Capitulo 23
El agente Mauro me arrastra hacia la cruz, me quita las esposas y me ata los pies y las manos a las maderas. Yo nunca había tenido tanto miedo en toda mi vida. Lo único que puedo hacer es rezar, y lo hago contra la mordaza.
—Tu marido tenía razón, ¿sabes? —me dice Mauro con la voz ahogada mientras busca clavos de construcción en una caja de madera. La cruz todavía está en el suelo. Tendrá que levantarme con ella. No dudo de que lo conseguirá, pese a su dificultad para respirar.
—No deberías haberte entrometido —continúa—. Tenías una vida muy agradable, tenías todo lo que una mujer puede desear, y lo estropeaste. Eso no ha sido inteligente. Yo te lo dije. Te dije que te quedaras al margen, pero tú no me hiciste caso. Lo curioso es que casi me gustabas —dice, y suelta una carcajada perversa—. Pero «casi» es la palabra clave. No podía permitir que te llevaras por delante todo lo que yo estaba haciendo. Esperé mucho tiempo hasta que comenzó a marchar ese trato que había hecho con tu marido en el valle. De hecho, desde que Hillars y yo vinimos a buscar a Justin, hace tres meses. ¿Acaso creías que quería estar en el Servicio Secretos el resto de mi vida? ¿Crees que quiero arriesgar mi vida por los idiotas que pasan por la Casa Blanca? Ninguno de ellos se lo merece. Sólo hizo falta que viera cómo vive la gente aquí para meterme en el plan. Seguro que tú no lo sabías. Fisgoneaste sin parar y encontraste al agente inmobiliario, incluso al banquero. Pero no encontraste al tasador. Ni a mí.
Mauro toma un clavo y una maza y se acerca a mí. Yo contraigo los agujeros de la nariz, y se me acelera el corazón. Ya siento la punta del enorme clavo pinchándome en la palma de una mano, y no creo que pueda soportarlo. Moriré antes.
«¿Fue así, Marti? Oh, Dios, Marti, ayúdame».
Mauro hace una pausa y reflexiona. Después deja el clavo y la maza y toma una pala.
—Supongo que debería cavar un agujero más grande esta vez —dice—. Veamos... tú debes de pesar diez kilos más que Marti, ¿no? Era muy delgadita.
Entonces, comienza a cavar de nuevo en el agujero que ya ha empezado.
—Qué conveniente es que el suelo esté mojado por la lluvia. Tengo que asegurarme de que la cruz está bien plantada para que no se caiga. No quiero que los fotógrafos se pierdan la gran foto por la mañana.
Yo gruño contra la cinta.
—¿Qué es eso? ¿Quieres saber cómo ha sido todo?
Él no deja de cavar, pero me provoca con sus palabras.
—Bueno, entonces tienes que parpadear, Abby. Una vez para decir sí, dos veces para decir no. ¿No es eso lo que le hiciste al pobre Harry en el banco, aquel día? Hiciste que asintiera. Eso fue una monada. Oh, sí, lo oímos todo en la cinta. Teníamos pinchado su despacho desde hacía semanas, pero él no había dejado escapar nada, hasta el día en que tú fuiste a visitarlo. Y ahora que lo pienso, él tampoco dijo nada en esa ocasión. Fuiste tú la que lo dijo todo. De hecho, si no hubiera sido porque tú fuiste a ver a Blimm y lo revelaste todo, Hillars nunca habría sabido nada de la estafa inmobiliaria. No habría empezado a sumar dos y dos y a sospechar de mí.
Entonces, me da una patada fuerte con la bota.
—Tienes que pagar por eso, ¿te enteras, Abby? Pero primero, quieres saber cómo ocurrió todo. Está bien. Lo haré por ti. Vamos, parpadea.
No quiero darle esa satisfacción, pero eso me daría tiempo. Quizá alguien nos encuentre antes de que me mate. Parpadeo.
—¡Buena chica! —me dice—. Como el viejo Harry. Bueno... todo empezó con que el presidente nos envió a Hillars y a mí a encontrar al niño. Pero también quería otra cosa: la cabeza de tu marido en bandeja de plata. Verás, su vieja amiga Marti no sólo le contó lo de que su hijo había desaparecido. También le dijo que el consejero personal en el que tanto confiaba, Jeffrey Northrup, estaba llevando a cabo una estafa aquí en el valle. Le dijo que estaba a punto de sacarlo a la luz, lo cual, por supuesto, no podía ser bueno para Chase, dado que las elecciones estaban a la vuelta de la esquina y él tenía lazos muy estrechos con tu marido, ¿entiendes?
Hace una pausa.
—Parpadea, Abby.
Yo obedezco.
—Bueno, de todas formas, Marti le dijo que no contaría la historia hasta después de las elecciones, pero sólo si Chase ponía todos los medios a su alcance para encontrar a su hijo. Chase accedió, pero sabía que ella lo contaría todo, finalmente, y que eso no sería bueno para él. Así que nos envió a Hillars y a mí a encontrar al chico, pero también le dijo a Hillars que averiguara todo lo que pudiera sobre la estafa, y que intentara controlar la situación —dice, y hace un sonido de desprecio—. Ese Hillars es un pesado. Pero tengo que decirte que nuestro presidente no es tan noble como parece. A espaldas de Hillars, me ofreció a mí, personalmente, un cheque si conseguía deshacerme de tu marido y de Marti Bright para siempre.
Mauro se ríe con unas carcajadas horribles.
—¿Sabes? Durante todos estos años, he conocido a presidentes mentirosos, pero Chase se lleva la palma. Te mira con esos ojos claros, con una expresión de inocencia infantil, y tú te crees todo lo que dice. Bueno, la opinión pública. Yo ya me los conozco a todos, y no me fío de ninguno —dice, mientras sigue cavando—. Cuando llegué aquí, hice un trato con tu marido. Mitad de los beneficios, y no lo mataría. Él conseguiría el dinero de esos promotores, lo repartiríamos y nos iríamos cada uno a un país donde no hubiera extradición.
Él suspira y sacude la cabeza.
—Pero hay un pequeño problema, esta mujer, la propietaria de The Prayer House, que no quiere vender. Necesitamos a alguien que nos la quite de encima, y tu marido tiene una idea: conseguir que cierre el refugio y borrarla del mapa. Él conoce a este abogado, Paul Ryan, ¿sabes? ¿El padre de Justin? Pues Jeffrey lo chantajea para que presente una demanda contra The Prayer House por no tener las instalaciones puestas al día según la normativa. Amenaza a Ryan con decirle que su hijo es adoptado, si no hace lo que él quiere. Pero por desgracia, el chico escucha la conversación. Al principio parece que hemos perdido nuestra moneda de cambio, pero entonces yo maquino un plan perfecto.
Entonces, me empuja el brazo con la pala.
—Era el plan perfecto, o debería haberlo sido. Yo busco al chico, y lo encuentro en Santa Cruz. Me lo llevo a una cabaña y lo escondo allí. Mary Ryan, su madre, piensa que el niño ha sido secuestrado por un extraño porque yo le envío una nota de secuestro falsa, y le digo que si no mantienen silencio sobre el secuestro de su hijo, les enviaré la cabeza del chico en una bolsa. Pero Paul Ryan sabe que yo tengo al chico, y está dispuesto a hacer cualquier cosa para recuperarlo. Presenta la demanda y empieza a acosar a la mujer de The Prayer House de todas las maneras posibles. Como he dicho, el plan perfecto.
Mauro hunde con fuerza la pala en la tierra.
—Salvo que Ryan es un idiota. Después de un tiempo, dice que ya ha hecho lo que queríamos y que quiere que le devolvamos a su hijo. Nosotros no podemos dárselo, claro, hasta que el trato en el valle haya finalizado. Nos imaginamos que Ryan hablaría y lo estropearía todo una vez que el niño estuviera a salvo, ¿sabes? Eh, casi se me olvida. Parpadea, Abby. Hazlo.
Yo aprieto los dientes y lo hago.
—Pero esa Lydia no cede, y la cosa se alarga. Ryan empieza a volverse loco, así que tu marido envía al matrimonio a Brasil. Le paga a Ryan una buena suma de dinero para que se queden allí, calladitos. Incluso le promete que el niño estará bien, siempre y cuando Ryan no hable. Sin embargo, el asunto de las tierras se está complicando más de lo que debiera. Ya hay demasiada gente involucrada, y tu marido tiene que cerrar el trato rápidamente. No podemos permitir que nadie más lo retrase —él suspira, como si estuviera muy decepcionado por la manera en que ha salido su plan perfecto—. Y entonces, ¿sabes lo que pasa? Que el chico se escapa. Bajo la guardia una sola vez, y el pequeño desgraciado se larga corriendo. Y en un abrir y cerrar de ojos, Abby, Marti se presenta en la habitación de mi hotel e intenta matarme con sus propias manos. Dice que lo sabe todo sobre la estafa, y que tiene pruebas de que tu marido y yo lo estamos dirigiendo todo. Y no sólo eso, sino que también dice que tiene a su hijo y que el chico puede testificar que lo secuestramos. Y, bueno, eso me puso muy nervioso, Abby, porque era cierto que el niño se nos había escapado. Sin embargo, pensándolo mejor, empiezo a pensar que quizá todo sea un farol. De otro modo, ¿por qué iba a molestarse en decirme lo que iba a hacer? Además, en los periódicos no ha salido nada del secuestro del niño. Así que le digo que sé que sólo es un farol, y que si quiere ver a su hijo de nuevo, mejor será que tenga la boca cerrada. Después, permito que se marche, pero sé que sólo puedo hacer una cosa. Tengo que matarla.
»Claro que, la forma era un problema —dice, fríamente—. Yo tenía a Hillars en los talones, y ya sospechaba de mí por lo de la estafa, así que decidí darle a este asesinato un matiz religioso, para que pareciera que lo había cometido algún loco, quizá alguien de The Prayer House. Esa hermana Helen, por ejemplo. O Lydia Greyson. Demonios, ni siquiera necesitaríamos seguir con la demanda para arruinarla. ¡Podríamos meterla en la cárcel, y el refugio se cerraría! —exclama.
»Entonces se me ocurrió lo de la crucifixión. Me pareció divertido, ¿sabes? Sobre todo, lo de la trepanación. Antiguamente, los curas abrían los cráneos de la gente para dejar salir a los espíritus malignos. ¿Lo sabías? Oh, sí, te lo dijo el forense. Bueno, de todas formas, creí que serviría para hacer más sospechosa aún a la gente de The Prayer House —hace una pausa y mira al convento carmelita que hay allí cerca, que está envuelto en la oscuridad a estas horas—. Incluso elegí este lugar por esa razón. Por la relación entre las dos casas. Bueno, y estaba más cerca que si hubiera elegido algún lugar del valle. No podía tardar tanto.
Mauro clava la pala en el suelo y se apoya en ella.
—Primero pensé que tenía que saber si Marti se había echado un farol con lo de su hijo. No podía permitir que el chico estuviera por ahí y hablara de lo que le había sucedido. Pero la desgraciada no me dijo nada. Hice todo lo que pude por sonsacárselo, le di unos buenos latigazos, pero lo único que me dijo fue que no sabía dónde estaba el niño. No pude hacer otra cosa que creerla, Abby, después de todo el dolor que había sufrido para entonces. Así que, demonios, terminé el trabajo con un toque final. Encontré un bote de pintura roja y le escribí la palabra «mentí» en el pecho, una especie de letra escarlata para esa mentirosa.
Mauro se agacha y se acerca a mí, tanto, que siento su respiración.
—Pero entonces, tú tenías que meter la nariz en las cosas. Y todo se complicó aún más, Abby. Ese idiota de marido tuyo se volvió loco esta noche y ha matado al policía que había fuera de tu casa.
Yo emito un sonido de horror y muevo la cabeza. «¡Ben no, por favor! ¡Ben no!».
—Y lo siguiente que sé es que te está violando en vuestra cama. Maldita sea, su ADN está por todas partes, y no puedo dejarlo vivo. Lo habrían arrestado y lo habría contado todo. Verás, Abby, lo de la estafa inmobiliaria ha quedado en nada. Pero, con algo de suerte, podré convencer a Hillars de que soy inocente, y todavía podré hacerme con el cheque que me prometió Chase por librarme de Marti y de su problemático hombre de confianza. Así que supongo que sabes lo que hice. Le pegué un tiro en la cabeza al idiota de tu marido.
Mauro me enseña un instrumento metálico, que probablemente debería ser brillante, pero que está cubierto de una capa oscura que parece sangre seca.
—¿Sabes lo que es esto, Abby? Un trépano. Es el mismo que usé con Marti. Esto hará que no te sientas tan mal cuando estés ahí arriba. Lo aprendí en Internet un día. Cuando se abre el cráneo, se supone que te causa la misma placidez que sienten los bebés en el útero. Te morirás cantando.
Yo comienzo a rezar de nuevo, mirando al cielo.
—Bueno, supongo que ha llegado la hora —dice, y se pone de pie—. Supongo que sabes lo que tengo que hacer, ¿no?
Esta vez, no parpadeo.
Me agarra la muñeca y me la coloca. Sujeta el clavo y levanta el martillo. Yo cierro los ojos y dejo escapar un sollozo ahogado contra la mordaza.
El martillo cae y el clavo me atraviesa la piel. Yo grito. El hierro se hunde, y es peor, creo, que el dolor que se debe de sentir en un parto. Pero entonces, un sonido seco y alto me traspasa los oído. Mauro se queda muy quieto durante un instante, y después se lleva la mano a la frente, como si estuviera saludando a la bandera. Una mancha oscura se le forma en la frente y se tambalea. Su peso cae sobre mí y me aplasta. No puedo respirar.
«¡Oh, Dios, ayúdame! ¡Me ahogo!».
Me estoy desmayando cuando me quitan el peso de encima. Abro los ojos y veo a Ben. Él comienza a quitarme las ataduras de las muñecas y suavemente, muy suavemente, me quita la cinta de la boca.
—Creía que había llegado demasiado tarde —me dice, abrazándome. Está llorando—. Dios, Abby, creía que era tarde.