr en dirección contraria, salió del camino. El coche también salió del camino, en pocos segundos la alcanzó, la reventó como a uno de esos pajarillos que a veces chocan contra el parabrisas. Agonizante, se dio tiempo para pensar en cosas tristes, unos pocos segundos que le parecieron eternos. Pensó que nadie lloraría por ella, nadie en el mundo. De esa pena se estaba impregnando cuando le pareció oír la voz de Él. En efecto, era Él que corría por la carretera llamándola con desesperación. En seguida se oyó el motor que volvía a arrancar, el chirrido de las ruedas contra el cemento, otro golpe seco, otro desgarrado alarido. No lejos de ella, yacía Él inmóvil, con los ojos abiertos.

Ella, antes de expirar, confirmó su temor, Él no la había traicionado. Él era inocente, Él la había amado de verdad, pero ni siquiera la había sobrevivido para llorarla.