Capítulo 2

ABBY

Nadie me cree cuando les cuento que yo, Abby Northrup, he sido monja. Cuando ven mi casa y recuerdan el matrimonio «perfecto» que tenía antes de que Jeffrey lo destrozara acostándose con aquella mema, se ríen.

Pero es cierto. Yo fui monja. Es cierto que sólo tenía diecisiete años cuando entré en el convento y no llegué a tomar los votos. Cuando dejé la orden, a los dieciocho años, la gente me preguntaba por qué. Y yo, intentando hacerme la graciosa, respondía: «He decidido que me gustan más los chicos que las chicas». Aquello también era cierto. Pero sólo a medias. Porque en Joseph and Mary Motherhouse, a los dieciocho años, yo quería a Marti Bright más que a nada ni a nadie en el mundo.

Marti era una de esas muchachas de dieciocho años que parecían atemporales. Era buena y divertida, generosa, desprendida. Pasaba horas rezando en la capilla del convento. Tenía la piel suave como la seda, como el cliché, y los ojos enormes y oscuros. Tenía un olor a almizcle que yo adoraba, y que después identifiqué como el de la crema de manos Pacquing. Y había también un halo alrededor de Marti Bright que hizo que le diéramos el sobrenombre de Shining Bright. Años después, cuando las dos salimos del convento, Marti se hizo fotógrafa de prensa, y el sobrenombre permaneció: Shining Bright.

Así era como la llamaban en las noticias esta mañana, cuando encontraron a la mejor amiga que yo hubiera tenido nunca crucificada en una colina de Carmel. La locutora recitaba la noticia con monotonía en la radio del coche, mientras yo conducía desesperadamente para llegar hasta Marti, horrorizada, en estado de choque.

—La fotógrafa de renombre internacional, Marti Bright, olvidaba en los países del tercer mundo que estaba trabajando. Sus cámaras desaparecieron en varias ocasiones mientras ella daba de comer y de beber a los niños hambrientos. David Arnott, tú la conocías. Cuéntanos algo acerca de esta mujer a la que todo el mundo llamaba Shining Bright.

Una voz masculina, llena de tristeza, había comenzado a hablar.

—Marti no era sólo bella físicamente. Tenía un alma bella. Muchas veces la encontré agachada con los pantalones manchados de barro. «Las cámaras se pueden reemplazar», le dijo una vez a este reportero, «pero no el momento en que un niño te agarra de la mano mientras le das un poco de comida o de agua. Ni ese momento en particular, ni a ese niño...». La voz de Arnott se había apagado, y la locutora remachó:

—Todos echaremos de menos a Marti Bright.

En este momento, yo estoy viendo el torso desnudo de mi amiga, expuesto ante los ojos de la mitad del pueblo. Le han atado las muñecas en una cruz de madera con unos trapos, y tiene las palmas de las manos atravesadas por unos clavos largos y gruesos. Le han cortado la melena oscura, larga y hermosa. Gotea sangre. Tiene hematomas por todas partes, y el abdomen y el pecho cubiertos de cortes. Desde este ángulo no puedo ver cómo le han arrancado la carne de la espalda, pero me han dicho que es así.

Lo peor de todo, sin embargo, lo peor, es que alguien le ha escrito «Mentí» en el pecho, en color rojo.

En poco tiempo, los medios de comunicación nacionales estarán aquí, pero por el momento, los corresponsales empujan hacia delante para conseguir primeros planos para sus periódicos sensacionalistas. Incluso la vieja cicatriz de la cesárea de Marti es una noticia fresca. Hasta el momento, nadie de la prensa sabía que Marti tenía un hijo. Ella no estaba casada, y nunca había demostrado ningún interés por tener familia. Sólo por su trabajo.

Sin embargo, yo sí lo sabía. Yo estaba con Marti hace quince años, y vi al niño cuando lo levantaban desde su vientre. Estaba allí de pie, a su lado, agarrándole la mano con las mejillas cubiertas de lágrimas, como las suyas. Era un tiempo en el que Marti no tenía secretos conmigo.

Eso había cambiado últimamente. Me parece que ha cambiado, pienso mientras miro fijamente a mi amiga, antes de que los investigadores del comisario la corten en pedazos. Con el incesante sonido de las cámaras a mí alrededor, creo que algo muy importante ha debido de cambiar. Porque entre todos los secretos que Marti me contó durante todos estos años, nunca me dijo quién podía odiarla tanto, quién ha podido hacer algo tan impío.

La cruz en la que estaba clavada Marti está clavada en el terreno, ablandado por la lluvia, de un monasterio carmelita que está a apenas cinco minutos de mi casa. Esta ladera de la colina está desprovista de árboles, y en un día despejado, es muy posible que yo la hubiera visto allí mientras iba a desayunar a Rocky Point por la Highway 1. Intento mantener la compostura mientras ellos depositan a mi amiga sobre una sábana de plástico negro bajo la lluvia fría, mientras el forense la examina. Como si quisiera escaparse de aquella escena tan horrible, mi mente da un salto atrás, y me pregunto cómo es que las cosas han podido acabar así. Veinte años antes, Marti y yo éramos dos mujeres con grandes esperanzas, pensábamos que podríamos lograrlo todo, ir a cualquier sitio, y que si llegábamos a ser ancianas y nos veíamos juntas en un asilo, al menos tendríamos recuerdos maravillosos que nos reconfortáramos hasta el día de nuestra muerte.

No sé qué le ocurrió al sueño de Marti. Pero ¿he tenido yo la culpa de la muerte de mis sueños? ¿Me he aferrado demasiado al pasado? ¿Había algo en mí que deseaba volver a aquel tiempo en que el amor parecía algo tan puro, tan bueno, en vez de cómo fue con Jeffrey?

Incluso ahora, meses después, me pone enferma recordar cómo encontré a mi marido con aquella mujer entre las sábanas que yo misma había lavado aquella mañana.

Aunque no me importaba demasiado, en realidad. Nuestro matrimonio había terminado hacía tiempo. Yo había dejado de querer a Jeffrey hacía tiempo, y no podía culparlo por buscar consuelo en otra parte.

Así que... sí. Yo conseguí el sueño, y después lo tiré. Y, como penitencia, tengo que admitir el hecho de que, aunque Jeffrey todavía está en casa y duerme en uno de los sofás para evitar ser pasto de los murmuradores, ahora tengo otro recuerdo mucho menos agradable que llevarme al asilo.

Y, oh, Marti. Tú qué eras tan brillante. ¿Dónde has estado, con quién has estado, para terminar de un modo tan terrible? No puedes estar muerta, Marti. En cualquier momento te incorporarás y me dirás, riéndote: ¡Te la he pegado esta vez, Abby! ¡Por fin he conseguido gastarte una buena broma!».

Daría cualquier cosa porque lo hubieras conseguido.

—Abby.

Ben Schaeffer, detective del Departamento de Policía de Carmel, está junto a mí. Tiene el ceño fruncido, y en sus ojos color marrón percibo una mirada de comprensión.

—Lo siento. Sé que erais buenas amigas.

Yo asiento, aunque tengo el cuello completamente rígido.

—Gracias por convencer al comisario para que me dejara atravesar el precinto policial. ¿Crees que tardarán mucho? ¿No podrían cubrirla? No está bien que la tengan así, tirada en el suelo. Y no deja de llover y llover...

Ben me pone la mano en el brazo.

—Tranquila, Abby. Seguramente, no tardarán mucho más, pero voy a ver si puedo hacer algo para acelerar el proceso.

Observo cómo su figura alta se acerca con autoridad al forense y los dos ayudantes del comisario que se ciernen sobre Marti. Varios metros por detrás de mí, contra el precinto policial amarillo, están los ansiosos fotógrafos y periodistas, algunos de los cuales son colegas míos. Uno de ellos, Billy Drubin, tiene las manos metidas en los bolsillos de la gabardina, con los hombros encorvados.

—Eh, Abby, ¿qué has averiguado?

Cuando ve que no respondo, me dice:

—No estás cubriendo la noticia, ¿verdad? ¿Cómo es que te han dejado entrar?

Me acerco a él, porque sé que no me dejará en paz a menos que lo haga. Los otros nos están observando, escuchando con atención todo lo que decimos. Si hablo con Billy, el resto se marchará.

—Marti es muy buena amiga mía —le digo—. La conocía desde hace años.

—Vaya, eso es muy duro, Abby. Lo siento. ¿Qué ha ocurrido? ¿Tienen alguna pista?

—No. Es demasiado pronto.

—¿Estás trabajando en ello?

—¿Para el Round the Townl? No.

—Pero de todos modos, si tú la conocías... ¿por qué no me hablas de ella? Cuéntame cosas. Las cosas que todavía no sabemos, quiero decir.

Yo me quedó mirándolo. De repente, siento recelo.

—¿Qué cosas, Billy?

Tiene una mirada ávida, brillante.

—Bueno, ya sabes. Ha habido rumores. Ella llegó a ser muy famosa en la fotografía periodística. Entonces, ¿qué ocurrió? ¿Por qué desapareció de repente? Nadie la había visto durante meses. ¿Y qué es eso que le han escrito en el pecho? ¿Y la cicatriz que tiene en el vientre?

—Tengo que irme, Billy.

—Quiero decir que, si erais tan amigas —insiste él—, debes de saber dónde ha estado. Y qué ha estado haciendo.

—¡Maldita sea, Billy, déjalo! ¡No lo sé!

Me doy la vuelta y veo que el pequeño grupo de personas que estaba rodeando a Marti ha empezado a dispersarse. Ben todavía está allí, hablando con el comisario y Ted Wright, el forense, y han metido el cuerpo golpeado de mi amiga en una bolsa para cadáveres. Siento un agudo dolor en el estómago cuando su preciosa cara desaparece detrás de la cremallera, y se me llenan los ojos de lágrimas.

Ben me mira y se acerca a mí. Me pasa el brazo por los hombres, y yo me apoyo en él, pero ligeramente, porque en este momento soy completamente consciente de que lo que los periodistas vean allí aparecerá en las noticias de la noche.

—¿Va a estar Jeffrey en casa esta noche? —me pregunta en voz baja.

—No. Está en Washington.

—¿Mi casa? —me pregunta Ben, en voz más baja todavía—. ¿En una hora?

Yo titubeo y señalo la camioneta del forense, en la cual han metido a Marti.

—¿No tienes que trabajar?

—El comisario se ha hecho cargo, y van a desplegar hombres por todo el condado —responde él, y mira la hora en su reloj de muñeca—. Tengo un par de horas.

Antes me hubiera ido con Ben con abandono, casi por venganza. Entonces todavía estaba muy enfadada con Jeffrey. Ahora, mi marido y yo apenas hablamos. Vivimos bajo el mismo techo por conveniencia, fingiendo que seguimos casados aunque llevemos vidas muy separadas.

Mi único pensamiento en este momento, por lo tanto, es sentir los brazos de Ben a mí alrededor. Deslizarme entre sus sábanas frías y familiares y olvidar.

«Gracias a Dios que tengo a Ben», pienso. Durante toda la locura de la infidelidad de Jeffrey, Ben ha estado ahí, como un buen amigo. Es el único que no me traicionará. Nunca.

—Quiero verla de nuevo —digo, con la voz ahogada de pena—. No me he despedido.

—Estoy seguro de que podrá ser —dijo Ben. Está detrás de mí, abrazándome por la cintura, y los dos estamos mirando al mar a través de la cristalera de su salón.

—¿Dónde la tienen ahora?

—Estará en el depósito del forense durante unos días. Tendrán que hacerle la autopsia.

Yo me estremezco. El forense va a cortar a mi amiga con sus cuchillos y sus sierras. Le partirá el esternón para llegar a su corazón, y revolverá en su estómago...

—¿Puedo verla antes de que se la hagan?

—Lo preguntaré.

Me levanta el pelo y me da un ligero beso en la nuca antes de ir a la cocina a llamar por teléfono. Por encima de la barra del desayuno, lo veo caminar mientras habla, y el cordón del teléfono se le enrolla por la cintura, ligeramente gruesa. Aunque Ben es muy alto, y era muy larguirucho cuando era joven, a los cuarenta años ha comenzado a tener algo de barriga. Pero a mí me gusta.

Cuando vuelve, me dice:

—Esta noche, sobre las diez. Entonces ya habrán... ya podrás verla.

Está intentando tener cuidado, pero yo entiendo lo que quiere decir: que mi amiga no estará hecha trozos. Al menos, no lo parecerá.

—Eh, eh —me dice suavemente, y me abraza de nuevo—. Te acompañaré, ¿de acuerdo?

Agradecida, yo le rodeo el cuello con los brazos y me pongo de puntillas para darle un beso. Con una mano, él me aprieta contra su cuerpo, mientras que con la otra me aparta la blusa y me cubre el pecho con la palma, estrujándomelo con tanta fuerza que casi me hace daño. Yo me excito instantáneamente, y todo mi cuerpo está gritando que yo, al menos, todavía estoy viva.

Después de eso, él no necesita hacer nada más. Yo estoy encima de él, y mi pasión pasa de tierna a casi viciosa, y él me lo permite, porque sabe que tengo el corazón inundado de ira y de desesperación, y sabe también que toda mi rabia es inútil.

Agotados, estamos tumbados en la enorme cama de Ben, frente a una ventana alta y ancha que encuadra el paisaje de Carmel Highlands: acantilados negros, pinos de color esmeralda y colinas salpicadas de mansiones de siete cifras. Más allá están las olas salvajes del mar. La casa de Ben es sencilla, el escondite de un soltero. Sin embargo, las vistas son impresionantes.

Ben deja escapar un suspiro.

—Eso ha sido toda una tanda de ejercicios, señora.

—Y que lo digas.

—¿Te sientes mejor? —me pregunta, y me abraza.

—Bueno, no me queda mucha energía para estar furiosa —le digo yo. De repente, se me cruza un nubarrón por la mente—. Bueno, por el momento.

—¿Estás pensando en esta noche? No tienes por qué hacerlo.

—¿Verla? Sí, tengo que verla.

—¿Y qué vas a conseguir?

—Decirle adiós.

—Creía que ya te habías despedido en la colina.

—No es lo mismo.

Él me toma la mano, y que estaba apoyada en la almohada, entre nosotros.

—¿Quieres hablarme de ello?

Yo comienzo a sacudir la cabeza, pero de repente me detengo. Si hay alguien a quien pueda hablarle sobre Marti, es Ben. Y necesito sacarme de dentro todos esos viejos recuerdos, las imágenes que han surgido en mi mente desde que la vi ahí colgada.

—Nuestra amistad empezó con uno de esos enamoramientos de adolescentes —le digo, después de humedecerme los labios—. Marti y yo fuimos a la misma escuela secundaria, Mary Star of the Sea, en Santa Rosa. Era un colegio sólo de niñas, y ninguna de las dos teníamos la confianza suficiente como para coquetear con los chicos. Así que cuando ellos venían del St. John, por ejemplo, a los eventos deportivos o a los bailes, las dos nos quedábamos en un segundo plano, mientras las otras chicas se lanzaban hacia ellos. A Marti le dio muy fuerte por el periodismo, y, bueno, a mí también. Las dos trabajamos juntas en el periódico de la escuela y nos hicimos amigas. Marti, sin embargo, era la más brillante. Ella era la que defendía todas las causas, desde el final de la guerra hasta la conservación del medio ambiente. Escribía artículos, daba conferencias e iba a manifestaciones a favor de la paz. Y yo la seguía.

En aquel momento hago una pausa. ¿Cómo contar el resto? Ni siquiera para mí está totalmente claro cómo empezó todo.

—En el último año —continúo— hablamos sobre qué hacer con nuestras vidas. Las dos sabíamos que queríamos dedicarnos a causas importantes, pero no sabíamos a qué. Lo cierto es que lo que estaba ocurriendo en el mundo no nos gustaba. Estábamos a punto de entrar en los ochenta, y sólo veíamos materialismo, excesos, y frialdad. Parecía que a la gente ya no le importaban los demás. Creíamos, ingenuamente, claro, que ya había ocurrido todo: las dos grandes guerras, Vietnam, la era hippie. Y más que otra cosa, nos imaginábamos que el mundo iba a venirse abajo, y no queríamos ser parte de ello. Era como si estuviéramos huyendo, o algo así. Y había una monja, la hermana Helen, que intentaba convencernos para que entráramos en la misma orden que ella. Nos hacía que limpiáramos la capilla del colegio y que arregláramos los manteles y las telas del altar. Poco a poco, el hecho de «servir al Señor» comenzó a parecemos mejor que abrirnos camino en un mundo del que no formábamos parte.

—En otras palabras, ¿os pareció una manera aceptable de convertiros en marginadas?

—Más o menos. Ella siempre fue más extrovertida que yo, pero también era una idealista. El hecho de darle su vida a Dios era el sacrificio supremo, el objetivo más noble de todos. Marti creía que podía hacer más cosas desde dentro de un convento que fuera. Por medio de la oración, y todo eso.

Miro a Ben, preguntándome si piensa que éramos unas ridículas. Pero no tiene esa sonrisita de algunas veces, cuando tiene en mente alguna crítica y no quiere decirlo.

—Continúa —me dice.

—Bueno, cuando llegó septiembre, las dos entramos como novicias en Joseph and Mary Motherhouse, en Santa Rosa. Al principio era muy divertido, era una aventura distinta a todas las demás. Nos gustaba llevar el hábito negro y el velo de novicias, levantarnos al amanecer para rezar en la capilla, incluso fregar los suelos del convento. Disfrutábamos cada minuto. Pero entonces, una de las monjas nos vio hablando a solas, y se lo dijo a la madre superiora. En los conventos, ese tipo de amistades especiales, según nos informó la madre superiora, sólo provocaban problemas, es decir, relaciones lesbianas. Estaban, por lo tanto, prohibidas. Se nos ordenó que no nos viéramos más a solas, y únicamente podíamos estar juntas en grupos de tres o más novicias. No había un momento en el que pudiéramos estar solas y charlar.

—Eso debió de ser muy duro después de haber sido tan amigas desde el instituto.

—Era horrible. Quizá era sólo lo prohibido, o la soledad, pero lo único que sé es que, cuanto más nos decían que no nos podíamos ver a solas, más teníamos que hacerlo. Incluso rompimos una de las reglas más estrictas, la del silencio nocturno, y nos veíamos en el coro cuando todas las demás estaban dormidas. Una noche, nuestra amistad, tal y como había dicho la madre superiora, se convirtió en algo más. No hicimos mucho, sólo tomarnos de las manos y darnos algún que otro beso. Ninguna de las dos había tenido relaciones sexuales en el instituto, las dos seguíamos siendo vírgenes, pero cuanto más tiempo pasábamos juntas, más fuerte era aquel... aquel sentimiento. Y lo más raro era que todo nos parecía de lo más natural. Con un beso, nos sentíamos felices... Recuerdo los labios de Marti...

Entonces me quedo callada y me ruborizo.

—¿Y qué? —me pregunta Ben, sonriendo—. ¿Qué ocurre con los labios de Marti?

Me ruborizo aún más.

—Oh... eran más duros de lo que yo me había imaginado. Parecían los labios de un hombre, ¿sabes?

Él me toma la barbilla entre las manos y me besa con fuerza.

—¿Más o menos así?

Al ver que él no deja de hacerlo, y que coloca su cuerpo sobre el mío, yo me echo hacia atrás para tomar aire, riéndome.

—Espera un segundo. No me digas que estás celoso.

Él arquea las cejas y hace una mueca de despreocupación exagerada.

—¿Celoso? ¿Yo?

—Tú —le digo, y le doy un golpecito en la nariz con el dedo—. Tú eras el que querías que te lo contara.

Entonces, él se pone serio y se tumba de nuevo sobre el costado.

—Y quiero. Sigue.

Entonces, yo me incorporo y bebo un poco de agua del vaso que tengo en la mesilla. El hielo se ha derretido, y el líquido sabe a cloro, pero al menos, me humedece los labios, lo cual me ayuda a continuar.

—Marti —sigo recordando, con una sonrisa—, era normalmente la instigadora a la hora de romper las reglas. Era la más valiente. Cuando las otras chicas querían escaparse durante el recreo de la noche e ir al bosque a fumar, Marti era la primera. Algunas veces, yo la seguía, no porque fumara, sino sólo por sentir la emoción de transgredir las normas. Finalmente, cuando nos hubieron sorprendido demasiadas veces, ya no funcionó el castigo corriente de obligarnos a que nos postráramos en el suelo de la capilla durante veinte minutos y rezáramos. Las monjas llamaron a la hermana Helen, del instituto, para que viniera a hablar con nosotras. Ella había sido nuestra profesora en el instituto, y también nuestra madrina en el convento, y se quedó pálida cuando supo lo que habíamos estado haciendo. La hermana Helen era una monja de la vieja escuela, y todavía llevaba el hábito negro en los ochenta, pese a que la mayoría de las monjas de casi todas las órdenes ya vestían de calle. Ella decía que había trabajado mucho, y durante mucho tiempo, para conseguir aquel hábito, y que no estaba dispuesta a dejarlo.

—¿Y os dio una paliza? —Me pregunta Ben, mientras se estira y se tumba boca arriba, con las manos entrelazadas detrás de la nuca—. ¿O unos golpes en los nudillos con la regla? Eso es lo que nos hacían nuestros profesores en el St. Thomas.

—No —le respondo yo, y apoyo la cabeza en su hombro. Él me pasa el brazo por los hombros y me atrae hacia su cuerpo—. Nos dijo, en términos inequívocos, lo disgustada que estaba. Nos dijo que si tuviéramos algún respeto por nuestras vocaciones, nunca nos habríamos comportado de una manera tan horrible, y de hecho estaba convencida de que no teníamos vocación y de que no deberíamos ser monjas.

—Oh. ¿Y qué dijo Marti?

—Poca cosa. Pero la hermana Helen tenía razón, y las dos lo sabíamos. Ni siquiera tuvimos que hablar de ello. Al día siguiente, nos encontramos en el vestíbulo del despacho de la madre superiora, y las dos entramos a decirle que nos íbamos.

—¿Y cómo se lo tomó la hermana Helen?

—No lo sé. No volví a verla. Me marché a casa para pasar allí una temporada, y después me mudé a Bekerley, a la universidad. Marti se marchó al este a estudiar. Mantuvimos el contacto, pero creo que las dos nos sentíamos mal, como si hubiéramos estropeado nuestra única oportunidad de hacer algo realmente grande, o al menos generoso, en el mundo. Es posible que no quisiéramos vernos por miedo a recordar nuestro fracaso. Personalmente, a mí me costó mucho tiempo volver al mundo, como si dijéramos.

—Pero Marti y tú habéis seguido siendo amigas durante todos estos años.

—Sí. Aquel año en el convento se desvaneció, y volvimos a unirnos.

Veo su mirada.

—Como amigas —le digo, acentuando la última palabra—. De hecho...

—¿Qué?

—Nada. Sólo era un viejo recuerdo. Eso es todo.

Quizá, cuando haya pasado más tiempo de la muerte de Marti, pueda contarle que tuvo un hijo. Tomo el vaso de agua otra vez y le doy un buen trago.

—Bueno, ¿estás en estado de choque? —le pregunto a Ben.

—¿Porque tuvieras un enamoramiento de adolescente con Marti Bright? No. Esas cosas pasan. En realidad, me resulta interesante.

Yo le arrojo la almohada.

—¡ Hombres! Os encanta imaginaros a dos mujeres juntas, ¿no?

Yo sólo quería tomarle el pelo, pero me doy cuenta de que se le ensombrece la cara, y me acuerdo, demasiado tarde, de que he puesto el dedo en la llaga.

Darcy, la ex mujer de Ben, tuvo una aventura con la dueña de la Seahurst Art Gallery, Daisy Trent. Daisy se escapó a París con el dinero de varios artistas y Darcy la siguió. Ben se quedó en Carmel para recoger los pedazos. El escándalo estuvo en los periódicos durante meses, y Ben, por alguna razón que nunca ha explicado, compensó a los artistas por el dinero que les había robado la amante de su mujer. Todo eso ocurrió antes de que yo lo conociera, y a él no le gusta hablar de ello.

—Lo siento —le digo.

—No pasa nada —responde él. Pero el buen humor se ha desvanecido.

Después de un momento, me pregunto en voz alta dónde será el funeral de Marti, y quién lo organizará.

—¿No tenía familia? —pregunta Ben.

—Tenía un hermano, que yo recuerde. No tenían buena relación.

El teléfono comienza a sonar. Ben lo deja, pero el contestador responde a la llamada. Una voz masculina dice con sequedad:

—Ben, soy Arnie. Es importante.

Ben gruñe y levanta el auricular. Farfulla un saludo y después escucha. En determinado momento, arquea las cejas y me mira.

—¿Qué ocurre? —le pregunto. Arnie es uno de sus compañeros de la policía, y un amigo.

Él se queda callado, dubitativo.

—¿Ben?

—Eh... Arnie ha hablado con el comisario MacElroy. Dice que parece a que Marti la arrastraron a ese lugar desde un coche. Hay señales de forcejeo en los matorrales. Marti, o alguien, escribió algo en la tierra. Está medio borrado, pero parece...

Yo me incorporo, y por algún motivo que no puedo explicar me siento desnuda y me tapo con la sábana.

—¿Qué?

En vez de responder, él me mira de una manera muy rara.

—Abby, ¿cuándo fue la última vez que viste a Marti?

—No lo sé, hace unos meses.

—¿No podrías concretar más?

—Claro. Hace tres meses, más o menos. En agosto.

—Ella vivía en Nueva York, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y sabes por qué estaba aquí?

Yo sacudo la cabeza, perpleja.

—Estaba escribiendo un artículo sobre la gente sin hogar, y creo que también estaba hablando con la gente del centro de ayuda para mujeres violadas de Seaside. ¿Por qué?

—¿La viste con frecuencia mientras estaba aquí?

—Unas pocas veces.

—¿Tuvisteis alguna discusión?

—Ben, ¿qué demonios ha ocurrido?

Él se levanta de la cama y comienza a vestirse. Parece que se alza un muro entre nosotros.

—Intenté hablar contigo varias veces esta mañana, antes de conseguir ponerme en contacto contigo, Abby. ¿Dónde estabas?

—Dando un paseo con Murphy por Scenic —le respondo yo. Cada vez estoy más enfadada por su tono de voz—. ¿Por qué?

Él no responde.

—Ben, ¿por qué hablas de repente como un policía?

Él saca una americana verde del armario, se pone unos pantalones de color caqui y después la corbata. Cuando se pone de pie ante mí, es sólo un hombre en su trabajo. El muro es completo.

—Abby, llevo quince años trabajando en homicidios. Hay ciertos patrones que uno acaba buscando siempre. Y cuando alguien a quien están asesinando escribe un nombre en el suelo... mira, no digo que las cosas sean siempre así, pero una de las cosas que nos enseñan a los policías es que probablemente es el nombre de su asesino.

Hay un pequeño silencio.

—Así que... Marti escribió algo que parece mi nombre. Abby. ¿Cierto?

—Será mejor que te vistas —me dice mi amante. El que nunca me traicionaría.

No me lleva esposada a la comisaría de Junípero, pero me lleva. Tiene que hacerlo, me explica mientras me visto. Allí hay alguien que quiere hablar conmigo.

Sin embargo, no me dice quién es ese alguien. Ben ha cambiado en un abrir y cerrar de ojos. No sé por qué, pero me siento como si hoy hubiera perdido a dos personas.

Lo cual es ridículo, en realidad. Ben todavía está conmigo. Me ayuda a salir del coche, porque me tiemblan las rodillas. Me sienta en un despacho tranquilo de la comisaría y me pregunta si quiero un café. Yo le digo que sí, y él me trae un café con poco azúcar y mucha leche, tal y como sabe que me gusta.

Si un hombre se preocupa lo suficiente como para saber cómo tomas el café, entonces no va todo tan mal, creo.

Mientras, mi cabeza trabaja febrilmente. ¿Por qué iba a escribir Marti mi nombre en el suelo? ¿Quién quiere interrogarme acerca de eso? ¿El comisario? Sé que el departamento del comisario utiliza a menudo las instalaciones del departamento de policía de Carmel, como otras agencias de investigación. Y, aunque Ben va a formar parte del grupo que va a investigar la muerte de Marti, el departamento del comisario tiene jurisdicción en el área donde ella fue encontrada.

Ben me ha sentado en el medio de una mesa muy larga. Él se sienta en un extremo, junto a Arnie Lehman. Los dos permanecen en silencio, con los brazos cruzados y una expresión indescifrable. Eso me asusta más que si me hubieran puesto bajo una luz potente y fueran a torturarme.

Me pregunto en voz alta si debería llamar a mí abogado. Ben me lanza una mirada burlona, pero no dice nada. Arnie me asegura que no se me ha acusado de nada. Mira hacia la puerta, y después levanta el brazo y mira la hora. Con un suspiro, se estira. Ben se pasa las palmas de las manos por la cara.

Justo cuando pienso que no voy a poder soportar ni un momento más, entran dos hombres con trajes oscuros. Uno es más alto que el otro, y tiene el pelo rubio. El segundo es mayor. Tiene arrugas y el pelo canoso. Los dos tienen una expresión anodina, que no revela nada.

—¿Señora Northrup? —me pregunta el más alto de los dos, y yo asiento.

—Soy el agente especial Mauro —me dice en voz baja, y extiende el brazo hacia mí para mostrarme una placa que lleva en una fina cartera de cuero. Veo las palabras Servicio Secreto y el nombre del agente especial Stephen Mauro junto a su retrato y a un sello oficial.

—Él es el agente especial Hillars —me dice.

El hombre mayor asiente. Después se sientan frente a mí, y casi me siento aliviada. «Gracias a Dios que sólo es el Servicio Secreto», pienso, porque seguro que después de todo esto no tiene nada que ver conmigo. Que yo sepa, no he estado distribuyendo dinero falso, ni he conspirado contra el presidente de Estados Unidos.

—En primer lugar, nos gustaría darle las gracias por haber venido hoy a hablar con nosotros —dice el agente Mauro, con amabilidad—. Sabemos que es un momento muy difícil para usted.

Yo tengo la tentación de decirle que no me ha quedado otro remedio, pero Ben me lanza una mirada de advertencia que hace que mantenga la boca cerrada.

—Yo... de nada —digo.

—Nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre Marti Bright —dice el agente Mauro. Se saca una libreta y un bolígrafo negro del bolsillo de la chaqueta y continúa—: Señora Northrup, tengo entendido que la señora Bright y usted eran muy amigas...

—Sí.

—Necesitamos que nos cuente todo lo que sepa sobre ella. Cómo y cuándo la conoció, con cuánta frecuencia venía ella a la península de Monterrey, cuándo fue la última vez que la vio, quiénes eran sus otros amigos, con quién pudo relacionarse durante todos estos años... íntimamente, quiero decir, y...

—Un momento —digo yo. No puedo evitar interrumpirlo, porque me da vueltas la cabeza. Me humedezco los labios—. Yo sólo puedo responder a algunas de sus preguntas. Las otras respuestas no las sé.

—Estoy seguro de que hará todo lo que pueda —dice el agente Mauro. El agente Hillars se inclina ligeramente hacia delante. Su voz me sorprende. Es un hombre delgado, con aspecto de asceta, y me esperaba que tuviera un tono cortado. Sin embargo, tiene un acento suave del sur.

—Sentimos mucho molestarla en un momento como éste, señora Northrup. Sabemos que ha sufrido una pérdida. Por lo tanto, pensamos que la forma más amable de hacer esto sería interrogarla aquí. Si lo prefiere, sin embargo, podemos hablar en un entorno más oficial.

La amenaza sutil que encierran sus palabras me inquietan un poco.

—Yo... no, no es que no quiera cooperar, es que...

De nuevo siento que necesito un abogado. Y no sólo eso, sino que el instinto me dice que necesito proteger a Marti. Decido decirles únicamente aquello que probablemente ya saben, o que pueden averiguar en los archivos.

—Veamos... —digo, pensativamente—. ¿Dónde conocí a Marti?

Le cuento casi lo mismo que le conté a Ben, aunque omitiendo la clase de relación que tuvimos Marti y yo hace todos esos años. Eso me lo guardo, lo paso por alto bajo la mirada vigilante de Ben. Él no me contradice, y al menos, eso es un alivio.

El agente Hillars se mueve con inquietud, y el agente Mauro tiene el ceño fruncido mientras yo les cuento cómo Marti y yo salimos juntas del convento y emprendimos caminos separados.

—Ella siempre fue la mejor estudiante —les cuento, balbuceando—, la que sacaba mejores notas, mientras que yo...

—¿Podríamos avanzar, por favor? —Me interrumpe el agente Mauro—. Señora Northrup, me gustaría que nos hablara del tiempo en el que la señora Bright comenzó a venir a Monterrey —dice, y escribe algo en su libreta—. Eso fue hace quince años, ¿no es así?

—Catorce —miento yo.

Él deja de escribir y me mira.

—Hasta aquel momento —añado yo, rápidamente—, sólo teníamos contacto telefónico, y nos veíamos de vez en cuando en Nueva York.

—¿Y no la vio aquí hace más de catorce años?

—No —respondo yo, con firmeza.

El agente Mauro me observa atentamente durante un largo momento. Yo le sostengo la mirada sin vacilar. Después, él vuelve a mirar sus anotaciones.

—Señora Northrup, la señora Bright y usted tuvieron durante un tiempo una relación que iba más allá de una simple amistad, según creo.

A mí me arde la cara, y miro brevemente a Ben.

—¿Cómo...

—¿Que cómo lo he sabido? Deje que ponga todas mis cartas sobre la mesa, señora Northrup. Sabemos mucho sobre usted. Sabemos a qué escuela fue, y cuáles fueron sus notas desde la guardería hasta el final de sus estudios, y también sabemos que tiene usted el cociente intelectual de un genio, aunque rara vez se moleste en utilizarlo.

—Yo... —asombrada, me meto las manos en los bolsillos, intentando ocultar el hecho de que me tiemblan mientras Mauro sigue hablando. Por el rabillo del ojo veo a Ben, que me observa con una expresión pensativa.

—Tenemos los nombres de sus amigos durante el instituto —prosigue Mauro—, sabemos que fue delegada en tres cursos pese a que era una especie de rebelde sin causa, conocemos el desafortunado estado en el que está su matrimonio en el momento actual... y por supuesto, sabemos de su relación con Marti Bright.

Yo no puedo hablar. Estoy asombrada. Había oído hablar del brazo largo de la ley, por supuesto, y de cómo funcionaba. Pero nunca jamás habría podido pensar que tuvieran aquella información sobre mí. ¿Con quién habían hablado?

Cada vez estoy más furiosa, y ya no pienso en que tengo que tener cuidado.

—Si saben todo eso, ¿por qué demonios están aquí preguntándome? ¿Por qué no les preguntan a sus informantes?

—Señora Northrup —me dice el agente Mauro, calmadamente—. Hay ciertas lagunas en la información que nos han dado.

—Vaya, qué raro.

—Por ejemplo —dice Mauro, sin inmutarse—, ¿a quién veía la señora Bright cuando estaba en Monterrey?

—¿Veía?

—Amigos, socios... debía de tener alguna razón para venir aquí.

El hombre mayor, Hillars, se inclina de nuevo hacia delante, y yo me doy cuenta de que mi respuesta a esta pregunta es importante. Están tendiendo una trampa, pero ¿para quién?

—Señor Mauro, perdóneme, pero es evidente que ha hecho los deberes. Debe de saber que Marti hizo reportajes, aquí y en Santa Cruz, sobre la gente sin hogar. Ella ganó premios por esas historias que escribió y fotografió. No es algo oculto ni secreto.

Entonces, ¿por qué me está preguntando cosas que ya sabe?

El sonríe, pero no hay ninguna calidez en sus ojos grises. De hecho, son tan fríos que me recuerdan a los de un pit bull que mira su próxima comida.

—Supongo que se podría decir que estoy más interesado en el motivo por el que la señora Bright vino tanto aquí durante todos estos años, y no en lo que hacía. ¿Por qué venía aquí, habiendo tantas ciudades con esos problemas? De hecho, hay ciudades más grandes con problemas más grandes.

—Quizá le gustara el clima.

—O quizá tuviera una relación con alguien —dice él.

—¿Una qué? —pregunto yo. Me he quedado momentáneamente estupefacta, pero después no puedo evitar echarme a reír—. ¿Una relación? ¿Quiere decir una aventura? Dios Santo. No saben tanto sobre Marti como yo había pensado.

Mauro me mira con los ojos entrecerrados.

—¿Por qué dice eso, señora Northrup?

—Porque a Marti sólo le interesaba su trabajo. No tenía tiempo para las aventuras.

—¿Está hablando sólo de lo que ocurría últimamente, señora Northrup? ¿O también era así cuando estuvo aquí, hace quince años?

Yo le había dicho, deliberadamente, que Marti no vino a Monterrey hasta hace catorce años. ¿Se le ha olvidado, o esa pregunta es parte de la trampa?

Lo único que sé es que ha llegado la hora de tomar las riendas.

—Agente Mauro, tengo que irme a mi casa a darle de comer a mi perro. Si no tiene una citación en el bolsillo, no voy a responder a más preguntas, es decir, hasta que no me diga qué está ocurriendo.

Mauro mira a Hillars, y parece que le hace una pregunta silenciosa. Hillars se encoge ligeramente de hombros. Entonces, Mauro cierra la libreta y se la guarda en el bolsillo. Después, los dos se ponen de pie, y Mauro, cortés como siempre al menos en apariencia, extiende la mano hacia mí.

—Muchas gracias por su cooperación, señora Northrup. Es posible que necesitemos hablar con usted de nuevo. Si es así, la llamaremos.

Yo le doy la mano, pero él apenas me la estrecha. Está claro que está irritado conmigo. Bien. Lo que haya venido a buscar, no lo ha encontrado.

Cuando se van, por la habitación se extiende un pesado silencio. Yo me vuelvo hacia Ben y le hablo con frialdad.

—Me gustaría marcharme.

Ben mira a Arnie, que se encoge de hombros.

—Ya he tenido suficientes emociones por hoy.

Ben asiente. Se pone de pie y rodea la mesa para acercarse a mí. Se afloja la corbata, se quita la chaqueta y se remanga la camisa. Sonríe.

El muro se derrumba. O eso cree él. Después de todo, es un hombre. Ben detiene su coche frente a mi casa.

—Déjame entrar contigo —me pide, por segunda vez—. Sólo quiero estar contigo, Abby. No deberías estar sola.

Yo salto al suelo y le hablo a través de la puerta, preparada para cerrar de un golpe.

—No, gracias. Prefiero estar sola.

—¡Maldita sea, Abby, tenía que cooperar con ellos! Y deberías estarme agradecida.

—¿Agradecida? —le pregunto yo, asombrada.

—¡Sí, demonios, agradecida! —me dice él—. ¿Crees que las cosas habrían sido tan fáciles si hubieras sido cualquier otra persona? Quizá debieras enterarte de lo que ocurre cuando se interroga a un sospechoso.

Entonces, él cierra la boca y aprieta la mandíbula, pero ya es demasiado tarde.

—Sospechosa. Me has llamado sospechosa. Maldito seas, Ben. Es por mi nombre, ¿no? Porque mi nombre estaba escrito junto al lugar en el que murió Marti. ¿Por eso llamó el comisario a los del Servicio Secreto? ¿O fuiste tú? ¿Cómo iban a saber de mí, si no? ¿Y qué demonios tiene que ver el Servicio Secreto con todo esto, de todas formas?

—Tú sabes muy bien que yo no los he llamado —me dice él—. Y también deberías saber que si Arnie no me hubiera llamado a mí, si yo no le hubiera dicho que tú y yo somos amigos, las cosas habrían sido muy distintas.

—Y tú deberías saber que eres un desgraciado, Ben Schaeffer.

Cierro la puerta de un golpazo. Ben arranca el coche y toma la curva. Y cuando yo me doy la vuelta y comienzo a andar hacia la puerta de mi casa, mi corazón, que siento pesado en el pecho, se anima momentáneamente al pensar en quién me espera al otro lado de la puerta: una enorme bola de pelo que se me echará a los brazos.

El mejor amigo de una mujer, su perro.