CAPÍTULO IX
Escuchá esto, «Teatro Colón, Temporada 1972. Hoy agosto 2, a las 20 horas I Puritani de Bellini, con Cristina Deutekom y Alfredo Kraus, dirección musical Veltri, dirección de escena Margarita Wallmann. Agosto 3, 18 horas, recital del pianista André Watts, obras de Scarlatti, etc., etc., y 20 horas recital de la soprano Victoria de los Ángeles, obras de Granados, Falla, etc., etc. Agosto 4, 20 horas Nabucco de Verdi, con Cornell MacNeil y dirección musical de Fernando Previtali. Agosto 5, 18 horas, concierto del pianista Claudio Arrau, obras de Bach, Mozart, Chopin, etc., 20 horas Ballet de la Ciudad de Buenos Aires, El pájaro de fuego, Spiritu tuo y Petrushka. Y para la semana siguiente Manon de Massenet con Beverly Sills y Nicolai Gedda».
—…
—Vos Pozzi eso no lo podés apreciar, pero son elencos de ópera que en Europa no sé si podrían pagar. Solamente en el Metropolitan de Nueva York.
—¿Y en el cine qué daban?
—Estrenos, a ver… En el Gaumont El violinista en el tejado, Monumental Contacto en Francia, y Loire ésta que nunca vi, Nacidos el uno para el otro, con Joseph Bologna que se te parece un poco. Y Metello de Bolognini…
—Casi todo cine yanqui.
—No es verdad. Isadora es inglesa y de izquierda, Satiricón de Fellini, El evadido con Delon y Simone Signoret, Tchaikovsky es rusa, y dejame ver las reposiciones, Muerte en Venecia, y el documental argentino Ni vencedores ni vencidos, sobre el peronismo. Y Kanal, polaca.
—En pleno gobierno militar, qué contradicción.
—Lanusse era así.
—Metió presa a mucha gente.
—Pero si ustedes le hacían lío ¿qué se esperaban de un gobierno militar?
—Y hubo tortura bajo Lanusse, así que cambiemos de tema.
—Oíme Pozzi, en el Arizona Helga y los hombres, hasta cine porno había. Y oíme la lista de conciertos fuera del Colón: en el Coliseo la English Chamber Orchestra, dirigida por John Pritchard, y se anuncian el Cuarteto Loewengath, la New York Promusica… En el Municipal Yvonne de Gombrowicz, y dejame contar… uno, dos, cuatro, seis, uhm… oíme… no es posible, treinta y cuatro teatros contando los experimentales.
—Y esa ciudad a vos no te atrae. No la querés. ¿No te das cuenta que era una maravilla única? en un país subdesarrollado y perdido al fondo del hemisferio sur.
—Yo me acuerdo de lo malo nomás, Pozzi. Admito que es un error…, Pero yo soy así.
—Pronto vamos a volver, tengo el pálpito.
—Yo en cambio no, me parece que nunca.
—No te hago más caso. Hace unos días te estabas muriendo y ahora estás mejor que nunca.
—Está mal que bromees con eso. Se me fueron los dolores, y claro, se me pasó el susto.
—Nos habías convencido casi, de que estabas mal.
—Quien no lo haya pasado no tiene la menor idea de lo que es estar enfermo, de algo serio, como lo que yo tuve.
—…
—Al venir cualquier descompostura se pierde toda confianza, y no podés creer que te vas a mejorar.
—…
—Si después pasa, sí, ya les creés a los médicos, y hacés el tratamiento con todo cuidado.
—De veras hoy se te ve bien. Por suerte me llamaste.
—Cuando empecé a hojear este diario me dieron ganas de hablar con vos.
—¿Y de dónde lo sacaste?
—Venía adentro del paquete que mandó mamá, protegiendo unos frascos. Hasta es posible que ese día, 2 de agosto de 1972, hayas venido a casa.
—Sí, en esa época sí…, Yo hoy estaba por llamarte de todos modos, parece que ya se arregló lo de la Universidad.
—¡Qué bien!
—Estaba esperando pasar a firmar el contrato, para llamarte. Pero ya es un hecho, por lo menos así dicen.
—¿Qué cátedra?
—Teoría social, es un seminario, para empezar. Voy a tener que prepararme, acá no tengo ni apuntes ni libros, está todo en Buenos Aires.
—¿Vas a necesitar los apuntes de aquel seminario famoso?
—Sí, también.
—Yo me olvidé de todo, lo que me habías enseñado.
—Ana, otra cosa increíble de Buenos Aires: Lacan apenas se estaba conociendo en Francia y ya nosotros le dimos toda la importancia que se merecía.
—¿Y en otras partes no es conocido?
—¿En el 70? No creo. Ahora está empezando a estudiarse en serio en Europa y Estados Unidos.
—Y para eso el caso de Bergman. Fue en la Argentina que se vio por primera vez, fuera de Suecia. Yo eso lo leí en una entrevista que dio él, «Juventud divino tesoro» fue éxito de público en la Argentina antes de que lo descubrieran en París, que es de donde lo lanzaron, eso lo cuenta él mismo. ¿No es fenomenal? Yo me acuerdo que era prohibida para menores y no podía ir, por el 54 más o menos, y me moría de ganas, porque la gente no hablaba de otra cosa.
—Y ese mismo país produce un tipo como Alejandro. Es todo muy contradictorio. No se entiende.
—Pero Alejandro es un enfermo, no es un caso típico.
—No estoy tan seguro.
—Vos, Pozzi, fijate en esto, si la Argentina tiene el más alto índice mundial de interés por la música sinfónica y la ópera, eso es porque tiene una clase media de nivel elevadísimo, no me lo vas a negar.
—…
—No pongas caras, a vos no te gusta la ópera porque no la conocés.
—Pero mirá, como ejemplo de contradicción nacional, nada más brutal que el caso de la psiquiatría. Hace dos años la Argentina tenía uno de los servicios psiquiátricos, gratuitos, más evolucionados del mundo. Fueron gente de la escuela inglesa de Cooper a estudiar el fenómeno, los de la Antipsiquiatría, lo más avanzado del mundo, y unos seguidores de Melanie Klein, unos franceses.
—¿Y cuál es la contradicción ahí?
—¿No sabías?
—No, no sé.
—Cuando me venía estaban desmantelando todos los servicios psiquiátricos de los hospitales, los gratuitos. Van a dejar los manicomios nomás.
—¿Y por qué?
—El gobierno dice que los psiquiatras son subversivos, que tienen orientación marxista. Así que de tener un servicio social modelo, y gratuito, ojo, pasamos a no tener nada. De un extremo al otro. Y las contradicciones no se pueden explicar porque sea un país de extremos sociales. Al contrario, es un país de clase media.
—…
—A vos Ana, ¿no te impresiona, que hayan quitado esos servicios?
—Cómo todo se puede ir al diablo ¿verdad? en un abrir y cerrar de ojos.
—Tan cerca que está todo eso… Y a la vez tan irrecuperable.
—Estamos como los viejos, añorando el pasado.
—Pero esto no es nostalgia, para mí es peor, Anita. Es como si hubiese soñado toda esa época buena, como si la hubiese soñado anoche.
—…
—O no… al contrario, es lo de acá que me parece estar soñando. La Argentina de hace un año me parece que es la realidad. Y esto el sueño. Recuerdo todo aquello tan claro que me parece más real que esta pieza de sanatorio en la ciudad de México, en la que no sé qué estamos haciendo. Todo aquello me parece más real, y al mismo tiempo… no sé… ido para siempre.
—Hoy no te saco la mano. Ya te habrás dado cuenta.
—Veo que tenés botellas para las visitas, pero a mí nunca me has convidado.
—Es que nunca tomabas.
—Ahora no me duermo si tomo un traguito, como en Buenos Aires.
—¿Será la altura de México?
—Recién ahora me estoy dando cuenta de muchas cosas. No podía tomar porque siempre andaba con déficit de sueño, y una copa me volteaba.
—¿Y qué más?
—Y allá no miraba a las mujeres casi. Y acá las miro a todas. Es que allá no tenía energías de más, al contrario. Trabajando tanto.
—Y estudiando. Escuchame, Pozzi, ¿vos qué te acordás del seminario? ¿cómo era aquello del espejo?
—Tengo que repasar, todo eso.
—Pero más o menos.
—Tengo olvidado, cómo empezaba el planteo.
—Lo que te acuerdes.
—Bueno, empezaba, digamos, con que el bebé no puede tener conciencia de que sus pies, sus manos, su espalda, forman parte de un todo, que es su cuerpo… ¿Y qué más? Ese concepto del todo se lo dará el espejo. Pero ahí se dice espejo para significar otras cosas.
—Como ser…
—Bueno, antes está el asunto de que el bebé puede vivir con angustia que le desaparezca un pie, digamos, una mano, bajo una sábana, por ejemplo. Porque es una parte familiar, conocida, de él mismo, pero sobre la que no tiene control, porque aparece y desaparece. Y a eso, a esa sensación se la llama «el fantasma del cuerpo disgregado», si más tarde en su vida reaparece, como una forma de angustia ¿ves?
—Sí, ya me estoy acordando.
—Como ser cuando se pierde control sobre algo, o sobre una persona, que inconscientemente se consideraba parte de uno.
—¿Y lo del espejo, entonces?
—Sí, se dice espejo, pero como un símbolo. En realidad lo que te devuelve tu propia imagen es la mirada de los demás. Es en los ojos de los demás que uno se ve reflejado por primera vez.
—Pero la mirada de los demás no siempre es objetiva.
—Más que eso, te pueden ver del modo que les convenga, y moldearte como quieren.
—Y deformarte como quieren. Sí, era de eso que me quería acordar. Es lo que más me impresiona.
—Pero tendrías que ver más a fondo todo eso. Lo que te digo no es más que un comienzo. A mí me gusta lo que dice Lacan del inconsciente, que está estructurado como un lenguaje.
—Sí, de eso también algo me acuerdo.
—Antes se interpretaba que el inconsciente era como una bolsa de gatos, donde todo cae y se mezcla.
—Sí, ahora me acuerdo, que ahí todo se clasifica y archiva, como en una computadora.
—No, Anita… esperá un momento.
—A mí eso me gusta, porque yo soy así, tipo computadora. Y no me tiene que dar vergüenza.
—¿De qué?
—Eras vos que me acusabas de calculadora. Y ya ves, todos tenemos la maquinita de calcular adentro.
—No banalices. Ésas son historias tuyas, no tiene que ver con lo que te decía.
—¿Por qué?
—El inconsciente no es una memoria de donde se pueden sacar las fichas como de un archivo. Hay un modelo de funcionamiento, pero que no puede ser captado concretamente, sino a través de la ficción del lenguaje.
—¿Cómo es eso?
—Es un modelo homólogo a un lenguaje, que funciona como un lenguaje, pero al que no se lo puede conocer en su totalidad.
—No te entiendo.
—Es un poco complicado. Más que nada hay que seguir con cuidado la terminología.
—¿No me lo podrías decir con palabras más claras?
—En este caso es fundamental usar una terminología rigurosa.
—…
—No se puede pretender entrar en Lacan de cualquier modo. La terminología es importante. De lo contrario lo banalizás. Vos lo estás banalizando.
—…
—Y aquello de que el inconsciente es lo otro, lo Otro con mayúscula, no sé si te acordarás.
—No, eso nunca me lo explicaste.
—Sí, cómo no. Él dice que el yo es aquella parte del ser sobre la cual cada uno tiene control, o sea la conciencia. Luego aquella parte sobre la que no tiene control, o digamos el inconsciente, pasa a ser ajena, pasa a fundirse con el universo circundante. Es lo otro.
—Seguí.
—Pero parte de lo Otro, de lo ajeno, es tuya realmente, porque una parte tuya te es ajena, porque está fuera de tu control. Y a la vez toda tu visión del universo está filtrada por el inconsciente. Y así parte de vos misma te es ajena, pero el universo entero es proyección tuya.
—Es confuso.
—No tanto. Siempre dos cosas en juego, ¿me seguís? Por eso según estas teorías nunca se está solo, porque dentro de uno mismo hay siempre un diálogo, una tensión. Entre el yo consciente y el Otro, que es, diríamos, el universo.
—Qué difícil.
—Todo es difícil para vos. O lo querés ver difícil.
—Me pierdo, con tanto vericueto.
—¿Te mareás?
—No, me pierdo. Marearse es feo, es otra cosa. Marearse de náuseas, vómitos.
—…
—Perderse no es feo.
—¿Pero qué pavadas decís? Perderse sí, y marearse no. ¿Qué es eso?
—¿No se puede fantasear un poco, acaso?
—Pero estábamos hablando de algo serio. Y con vos no se puede.
—Ay, Pozzi, me doy cuenta de una cosa, de un defecto tuyo.
—¿Qué?
—Te gusta estar por encima. Te gusta tener razón y que los otros no.
—…
—Y ahora me doy cuenta que es una cosa muy de allá, de Buenos Aires. Les gusta no estar de acuerdo.
—¿Qué es eso?
—Vos no te das cuenta porque has estado siempre allá.
—Aclará.
—Sí, allá la gente si te lleva la contra está más contenta. No les gusta estar de acuerdo.
—Les gusta ganar una discusión, eso es lógico, humano.
—No, esperate.
—¿Qué?
—Esperá un momento, que piense.
—Pensá todo lo que quieras.
—Allá les gusta ganar una discusión. O no. Es peor. Les gusta derrotar. Les gusta derrotar a alguien.
—Yo no soy así.
—Me parece que sí.
—Es un delirio tuyo, Anita.
—Yo no soy ninguna intelectual, ninguna lumbrera. Pero es que mirando al país desde afuera habría que ser muy tonto para no darse cuenta de ciertas cosas.
—Yo por lo menos no soy así.
—Sí, vos también, y creo que eso te quita categoría.
—…
—Mejor cambiamos de tema ¿no?
—Para que veas que ando con ganas de estar de acuerdo, y no de ganar, te voy a contar algo que va contra mí.
—A ver…
—Yo no sabía si contarte o no, de que mi mujer sabía de vos. En aquella época.
—…
—Yo a mi mujer le contaba algunas cosas sí y otras no. Y de vos le conté desde el primer momento.
—No te puedo creer.
—Sí, en esa época estábamos saliendo de una crisis, y yo trataba de contarle todo.
—A mí nunca me lo dijiste. Ni de la crisis tampoco.
—…
—Perdoname, pero no me hace ninguna gracia.
—No me animé a decírtelo, nunca.
—¿Y para qué me lo decís ahora? ¿Para darme rabia?
—Se me ocurrió, nomás. Porque nunca te lo había contado.
—¿Y a ella cómo te animaste a contarle todo?
—Hubo una época en que yo andaba siempre de mal humor en casa. Me desquitaba de todo con ella, las cosas de la oficina.
—Eso es clásico, el hombre perro en la oficina es corderito en la casa, y viceversa.
—Cuando yo me di cuenta de que era tolerante en la oficina y perro en casa, reaccioné. No había derecho a darles esa vida, sobre todo a mi mujer.
—¿En qué forma eras perro?
—Mal humor, todo me caía mal. Y lo pensé y me di cuenta de lo que era.
—Mala conciencia de ocultarle aventuras.
—Al revés. Yo no tenía relaciones fuera de casa, y por eso estaba de mal humor, porque las necesitaba. Y se lo dije, y lo comprendió.
—Esperá un poquito… antes de que me olvide: ¿cómo te diste cuenta de que te habías vuelto perro en casa?
—Porque me pareció que me empezaban a tener miedo. Y cuchicheaban por detrás mío. Como hacían con mi viejo cuando yo era chico. Y antes de casarme yo también fui perro con mi vieja.
—¿Y ella de qué te privaba?
—No sé, tal vez porque me tenía demasiada paciencia y eso me ponía nervioso.
—Y a vos si te tratan bien te sentís culpable, confesá.
—No, es que mi vieja no quería que me casara antes de terminar la carrera, y a la futura nuera la trataba con distancia.
—…
—Una cosa me gustaría saber ¿te acordás cuando te llamé a la oficina esa mañana, después de pasar juntos la primera noche?
—Sí.
—Ahora te lo puedo decir, lo que te iba a decir ese día.
—Me acuerdo perfectamente de esa mañana. Llegué tarde a la oficina porque no habíamos dormido casi. Y esperé tu llamada.
—Te llamé a la una en punto, Anita, como habíamos quedado.
—Yo sabía que esa llamada era importante. No pude hacer nada en la oficina, hasta que llamaste.
—Yo tampoco pude hacer nada.
—Me dijiste cosas maravillosas.
—No te acordás de nada.
—Sí que me acuerdo. Que la mujer más mona…
—Hermosa.
—… hermosa, la más interesante, y hasta creo que me dijiste la más inteligente, pero en otras palabras, para que sonase más creíble.
—Lo más importante fue lo que no te dije.
—Yo me di cuenta que estabas por decirme otras cosas, por eso me puse rara.
—Anita… yo estaba entregado.
—Me acuerdo que dijiste que no sabías qué habías hecho de bueno en la vida para merecerte algo como yo. Y mientras me decías todo eso yo tenía delante mi programa de actividades del mes, casi todas las noches tomadas, por compromisos del teatro, todo eso que me estaba dando tanta satisfacción, todas mis cosas de trabajo.
—Y por eso no quisiste verme esa misma noche otra vez.
—No, me pareció que si me mostraba disponible te ibas a cansar de mí.
—¿De veras eso pensaste?
—Sí, este tipo me va a tratar como un juguete, pensé.
—Yo ese día te iba a pedir de irnos a vivir juntos. Por una vez en la vida me descontrolé totalmente, y fue por vos. No podía concebir la vida sin vos.
—¿Hasta ese punto?
—Sí. Pero cuando me dijiste que esa noche estabas ocupada, y la otra, y la otra, fue como un baldazo de agua fría.
—Y quedamos en que yo te llamaba si me podía desocupar. Y te llamé dos días después, y eras vos el ocupado entonces. ¿Vos te acordás de esa llamada?
—Más o menos, Anita.
—Yo sí me acuerdo. Fue la vez que pasamos revista a los compromisos de uno y del otro. La noche que yo estaba libre esa semana, la única, vos no podías, y quedaste en que me llamabas si podías arreglar algún horario especial.
—¿Y quién llamó la vez siguiente?
—Vos, me propusiste ir al seminario.
—De eso ya me acuerdo menos.
—Yo en cambio creo que fue el momento más lindo, cuando hablamos hasta tarde y vos…
—No sigas, Ana.
—¿Qué pasa?
—Nos vamos a deprimir.
—A mí no me hace mal. Al contrario, me hace bien aclarar cosas.
—…
—¿A vos, Pozzi, te hace mal?
—Sí, acordarme de lo bueno me hace mal. Acordarme de cosas malas no me hace nada.
—Todo tiempo pasado fue mejor. Tal vez sea que recordando todo parece más lindo.
—No, en el caso nuestro es así. No es un espejismo. Es como si la vida hubiese quedado atrás, y no nos… perteneciera más.
—Yo espero sanarme, Pozzi.
—…
—Poné la cabeza acá, así te puedo acariciar el pelo. Acá sobre mi hombro.
—…
—Pozzi, hay que tener un poquito de paciencia. Las cosas van a cambiar.
—No quiero pensar, Ana, así estoy bien, sintiendo tu calor, y tu camisón.
—Te crece muy rápido el pelo.
—Seguí acariciándome.
—¿Te gusta sentir mi camisón contra la oreja?
—Sí, la tela está fresca, pero debajo… se siente que está tibio.
—¿Te gusta mi perfume nuevo?
—Sí.
—Tenés buen gusto. Es el más caro del mundo. De esencia de violetas, aunque parezca mentira. Nunca me había animado a comprármelo, pero la semana pasada, se lo encargué a Beatriz. No me quería morir sin haberlo usado.
—…
—Y hace un rato me lavé los dientes, después de tomar un remedio que me deja la boca amarga.
—…
—Pozzi, me apretás tan fuerte…
—Me da miedo que te me escapes.
—¿Yo escaparme, en camisón, adónde?
—…
—Te dije que me lavé los dientes…
—¿Y si viene alguien?
—Nos encontrará besándonos, como colegiales.
—Pero si te beso, yo no te voy a soltar.
—Apretando esa perilla, se enciende la luz azul en el pasillo, quiere decir que estoy durmiendo, y nadie puede entrar.
—¿Y pasador no hay, por dentro?
—Nunca me fijé.
—Sí, Anita, hay pasador.
—Yo antes de dormir, corro las cortinas. Queda la habitación casi a oscuras, apenas una penumbra que te deja ver algo lindo.
—…
—Casi siempre hay alguna flor, que me hayan traído ese día, o el anterior. Pero tienen que estar muy frescas. Ni bien se empiezan a marchitar pido que las saquen.