CAPÍTULO IV

Eran dos sombras desgarbadas las que se proyectaban contra el resplandor rojo fuego, en el vasto patio de fundición. Aun el supremo armamentista mundial debía apelar a una estrategia para eludir micrófonos ocultos. Así lo exigía el hecho de tratar con dobles y triples agentes secretos. Al volcarse con tal estruendo, el hierro líquido hirviente sofocaba cualquier otro sonido. El armamentista hablaba directamente al oído del agente británico, en esta ocasión tratando de convencerlo de su inocencia. El agente mantenía una expresión facial impenetrable. El armamentista aseguraba nunca haber sospechado que su joven esposa fuese una espía ¡y del Tercer Reich! En efecto, ella no le había ido al encuentro a él, como sería el caso de un espía profesional, sino que él la había hallado por casualidad, siguiendo las huellas del Profesor.

El británico se permitió una leve mueca de sorna y la congeló un momento para que el otro la notase. En seguida agregó que las sospechas sobre la esposa habían comenzado al hallarse irregularidades en el acta de nacimiento, rigurosamente examinada. El acta había sido reescrita, figuraban como padres el Profesor y una dama de sociedad entre tachaduras que trastrocaban fechas y otros datos, seguramente para hacerlas coincidir con su edad y sexo de ella.

También los documentos actuales de la cuestionada habían sido revisados y las contradicciones se sumaban, todo lo cual la definía como un agente más tras la pista del hombre que un día habría de leer el pensamiento del mundo. Un agente que, creyéndolo cerca del gran secreto, se había arrimado arteramente al industrial. Éste alzó aún más el cuello de piel de su gabán y encasquetó todo lo que pudo su galera de fieltro, en un intento vano de autoprotección.

El británico prosiguió, trataba de dar consecuencia lógica a lo que decía, pero su interlocutor se percató del esfuerzo del agente para hilvanar fragmentos inconexos de información: quien lograse leer el pensamiento y así desbaratar los planes secretos de cualquier potencia mundial… lo lograría a partir del día en que cumpliese treinta años de edad, y ya había nacido. Tales deducciones provenían del estudio de ciertos escritos muy antiguos, donde se hablaba de pactos con los muertos y de la posibilidad de oír lo que se calla.

Las sombras se separaron, el resplandor rojo fuego persistió. Para salir de aquel lugar, el armamentista eligió los pasadizos secretos más oscuros, puesto que quería esconder su vergüenza, y también los más silentes, puesto que quería escuchar con toda claridad la voz ahuecada y gangosa de la venganza. Ésta le sugirió algunos métodos extravagantes de eliminación, pero uno lo sedujo en especial: su esposa —de resultar comprobada la culpabilidad— sería ejecutada sin fragores de pólvora ni cosa parecida, la encerraría en una caja fuerte con todas sus joyas, sí, la obligaría a entrar en una cámara pequeñísima, transparente como el celofán pero rígida como el acero. La haría entrar desnuda, con cualquier subterfugio, ¡no! nada de subterfugios, la narcotizaría una vez más y ella se despertaría ya atrapada, junto a sus joyas. Desde afuera él la observaría consumir el oxígeno de esos pocos metros cúbicos de aire, la vería asfixiarse lentamente, perder su belleza, volverse un sapo, reventar, pudrirse. El armamentista consultó su pesado reloj de bolsillo, eran las tres de la tarde: esa misma noche la sorprendería en la mansión de la isla, y ajustarían cuentas.

Mientras tanto la muchacha transcurría una rara jornada de total vigilia, dado que a su esposo lo habían reclamado cuestiones urgentes en la fundición, a un centenar de kilómetros de allí. Lo apacible de las condiciones atmosféricas le habían aliviado el disgusto sufrido días atrás en la biblioteca, de algún modo le parecía haberlo soñado y no vivido. Eran las tres de la tarde y no había dejado todavía su dormitorio, se asomó una vez más al balcón, la luz parecía acariciar el parque. Concibió una idea optimista, si toda esa belleza existía era porque las ánimas buenas regían los destinos del universo. Y como si hubiese faltado una pincelada más para completar ese cuadro de encanto, apareció en el parque una figura exquisita de mujer, recorría un sendero bordeado por árboles de un lado y del otro por flores muy blancas. Pero las ropas, el caminar, la silueta, el rostro, le pertenecían a ella misma, al Ama. En ese momento se estaba contemplando caminar por el parque, con las ropas que había pensado vestir para dar ese mismo paseo, pocos minutos más tarde. Ella misma en el parque tenía la mirada perdida en la lejanía ¿buscando qué? tal vez dialogaba con seres del más allá, con esos muertos cómplices que prometían revelarlo todo. Se tomó de los cortinados para no tambalear de terror, respiró hondo.

Alguien golpeó a la puerta, ella no sabía qué responder, sí o no, en ese momento todo la asustaba. Thea abrió la puerta sin más, su llavero se lo permitía todo, aparentemente, «Ama, si no es atrevimiento le sugeriré un paseo por el parque, hay luz espléndida a esta hora», «Parece que no solamente tú, Thea, piensas así», «Usted también, claro está», «Sí Thea, yo también». Volvió la vista hacia el parque, la visión no se había esfumado, permanecía allí. La servidora avanzó hasta el ventanal, «El parecido con el Ama es perfecto ¿verdad?», «¿Pero qué es esto, una burla?, ¿quieren que me vuelva definitivamente loca, como mi pobre ma…?», «¿Acaso es la primera vez que el Ama ve a su doble? Perdón… ¡me da una terrible gana de reírme! ¿No ha sido advertida el Ama de que por razones de seguridad el Amo ordenó el conchavo de una doble? Pero esto es inaudito… A usted se la debió advertir antes que a nadie…», «¿Una doble? ¿pero para qué?», «Pues parece que el Amo quiere que mientras usted no esté en la isla, la doble quede aquí, para atraer a los posibles secuestradores y criminales varios», «Pero hoy yo estoy aquí», «Debe haberse producido un error en la Orden del Día», «Es idéntica a mí, no puedo tolerar una situación tan equívoca, esa mujer debe salir de aquí inmediatamente», «El parecido es sólo aparente, y a cierta distancia. El parecido del rostro está prestado por una máscara, y la silueta perfecta se logra mediante forzaduras de corsé y aditamentos de rellenos. Pero si me permite cambiar de tema, Ama, es éste el momento ideal para la postergada visita al palmar aclimatado». El Ama una vez más buscó con la mirada a su doble, ya había desaparecido.

Jardín de Invierno, hierro y cristal, hierro pintado de negro brillante, cristal sombreado por el verde de las plantas. Armazón de hierro, fuerza de macho. Cobertura de cristal, ¿sometimiento de hembra? Tal fue la reflexión del Ama, de inmediato sintió una sed imperiosa. Thea abrió el candado plúmbeo, quitó las cadenas y empujó la portezuela. El aire seco del desierto besó la piel del Ama, allí adentro se pisaba arena rubia y caliente, desde las dunas se erigían intensos haces de luz abriéndose paso entre racimos de dátiles, hasta tocar el cristal del cielorraso incandescente, y de allí en reflejo engrosado volvían a bajar hacia el ramaje en busca de otra aventura óptica. Luces aventureras, ebrias, carnosas. Un hábil juego de espejos hacía que el horizonte pareciese lejano e inalcanzable. La música sonaba oriental, efecto de coros femeninos ondulantes, pero el ritmo marcado por címbalos y demás parafernalia de la percusión operística resultaba occidental y, no obstante, apropiado para acompañamiento de una lujosa caravana en el desierto. Pam… pa-pa-pa-pám, pam… pa-pa-pa-pám-pám-pám… y de pronto un violín, lu… lu-uú… lu-u-ú, un alma lamentándose dentro de su cuerpo o cárcel.

El Ama no pudo menos que seguir con sus pasos la cadencia, avanzaba majestuosa al compás del tambor, mientras su respiración seguía las volutas quejosas del violín. Pronto su vestimenta le resultó excesiva, no le importó la presencia de Thea y se empezó a desnudar. Thea iba recogiendo las prendas a medida que caían en la arena y refirió que a pocos pasos, a la derecha, encontrarían una tienda de beduinos, auténtica pero escrupulosamente limpia, donde descansar un momento. El Ama no dijo palabra pero tomó hacia la derecha cuando el sendero se bifurcó. Adentro de la tienda, al reparo del sol enceguecedor, el aire estaba casi fresco. Profusión de almohadones, sobre una suerte de puf una bandeja y una copa llena. Se precipitó a beberla, antes la olió para anticipar el deleite, era el líquido de siempre, pero Thea con tiesa mano karateca tuvo la insolencia de golpear la copa, la hizo rodar por el suelo.

El Ama la miró azorada. Thea retrocedió unos pasos hacia la salida de la carpa. No se le podía estudiar la expresión del rostro porque la servidora se hallaba a contraluz, de espaldas al resplandor que entraba por entre los flecos de la salida. Y entonces fue el Ama quien retrocedió, de horror, al ver que Thea comenzaba a quitarse la ropa también, al tiempo que le decía, con voz más y más ronca, «Yo preparé esa copa en un momento de extravío, de insensata lujuria». La silueta de Thea se iba revelando más y más enjuta, las piernas se recortaban musculosas y cubiertas de vello, «Pero no imitaré la cobardía de su esposo, no me valdré del narcótico. Quiero colocarme frente a usted, tal como soy, y que usted decida». Cuando ya se había quitado hasta la última prenda, de un manotón se arrancó la peluca de pelo tirante y rodete bajo, recogió del suelo uno de los tantos trapos y empezó a refregarse la cara para quitarse los afeites. Uno de esos gestos la llevó a colocarse de perfil, el Ama con enorme e inesperado alivio notó que Thea era hombre.

Y con ese hombre, aunque vestido, había valseado en el baile del Palacio, «Ya me ha reconocido, espero. Engañé al Servicio de Guardia de su esposo y logré que me tomaran como criada. Para ellos era difícil encontrar una mujer de condiciones atléticas como las mías. Se precipitaron a contratarme cuando me les presenté, debidamente travestido. Así resulta que mi nombre no es Thea sino Theo». Pese a llevar algunas semanas de casada, el Ama no había estado nunca, despierta, frente a un hombre desnudo, y menos aún en estado de erección. Theo había dado algunos pasos hacia ella y ahora lo podía observar detalladamente. Tal vez para escrutarlo mejor, ella se dejó abismar casi en un almohadón blandísimo. Otra enorme e inesperada reacción la sacudió: el hecho de estar frente a un ser tan hermoso como ella misma, y a la vez contrastante por su masculinidad, la hacía sentir cómoda, normal, del montón, no un monstruo de belleza, según había sido calificada más de una vez.

Él se sentó a su lado, «Pero eso no es todo. Y al contar lo que sigue me pongo totalmente en manos de usted, ya lo verá. Entré como criada y guardia suya para espiarla por cuenta de su esposo, y también para espiarla por cuenta de una potencia extranjera». El Ama sintió que Theo le acariciaba una mano y después se la tomaba suavemente, ella no la retiró, no sabía si por temor o qué, «Soy espía soviético. Quienes me dan órdenes sospechan que usted sea un agente del Tercer Reich, pero yo estoy seguro de que no es así, de que usted cayó en las redes del temido armamentista mediante vaya a saber qué trucos», «No se equivoca. Soy inocente». Theo le tomó la otra mano, «No tengo prueba alguna de una cosa o la otra, pero… me he… enamorado perdidamente de usted, he perdido toda defensa, estoy a su total merced…». También ella estaba a merced de él, y lo empezaba a admitir, «Theo… usted me tiene que ayudar a salir de esta prisión, yo odio a mi esposo. Me casé con él en pos de protección, sin saber que lo que él quería era un objeto más para su colección de obras de…», «De arte, sí, no tema decirlo», «¿Yo una obra de arte? ¿Usted lo cree?». Las puntas rosadas de sus senos estaban ya rozando los hirsutos pectorales del joven, «Daré la vida si es preciso… mi Ama… ¿Pero podría llamarla de otro modo?». Como respuesta ella posó delicadamente sus labios sobre los labios de Theo. Así fue que él no pudo continuar hablando, pero con todo su cuerpo, con sus manos, sus brazos, su pubis puntiagudo, le juró hasta quedar sin aliento que daría la vida, si era preciso, para libertarla.

Los cuerpos quedaron exhaustos. Ingenuamente ella pretendía encontrar palabras, imágenes, metáforas, para explicar a Theo todo el goce con que había sido colmada. Reveló así su condición de amante primeriza, porque el joven, más experimentado, sabía que «Ciertos cielos, mi Ama, escapan a toda descripción». Lo único que podía nublar, y levemente, su felicidad en ese momento, era la banda sonora del invernadero, se repetían los lugares comunes de la música seudooriental, Scheherazade de Rimski-Kórsakov, Lakmé de Delibes y En un mercado persa de Ketelbey. Por un momento logró abstraerse y no oír más que la voz de su enamorado, «Hoy mismo debemos escapar de aquí. Se me ocurre una idea: tú puedes hacerte pasar por tu doble, y pedir salir unas horas, el lanchero es indulgente con los demás miembros de la servidumbre», «Tesoro mío, te tengo absoluta confianza ¿pero no se trata de una estratagema algo riesgosa? me puede reconocer…», «Perdóname, pero es la única que se me ocurre como posible. Debemos vestirnos y poner el plan en acción. Será preciso eliminar antes a tu doble», «¿Un homicidio?», «No necesariamente. Debería amordazarla, maniatarla, pero si se resiste no habrá otra solución que el asesinato. Es una sucia espía, y su curriculum vitae una larga lista de traiciones y bajezas propias de ese oficio», «Theo, también tú eres espía ¿tan bajo concepto te merece tu trabajo?», «Ya no lo es más. Por amor a ti he renunciado a patria e ideales políticos. No fue una decisión mía, más fuerte que todo resulta esta inmensa admiración… y deseo… y ternura… que siento por ti. Odio la injusticia, por eso me embanderé en la causa socialista, pero tampoco puedo permitir que contigo se cometan atrocidades, es más fuerte que yo, no puedo concebir que sigas en las garras de ese monstruo», «Pero ahora tendremos tras nosotros no sólo a los sabuesos de él, sino también al servicio de inteligencia del cual desertarás», «Del cual he desertado ya. Quiero estar junto a ti por el resto de mis días. Verte envejecer a mi lado. Siempre serás bella… creo que a los treinta años serás más bella que nunca», «Qué extraño que digas eso, yo tengo terror de llegar a esa edad, siempre lo he tenido, y no sé por qué… A la mujer es en realidad pasar los cuarenta años lo que la espanta», «Mi amor, nada has de temer, porque solemnemente te prometo que yo estaré junto a ti el día ese que cumplas los treinta años», «Me comprendes tanto que a veces tengo la impresión de que me lees el…», «Habla, ¿por qué te interrumpes?… Pues bien, debemos darnos a la acción. Pronto empezará a anochecer, mi misión cotidiana es conectar en el parque la alarma nocturna, la cual consiste en que todo el parque se ilumine, como de día o más aún, si en él se introducen elementos extraños», «¿Y yo? ¿qué será de mí mientras tanto?», «Irás a tu cuarto, elegirás la vestimenta de calle menos llamativa, buscarás un bolso discreto pero capaz de contener todas tus joyas, y me esperarás. Ah, y el sombrero ha de tener un velo liviano, recuerda que te harás pasar por tu doble».

Cuando se vio en su cuarto nuevamente sola, comenzó a temblar de miedo. Debía actuar con total sangre fría y en cambio no conseguía siquiera abrir el cierre-relámpago de su vestido. No supo si se debió al pulso tembloroso, pero el cierre se atascó, debió forzar las costuras, desgarrar el crêpe-de-Chine. Se dirigía al vestidor contiguo cuando la puerta se cerró frente a ella violentamente, la cerradura estaba con el seguro puesto del lado interior y no supo cómo entrar. Se alivió al pensar que el alhajero estaba allí mismo en el dormitorio, lo sacó de su escondite, pero el llavín —no del todo enfilado en la cerradura— cayó sobre la alfombra de visón. Pasó su mano por el pelaje marrón oscuro, sin resultados. En desborde histérico, ahí de rodillas, empezó a dar puñetazos contra el delicado alhajero de platino, inútilmente. Lo arrojó contra la pared tapizada de raso a franjas. En el aire se abrió y se desparramaron las joyas ¡no estaba cerrado con llave! Una a una recogió las piezas que la encandilaban, la mareaban con su titilar constante.

Se esforzó y logró ponerse de pie, buscó en el gran espejo veneciano una respuesta, pretendía por lo menos un intercambio de expresiones consigo misma, un signo cualquiera que la tranquilizase. La belleza de su rostro la azoró, nunca se había visto así, una luz nueva se le había encendido en el pecho e irradiaba su fulgor a través de los ojos celestes, a través de la piel blanca sonrosada, del pelo renegrido. Volvió a mirar las joyas que sostenía en sus manos, recogidas en enorme puñado, y por contraste le resultaron opacas. Volvió a mirarse al espejo, y ello bastó para que se despegase de su marco y cayese haciéndose añicos. Sospechó de inmediato que los muertos se habían hecho presentes, y de una manera poco amistosa, decididamente hostil, ¿qué querían? ¿acaso esos muertos estaban también ellos pagados por su esposo? ¿por qué le querían retrasar la fuga, ya que impedirla no sería posible? Se asomó al balcón en busca de aire. Thea, y no Theo, se hallaba en el mismo lugar donde horas antes había visto a la doble. Allí, al borde del estanque, estaba inmóvil, mirando hacia el lugar que también la doble había contemplado fijamente. ¿Qué es lo que miraban? ¿qué significaba esa pose, esa mirada perdida en la lejanía? ¿esperaban que antes del atardecer un muerto les hiciese la señal convenida?

Thea dejó el parque y se dirigió al subsuelo del edificio principal, donde estaba el aposento de la doble. En el pasillo se topó con uno de los ancianos servidores, la invitaba a unirse a un grupo de ellos, a la hora del té gustaban una rica torta, aquella famosa, la favorita del archiduque que… Abruptamente Thea, olvidando que debía afinar la voz, lo interrumpió diciendo que tenía mucho que hacer. Pero el viejo era sordo, no se percató de nada e insistió en que la repostera de la isla había estado al servicio del archiduque Rodolfo, y era la única que conocía la receta de la famosa torta. El travestido optó por hacerse presente unos instantes, además la doble podía encontrarse en el grupo y con alguna excusa la llevaría aparte. Los ancianos lo recibieron con jovialidad y aprovecharon para quejarse de que la única otra persona joven de la servidumbre los había despreciado. Hablaban de la nueva empleada, la doble por supuesto, y le auguraban una mala estadía en la isla si no aceptaba la compañía de los viejos. Thea devoró una tajada de torta y se excusó. Por fin pudo seguir con su plan.

Golpeó a la puerta de la doble, su propósito era maniatarla y amordazarla para que no pudiese dejar su cuarto mientras el Ama y él escapaban. La mujer abrió a regañadientes. Pocos minutos después Thea salió del cuarto, con las manos limpias. Se las había refregado en la ropa de la degollada, la avezada espía se había resistido ferozmente, no había quedado otra alternativa. Era la primera vez que mataba, sentía el corazón latirle en la garganta. En el pasillo no había nadie, el banquete continuaba, se dispuso a tomar el ascensor para alcanzar al Ama en su cuarto. Ya estaba llegando al subsuelo el lento aparato cuando se oyó estridente el timbre de servicio. Thea miró el número de campana que estaba sonando, correspondía al suyo. No le cabía otra cosa que tomar el teléfono y responder. Quien la solicitaba era el Ama misma, no soportaba más la espera, le rogaba que subiese, y la llamaba por su nombre masculino. La respuesta se redujo a un «sí, sí», con voz afinada, pero había sido una terrible imprudencia de parte de la muchacha expresarse de ese modo, alguien podría haber estado vigilando la línea, como era habitual.

Thea entró al ascensor, la lentitud de la marcha le resultaba un martirio, pensó que solamente la torta del archiduque podría haber distraído al viejo telefonista de su tarea. En efecto, creyó haberlo visto entre los alegres festejantes. El Ama se arrojó a sus brazos, pese a la impresión que le causaba el disfraz de criada. Ya hacía rato que estaba lista, los bolsillos del abrigo se le desfondaban casi por el cargamento de joyas. Él le estaba bajando el velo del sombrero para observar el efecto… cuando el teléfono sonó. ¿Convendría que contestara ella o él, o Thea, la fiel guardiana? Él decidió que contestase ella. Era su esposo. Con voz cariñosa le ordenaba que se preparase para viajar de inmediato a Viena, donde él la esperaría. Le ordenaba también que acarrease todas sus joyas. Ella apenas si podía responder, pero su estupor se adecuaba a la situación. El armamentista agregó que no tendría ningún problema práctico, él hablaría de inmediato con Thea para que se ocupase de todo, la servidora la acompañaría en la lancha hasta el embarcadero privado en Viena, allí él la esperaría. La esposa dijo que Thea estaba ahí mismo y el billonario ordenó que le pasara el auricular. Las instrucciones fueron las de siempre, no dejar al Ama sin vigilancia ni un solo instante. Colgó el tubo sin más.

¿Sería posible tal golpe de suerte? Si esa llamada hubiese llegado un rato antes Theo no habría debido ensuciarse manos y conciencia con un acto sangriento ¡si tan sólo no se hubiese apresurado tanto! Pero por otro lado ¿no era extraña la orden de acarrear todas las joyas?

Ya caía la tarde. El imponente lanchón se abría paso velozmente por las ondas de un Danubio violáceo cada vez más oscuro. El viejo capitán les había sonreído al recibirlos a bordo, su comportamiento parecía normal. Thea temía que alguien hubiese oído su breve conversación telefónica con el Ama e inmediatamente hubiese notificado al Amo, por eso éste los había convocado a ambos, ante su presencia. Pero apenas habían transcurrido uno o dos minutos entre una llamada y la otra, ¿sería posible una reacción tan rápida? Por qué no… ¿acaso no era un hombre admirado por su extraordinaria habilidad? en él no sería de extrañar esa rapidez de reflejos. Thea se disculpó y bajó a la cabina. El Ama notó el asombro del capitán, la guardiana nunca debía dejarla sola. El Ama intentó entablar una charla amable. El capitán no dejaba de atender al timón y se sentía visiblemente incómodo: tal vez no estaría bien visto que conversase con ella. En ese instante se le ocurrió que quien viajaba junto a él era la doble y no el Ama, de inmediato apretó un botón y contactó el embarcadero privado donde se dirigía, quería preguntar al servicio de guardias allí apostados si había alguna irregularidad en la operación.

El caño de un revólver se lo impidió. Theo le estaba presionando el arma contra la espalda encorvada por los años. Se le ordenó torcer el rumbo, el viejo dio un salto inesperadamente vigoroso, con un brazo logró hacer saltar el revólver de la mano de Theo. Se trabaron en lucha, rodaron por el suelo, a pocos metros yacía el arma, el viejo estiró la mano para alcanzarla, el Ama percibió el grave peligro y antes de darse cuenta de lo que hacía disparó un balazo en la espalda del capitán. El humo negro de la pólvora la ocultó por un instante.

Theo empuñó el timón y puso rumbo a Hungría, apenas a media hora de navegación. «¿Y de allí adónde, querido?», «En Budapest contactaré al servicio secreto soviético». Ella se estremeció, él le tomó el talle y la trajo hacia sí, le besó la mejilla sin perder de vista su ruta, «No temas, ellos nos proporcionarán los documentos necesarios. Les mentiré, les diré que con tu ayuda he encontrado una pista que nos obliga a viajar a América. Una vez allá seguiremos adonde quieras, puesto que ya estaremos fuera de las garras de tu esposo, y de mis excorreligionarios». Se besaron, cerraron los ojos, querían olvidar que la fuga había costado ya dos vidas. Ella volvió a abrir los ojos y vio la mano enorme de Theo todavía enguantada en seda, empuñando el timón. Tembló de placer y miedo, recordó un decir, aquello de que la desconfianza estrangula con guante de seda. Por su parte él no abrió los ojos, pero en su memoria apareció un fogonazo negro de pólvora del que emergía el Ama, empuñando un arma caliente y mortal.

Jueves. No es justo lo que le hice a Beatriz. No se puede llamar a alguien para pedirle un consejo con toda seriedad, y después contarle poco y nada. No le tuve confianza a último momento. Y sin motivo. Y yo soy la primera en perjudicarme, porque quería saber su opinión. Aunque Beatriz fue injusta en lo que dijo de Pozzi. ¿O tuvo razón?

¡Ay qué vergüenza, la mentira que dije! ¿qué necesidad había de inventarle a Beatriz que en mi casa se decía comida en vez de cena? Mi casa era una casa como todas las de clase media, por más clase media acomodada que fuera. Al cambiarme a ese colegio secundario de pago fue que me enteré de que yo no era tan distinguida como creía. Fue ahí que aprendí esas diferencias. Un colegio caro donde iban algunas chicas de clase alta. Fue el desprecio de ellas que me enseñó las diferencias. Y yo en vez de mandarlas al diablo a esas tilingas las imité. Quién sabe en qué andarán, algunas eran muy buenas chicas, pero con ninguna seguí viéndome. Las clases se separan solas. Según mamá me tenían envidia, porque yo era la más mona de todas.

Otra cosa que me da rabia es perder discusiones con Beatriz. Prometo que nunca más le discutiré nada si no estoy bien segura de lo que le voy a plantear, de tener mi defensa bien armada. Y otra cosa, otra mentira mejor dicho ¡lo de la enfermedad de mamá! Me prometo firmemente no contar más mentiras de esa clase. Es hacerme trampa a mí misma. Si mamá no está aquí conmigo es porque yo no quiero, porque no la soporto, me pone nerviosa. Y es una vergüenza decirle a Beatriz que no puede venir a México porque le hace mal la altura, por el corazón, que lo tiene más fuerte que yo. ¿Por qué no le digo la verdad? Mamá nunca me hizo nada malo, siempre en la calle, llena de amigas, de casa en casa jugando sus canastas, pero a mí me pone nerviosa. No la aguanto. Es una vergüenza haberle inventado la enfermedad del corazón.

De todos modos charlamos un buen rato con Beatriz, qué buena amiga que es, con todo lo que tiene que hacer llegarse un rato hasta la clínica. Pero me pasa algo con ella. Cuando la besé para despedirme me di cuenta. No siento por ella ese cariño que sentía antes por mis amigas. ¿No puedo sentir nada por nadie ya más? Hasta me dio envidia, malsana, verla irse y yo quedarme enferma. Soy una hiena. Y ella una santa. Pero a lo mejor es eso, que sea tan santa conmigo. Me trata con un afecto muy grande, pero no sé, hay algo que no es propio de la amistad. Hay algo como maternal, o, no sé si me atrevo a escribirlo, hay algo en el trato de ella conmigo… que no es de igual a igual. Es de persona que está por encima. Por eso lo de maternal, porque una madre tiene una superioridad inmensa sobre una criatura. Claro, por un lado es natural, ella está en gran superioridad de condiciones con respecto a mí, tiene dinero, familia en perfecta armonía, y salud. Me da miedo seguir. Hay algo, no sé, algo demasiado devoto en ella. Que no sea lo que estoy pensando. Que no sea que ella sabe que mi enfermedad no tiene cura. Ella es mi mejor amiga en México, y el médico pudo habérselo dicho a ella sola. Que no sea eso. Tal vez todos lo saben, menos yo.

Bueno, prometí no darle más rienda suelta al pesimismo, y voy a cumplir. Viene el médico, tengo que dejar.

El transatlántico de lujo dejaba el puerto de Southampton, desde la borda saludaban elegantes viajeros, agitando cada vez con menos convicción las manos, enguantadas. Un señor algo mayor, de baja estatura, grueso, era objeto de particular atención por parte de los tripulantes. Se trataba de un productor cinematográfico, «El dueño de esa fabulosa compañía de Hollywood en cuyo firmamento brillan más estrellas que en el cielo», comentó un rudo mozo de cuerda a otro. El productor declaraba a periodistas presentes, los cuales pronto descenderían en botes hasta sus madrigueras de redacción, que había descubierto estupendos talentos europeos durante su viaje de inspección, todos por supuesto ya bajo férreo contrato de siete años con su empresa. Pero no parecía calmo, allí en la borda constantemente se miraba en derredor, como buscando algo, un objeto precioso pero casi irremediablemente perdido. Una vez librado de los reporteros, apagó el habano que sólo fumaba cuando se sentía inseguro, se hundió en un sofá de su suite y llamó al camarero. «Le prometo una propina suculenta si me localiza esta noche misma a la mujer más bella del mundo, la vi subir la pasarela y después desapareció. Pero sé que ha permanecido a bordo, soy experto en cualidad estelar y detecto su radiación en las cercanías, todo su ser está clamando por una cámara que la filme. Yo oigo ese clamor».

Los viajeros dormían cuando el sol despuntó esa primera mañana de viaje. Algunos tenían sueños felices, otros no. Al Ama había tocado en suerte el más dichoso de todo el paquebote. Soñaba que al despertar yacía junto a un joven dormido. Ella con sumo cuidado se levantaba para no despertarlo, e iba hacia el espejo. El enorme ojo de buey —con los brazos extendidos no se alcanzaba a abarcarlo— la iluminaba, hasta tarde en la noche desde el lecho habían admirado el mar y el cielo sin luna, se habían dormido sin correr el cortinado. Ella soñaba que la luz del alba la despertaba, el espejo le decía que seguía siendo la más bella del mundo y por lo tanto digna de su compañero. Respiraba aliviada y volvía a acostarse, adoraba esa sábana de hilo de Irlanda y esa cobija de piel ¿de qué animal? era una piel espesa como de oso, sedosa como no sabía qué. Sentía los párpados pesados, volvería a dormitar, pero apenas minutos, porque si no era uno era el otro que recomenzaba con viajes del uno por el cuerpo del otro, excursiones nocturnas, territorio liso y blanco, el Ama by night, cacería de alondras, y al rato la caza mayor, rugían en la oscuridad las fieras hambrientas, durante el peligroso safari a las selvas del cuerpo del macho, que en este momento se veían de golpe iluminadas por un rayo insolente y redondo de sol, procedente del ojo de buey. Tal vez la nave había girado levemente y la luz hería casi el rostro del muchacho, que no pudo menos que despertarse.

Ella le dijo que estaban ambos soñando, que el sueño consistía en que al amanecer juntos recordaban los placeres de esa misma noche que terminaba de morir. Él entonces la corrigió: ante todo cada noche que pasaba no moría, sino que pasaba… a vivir para siempre en el recuerdo de ambos, y por último… no estaban soñando, estaban despiertos, ella debía habituarse a la felicidad y no confinarla al terreno de los sueños. Se puso roja de vergüenza, Theo tenía razón, estaban despiertos.

Al caer la tarde, la cubierta de primera clase se veía desierta, posiblemente debido al viento frío que soplaba. La pareja aprovechó para sentarse allí en las cómodas reposeras, cubiertos con mantas escocesas. Querían ver aparecer las primeras estrellas de su segunda noche a bordo. «Querida, te contaré algo, para que no te sientas tan sola en lo que a tus aprensiones respecta. Yo también a veces siento dificultad en creer que tanta felicidad me haya tocado a mí. Para ayudarme a separar la realidad del sueño, pues… estoy llevando un diario. Pero te pido un favor, y es que no lo leas, ¿me lo prometes?… Gracias».

Un mensajero los interrumpió, portaba un mensaje para Theo, bajo el nombre falso del documento con que viajaba. Ella se estremeció, le rogó que no lo abriese. «Distinguido señor: le solicito que se ponga en contacto conmigo. Quiero contratar los servicios de su señora esposa para el séptimo arte, puedo hacer de ella la mujer más admirada del mundo. Saludos respetuosos de…». A ella ese nombre que cerraba el texto la impresionaba como conocido, pero no pudo ubicarlo pese a esforzar su memoria. Theo en cambio decidió que se trataba de un simple malentendido. Ella estaba en desacuerdo pero él no la escuchó y arrojó el papel al mar. «Pero ¿por qué tomas una decisión sin consultarme?», «El hombre de tus sueños no puede ser un mequetrefe que siga a su mujer a donde ésta diga. Si a una mujer no la domina un hombre la dominan sus caprichos ¿no prefieres que te domine yo?».

Cayó la noche. Tal vez afectada por el mensaje de Hollywood, la muchacha sintió necesidad de reposar un momento en el camarote, antes de cenar. Theo se echó a su lado. Un rato después ella se levantó, aunque seguía durmiendo. Si él hubiese estado a su lado la habría detenido. Ella caminaba sonámbula, salió al pasillo, de allí a la cubierta, subió escalerillas, bajó rampas, tal como si alguien la llevase de la mano después de haberle vendado los ojos. ¿Pero quién era que la conducía así rápidamente, sin titubeos? ¿qué fuerzas desconocidas se preocupaban por su suerte? Tripulantes y pasajeros la veían pasar y la creían una aparición, con su negligée vaporoso al viento. Finalmente se introdujo por un pasillo estrecho, se detuvo ante una cabina pequeña, dependencia de servicio. Acercó la oreja a los respiraderos de la puerta, se oía la voz de Theo, «¿A qué hora atracaremos en la isla de Funchal?». Una voz aguardentosa de marinero le respondía, «Antes del amanecer», «Pues eso nos ayudará, las sombras son propicias para las desapariciones», «Los pasajeros bajarán a dar su corto paseo después del desayuno, y sus nombres son anotados inexorablemente», «E inexorablemente aquellos cuyo nombre no figure en la lista serán considerados a bordo, nadie sospechará que han permanecido en tierra», «Así es, compadre», «Ese arete de perlas legítimas va como adelanto, el otro lo recibirá terminada… la faena».

Ella se mordió fuertemente un dedo para cerciorarse de no estar soñando y fue ahí que se despertó. Pero esta vez no se trataba de una pesadilla, las voces que acababa de oír eran reales. De inmediato se llevó las manos a los lóbulos de las orejas ¡alguien le había quitado los aretes mientras dormía! Volvió a primera clase con la respiración contenida, se echó a la cama, en seguida se oyeron los pasos de Theo. Ella fingió despertarse al recibir el beso en la frente, «¿Lograste descansar? Sabes, mañana bajaremos a dar un paseo por la exótica isla de Funchal, de modo que conviene que hagas acopio de fuerzas», «De acuerdo, mi amor. ¿No convendría también que tomase una pequeña dosis de somnífero? El médico de a bordo te puede proporcionar un frasquito, así tenemos para otra ocasión… Gracias».

Al rato ella quiso cenar, allí mismo en la antecámara de su suite. Les faltaba sólo el café, estaban tomados de la mano, de pronto un fingido escalofrío recorrió la espalda de la bella, pidió a su amante que le trajese un chal, guardado allí a pocos pasos en un baúl. Segundos le bastaron para disolver el somnífero en la cafetera de plata, «Theo querido, ahora toma tus dos consabidos pocillos de café y salgamos un momento a cubierta, quiero confesarte algo». Theo obedeció, «Y sabes, querido, no tomaré nada para dormir, porque ya me estoy muriendo de sueño… Mira este cielo, piensa que podría ser la última noche de nuestra vida, ¿por qué no?, la nave puede chocar contra un iceberg e irse a pique en pocos minutos. Permíteme que yo conduzca tus pasos esta vez, mira… no hay absolutamente nadie allá al fondo de la borda, totalmente a popa. Qué aire tan fresco ¿verdad? Me ayudará a aclarar mis ideas… porque debo contarte cosas muy serias. Yo… yo no soy una mujer como las demás, y tú lo sabes ¿no es así? A ver… mírame en los ojos, tú lo sabes ¿verdad? Tú mismo me lo dijiste un día, pero en ese momento no me di cuenta. Después reflexionando caí en la cuenta de que tú lo sabías todo. Tú me dijiste… que no te apartarías de mi lado, sobre todo el día en que cumpliese treinta años, porque ese día… ¡Vamos! ¿por qué te sorprendes? ¿temes que esto nos pueda de algún modo separar, el hecho de que tú sepas que yo sé que tú lo sabes? Vamos, vamos… ¿te hace tambalear esta simple confesión? ¿se te aflojan las rodillas?… Yo en cambio me siento más tranquila que nunca, porque si tú me puedes amar a pesar de saber que soy un monstruo, ya eso… acaba con todos mis temores… Sí, mejor así, tómate de la baranda, mira al mar allá abajo, ¡qué oscuro! ¿no? Es tan íntimo este lugar, nadie nos ve, sólo el mar y el cielo… ¿Pero qué es eso de doblarte sobre la borda? tienes que tratar de mantenerte derecho, como todo un hombre que eres… Y a ver… ahora que casi ni puedes abrir los ojos, que las manos y los brazos y las piernas se te han dormido, ahora que no puedes ya emitir la voz, déjame que saque de tu bolsillo, allí cerca del corazón, esa libreta donde anotas tantas cosas… ¿A ver? Sí… qué bueno eres conmigo, me dejas ya hacer todo lo que quiero, uhmmm, sí, con las últimas páginas me basta… Leamos un poco… “Qué vil me siento esta noche… Pensar que mañana ella creerá que no la amo, porque la entrego a mis correligionarios. Soy agente soviético, lo seré hasta la muerte. No podía decirle la verdad, me arriesgaba a que me abandonase y eso era intolerable para mí, debía de algún modo retenerla a mi lado. No, no le jugué sucio ¿acaso respetaría ella a un hombre sin ideales, sin honor? Hubo un momento en que flaqueé y decidí seguirla hasta el fin de la travesía, y de allí más y más dicha, bajo cualquier latitud… Pero hay un temor que me acecha, y no me da paz. Un temor más fuerte que el amor mismo. Más fuerte aún que el remordimiento de traicionar a mi causa. Y es el temor a que llegue ese día, el terrible día en que ella cumpla treinta años y al leer mi pensamiento se entere de que… ¡No! antes que decepcionarla en ese sentido prefiero que me crea espía y traidor de ella. ¡Pero cuánto la amo! Nunca volveré a sentir esta inmensa ternura y deseo por mujer alguna, mas prefiero que termine ya esta quimera, sería intolerable esperar ese cumpleaños fatídico, sabiendo que… Incluso ella preferiría que la matase antes que decepcionarla. Y yo la mataré si es preciso. Sí, lo peor sería decepcionarla y ello resultaría inevitable si se enterase de que todos los hombres…”». Theo reunió sus últimas fuerzas y alcanzó a dar un manotón a la libreta, pero su mano temblorosa no la pudo sostener y el viento se la llevó, la arrojó contra un rollo de sogas. Mediante otro esfuerzo Theo volvió a entreabrir los ojos y la miró, le pareció que la muchacha empuñaba un arma humeante. Ella no tenía nada en las manos, y tampoco le hacía falta, dado que las últimas energías abandonaron al muchacho y quedó doblado sobre la borda. Ella creyó oír pasos, se dio vuelta pero no divisó a nadie. Tomó los tobillos de su amado y los levantó. No tuvo necesidad de empujarlo, el propio peso del joven lo hizo resbalar por la baranda, y de allí caer al mar.

Ella de inmediato corrió a buscar las anotaciones, pero un golpe de viento se le adelantó y barrió la libreta por el piso. Quería saberlo todo, desesperadamente, ¿qué temía él que ella leyese en su pensamiento al cumplir treinta años? Se inclinó a recoger el cuadernillo negro, y otra vez el viento se lo arrebató. La libreta voló por el aire, superó la baranda y cayó al mar. Ella lanzó un grito de odio contra los elementos desatados de la naturaleza. «No tema, yo no he visto nada». Horrorizada la bella se dio vuelta. A pocos pasos se hallaba un hombre ya maduro de baja estatura, grueso, fumando un habano, «Le repito que no he visto nada. Soy el productor cinematográfico que le envió el telegrama, o sea el fabricante de sueños más importante del siglo», «¿Sueños?… Me aterran los sueños…», «Vayamos al grano, estimada señora. Haga de cuenta que estamos en mi despacho de Hollywood. Yo no he visto nada, o mejor dicho sí, he visto a un joven desesperado arrojarse por la borda. Y he oído a usted aceptar un fabuloso contrato —de por vida— con mis glamorosos estudios. Muy bien pagada será además. Claro está, su vida privada deberá seguir ciertas pautas, y la empresa supervisará sus actividades, sobre todo aquellas pacibles de un juicio moral. ¿La señora encuentra las condiciones de su agrado?», «Espero un hijo, del joven que acaba de suicidarse», «Tomo ya nota, el directorio de la empresa decidirá qué hacer con él, o ella ¿no le gustaría dar a luz una niña que perpetúe su belleza?».

Sin responder, ¿qué necesidad había?, ella emprendió el regreso a su camarote, pensó que esos pocos minutos transcurridos habrían bastado para provocar la muerte de Theo por ahogo. Ahora él se habría unido a esa legión de almas sin cuerpo, ociosas, que jugaban con el destino de los vivos.