CAPÍTULO III
Los parques de Viena amanecieron mojados de rocío. Pese a los recelos que su esposo le inspiraba, ella decidió contarle todo: «Usted me ve así, pálida y ojerosa, porque duermo pero no descanso, las pesadillas me lo impiden. Esta última ha sido la peor, ¿puede escucharme un momento? ¿sus innumerables preocupaciones se lo permitirán? ¿estoy de este modo deteniendo la marcha de la nueva Europa? ¿Chamberlain está al teléfono? ¿el Führer? ¿Mussolini? ¿sí? acerté ¿verdad? ¡por lo menos no me niegue que acerté! ¿o es de la Casa Blanca que claman por su asesoría?».
El esposo detuvo el desborde histérico con una sabia caricia. «Gracias, no sé qué habría hecho si tal sensación duraba un momento más, de todos modos el hierro del Ruhr sigue alimentando sus fundiciones de usted, y un personaje de semejante magnitud tiene derecho a una vida privada. No me refiero a mí, claro está… Trataré de ser breve, lo que soñé hace pocas horas…». El esposo la interrumpió esta vez con un tierno beso en los labios, «Usted es la única persona que me puede salvar, porque esas pesadillas no me abandonan al abrir los ojos. En este momento no tengo delante al monstruoso personaje con que soñé porque su imagen de usted lo cubre. En el sueño yo cumplía años, era todavía una niña, y me atacaban unos espantosos dolores en el pecho. La casa estaba preparada para una recepción en las primeras horas de la tarde, una fiesta de niños…».
Siguió con su relato, al acabarlo no oyó el esperado comentario de su esposo sino a su vez otro relato. «La niña, tú, no sintió espantosos dolores en el pecho, ni fue llevada en un carruaje rumbo al único médico de Viena que ese domingo estaba en su casa. Ese día en que cumplías doce años el tal médico no estaba vestido de frac, no era obeso, y al revisarte no le dijo a tu padre que se negaba a tener trato con quienes a su vez habían tenido trato con los muertos. Lo que le dijo fue otra cosa. Y tampoco eso debe preocuparte, porque tu padre no sé si pudo haberte acompañado ese día a casa del médico obeso, él había fallecido… digamos que poco antes de finalizar la Gran Guerra. ¿Ves finalmente que tu pesadilla no encierra amenaza alguna? De todos modos te ruego, te suplico, que no la comentes con nadie, jamás, ¿entendido?».
La muchacha rogó por un comentario aclaratorio: «Sí, hay un significado, pero no un funesto anuncio, nada de presentimientos, en tu pesadilla. Ahora te explicaré lo que sucede. Tú de muy niña habrás oído hablar de… pues… de tratos con los muertos. No, no te apresures a negármelo, es que seguramente tu memoria lo ha arrumbado en el último sótano del inconsciente. Tu padre, el Profesor, cobijó en su laboratorio a una especie de loco, o iluminado, un cierto… no recuerdo su nombre. Y no me escrutes con tanta fijeza e incredulidad, puesto que gracias al tal lunático estamos hoy juntos. Te explico. Durante la Gran Guerra se corrió un rumor, entre los altos comandos de espionaje de ambos bandos, según el cual un investigador había logrado progresos en el más ambicioso de los experimentos: la lectura de lo que no se dice, de lo que no se escribe, de lo que tan sólo se piensa. Y aquí entra en escena el loco, ¡era él quien había logrado el cometido! y se cuchicheaba que en base a pactos con los muertos. Pero desgraciada o afortunadamente para la humanidad, el pobre reventó al explotar una de sus probetas, sin haber revelado el secreto. Ello precipitó el fin de la guerra, la ansiada arma había devenido tan intangible como un sueño, como tu sueño, mi querida. Y la sola idea de un ser humano capaz de leer el pensamiento había producido tanto temor, que la gente prefirió olvidar todo lo que le era inherente. Pero el mundo no está solamente poblado de cobardes, y hace algunos años… yo… me empeñé en descifrar el misterio del loco. Después de mucho andar di con tu familia, para enterarme de la triste muerte de tu padre, causada por la misma explosión, mientras leía enfrascado viejos tratados de alquimia, en otro aposento del mismo caserón. Toda mi búsqueda cesó allí, porque el único que había tenido trato íntimo con el loco había sido él. Y bien, yo había esperado la realización de un milagro, y se produjo otro, el de tu aparición en mi vida».
Ella sentía sus párpados más y más pesados, preguntó a qué hora tenía lugar el baile de Palacio. Su esposo le respondió que no había nada que temer, llegarían a tiempo; peinador, modista, maquillador y nuevo perfumista se presentarían cuando era debido, habían sido convocados a una hora precisa, que no debía preocuparse en conocer. Ella miró su alcoba de la mansión vienesa, pisada por primera vez esa mañana. Antes de caer dormida alcanzó a ver varios detalles sorprendentes, como el portal alto que constituía la única salida, de simple madera oscura, enmarcado por dos titanes esculpidos en mármol gris, uno de mueca sufriente y el otro no. Ambos tenían la vista baja, no miraban al Ama; brotaban, a la altura de sus ingles, de columnas delgadas que se ensanchaban gradualmente hacia lo alto, y con enormes brazos alzados sostenían un frontispicio, dentro del cual dos damas sentadas sonreían serenamente mirando a un potrillito. Parecían figuras de carne y hueso, aunque pálidas, o muertas, debido al mármol gris.
Había pasado una hora de la llegada de la muchacha al Gran Salón cuando las miradas de cortesanos extasiados empezaron a amainar. A ella no le habían molestado, por el contrario la hacían sentir protegida. Después del turno de los tangos a la Valentino habían seguido los fox-trots, ahora tocaba otra vez a los ampulosos y gratos valses nacionales. Éstos sirvieron de fondo musical a la aparición de cuatro jóvenes apuestos que saludaron con profundo respeto a su esposo, eran los ingenieros becados, elegidos personalmente por el industrial, para realizar experimentos en su planta principal de armamentos. La muchacha se vio obligada a concentrar la atención en uno de ellos porque le recordaba a alguien y no sabía a quién.
Era moreno, delgado, de facciones casi femeninas por lo delicadas, pero la voz ronca y la casi rudeza de los gestos terminaban definiéndolo como viril. No sacaba los ojos de encima al Ama. El industrial fue reclamado oportunamente por el embajador soviético y ella se vio libre de actuar a su antojo por primera vez en muchos días. El joven inquietante la invitó a danzar, aceptó sin consultar a su esposo, puesto que ya había bailado una rumba con el canciller alemán y un beguín con el ministro austríaco del tesoro.
Por causas desconocidas para ella misma el Ama le pidió que bajara los párpados y volviera a subirlos. El muchacho no la obedeció, le dijo que era hermosa como un ángel, «Joven, no siempre los ángeles son hermosos, a veces asustan, vislumbro sombras perversas detrás de esa mirada ausente que les adjudican pintores y escultores», «Mi señora, los ángeles son niños que han muerto antes de perder la inocencia», «Es siempre tan triste que muera un ser sin culpa, y más aún a tan tierna edad. Y me pregunto yo ¿no habrá ángeles niñas?», «Debe haberlos, aquellos que fueron sacrificados por los conocedores del futuro eran de ambos sexos», «¿Sacrificados?», «Sí, mi señora, en épocas lejanas era considerado un acto de misericordia. Quienes conocían el futuro y sabían de los intensos sufrimientos que esperaban a esos niños en este mundo, sugerían a los padres acongojados que los eliminaran», «Qué horrible historia…», «Depende del punto de vista que se adopte. Aquellos padres habrían querido ahogarlos en su llanto desesperado, pero las lágrimas no bastaban, y debían sofocarles la tierna, tibia respiración durante el sueño, con una almohada», «Usted es cruel, parecería estar de acuerdo con tales asesinos…», «¿Asesinos esos padres desconsolados? No ellos, aunque sí tal vez los conocedores del futuro. Ellos decían casi siempre la verdad, pero a veces podían usar su poder para venganzas mezquinas».
Ella no atinaba a frenar la aceleración de sus temores, el Gran Salón ofrecía puertas que daban al balcón, todas enmarcadas por columnas de pie fino que se ensanchaban poco a poco hasta de pronto fingir pliegues de telas doradas alrededor de caderas que se continuaban en bustos de sendas mujeres doradas y sonrientes, las cuales sostenían con derroche de gracia, mediante un tocado de rulos infinitos, el también dorado cielorraso. Entre ellas se miraban burlonas, era evidente la inseguridad del Ama, «Usted habla de esos conocedores del futuro como si realmente hubiesen existido», «Existieron, mi señora. Habían arribado a ese saber por medio de tratos con las ánimas, pactos con seres condenados que les prestaban sus miradas», «¿Cuáles miradas?», «Sus miradas de muertos, de espíritus ubicuos que todo lo ven», «¿Y a cambio de qué prestaban las ánimas sus miradas?», «Fácil deducirlo: a cambio de rezos, a cambio de alivio para sus penas. A cambio de compartirlas, llegada la hora del descanso final de los vivientes. Y así los muertos anticipaban el acceso al mar del tiempo, donde confluyen pasado, presente y futuro», «Es todo un embuste. Nadie conoce el futuro».
La pareja perfecta causaba un curioso efecto entre la concurrencia, nadie los podía mirar más que un instante, su esplendor hería las retinas. El Ama repudiaba las palabras de su pareja pero no podía menos que admirarles la audacia ¿cómo un subalterno de su marido se atrevía a hablarle en ese tono? «Señora mía ¿por qué le asombra tanto que alguien conozca el futuro? ¿Acaso no hay actualmente, por ejemplo, quien logra leer el pensamiento?», «Jamás he oído decir tal cosa», «Predecir el futuro me parece un acto mucho más inocuo, no se pretende cambiar nada, sino simplemente adelantar una noticia. Mientras que infiltrarse con toda vileza en el pensamiento presente, vivo, de quien se nos ha puesto delante, sin sospechar nada del terrible peligro a que está expuesto…», «Por favor, joven, no continúe». La bella se desligó de los brazos que la habían ceñido cada vez más estrechamente, demasiado tarde ya para dar otra ojeada al distintivo dorado de la solapa del frac ¿era posible que simulase un ángel niño?
Dio unos pasos al azar, divisó a una de sus guardias personales, la gruesa dama de gris, bajo la arcada rococó de la salida, lista para seguirla. En esta ocasión su presencia se le hizo amistosa, y no opresiva, cambió con la esbirra una mirada que el joven captó de inmediato. Éste desistió de toda explicación y su pareja bajó las escaleras reales. Inmensas, caracoleantes y sostenidas, a falta de columnas, por dos ancianos pordioseros que las cargaban sobre los hombros mientras rencorosos miraban al Ama, el todo esculpido en un solo bloque de granito. A ella no le importó, obsesivamente seguía preguntándose a quién podía parecerse tanto el joven.
Era otra vez de mañana, la neblina se había tornado más blanca, y más negros los caserones de la callejuela. La limusín se detuvo y el Ama fue escoltada por la dama de gris y un guardaespaldas más, del género masculino. Cubierto el rostro por velo azul que le tomaba delicadamente el mentón, se detuvo a observar la fachada de la Biblioteca Imperial, su simple portal, su balconada del primer piso con a cada lado un macetón al que miraba jugando un ángel niño, su segundo piso sin balcones pero rematado por dos mujeres lánguidas recostadas a los lados de otra vez un manso potrillo, todos mirándose entre sí, ajenos a las visitas de extraños.
En el penumbroso interior su pedido de periódicos viejos fue atendido de inmediato. Mantuvo a sus guardias a distancia, no debían ver qué sección consultaba. Muy pronto dio con las páginas ansiadas, las del día en que había cumplido los doce años. Era preciso averiguar cuanto antes lo que había sucedido en esa fecha, por algún motivo la había soñado. Pero no encontró nada. Revisó los de días anteriores, después los de días posteriores. Allí se le presentó por fin una noticia, de la sección policíaca, que probablemente le atañía. Una doméstica, de quien se daban solamente las iniciales —¡las mismas de mi nodriza! se gritó por dentro el Ama—, había intentado dar muerte a la niña de la casa, en el día de su cumpleaños, suministrándole un veneno. Largos años al servicio de esa familia, cuyo nombre se omitía por razones de respeto, había actuado en un rapto de locura, ahorcándose luego con su propia trenza, en la celda del manicomio donde había sido encerrada. Se transcribía como curiosidad el texto de la carta póstuma encontrada junto al cadáver de la desdichada: «Adiós, es mi destino, como el de mi pobre hermano, que me vaya de este mundo por haber perdido la razón. Eso es lo que se creerán, pero mi hermano no era más que un sirviente al que el Profesor, para encubrir sus fechorías, hizo pasar por loco. Era el Profesor y no el pobre siervo quien estaba loco. Todas mentiras que había dicho a sus allegados, para que no sospecharan de él mismo. Me voy, y dejo en el mundo al fruto de mi culpa, una hija, concebida bajo los peores auspicios, los del amor no correspondido. El Profesor tenía veneración por su madre fallecida e imposibilitado de dormir pensando en los posibles tormentos que la viejecita sufriría en el otro mundo, hizo un pacto con los muertos. Pacto que él sostenía haber hecho con ánimas buenas. Pero es hora que lo admita, yo estaba perdidamente enamorada de él, bello como nadie. No había otra mujer en la casa, el Profesor no había querido que nadie ocupase el lugar de su madre. Y una noche, sabiendo lo que yo sentía, me miró por primera vez y dijo que su rezo había sido escuchado: él mismo pagaría en el más allá por las faltas de su madre, la cual encontraría así por fin descanso. Pero a cambio de eso él en este mundo traidor debía servir al Bien, cumpliendo órdenes muy precisas. Y qué me significaba a mí todo aquello, ¡lo importante era tocarlo! Repetí las palabras que él me dictó y me desnudé al claro de luna, el jardín de lirios blancos parecía una alhaja muy fina esa noche. Cuando cayó dormido sobre las flores aplastadas, aunque poco antes iluminadas de plata, dijo en sueños palabras que no comprendí. Pero después de aquella noche nunca más me volvió a mirar ¡a mí! que traje al mundo a la niña más bella que jamás existiera, y a la que ayer traté de matar, porque tengo miedo de que a quien esa niña sirva un día sea al Mal y no al Bien, ya que ha sido educada para servir un día a un hombre. Sirvienta de un hombre o de todos los hombres, da lo mismo. ¡Y no lo permitiré! ¡mi hija no ha de arrastrarse como yo! ¡la odiaría si lo hiciese! ¡no y no! ¡antes prefiero verla muerta!».
El redactor del periódico a continuación señalaba que el final del escrito había resultado ilegible, borroneado como estaba por las lágrimas de la suicida. El Ama hizo un esfuerzo —¿sobrehumano?— y releyó el artículo para cerciorarse de que aquello no era una alucinación. A continuación lloró el llanto más quedo y amargo de su vida, en memoria de su madre, ¿conocería alguien más la historia de la desdichada sirvienta? No, puesto que resultaba imposible dar con esa noticia, entre los millones de eventos publicados por los periódicos en tantos años, a no ser por el dato que recibiera en su pesadilla: la fecha exacta del suceso.
Al cerrar el pesado tomo encuadernado, el esfuerzo le fue excesivo y cayó desmayada. Fue conducida sin más a su mansión, pero la página fatal fue encontrada fácilmente por el lector que consultó el tomo acto seguido. A ese lector se le simplificó todo, las lágrimas derramadas sobre una vieja crónica, aún húmedas, no habían alcanzado a diluir la letra impresa, más firme que la tinta empleada por la suicida del manicomio. El lector devoró el texto, con expresión impenetrable, mientras desde su solapa sonreía un diminuto ángel de oro.
—Yo tengo mi plan hecho, Beatriz.
—Te escucho.
—A él le prometí pensarlo con calma y después contestarle.
—Te refieres a su pedido.
—Sí. Yo te voy a contar todo menos eso, el pedido en sí, ¿está bien?
—Tal vez sin eso… yo no me pueda ubicar en el problema.
—Te aseguro que sí. Entonces… mi plan es éste: por mi cuenta lo pienso bien, todo lo que él me pidió, y además te pido a vos tu consejo. Te cuento bien cómo fue mi relación con él, y vos me das tu opinión.
—…
—Me hacés acordar al médico.
—¿Por qué?
—Se queda callado. No me hace ningún comentario, cuando le cuento todos mis síntomas.
—¿Qué comentario quieres que te haga si todavía no sé nada?
—Te lo digo en broma.
—No te interrumpas más que quiero saberlo todo.
—No, todo no, hay una cosa que no puedo decir.
—Estoy de acuerdo, pero empieza de una vez.
—Lo conocí en la Facultad, cuando volví a estudiar. Siempre tuve debilidad por las caras lindas.
—¿A quién se parece? a alguien que conozcas en México, así me lo puedo imaginar.
—Es blanco, rosado, hijo de italianos. De pelo castaño, un tipo muy común en la Argentina, ojos castaño claro. Se parece a muchos, pero no sé a quién decirte. Con el pelo no muy largo, y bigotes grandes. El pelo es lo mejor que tiene, castaño pero bastante claro. Y preguntame algo vos, porque no sé por dónde empezar.
—¿Es alto?
—No tanto, menos de uno ochenta.
—¿Y qué más?
—No sé por dónde empezar.
—…
—Él iba a un bar después de las clases…
—…
—Frente a la Facultad…
—Anita, tú no tienes ganas de contarme nada.
—No es cierto.
—A cada momento te quedas callada.
—Nos presentaron otros amigos, y él al principio fue agresivo conmigo, me trató de oligarca, porque yo me arreglaba mucho para ir a la Facultad. Debió ser por eso. A la tarde.
—¿Y después?
—Lo vi pocas veces, siempre un momento nada más, porque yo tenía que ir a comer a casa.
—¿No era en las tardes que lo veías?
—Sí, pero allá en Buenos Aires decimos comer, en vez de cenar como dicen ustedes.
—Cenar es correcto español ¿no?
—Y ustedes dicen comer a mediodía, y nosotros almorzar. Pero también allá hay gente que dice cenar. Pero ésa es una cosa cómica, porque está visto como de clase baja.
—¿Y por qué cómica?
—No, digo cómica porque justamente tiene que ver con algo de él, de Pozzi. Pero te lo cuento después. Bueno, me da vergüenza pero te lo cuento ya. Hay palabras que allá están consideradas de clase baja, como rojo… esposa, hermoso… cena, y qué sé yo. Y el primer día que vi a Pozzi, yo dije que me tenía que ir a comer y él hizo un chiste y todos se rieron de mí, y me hizo quedar como una snob.
—Sigue.
—Yo fui educada así, en casa nunca se dijo rojo, siempre colorado. Y mujer en vez de esposa, marido en vez de esposo. Fue él que me hizo ver hasta qué punto era toda una cuestión snob, clasista ¿me entendés? Pero mientras tanto me hizo quedar mal, fue agresivo. Porque él estaba en toda esa onda, política. Había sido trotskista, y después se hizo peronista.
—Esas cosas de la política argentina me las tendrás que explicar, porque yo nunca pude entender lo del peronismo.
—Yo no creas que entiendo mucho.
—La cuestión de los de izquierda que se hicieron peronistas, para mí es incomprensible.
—Detalle importante: me llamó la atención lo mal vestido que estaba. No quiero decirte que anduviera de blue-jeans, porque eso no hubiera importado. No, trajes gastados, unos pantalones finitos y cortos, pasados de moda, el pantalón no le tocaba el zapato ni por broma. Y yo aplico a veces mi psicología de bolsillo y me da resultado, vas a ver. La deducción mía fue: si este hombre es tan buen mozo y anda tan mal puesto, es porque su físico lo tiene sin cuidado, es porque estará en otra cosa, más importante. Pero en seguida vino todo el lío de mi divorcio.
—…
—Año 69. Y después lo volví a encontrar en un estreno, en un teatro. Yo estaba elegante que mataba, y él con esos pantalones de siempre, y el nudo de la corbata grasienta, la ropa que se ponía a la mañana para ir a Tribunales, y no volvía a la casa hasta la noche. Y me invitó a, bueno, a cenar, a la salida. Me lo dijo como chiste.
—¿Y tú lo corregiste?
—No, le dije que estaba bien dicho, porque después de medianoche se puede decir cenar.
—¿Y él?
—Yo elegí un restaurant por ahí cerca, no de moda, para estar más tranquilos. Y ahí me agarró con la guardia baja, me preguntó si yo clasificaba a la gente, o peor todavía, esperá… si yo descartaba a la gente que decía cenar en vez de comer, hermoso en vez de mono, etc. Me mortificó porque tenía razón. Me aseguró que esas palabras habían quedado así, desprestigiadas, por una maniobra de hace muchos años. De gente de clase alta. Un grupito que no tenía nada que hacer y quiso tenderles una trampa a los… ¿cómo dice él?, trepadores sociales. Entonces eligieron palabras con el mismo sentido, como rojo y colorado, y declararon de mal gusto una de las dos, pero en secreto, ¿entendés? así quien la pronunciaba se delataba solo, que era de origen no alto.
—¿Tú crees que ustedes los argentinos se merecen la fama que tienen, de snobs?
—¡Claro! La clase alta no te imaginás lo que es, yo los conozco muy bien.
—…
—Yo había sido educada así, de chica mamá me corregía si yo decía la palabra equivocada.
—¿Tu mamá es de clase alta?
—No, más o menos acomodada, pero alta no. Snob y basta. Y me olvidaba de lo peor, «tomar la leche» en vez de «tomar el té». Peor todavía que decir «rojo».
—¿Cuál es de clase alta? tomar el té, supongo.
—Claro, por inglés. Pero es fantástico el poder de una palabra. Si alguien, alguna compañera del colegio, me invitaba a la casa a tomar la leche, yo no iba, me imaginaba una mesa sin mantel y unos jarros cachados con pedazos de pan flotando en la leche… hervida y vuelta a hervir, con una nata horrible. Que a lo mejor no era cierto. Después me di cuenta de lo geniales que eran esas rodajas grandes de pan con manteca, y azúcar encima, una costumbre popular allá.
—Pero engordarán muchísimo.
—La gente de clase alta es toda flaca flaca en Argentina. Y es de tacañería, no quieren gastar en comer, ¿no sabías?
—¿Y en qué gastan?
—No sé, yo no los conozco casi. Joyas antiguas, muebles antiguos, ésa es su locura, supongo. Y porcelana.
—Yo creí que los conocías.
—Bueno, más o menos. Si alguien de ellos te invita a tomar el té, mantel y porcelana tenés asegurados, pero no demasiado de comer, pan tostado con alguna mermelada agria, a la inglesa.
—Sigue con Pozzi.
—Él me vino con ese ataque. Y yo fui tonta, me puse a la defensiva y le dije que ésa era una frivolidad sin importancia, que uno usaba ciertas palabras por simple costumbre. En el fondo estaba convencida de que no. Y ahí me ganó el primer round. Porque es una enfermedad nacional, allá, el berretín de ser distinguido.
—Aquí la gente tiene la chiflazón del dinero.
—Que es más perdonable.
—Pero a la gente la vuelve muy grosera también. Cada país tiene su estupidez nacional.
—Cuando hablábamos de esas cosas, de la Argentina, Pozzi defendía más a España, decía que el berretín ahí es ser valiente. Y no darle importancia al dinero, ser generoso.
—Pero son muy machistas, dile a tu amigo.
—Pero para mí lo peor es Inglaterra, debe ser porque los argentinos la imitan tanto. O le imitan los defectos, por lo menos. Todos los argentinos quieren ser cínicos, o muy cerebrales, nada sentimentales.
—¿Y el tango entonces?
—Eso es cosa del pueblo. Yo te estoy hablando de las capas más altas, y a lo que aspira la gente que va subiendo en la escala social.
—¿Y tu amigo pensaba como tú?
—La verdad es que te estoy repitiendo todas las cosas que él dice. Con razón, o sin razón, vaya a saber.
—Cuéntame cómo siguió la relación.
—La segunda vez que salimos ya vino después a mi departamento, y ahí empezó todo. Me da vergüenza admitirlo, pero…
—¿Qué?
—Jurame que no lo vas a contar. Y no te rías.
—Dime.
—No lo digas, pero fue el único hombre que conocí, bíblicamente, ¿no?, fuera de mi marido.
—Te prometo no contarlo jamás.
—Qué poco emancipada ¿verdad?
—Tú sabías que él estaba casado.
—Sí, y eso me gustaba. Porque yo no quería volver a atarme. Estaba encantada, soltera otra vez.
—Pero una soltera con hija.
—No, ella quedó con el padre. Pero dejame que te cuente más.
—Yo creí que estaba con tu mamá.
—Y seguimos viéndonos dos años.
—¿Tú entonces te habías ido a vivir con tu mamá?
—No, me fui a vivir sola.
—¿Y tu mamá por qué no vino, para tu operación?
—Uhm… Mamá tiene prohibido venir a México, por la altura. Un problema cardíaco, vos sabés de esas cosas… Yo en Buenos Aires viví sola, por eso Pozzi me podía ir a ver.
—Hasta que te viniste para acá.
—No, ya antes dejamos de vernos seguido, porque él estaba cada vez más ocupado con su política. Era una época en que había muchos presos políticos. Por un lado tenía que trabajar para vivir, como abogado de un estudio, y después todo lo otro. Todo el día el pobre en esos Tribunales.
—¿Te habías enamorado de él?
—No, nunca. Bueno, sí, al principio, pero duró muy poco.
—¿Por qué?
—Creo que porque los dos éramos muy orgullosos.
—¿En qué sentido?
—Teníamos muchas ocupaciones y no queríamos perder tiempo. Y te diré que con él nunca sentí lo que con Fito al principio. Con Fito al principio era fantástico. Después menos y menos. Y con Fito lo hablamos. Pero otra vez no iba a pasar por ésas. En fin, son cochinadas.
—No entendí ni una palabra.
—Mejor entonces hablo claro. Con Pozzi nunca gocé como con Fito al principio. Con Fito era genial, más de lo que yo me había esperado que fuera ese placer. Pero duró poco. De Fito me desilusioné muy pronto.
—¿Te desilusionaste porque eso empezó a fallar?
—Beatriz, veo que no me conocés para nada. Yo soy muy mental para esas cosas.
—¿En qué sentido?
—No sé explicarte.
—¿Porque tienes mucha fantasía?
—Hablando de fantasías. Fito me envició en una cosa fea. Pero ésas sí son cochinadas.
—Si no es por cochinadas es porque te deprime, nunca me cuentas nada.
—Según Fito yo tenía que ir al médico. Para ver qué origen tenía la cosa. Podía ser algo físico, o las consecuencias del parto.
—¿A él lo afectaba?
—No, él seguía gozando. Era yo la que me embromaba. Pero no quise ir al médico.
—¿Y por qué?
—Me emperré en que no. Y creo que tuve razón. Lo malo es que en esos casos siempre queda una duda. Yo estoy segura de que no, que la razón no era física.
—¿Y cuál era entonces?
—Que yo no lo quería más. Aunque la verdad, no estoy segura si alguna vez lo quise.
—¿Y ésas eran las cochinadas?
—No, es que cuando yo me empecé a dar cuenta de que sentía poco y nada, él me dijo que pensara en cosas mientras sucedía eso, por ejemplo que estábamos en un parque y yo era una nena y él un hombre grande que me compraba caramelos para ganarse mi confianza, y después me llevaba a un descampado, en las afueras. O que yo era una colegiala de doce años en excursión por Arabia y un sultán me encerraba en su palacio, y cosas así.
—Representar papeles, como en un escenario. Personajes.
—Más o menos.
—¿Y eso te ayudaba?
—Sí, no volví a sentir tanto como al principio, pero me ayudaba. Y con Pozzi cuando desde el principio vi que tampoco sentía mucho, me empecé a imaginar cosas. Que él salía de la cárcel y era un héroe nacional, pero lo habían torturado y estaba ciego, y yo lo cuidaba. Eso me excitaba mucho. O que yo era mucama…
—Hacía años que no escuchaba esa palabra.
—¿Por qué?
—Aquí no se dice, se dice criada. Pero cuando niña en las películas argentinas Mecha Ortiz o Paulina Singerman siempre tenían mucama.
—Te cuento: me imaginaba que yo era mucama en la casa de él, y a escondidas de la familia hacíamos cosas. Pero a él yo le veía más como mártir, eso me excitaba más. Lo que me excitaba de él era eso, que fuese lindo y tan sacrificado a la vez. Tan bueno.
—Si era tan bueno ¿cómo se hizo peronista?
—Beatriz, muchísima gente buena se hizo peronista.
—Eso no lo entiendo. Perón había perseguido a los de izquierda, en su gobierno anterior. Acá en México tenía fama de fascista. ¿Cómo puede conciliarse una cosa con la otra?
—Yo nunca entendí mucho eso. De los peronistas de izquierda no conocí más que a él.
—¿Y de los de derecha?
—Ya algún día te contaré.
—Te participo que no estoy entendiendo mucho.
—Yo te repito lo que decía él. Según Pozzi, Perón fue el primero que consiguió hacer respetar una política nacional, o nacionalista.
—O nacionalsocialista. Nacional con zeta.
—¿Qué querés decir?
—En alemán nacional, de nacionalsocialista, se escribe con zeta. Nazional, nazi.
—¿Y de ahí viene la palabra nazi?
—Claro.
—Nunca me había dado cuenta.
—Sigue con tus amigos.
—Beatriz, yo no te los estoy defendiendo. Yo te repito lo que me decía él. A él yo le decía lo mismo que me decís vos a mí. Me vas a hacer poner nerviosa.
—Perdóname y sigue, que quiero entenderte.
—La cuestión es que parece que Perón mal que mal había organizado los gremios por primera vez y le había dado importancia al movimiento obrero, lo había organizado.
—Según lo que yo sé, Perón había organizado el movimiento obrero para servirse él de los sindicatos, pero no sentó una base socialista real.
—No me pidas tanto detalle, yo eso no sé bien cómo era. Pero claro, el final de las cosas te da la razón a vos.
—¿Pero cómo esta última vez la izquierda pudo ilusionarse de ese modo, con él?
—No sé, Beatriz.
—¿Y cuál es el consejo que quieres que te dé?
—Sobre él. Si te parece una persona que me quiere o no. Quiero decir si me quiere bien, o no.
—Me tienes que contar más, con lo que sé no puedo opinar de nada. Lo que me gusta es que fuera tan desinteresado, en la defensa de los presos quiero decir. Pero si era peronista me inspira desconfianza.
—Y sigue siéndolo.
—Entonces no, decididamente no. Si todavía sigue con eso, después de lo que Perón le hizo a la izquierda antes de morir, no. No le tengo ninguna confianza.
—Pero Beatriz, la cosa es muy compleja, según él el socialismo tenía que pasar por el peronismo, por razones especiales, históricas.
—Quien juega con el fascismo se quema.
—¿Entonces qué me aconsejás?
—Anita, piensa que yo ni siquiera sé por qué te viniste a México, ¿cómo quieres que opine algo?
—Eso no tuvo que ver con Pozzi.
—Pero es fundamental para entender tu caso.
—…
—Estás un poco pálida.
—Beatriz… no te imaginás lo cansada que me siento, por haber charlado este rato. Debe ser que estoy muy débil.
—Trata de quedarte un poco callada, mientras yo te platico.
—Pero yo quería contarte más cosas. Ayer fue la primera vez que pedí calmante, fuera del de la noche. Ya me está doliendo, es aquí, en la nuca. Como un dolor de cabeza. Y al mismo tiempo una opresión rara, en el centro mismo del pecho, debajo del esternón. Siempre es así, las dos cosas al mismo tiempo.
—Descansa un poco, y después seguimos. Aunque la verdad, no sé si me quedará tiempo.
—Cuando me empieza, es difícil que se me pase, sin calmante.
—Entonces pídelo. ¿Te hace efecto en seguida?
—Sí, pero me duerme, es droga fuerte. Yo no quiero acostumbrarme tampoco.
—Procura quedarte callada un rato, yo miro una revista, por mí no te preocupes.
—No, Beatriz, me parece que tengo que llamar a la enfermera.