CAPÍTULO I
Por entre el encaje del cortinado se infiltraban rayos de luna, de ellos se embebía el satén de la almohada. La mano de la nueva esposa, junto a los cabellos negros, ofrecía la palma indefensa. Su sueño parecía sereno.
La palma de pronto se crispó, no así el rostro perfecto, que permanecía laxo, maquillado con afeites del rosa al azul. Poco después la mujer más hermosa del mundo se incorporó, temblando de miedo. El rostro cobró expresión. Las pestañas naturales, que parecían postizas por lo largas y arqueadas, sombreaban ojos desmesuradamente abiertos. Acababa de conocer en sueños a un médico obeso vestido de etiqueta que colgaba su sombrero de copa, procedía a calzar guantes blancos de goma, se acercaba adonde estaba ella tendida sobre algodones gigantes, y con un bisturí le abría el pecho: a la vista aparecía —en lugar de corazón— un complicado mecanismo de relojería. Era una muñeca mecánica, y rota, no una mujer enferma, la que yacía tal vez moribunda.
Un profundo suspiro de alivio dio por terminada la pesadilla. No había nada que temer, todos los peligros habían resultado imaginarios. Miró a su alrededor, todo le era nuevo en la alcoba penumbrosa, la noche de bodas aún no daba paso al día, pero a su lado no había nadie. Cerca de una mano yacía el espejo de mango labrado en plata, sus labios se reflejaron pintados, parecían retocados pocos momentos antes. No se acordaba de casi nada, un brindis con su esposo, las sienes canosas de él, o blancas, el monóculo escrutándola en todo momento, una copa cuadrada que ella no sabía cómo asir, el fresco néctar, nada más. Si el maquillaje estaba intacto era porque el rostro había sido respetado. Decidió pasarse la mano derecha por el resto del cuerpo, la estiró, la replegó casi de inmediato. Su mano izquierda, menos sensitiva, le pareció la indicada para tal inspección. Muy pronto notó un trecho de piel ardida, algo más arriba de la clavícula. Sobre un seno, tres o cuatro huellas de dientes en arco que no dolían ya casi. Su vientre en cambio no delataba asalto alguno, el bajo vientre sí, húmedo, inflamado, con un íntimo desgarramiento.
Trató de recordar, lo único que volvió a su mente fue la frescura de aquellos sorbos, una bebida nueva para ella. Buscó con la vista la copa cuadrada pero no la pudo encontrar. Intentó caminar, al hacerlo se acentuó el ardor de entrepiernas. La alfombra de visón prestaba tibieza a la planta de sus pies, tras la cortina de flores simuladas en encaje se perfilaba el armazón de hierro aprisionando los cristales venecianos. Descorrió el cortinado, maniobró con dificultad el pesado picaporte del ventanal, su forma cilindroide y plena de nervaduras la sobresaltó. Se asomó al balcón. Un larguísimo rectángulo formado por el estanque del parque, perpendicular al balcón, se perdía en la oscuridad y la neblina; a ambos lados se continuaban arboledas, las ramas indefensas no podían evitar que el viento las manipulase, si bien suavemente. Ninguno de los tantos guardianes aparecía a la vista, tampoco los contornos de la isla, camuflados por el aliento brumoso de las aguas. De repente se oyó un motor de lancha, el arranque fue seco y decidido, el ruido se alejó en pocos minutos.
Volvió la mirada hacia el cuarto. El respaldo de la cama, de madera tallada policroma, terminaba en nubes y ángeles flotantes. Uno de ellos, de mirada extraña, como de pez, parecía observar al Ama. Ésta a su vez lo miró fijo. El ángel parecía pestañear, sus párpados bajaron y volvieron a subir, según impresión del Ama. ¿Alguien la espiaba? Por entonces bajó la vista y descubrió un mensaje sobre el taburete de armiño, «Querida: mis negocios me reclaman, no te lo advertí porque entonces me habrías convencido de quedarme. Te narcoticé porque no me habría atrevido a hacerte lo que más tarde te hice, si tus ojos me hubiesen estado observando. ¡Tu belleza me intimida tanto! temía que me paralizase, por eso no podía aceptar al mismo tiempo el reto de tu inteligencia, tan sobrenatural como tu cuerpo. A tus pies, tu esposo».
Pocas horas después, el sol que pasaba por entre esos cortinados imprudentemente descorridos, la volvió a despertar. Nada le había sido explicado, ¿cómo llamar a la servidumbre?, no veía botones que apretar, pero sí un teléfono de porcelana reposando sobre patas de oro, sin dial, con auricular y bocina también de oro. En seguida contestó una voz de mujer mayor. La nueva Ama preguntó la hora, apenas las ocho de una mañana de primavera de 1936. Ordenó el desayuno, té con limón, tostadas sin untar pero crocantes. Se le contestó que era imposible subirle una bandeja a su cuarto, el Amo había ordenado servirla en el justamente llamado Pabellón del Desayuno. El Ama replicó que no tenía deseos de bajar. La servidora se limitó a agregar que el Amo había dejado precisas y definitivas instrucciones sobre el modo de darle la bienvenida, fatigada como habría de estar, apenas llegada la noche anterior, después de la ceremonia de bodas en Viena. Todo había sido cuidadosamente ideado por el Amo para dar el máximo placer a su esposa y, la servidora insinuó, cualquier interferencia implicaría un grave desprecio.
Una minibalaustrada caprichosa remataba la cúpula del Pabellón, fue lo que menos la impresionó, a primera vista. Por encima del portal de mármol ceniciento surgían otra vez nubes con ángeles rodeando a una santa, todo en estuco blanco. Los ángeles admiraban a la santa, la protegían, tocaban instrumentos, le cantaban. Ninguno de ellos tenía ojos de pez, y ninguno miraba al Ama. A continuación se le dio a elegir, o el rincón de los rosales, si es que prefería estar al sol, o… Ella asintió en seguida, los rosales. El Ama notó que todos los lacayos eran de avanzada edad. Y al sentir el té que le mojaba los labios, en ese preciso momento, un sonar de flautas y arpas comenzó a elevarse de entre las hierbas. Los músicos pastores, invisibles u ocultos, calmaron levemente la angustia de la bella, le dieron fuerzas para levantarse e iniciar su primer recorrido de la isla. Era plana, un contorno de pocos kilómetros, la podría abarcar de una sola caminata, sería fácil descubrir el modo más fácil de escapar de allí. El té no le había calmado la sed.
La melodía se alejaba a medida que el Ama se acercaba a la reja, deslinde del parque y la orilla del lago. Pero pronto se distinguieron pasos veloces de una servidora al parecer joven. «¿Es usted la única menor de setenta años en esta casa?», se le respondió que sí. «¿Y por qué han hecho tal excepción?», se le respondió que había necesidad de alguien capaz de seguirla sin fatiga, en caso de que quisiera dar rápidas caminatas. El Ama insinuó gesto de acercarse a la reja, fue detenida bruscamente, «¡Alto ahí!… perdone mis modales, pero el hierro está electrizado». La reja repetía el mismo tema decorativo —brazos titánicos y serpientes— a lo largo de su entero recorrido, el perímetro ovalado de la isla. Era de construcción reciente mientras que el resto databa del siglo dieciocho. El Ama odió esa reja, como siempre había odiado —sin saber por qué— las obras de los artistas vieneses de principios de siglo, con su obsesión por las rectas paralelas, por las jaulas. Los hierros verticales figuraban serpientes paralelas, una con la cabeza hacia arriba, la siguiente hacia abajo, todas con la boca furiosamente abierta y la lengüeta rígida; las líneas horizontales eran en cambio una cadena de nudosos brazos que se iban tomando el uno del otro, describiendo un esfuerzo crispado y aparentemente sin esperanzas: en ellos se clavaban las serpientes. El Ama llevó los ojos al cielo, no podía soportar la visión de esa reja. Cerca del sol, nubes extrañas cambiaban de forma con rapidez inusitada. Parecían insinuar letras, un mensaje.
El Ama desistió de continuar el paseo, corrió hacia la casona, jadeante, aterrada. La servidora la siguió sin esfuerzo, dando grandes trancos, y se le colocó delante, casi cerrándole el paso. El Ama desesperada volvió a mirar aquellas nubes extrañas, el mensaje podía ser para ella. La servidora se corrió medio paso y cubrió con su cabeza las nubes. El Ama por primera vez le miró la cara, las cejas eran espesas y negras, ¿y los ojos?, las aletas de la nariz extremadamente fuertes para una mujer, bajo la capa de polvo la piel no era más lisa que la de un hombre recién afeitado, «por allí no, respetable señora y admirada actriz. Esta otra es la entrada principal». El Ama contestó que ya no era más estrella de cine, «Perdón, pero es que la admiré mucho en la pantalla. Vi los tres filmes que brillantemente protagonizó la señora». El Ama respondió que esos filmes ya no existían, su marido había ordenado quemar negativos y copias, mencionarlos entonces equivalía a mentir, puesto que nadie en el mundo podría ya probar que habían existido. La servidora insistió, «uno para siempre quedó grabado en mi memoria, aquel en que usted personificaba a una mujer reencarnada en otra, ambas con corazón de relojería». «Tal filme no existe», respondió sinceramente el Ama, «nunca fue rodado, usted se confunde, es la primera vez que oigo esa historia». Cuando el Ama dejó de observarla, la servidora por primera vez levantó la mirada del suelo y mostró los ojos.
La luz matinal tornaba sonriente la fachada del edificio principal, un telón de fondo apropiado para comedia de enredos. El Ama lloriqueó nerviosamente, pero sin lágrimas y sin pudor. En efecto, el típico frente rococó estaba resuelto jovialmente, muro plano amarillo del que sobresalían marcos de puertas y ventanas blancos, y en torno al balcón del tercer y último piso un relieve también blanco representando una nube en la que flotaban más criaturas celestiales. El Ama observó a los ángeles, uno por uno, buscando una señal de compasión, de amparo. Los ángeles no miraban las nubes extrañas pero verdaderas que en ese momento surcaban el cielo, sólo se miraban entre ellos, con expresión invariablemente beatífica. «A veces hay ángeles que no tienen cara de buenos, ¿verdad? Además… no sé el nombre de usted», dijo el Ama tratando de ocultar sus temores. Thea contestó que todos los ángeles eran buenos, y defendían las buenas causas, pero resultaban implacables en su lucha contra el mal, «quien se sienta seguro de estar de parte del bien, no habrá de temerles». El Ama subió los cinco escalones que daban acceso al pórtico central, desde allí observó el embarcadero, tras la reja electrizada. Thea con su índice extendido le señaló otro punto cardinal, el norte, desde donde una rara estructura de hierro y cristal amenazó al Ama, «es el Jardín de Invierno, señora. Adentro podrá usted admirar las más fabulosas palmeras aclimatadas».
Ganó por fin su cuarto, estaba agotada por la corta salida. Ya no recordaba el curioso episodio de las nubes, sólo sentía sed. En seguida divisó, sobre una mesa de malaquita, la copa cuadrada. Piedras preciosas incrustadas —dos o tres turquesas, una amatista, topacios—, aprisionadas en el engarce de plata labrada, y dentro del cristal grueso, tomando la forma de su recipiente, un aromático líquido ambarino. Un líquido delicioso y refrescante, pero sin forma, la copa cuadrada estaba allí para prestársela, y mientras tanto lo aprisionaba. El Ama se apiadó del líquido y de un solo trago le permitió incorporársele a ella misma. Un sueño delicioso y refrescante le descendió sobre los párpados.
Cuando pudo reabrirlos, las sombras del atardecer empezaban a extenderse sobre la isla. Estiró el brazo blanquísimo, de venas azules levemente transparentadas, y tomó el auricular del teléfono. Pidió hablar con Thea, «Lo siento señora, pero al atardecer se cierran las puertas de esta casa, tendrá que esperar hasta mañana para visitar el Jardín de Invierno. Dada la dificultad de establecer una vigilancia total en el parque por las noches, el Amo ordenó que su señora esposa no se arriesgue con inútiles paseos en la oscuridad».
Toda insistencia fue vana. Al incorporarse vio que sobre la mesa de malaquita alguien había desplegado platillos con exquisitos manjares fríos, reservando el centro para un botellón de materiales idénticos a los de la copa cuadrada. El hambre le hizo picotear rápidamente caviar, salmón ahumado, galletas de Provenza, seguidos por tragos largos de la única bebida capaz de calmar la sed en esa isla. Pronto volvió a caer en su grata embriaguez. Miró en derredor, sabía que pronto había de caer dormida, inexorablemente, y se preguntó qué le depararía la vida durante las misteriosas horas de la noche. Concentró toda su voluntad en el esfuerzo de no mirar el respaldo de su cama, temía toparse con la mirada hostil de uno de los ángeles, y que fuera ésa la última visión de su primer día de casada. Se recostó y pegó los párpados, pero un instante antes de caer dormida, en su memoria se dibujaron nítidamente ojos de pez que bajaron los párpados y volvieron a subirlos.
—Yo nunca me había sentido sola en la vida.
—Es muy natural, estás lejos de tu país, México es muy diferente, y eso tiene que afectarte.
—No, antes no me importaba estar sola, al contrario, en los últimos años de Buenos Aires lo que yo quería era estar sola.
—Llegando a la casa me dieron tu mensaje. Y vine en seguida.
—No te asustes, Beatriz, no es nada terrible.
—No me asusto. ¿Pero cuál era la urgencia?
—Nada. Mejor dicho sí, me sentí muy deprimida, porque le perdí confianza a este médico, ojalá pudiera irme a otro sanatorio.
—Ana, eso hay que pensarlo mucho, si aquí te operaron ya estás en manos de ellos.
—Ya lo creo que estoy en manos de ellos.
—Quiero decir que son ellos los que mejor conocen tu caso.
—De veras te pido perdón por haberte llamado de apuro, pero en ese momento me dio un arrebato de desesperación.
—¿Por qué te dio el arrebato?
—Beatriz, es que no me hacen caso, este lugar es carísimo y me tratan como si estuviera de favor.
—Antes no estabas tan nerviosa, y eso es malo para una convaleciente.
—Es que estas enfermeras siempre andan ocupadas, nunca tienen un minuto libre cuando las llamo.
—…
—No me tienen ninguna paciencia.
—Toda la gente está nerviosa en estos días, con tanta lluvia… Ya debió haberse acabado la temporada.
—¿Sí?…
—A ti tal vez te deprima también, este tiempo.
—Ya el año pasado me tocó algo de las lluvias. Eso no me deprime, al contrario, me conformo con estar adentro, si llueve. Por mí que llueva hasta que se termine este maldito 75.
—…
—¿Te podés quedar un rato, o estás muy apurada?
—No, Anita, ya te dije que me puedo quedar. Pero tú tienes algo que me quieres contar, y estás sacándole la vuelta.
—Beatriz, me da vergüenza hacerte perder tiempo, una persona ocupada como vos. Te aseguro que yo nunca daba lata, antes.
—Cuéntame de una vez.
—No es fácil, no creas… Vos adivinaste, tuve malas noticias de Argentina. Pero también tengo que hablar con el médico, me parece que no sabe qué hacer conmigo y por eso no da la cara.
—…
—Viene todos los días, pero se va en seguida, y no me contesta a todo lo que le pregunto. Lo del calmante por ejemplo. Me lo dan todas las noches y me produce un efecto raro, creo que no me hace buen efecto.
—¿Y él qué dijo?
—Le propuse suspender el calmante, y esperar que venga el dolor antes de inyectarme, ¿para qué tanto calmante?… Y me contestó que es el único de acción lenta, porque si esperamos el dolor tendríamos que aplicar un calmante de acción rápida, que tiene otros efectos laterales malos.
—¿Y no tendrá razón?
—A mí no me convence. Porque a cada aplicación me siento peor, siento que mi cabeza no es más la mía. Y después le pregunté para cuándo los rayos, y me miró raro.
—¿No serás tú la que desconfía demasiado?
—Beatriz, todos los operados de tumor después se aplican rayos, como precaución.
—No todos, yo no creo eso.
—Eso es lo que me dijo él, pero no demasiado seguro. Y me hizo el chiste de que mejor contara los pesos argentinos que me quedaban, porque no me iban a alcanzar para más. Y siempre así, como si no supieran bien qué hacer.
—Pero está bien que te dejen un poco en observación.
—Otro médico me podría dar el alta. ¿Qué harías, en mi lugar?
—Ana, yo no quiero ser indiscreta, pero si tú no me cuentas lo que pasó con ese amigo tuyo que llegó de Argentina… me quedo en ayunas con lo que ocurre. Antes de aparecer él, tú estabas más calmada.
—Ya antes de venir él, me empecé a sentir rara.
—Pero con esa llegada te sentiste peor todavía.
—Es Pozzi, Juan José, aquel de que te había hablado.
—Tú me hablaste de uno muy rico, y que en Buenos Aires te hacía tantos regalos. Pero que después te trajo problemas.
—No, no es ése.
—No me digas que el que llegó es tu marido.
—No, que Dios no lo permita. Ahí sí me moriría de horror. Además mi marido tiene mi mismo nombre.
—Querrás decir que tú tienes el nombre de él.
—Por supuesto. Pero Pozzi es del único que te hablé bien, el abogado. Por lo que más quieras te lo ruego que no se lo digas a nadie. Que está aquí.
—Quédate tranquila.
—Lo que no te puedo contar es lo que me vino a decir.
—¿Y a ti, no te alegró verlo?
—No. Porque no hizo el viaje para verme a mí. Me vino a pedir una cosa, que no te puedo decir. De todos modos no me gustó que se presentara sin avisar. Yo estaba sin pintar.
—Ana, qué misterios te traes hoy.
—Nada de eso… Dame la mano… De veras, no sabés cómo necesitaba que vinieras.
—…
—Beatriz… ¿será posible que yo no haya conocido más que fantoches en mi vida? Todos los hombres que se me han acercado han sido así.
—Pero si me dices que este Pozzi es un buen hombre.
—Sí, tiene muy buenas cualidades… pero ese hombre que una necesita… es otra cosa.
—¿Cuál hombre, Ana?
—Un hombre, no un chico.
—Entonces lo estoy confundiendo con otro. ¿No era Pozzi el que defendía presos políticos?
—Sí.
—¿No me decías que era muy valiente, que se arriesgaba siempre?
—Conmigo no era valiente, nunca me decía la verdad.
—…
—Y yo no le importaba demasiado, mucho más le importaba la mujer que tiene, y los hijos.
—¿Qué clase de hombre esperabas?
—Beatriz, las feministas son todas iguales, no se puede hablar con ustedes.
—…
—¿Acaso no se puede fantasear un poco… con un hombre superior?
—¿Superior a quién?
—Superior a los otros. Superior a mí.
—…
—Yo no soy gran cosa…
—Si no te consideras gran cosa, ¿cómo puedes pretender a alguien que sea gran cosa? ¿para que te lo eche en cara?
—¿Para que me eche en cara qué?
—Eso, que eres un ser inferior, a él.
—No, nada de eso, y me parece que ahora veo más claro lo que quiero decir. Escuchame, Beatriz… ¿no puede haber algo positivo en admirar al hombre que está al lado tuyo?
—No sé adónde quieres llegar.
—Sí, mirá… Si yo tengo al lado a alguien superior, eso me puede dar un incentivo ¿o no?
—Sí, eso puede ser… Pero tú sabes cómo se da la pareja en general. Si un hombre se acerca a una mujer de algún modo inferior, es porque le gusta así como es… ¿me explico? Quiero decir que le gusta porque es inferior, y no porque le vea otras posibilidades, de superación.
—Sos muy pesimista.
—Ana, tú me vas a perdonar, pero cuando menos necesito saber si te vino a pedir, ¿cómo te diré? algo referente a la relación de ustedes. Si quiere divorciarse y casarse contigo, por ejemplo.
—No, vino por cosas de él. Beatriz… te pido que me tengas un poquito de paciencia, hoy.
—Como quieras… ¿Por lo menos te trajo alguna noticia de tu mamá?
—No, no la conoce.
—Nunca me contaste por qué no vino ella, para tu operación.
—No quise yo.
—¿No convendría que estuviese acá?
—Beatriz… no salgamos del tema. Te quiero decir algo, fuera de toda broma. Pero por favor te lo pido, no lo uses después como argumento contra mí.
—¿Qué es?
—Beatriz, lo único que me da ganas de seguir viviendo… es pensar que algún día voy a encontrar a un hombre que valga la pena.
—…
—¿Te quedás callada?
—Para qué voy a hablar, si sabes lo que pienso.
—Claro, vos tenés todo en la vida. Un marido bueno, hijos regios, un trabajo que te gusta, ¿qué necesidad tenés de fantasear?
—Al contrario, me gustaría fantasear un poco ¡pero no tengo tiempo! Mira, hoy toda la mañana con los abogados de ese caso de la criada que violaron. Que el movimiento nuestro está defendiendo, para sentar el precedente. Y así cada día.
—Pero eso te hace sentir bien.
—Ana, la próxima vez que tengas ganas de platicar, yo vengo. Pero no me llames de urgencia como hoy, porque me asustas sin necesidad.
—Te pido disculpas, pero cuando te llamé me sentía mal. De verdad. Mal.
—Y ahora que estoy aquí, no quieres hablar.
—Sí que quiero hablar.
—Pero me pides consejos y yo no puedo opinar. Me ocultas todo, ni siquiera he logrado que me cuentes por qué te saliste de Argentina.
—Por favor, hoy no, me siento mucho mejor y si empiezo a hablar de esas cosas me voy a sentir mal de nuevo. Otro día te cuento… Hay algo… muy serio, eso sí. Eso es lo que te puedo anticipar. Pero Pozzi a veces exagera, yo no sé si hacerle caso o no.
—…
—Según él de mí depende algo muy importante.
—…
—Lo que le pueda pasar a alguien muy importante, quiero decir.
—…
—La vida de alguien. Pero son cuentos de Pozzi.
—¿Cómo es eso?
—Otra vez te lo explico bien. Hoy me siento un poco débil, pero sin dolor de cabeza. Así que no me eches a perder la tarde.