CAPÍTULO VI

La nueva sensación de la pantalla, también conocida como la mujer más bella del mundo, se debatía en su cama presa de una fiebre altísima. A lo lejos parecía oírse un llanto de niña. Quiso incorporarse, no pudo despegar la cabeza de la almohada, intentó estirar la mano para atrapar el mango de algún espejo cercano —vivía circundada de ellos— pero tampoco lo consiguió. Se llevó la mano a la frente, retiró los dedos despavorida, como cuando sin querer se toca una plancha hirviente, pero los dedos se le habían ya prendido fuego, se le consumían rápidamente, crepitaban al achicharrarse. El intenso dolor de las quemaduras la despertó, el reloj marcaba las cinco y veintinueve. Otra vez sus pesadillas, lo peor es que se le marcaban ojeras cuando no lograba descansar bien de noche, y la cámara se regocijaba en señalarlas. En esas ocasiones recibía mensajes amenazantes de la empresa, se la acusaba de ponerse a leer tonterías por las noches, en vez de dormir. Porque eso era lo único que podía hacer por las noches, en las actuales circunstancias, leer.

Un minuto después la campanilla sonó insolente como todas las mañanas y la actriz se levantó. ¡Buen día! se oyó croar a su dama de compañía, desde la kitchenette del bungalow. No le respondió, ya había acostumbrado a la cancerbera a su malhumor matinal. Recomenzaba así la rutina de cada día de filmación, de todos modos prefería ésta al programa que le esperaba entre una película y otra: las lecciones de arte dramático en la misma empresa, seguidas de gimnasia, de disciplinas balletísticas, de fútiles intentos canoros. Se lavó la cara, se puso cualquier pantalón y cualquier blusa, un pañuelo en la cabeza. La odiada Betsy ya le tenía lista la taza de té. Vuelta al baño para mover el vientre, como era su costumbre después de unos sorbos de líquido caliente, y a continuación cinco minutos de gimnasia respiratoria en el parque frente al porche. En los demás bungalows todos dormían, tal vez algún marido joven —despanzurrado al lado de su consorte— soñaba con la actriz después de haberla visto esa noche en su último filme. Las coquetas cabañas estaban esparcidas sobre la ladera de una de las tantas colinas de Hollywood, las dos mujeres bajaron por un sendero zigzagueante hasta alcanzar la calle.

A las seis en punto llegó el chofer del estudio, «Buenos días, señorita estrella. Buenos días, señora Betsy». Las mujeres no contestaron, como era su costumbre con el chofer negro. Por el espejo la actriz y él cambiaron una extraña mirada. Betsy de inmediato abrió el libraco dactiloscrito y leyó en voz alta el diálogo de la escena a filmarse esa mañana. Como de costumbre la extranjera tuvo tropiezos con la consonante w, cuando seguida por vocal. A las seis y treinta y cinco entraron al estudio, ya en plena ebullición. La empresa exigía que las actrices desayunaran en casa pero ella no podía comer nada sólido hasta bien pasada una hora de haberse levantado. La empresa había transigido y se le servía un desayuno opíparo en el gran comedor. Afortunadamente a esa hora era la única luminaria allí presente y las demás no le envidiarían la ración de avena arrollada, huevos con jamón, leche, pan y mantequilla que la divina vienesa —como se la publicitaba— podía deglutir sin perder la línea.

A las siete en punto entró en su sala de maquillaje. Cada estrella tenía acceso a esta zona por pasadizos privados, pocas eran las que querían ser vistas apenas levantadas y sin afeites. Con la mujer más bella del mundo la operación llevaba poco tiempo, algo más de hora y media. Primero se le lavaba el cabello, después se le marcaba la célebre raya al medio y se le enrulaba las puntas de la melena. A continuación se aplicaban los diecinueve diferentes cosméticos con que su rostro desafiaría a los reflectores. A todo esto Betsy, sin prisa y sin pausa, continuaba leyéndole el diálogo. La escasa media hora que restaba antes de entrar al set de filmación, la empleaba en caminar hasta su camarín, ya dentro del mismo set de filmación, y en vestir lo que requería la escena primera.

A las nueve en punto llegó adonde se erigía el decorado de un café oriental. Vestía un traje de saco a la europea, pero la cubría un leve velo negro, largo hasta media pierna y colocado directamente sobre el cabello. Su belleza arrancó ayes de admiración. La miraron —satisfecho— el director húngaro y —celoso— el galán recio. Después de un breve saludo general ella, grave error, se puso a hablar en alemán con el director. El galán recio, que sólo hablaba californiano, como protesta rompió el pocillo de café contra el piso. Vestía uniforme blanco, de oficial de algún arma indeterminada. Las salpicaduras del café le alcanzaron el inmaculado pantalón, pero no importaba porque en la primera toma la cámara lo sorprendía detrás de una mesa a la que estaba sentado.

Ella debía entrar al tugurio buscando a su amante con expresión trágica. La sombra de un ventilador de aspas, colgando del techo, debía acariciarle el rostro perfecto, orgullo de la cinematografía mundial. La acción preveía que se sentara junto al galán, apesadumbrado también éste en la ficción, y algo ebrio. El argumento dictaba que ella había dejado a su legítimo esposo, un alto dignatario colonial, por amor al galán, pero el destino la había castigado al perder a su hijita en un accidente estradal. La desgracia se interpretaba como una condena a ese idilio adúltero y ella venía a despedirse de su verdadero amor porque el esposo, huérfano del cariño de la hija, la necesitaba ahora más que nunca. El director no aprobó la interpretación de la actriz en el primer ensayo, la consideró fría. Se volvió a jugar la escena, sin variaciones apreciables.

La actriz no se molestaba con tanta repetición porque la toma terminaba en que ambos se levantaban de la mesa, la cámara subía hasta tomarles medio cuerpo, ellos se abrazaban y se besaban. Ella encontraba a su coestrella insoportable profesionalmente pero atractivo en el aspecto físico. Durante los ensayos el recio ni la besó de verdad ni le dio seña alguna de excitación. El director decidió filmar la escena, con la esperanza de que al rodar la cámara la actriz se posesionase del drama, «¡luz, sonido, cámara, acción!». Ella cumplió sus movimientos con exactitud, pero ninguna emoción marcó su rostro, sólo pensaba en el desquite implícito en ese besuqueo, condenada como estaba a no ver hombre alguno hasta que los ejecutivos de la empresa lo permitiesen. Llegó a la mesa, dijo su diálogo sin dificultades fonéticas, se levantó para el beso y se dio el gusto de notar que al posesionado actor le sobrevenía una erección al besarla. El director ordenó repetir la toma, ella estaba encantada. Durante la segunda toma se atrevió a algo más, en complicidad con los pliegues del velo negro puso su mano sobre la zona del galán que más curiosa le resultaba. Éste reaccionó de manera imprevisible, le susurró entre dientes, como un gruñido, «Puta inmunda, yo no soy como tú, un mero objeto sexual, yo quiero atraer por mi intelecto». Para vengarse ella siguió actuando tal cual en cada toma, manotón incluido.

Después de la décima toma fallida tronó la furia del productor, disfrazado de sirviente árabe para que nadie descubriese su presencia en el set, «¡Si usted es una actriz, demuéstrelo de una buena vez!». Plantó un pie con estrépito haciendo temblar hasta los cimientos la carrera de algunos presentes, encendió su habano y salió. El director intervino, «No se altere, señora. Tal vez sea éste un tipo de emoción que usted nunca experimentó en su vida, por eso le cuesta expresarlo… Pero veamos, tal vez le sea posible recordar algo parecido, la pérdida de algún ser querido, o aun de un perrito faldero, o de un fino gato…».

Ella no pudo contener una explosión de sinceridad, «Yo sí experimenté una emoción parecida, justamente la misma, la exactísima pérdida de una hija… que me fue arrebatada, y no sé dónde está. No lo sé ni me importa ¿oyó bien? ¡No me importa! ¡jamás me acuerdo de ella!… y no me cuesta saber el porqué ¡porque su padre fue un traidor, y odio todo aquello que me lo traiga a la memoria!». El director sospechó que ese agitamiento anímico registraría bien en el celuloide y volvió a ordenar acción, luz, cámara. Ella no pensaba más que en su propia condición, se sumergió en sí misma e interpretó la escena con una misteriosa dimensión del dolor materno, más allá de lo humano. Los críticos no habrían de apreciar lo exquisito de su logro.

A mediodía se interrumpió la filmación para permitir que el equipo almorzase. Betsy la escoltó hasta el comedor. Ocuparon la mesa más aislada que encontraron. Betsy no hizo comentario alguno sobre la actuación cumplida esa mañana, la actriz lo interpretó como signo de desaprobación y por ende se regocijó. En efecto Betsy era de mediocrísimo gusto, se encantaba con el divismo visceral de las actrices de Warner Brothers. La estrella observó a sus iguales (?), ocupando diversas mesas. La esfinge, la máxima, no venía nunca al comedor. Luchando con recuentos de calorías que implicaban el conocimiento de las Altas Matemáticas, pudo ver a la mimada de la empresa —por disciplina y por magnetismo de boletería— con sus ojos saltones y su boca inmensa; más allá a la rubia barata de turno; más allá a la exmimada de la empresa, humillada ahora por el productor del habano en toda ocasión, puesto que se la servía por último, así como se la peinaba y maquillaba en el primer turno, para obligarla a levantarse más temprano. Qué mundo tan cruel, se dijo la más bella.

La cancerbera notó esa melancolía y para distraerla le mostró una revista de aficionados al chisme cinematográfico, aparecida esa mañana. La vienesa ocupaba la tapa y su artículo se anunciaba con grandes letras, «Me gusta trabajar porque así soy libre». Dio una ojeada a la entrevista falsa, preparada por el departamento de publicidad de la empresa. El texto parecía una burla, se hablaba de su espíritu independiente, del deleite que le proporcionaba trabajar y proveer a sus necesidades sin rendir cuentas a nadie, y por último de su felicidad en California, sólo amenazada por las sombras de guerra que se cernían sobre su patria lejana. Se preguntó a sí misma entonces si esos lectores no habrían preferido saber la verdad, que había sido manipulada toda su vida por fuerzas malignas infinitamente superiores a las propias, que había sido siempre colocada en vitrinas de lujo para el deleite de los paseantes, que había sido vestida y desvestida por manos frías que la respetaban tanto como a un manequí. Desde lo más hondo de su ser imploró por la ayuda de quienes en otros momentos la habían socorrido, aquellos que desde el más allá se habían apiadado de ella en otras ocasiones negras como la presente. Pero no había evidencia de que alguien respondiese a su llamada. Las estrellas comían, sólo la exmimada de la empresa parecía tan triste como ella misma, seguía esperando que el mozo la sirviese, mientras una lágrima recorría su mejilla en cámara lenta.

Betsy la acompañó al set y allí se despidió hasta más tarde. Era deber de la acompañante volver a casa para tener la cena preparada cuando la actriz tornase, exactamente media hora después de terminada la filmación. De una de la tarde a seis se rodaron diferentes tomas. La actriz se cambió rápidamente para ganar minutos e incluso segundos, y sin quitarse el maquillaje —para ganar más minutos, más segundos— montó al coche que la llevaría de vuelta a casa. El chofer negro se aventuró a sonreírle por el espejo. Recorrieron rápidamente la ruta habitual, la cual incluía un corto desvío a una calleja sin salida, muy arbolada y solitaria, donde se estaba construyendo un palacete. Para entonces ya era de noche en Los Ángeles y los albañiles abandonaban el trabajo antes de oscurecer. El chofer poseyó a la bella a toda velocidad, si alcanzaban el orgasmo en cinco minutos de fornicación lograban después llegar al bungalow dentro del plazo establecido por la empresa.

A las seis y treinta y cuatro entró a su casa, después de recorrer el sendero zigzagueante. Se quitó lo que le quedaba de maquillaje después del abrazo prohibido, se duchó y a las siete y quince se sentó a la mesa. De ocho a nueve tomó su siesta. De nueve a diez repasó con Betsy los diálogos del día siguiente. Una calma chicha se desprendía de la ciudad, desparramada por lomas suaves y cordiales. No era ése el escenario propicio para un cambio decisivo en su vida, para la intervención de fuerzas extrañas. La ciudad de Los Ángeles, los ángeles, esos mismos ángeles que siempre la habían perseguido, insidiado, espiado, traicionado… «¡Basta, basta! ¿por qué se me castiga así? ¿qué mal he hecho en mi vida para merecer esta tortura?…».

Betsy fingió no oír, fue hasta el tocadisco y lo puso en marcha a todo volumen para acallar cualquier indiscreción ulterior de la estrella. Violines se embriagaban de pasión tropical, tambores marcaban febriles el ritmo de una rumba hollywoodizada. Muy pronto se oyeron voces que coreaban el estribillo, pero no provenían de la grabación, eran las felices parejas habitantes de los otros bungalows de la ladera, que se unían al festejo asomados a sus ventanas. El cálido estribillo cedió paso a un crescendo de tambores y por entonces las parejas salieron a sus respectivos patios, para entregarse al embrujo de la danza. Vistos desde lo alto de la colina, donde correspondía estar a la mujer más bella del mundo, el conjunto de jóvenes bailarines abandonados a la sensualidad de esa música, configuraba un vistoso número musical, pleno de sugestión. Ellas vestían camisones transparentes, ellos sólo el pantalón del piyama. La actriz confirmó que todos en el mundo eran felices y que a ella le tocaba ser la notable excepción que confirmaba la regla.

—Te pedí tres días para pensarlo, pero no puedo llegar a una conclusión, ¡hay tanto que no sé! ¿cómo voy a poder decidirme?

—Aclaremos todo lo que quieras, para eso estoy acá. Para eso me mandaron a mí, además.

—Yo veo una gran confusión en todo este asunto, de peronistas de izquierda, de derecha, y partido socialista por otro lado.

—Preguntame lo que sea.

—Bueno, veamos… ¿Cómo vos, un hombre de izquierda, te pudiste meter en el peronismo?

—Yo me metí en el peronismo, pero fue después que me hice peronista.

—No te pongas complicado, ¿qué querés decir con eso?

—Yo nunca te conté por qué entré en política.

—Algo así.

—No, antes yo no quería hablar para no cargarte de información. Podía ser incómoda para vos, en el caso de que te interrogaran por mí, lo cual podía suceder.

—¿Qué es lo que no sé?

—Fue en la escuela secundaria. Durante el segundo gobierno de Perón yo era un furibundo antiperonista. Cuando lo sacaron yo tenía quince años, había entrado en la Juventud Socialista y en la Federación de Estudiantes Secundarios.

—¿Y eso qué era?

—¿No te acordás? La central de estudiantes secundarios antiperonistas. Pero cuando cae Perón me acuerdo que me sucedieron muchas cosas. Yo iba un día en un colectivo, el 229, y al acercarnos a Plaza Falucho, frente al Regimiento 1 había un grupo de obreros mal entrazados que lloraban y gritaban a los militares y manifestantes que pasaban en auto, celebrando la caída. Y en aquella época tener auto en la Argentina era de gente con plata. Y adentro del colectivo había una mujer que era evidentemente una sirvienta.

—¿De qué edad?

—Una típica morocha del interior. De unos 40. Nos empezó a gritar a todos. Yo ese día estaba feliz, pero me quedó eso. Me chocó eso. Me dio la idea de que había algo que no funcionaba, que yo iba a festejar con los oligarcas y que los pobres defendían al tirano. En el momento no lo elaboré, pero me quedó. El año 55.

—Sí, seguí.

—Ah, y otra cosa. Yo iba después, en esos días, en una manifestación por la avenida Santa Fe, arriba de un camión. Y con nosotros venía un obrero del Centro Socialista al que yo pertenecía. Un obrero que había luchado mucho, que se había jodido. Y mucha gente lo agredía, de los manifestantes que pasaban, «vos negro debés ser uno de ellos», medio en broma medio en serio. Tuvimos que defenderlo. Y era increíble, a cada rato alguien se metía con él, porque se le veía que era un obrero. El tipo se cansó y se fue. Yo en la euforia no me acordé más.

—¿Y por qué por la avenida Santa Fe?

—Ahí eran las manifestaciones. ¿Por qué? Era el barrio del dinero, de los que ganaron. Nadie se animó a hacerlas en barrios obreros, ni aun en barrios de clase media. Y en seguida viene el revuelo en las Juventudes Socialistas, que empezaron a ponerse en posición contraria a Ghioldi.

—Esperá, ése era un socialista ¿no?

—Sí, pero que mantenía las posiciones más gorilas, más antiobreras, contrario al llamado a elecciones. Y te cuento más. Otro momento de choque de mi experiencia personal, respecto al peronismo. Había una junta consultiva que asesoraba al nuevo gobierno militar, y lo integraban los partidos políticos. De las Juventudes Socialistas fuimos enviados un grupo porque la Junta Consultiva preparaba un acto monstruo para demostrar que los militares tenían consenso popular. Nos mandaron a hacer propaganda en camionetas embanderadas —bandera argentina— con altoparlantes. Y era sintomático, si te tocaba ir por barrios de gente rica no pasaba nada, expresiones de adhesión pero no demasiado, en clase media podía haber algún incidente aislado, y también adhesión aislada. Pero invariablemente cuando se iba a los barrios obreros llovían botellazos, insultos y a veces hasta paraban la camioneta con cuchillos, para bajar a los tipos que íbamos. Me tocó recibir algún cachetazo, en Quilmes mismo, que en ese tiempo me dio mucha rabia. Había un problema de clases, evidente. La revolución contra Perón había sido un movimiento clasista. Y ya después viene la etapa Frondizi.

—El primer presidente que votaron después de Perón. Eso lo sé.

—El Partido Socialista por ahí me empieza a decepcionar, porque era un movimiento de clase media, y por ser democrático se dividía continuamente, se debilitaba. Ni línea tenía, ni fuerza política. El Partido Comunista, por otro lado, estaba con el asunto Hungría. Los comunistas argentinos justificaron plenamente la intervención soviética y eso me bastó. Comencé a creer cada vez más en las soluciones de tipo revolucionario, pero no en el estalinismo. Yo quería soluciones que rescataran el humanismo socialista, pero eso en ningún país comunista se practicaba. Y así me alejaba de los socialistas y de los comunistas, por antihumanistas. Eso me dejó flotando en la izquierda.

—¿Qué año es esto?

—La época de la campaña electoral del año 58, ahí entré en la Facultad de Derecho. Se me dio por estudiar y trabajar, no depender de mi padre.

—Pero la rotisería daba, ¿por qué no te dejabas ayudar?

—No me gusta pedir. No me gustaba entonces y no me gusta ahora. No sabés el esfuerzo que tengo que hacer para pedirte a vos, este favor.

—Eso, de que no te dejaras pagar los estudios me parece exagerado. Vos me parece que exagerás con el espíritu de sacrificio.

—Es que yo sentí siempre que tenía mucho en el mundo, mientras que hay gente que no tiene ni lo mínimo.

—Seguí con lo que contabas.

—De todos los grupos me atraía más Praxis, intentaba recuperar el humanismo socialista. Pero era un grupo de estudio, sin acción práctica, no había contacto con obreros. Pero me acerqué en la Facultad, a ellos. Una época de gran confusión, por un lado la subida de Frondizi, y no nos olvidemos de la revolución cubana, hostigada por los comunistas.

—No es posible ¿contra Castro? Eso no lo sabía.

—Los trotskistas decían que Castro era un gorila. Los socialistas y Praxis lo defendían. Veían en él a un liberal que de algún modo luchaba por su país. Pero ése es el Castro del 59. Ahora esto quiero que lo tengas siempre presente: yo nunca perdí ni quisiera perder mi raíz socialista liberal, que es lo que me hace odiar la intolerancia, el totalitarismo.

—¿Y la violencia?

—Y también la violencia. Y por odiar la violencia es que me empiezo a acercar al peronismo.

—¿Y vos querés que me meta en ese lío de Alejandro, como si eso no fuera violencia?

—Eso es violencia concreta en una situación concreta.

—Pozzi, a mí no me hables así que sabés que no entiendo.

—En política como en la vida no se vive de utopías sino de realidades. Y a veces la realidad obliga a aceptar la violencia aun estando en contra de ella. Pero dejame que te siga contando, así vas a entender por qué ahora estoy delante de vos, pidiéndote lo que te pido. Frondizi fue una desilusión para todos.

—¿Por qué?

—Porque hizo todo exactamente al revés de lo que prometió. Llegó al gobierno a través de un pacto con el peronismo y en pocos meses había implantado el Plan Conintes, para perseguir a las organizaciones obreras.

—¿Qué querían, las organizaciones obreras?

—Pedían reivindicaciones salariales. Te pongo el caso de la huelga bancaria, todos presos. La huelga de frigoríficos, reprimida con los tanques. La creación de universidades privadas, que entregó poder a la Iglesia, porque permitió crear universidades católicas. Por entonces los de Praxis empezaron a ir a las villas miseria, tratando de hablar a la gente. Lo primero que nos preguntaban era si éramos peronistas. Pero no podíamos proponer nada concreto. En ese momento comenzó a joderme el extremismo de los trotskistas, ver que un estado proletario no tenía sentido en la Argentina, donde había ya un nivel de clase media. Con ellos lo que se iba a conseguir era una dictadura terrible, y poco más. En ese momento además el peronismo había perdido sus connotaciones más agresivas, frente a los jóvenes de izquierda. Frondizi lo había apaleado, lo había mandado a la oposición.

—¿Pero qué había significado el peronismo, en pocas palabras, para vos?

—Dejame que siga. El peronismo, con todas sus contradicciones, se estaba transformando en el símbolo de la resistencia popular.

—Pero no te entiendo si no me decís cuáles eran esas contradicciones.

—Las contradicciones básicas eran el carácter eminentemente obrero y popular de su composición, y las estructuras burocráticas que manejaba, y la ideología confusa.

—¿Nazi?

—No nazi, pero sí con una gran ensalada ideológica que no se terminaba de entender. Pero este análisis dejámelo para después. Hay dos conclusiones centrales que me llevan al peronismo. Primero, representa el único instrumento concreto para hacer política, para cambiar la realidad. ¿Cómo hay que explicárselo a una como vos?

—Una tonta, una tarada ¿no?

—No, una despolitizada. Si querés hablar en serio no me jodas en esas cosas. Hacer política es un problema de fuerza. Política es igual a fuerza. Tienen razón solamente los que ganan, porque sólo ellos tienen la posibilidad de cambiar la realidad. Se puede ganar sin llegar nunca al gobierno, siendo oposición toda la vida, pero no se gana nunca teniendo razón desde la mesa del bar. Segundo, llego a la conclusión de que lo que necesita la Argentina, para la estructura argentina, lo que sirve es un movimiento interclasista, un movimiento nacional.

—¿Qué, nacionalsocialista?

—No, nacional nacional. Los que plantean esa cuestión que vos decís no tienen en cuenta que la Argentina es un país marginal, subdesarrollado, dependiente del imperialismo. Los ejemplos europeos de otras épocas no sirven, ¿por qué Perón nazi o fascista, y no un laborista de hemisferio sur?

—¿Lo decís porque laborista suena mejor?

—No, porque el laborismo está haciendo una experiencia que para Europa es también un modelo, la de los sindicatos que forman un partido y constituyen su columna vertebral. En Inglaterra el Daily Telegraph, que es un diario reaccionario, hizo un retrato político de Perón dibujándolo como un laborista del subdesarrollo. Lo que ocurre también es que no hay enfermedad más universal que el provincialismo. Se tiende a ubicar otras realidades con los parámetros de la propia realidad. Por eso es que los europeos entienden más el proceso chileno, donde había parecido a Europa occidental, y no la Argentina, que no ofrece un espectro político reconocible.

—Pero definime entonces a Perón con una palabra, o decime con quién lo podés comparar.

—Ya que te gustan las etiquetas, ahí va la palabra: populismo. Era un caudillo populista, el jefe de un movimiento popular. Si querés un nombre, se me ocurre uno solo, Nasser. Pero ésa es otra historia.

—Pero me das vueltas y vueltas, y no llegamos a…

—¿No llegamos a qué? Te estoy contando.

—¿Pero era un tipo de derecha o no, para vos?

—Era un populista.

—Dale con eso.

—Sí, dale. Tenía una estructura mental formada por su educación militar y por las experiencias que vivió en la Italia de Mussolini, pero era ante todo un pragmático, es decir buscaba la fuerza allí donde ésta estaba. No interesa si él en el fondo era un derechista.

—Pero cómo no iba a interesar, ahí tenés lo que dejó de herencia, una presidenta de ultraderecha.

—Tenés razón, interesa, desde hace unos meses he comenzado a sospechar que interesa más de lo que yo creía. Pero no me abrumes. La herencia es un resultado, un finale. La política se ejerce por opciones, es igual que cuando vas a votar, tenés que elegir entre lo que hay. A mí me pasó lo mismo, y en distinto plano también me hice las preguntas que vos me hacés. Hasta puedo confesarte que no las tengo del todo contestadas.

—Yo lo que no entiendo es cómo te podés meter en un partido donde hay todos esos grupos de ladrones, y bien de derecha que son, puritanos y todo, como el que me tocó conocer de cerca por desgracia.

—Yo no entré en un partido, yo entré en el peronismo, que es algo mucho más grande que un partido. El peronismo es un movimiento: partidos, sindicatos, organizaciones empresarias, estudiantiles, tendencias ideológicas diametralmente opuestas. Sólo unificadas en la idea del movimiento nacional y en la figura de Perón.

—Y ahora que murió ¿qué los unifica, me querés decir?

—Ahora que Perón murió, el partido como tal ya no puede existir más. Hoy le queda el gobierno y por poco tiempo. Después quedarán la clase obrera, la lucha y lo que vendrá. No quiero hacerme el filósofo pero me da la impresión de que va a venir una etapa de una gran derrota y que de ahí se van a construir las características de un nuevo movimiento, que de peronista tendrá sólo el nombre.

—Hubo una cosa que me dejaste para después, lo de la violencia.

—¿Fue violencia o no la proscripción electoral del peronismo para impedirle que ganara? El otro partido llegó a la presidencia con Illia en 1963, con el 27 por ciento de los votos. ¿Eso no es violencia? Después en el 66 vino el golpe militar de Onganía que mandó de vacaciones a la política. Eso se creyó él al menos. Y demolió las universidades. Esa violencia de Onganía que cerró todas las válvulas de escape a la expresión popular… fue lo que fabricó la guerrilla. Es curioso que la guerrilla nace en la Argentina, cuando la experiencia de la revolución cubana ya había fracasado, por lo menos un año antes, con la muerte del Che. No te olvides que los Montoneros nacieron en 1968 con un hecho tan oscuro como el secuestro y asesinato de Aramburu, ¿o te creés que yo no pienso también en esas cosas?

—¿Qué cosas?

—Los Montoneros sabés lo que son, ¿no?

—Los guerrilleros peronistas, mientras que el ERP son los guerrilleros marxistas.

—Exacto, Anita.

—¿Y los Montoneros no son de tu simpatía?

—Digamos que no del todo.

—Pero yo sé de buena fuente, o no, qué buena fuente, para qué mentirse ¡me imagino nomás! que si sos peronista y te metés en este lío del secuestro ¿acaso no es con los Montoneros que estás tratando?

—Estoy tratando pero no soy.

—Pozzi, somos amigos ¿no? ¿por qué entonces no hablás como una persona y no como un político? Yo quiero saber la verdad, no ganarte la discusión.

—Dejame seguir. No hagamos todo tan racional, tampoco.

—Y una curiosidad ¿por qué te metés con los Montoneros y no con los del ERP, que son más de izquierda?

—Porque los Montoneros siempre afirmaron la preeminencia de lo nacional, y por lo menos en sus fases iniciales mantuvieron la concepción interclasista del peronismo. En cambio los líderes del ERP sostenían que de Argentina había que hacer un Vietnam, lo cual es un delirio, porque Argentina es un país con un nivel de vida y estructuras a medio siglo de adelanto con respecto a Vietnam.

—Seguí.

—La Argentina me hace acordar al lío entre árabes y judíos y a la guerra civil en Irlanda: todos tienen razón. Los militares dicen que la guerrilla trajo la violencia, los guerrilleros que ellos nacieron porque los militares habían implantado una dictadura. Los militares echan la culpa a los partidos, porque ellos tuvieron que hacerse cargo del poder debido a la ineptitud e ilegitimidad sustancial, no formal, ojo, de los partidos políticos, lo cual es cierto. El problema de fondo es que Argentina no tiene clase dirigente, en todos los órdenes, empresarios, intelectuales, burguesía, proletariado, es un país sin cultura política. Carece de una regla básica de juego, ningún sector logra apoderarse de la hegemonía y entonces el país vive en un estado permanente de inestabilidad, nadie ha logrado construir un proyecto político válido.

—Sí, de acuerdo, pero mientras tanto estás colaborando con gente de lo peor.

—Dentro del peronismo hay gente de lo peor, pero si te da asco pertenecer al mismo movimiento les dejás el campo libre. Y yo desde el peronismo puedo intentar una acción, pero desde adentro. Desde afuera, como vos, como cualquiera no perteneciente a un movimiento, no se puede hacer nada. Y desde adentro puedo intentar lo que quiero, que es modificar el peronismo.

—Pero mientras tanto, aprobás algo horrible como la violencia, aunque sea provocada. Que no me importa que sea provocada o no.

—Si no se reacciona ante la violencia, la violencia de los que quieren mantener un estado de injusticia, lo único que se gana es más violencia y más injusticia.

—También yo me pongo a discutirle a un abogado…

—Un abogado que se la pasa defendiendo presos políticos, protestando por torturados, buscando desaparecidos con habeas corpus inútiles y presentando escritos más inútiles aún, para que se descubra el nombre de los asesinos de la Triple A, que en realidad son empleados del gobierno.

—El gobierno que vos votaste.

Mea culpa. Pero hay que cambiar las cosas. En el 73 había que optar, la derrota de la dictadura militar se sintetizaba en el voto al peronismo, más allá de la personalidad de Perón. Nosotros no buscamos la violencia, nos encontramos sumergidos en la violencia.

—Y como todo náufrago que se está por hundir del todo me querés hundir a mí también.

—No seas insultante.

—Es la verdad, por eso te ofende.

—Mirá, lograste lo que querías, que me harte de tu estupidez.

—¿Qué? ¿te vas?

—Sí, que te vaya bien.

—Cerrá esa puerta.

—Me voy.

—Si te vas, acá no entrás más.

—Como te parezca.

—Te lo digo en serio, si te vas no volvés.

—Chau… Mejorate pronto.

—Y del asunto de Alejandro olvidate, jamás me metería en algo así.

—Está bien.

—Y por aquí no vuelvas más.

—Chau.