Capítulo 6
Cuando Tommy se ha marchado, llamo a Ben. Aunque es cierto que no lo comparto todo con él, a veces, mi vaso se está desbordando. Necesito descargar.
Y también necesito saber si Mauro y Hillars le han contado ya lo de Justin. Y si es así, ¿qué están haciendo por encontrarlo?
—¿Puedes venir? —le pregunto a Ben, cuando doy con él—. Necesito verte, de verdad.
—¿Y Jeffrey? Preferiría que no se repitiera lo de la otra noche.
—Está con Karen.
—Oh. La rubia idiota.
Yo sonrío.
—Gracias.
—Cuando quieras.
Ben es uno de los hombres a los que Karen intentó seducir cuando él todavía estaba casado. El no cedió, y ahora no hay un amor perdido entre ellos.
—Dame treinta minutos —me dice—. Tengo que ducharme.
—Que sean quince. Nos ducharemos juntos.
—¿Te había dicho alguna vez que eres el amor de mi vida?
—No lo entiendo —me dice Ben. Después de hacer el amor, hemos bajado a la cocina a beber zumo de naranja—. ¿Qué quieren saber de Jeffrey? Él no conocía a Marti, en realidad, ¿no?
—No. Nunca quiso. A mí siempre me pareció que estaba celoso de nuestra amistad.
Ben sacude la cabeza.
—Aquí está ocurriendo algo.
En este momento, pienso que podría preguntarle si sabe lo del secuestro de Justin. Pero algo me lo impide.
—¿Crees que pueden estar detrás de Jeffrey por algún motivo distinto —me pregunta Ben—, y que el interrogatorio sobre la muerte de Marti es sólo una excusa?
—No lo había pensado —respondo yo, sorprendida—. ¿Y por qué iban a estar investigando a Jeffrey?
—Demonios, Abby, Jeffrey está metido en muchos asuntos turbios. ¿Quién sabe? A propósito, ¿quién era ese tipo con el que te marchaste del funeral?
—Se llama Tommy Lawrence. Lo conozco desde el instituto.
—Creía que habías ido a una escuela de niñas.
—Sí. Pero a él le gustaba mucho Marti, y se acercaba mucho al instituto, desde St. John's, a verla. Por eso vino al funeral.
—Eso ha sido un buen detalle —musita él—. El ponerle flores en la tumba.
Yo ya estoy acostumbrada a que Ben piense como un policía, pero en esta ocasión, lo miro con los ojos entrecerrados.
—¿No crees que fuera un sentimiento verdadero?
—No lo sé. ¿Tú qué crees?
—A mí me parecía real. Después vino conmigo a casa, y me ayudó con la cocina. Estuvimos hablando.
—¿Y dónde está ahora?
—Se aloja en La Playa. Me ha dicho que iba a quedarse unos días. Y, Ben, hay una cosa más. Ha estado aquí mientras Mauro y Hillars estaban hablando conmigo. Yo creía que todo el mundo se había marchado, pero Tommy había salido al patio, y en cierto momento entró a la cocina. Creo que ha oído bastante.
—¿Te lo ha dicho él?
—No me ha dicho que haya oído mi conversación con Mauro y Hillars, pero sí la que tuve con Jeffrey después, y no fue agradable. Después vino Sol, y me hizo un montón de preguntas. Durante todo este tiempo, yo creía que estábamos solos en la casa, pero Tommy estaba ahí fuera, escuchando.
—¿Lo ha admitido?
—Me preguntó por qué seguía con Jeffrey. Con ese idiota, me dijo. Y parece que sabe mucho sobre nosotros. Incluso sabe de ti. Dice que le hizo preguntas al camarero del bar del hotel, porque tenía curiosidad —le explico, y después me encojo de hombros—. Es escritor.
—¿Y crees que eso lo explica todo?
—Puede ser.
—Puede ser —repite Ben—. Y también puede ser que deba hablar con este tipo.
—Ben... si lo haces, sé amable, ¿de acuerdo? Estaba bastante afectado por lo que le ha ocurrido a Marti. Y, por estos dos últimos días, sé cómo se siente uno cuando los demás lo consideran un sospechoso. No querría que eso le sucediera a él. No, si es inocente, quiero decir.
—No te preocupes —dice Ben—. Y no te preocupes tampoco por ti misma. Les dije a Mauro y a Hillars que estabas limpia.
—¿Limpia?
—Que no eres una sospechosa, al menos en lo que respecta al departamento de policía de Carmel. Les dije que te conozco desde hace años, y que eres pura como la nieve recién caída.
Yo sonrío.
—Bueno, eso es exagerar un poco.
—En realidad, eso es lo que me respondió Mauro —dice Ben, con una sonrisa.
—¿Y Hillars?
—No hizo ningún comentario.
—Mmm... me da la impresión de que Hillars está haciendo comentarios todo el rato. Lo que pasa es que no los hace en voz alta.
Jeffrey no sólo no viene a dormir a casa esa noche, sino que tampoco aparece por la mañana a recoger ropa limpia. Y, después de que no aparezca en la reunión que tiene a las diez con el Servicio Secreto, Sol me llama, agitado, y después me llama también el agente Mauro, más agitado aún, preguntándome dónde está. Yo les digo a los dos que probablemente está en casa de Karen, y le doy al agente Mauro su número de teléfono.
—Ya lo he intentado —responde él—. Ella me ha dicho que él no apareció anoche.
—Entonces, no sé dónde está.
—No parece usted muy sorprendida por el hecho de que no podamos encontrarlo.
—No lo estoy. Tengo mucha práctica en no saber dónde está mi marido.
—Señora Northrup —me dice él, en tono de impaciencia—, tengo el deber de informarla de que, si no sabemos nada de su marido antes del mediodía, tendremos que considerarlo sospechoso. No dudaré en solicitar una orden de búsqueda y captura contra él. Dígaselo, si se pone en contacto con usted.
—Está bien. Espero que tengan más suerte encontrando a Jeffrey de la que yo haya tenido nunca.
El agente Mauro me cuelga.
Yo acaricio a Murphy y pienso en Marti, colgada en aquella infame colina.
«Marti, ¿dónde está Justin? ¿Quién lo secuestraría, y por qué? ¿Lo están cuidando? ¿Tiene frío? ¿Está herido, o asustado?».
«¿O algo peor?»
Comparado con esto, nada tiene importancia. No merece la pena preocuparse por nada, ni por Jeffrey, ni por el maldito Servicio Secreto.
Después de un rato, voy a la cocina a tomar un café. Tomo un cuaderno y un lápiz y me siento en la mesa a escribir.
Punto uno: Mauro y Hillars están trabajando en la oscuridad, pese a todo lo que saben sobre Jeffrey, sobre Marti y sobre mí. No me habrían interrogado anoche si realmente supieran algo, o si tuvieran una pista sobre el secuestro de Justin o el asesinato de Marti.
Punto dos: no le han dicho nada a Ben sobre el secuestro de Justin. Si lo hubieran hecho, él me lo habría mencionado. Creo.
Punto tres: yo no le he dicho nada a Ben sobre el secuestro de Justin. ¿Por qué no?
Y, finalmente: ¿cómo están sobrellevando esta situación los Ryan?
Un sol brillante y blanco se eleva por encima del árbol del patio, y sus rayos me calientan los brazos. La niebla mental entre la que he estado moviéndome desde el día en que mi amiga fue asesinada comienza a levantarse. Es casi como si Marti me estuviera hablando: «Me prometiste que lo cuidarías, Abby. No me falles ahora».
Me seco las manos y dejo un mensaje para Jeffrey en el contestador, contándole lo que me ha dicho el agente Mauro. Después, me pongo un jersey y tomo las llaves de mi coche. Subo al Jeep y salgo del garaje, y después compruebo que nadie está vigilando la casa ni me va a seguir. Cuando estoy segura, asumo que o Mauro y Hillars están demasiado ocupados buscando a Jeffrey, o que Ben ha hecho un buen trabajo convenciéndolos de que me dejen en paz.
Me dirijo hacia Aberdeen y subo la colina hacia Seadrift, un barrio de casas de lujo, entre las que todavía se conservan algunas elegantes mansiones victorianas.
Me detengo ante una de ellas. Es una belleza de color amarillo, con las cortinas de encaje y las molduras de color rojizo. Me quedo sentada en el Jeep durante unos minutos, con el motor apagado, observando el vecindario. No hay movimiento.
«Sólo te pido que lo vigiles de vez en cuando, Abby. No te entrometas. No le digas a nadie que lo estás haciendo, ni siquiera a los Ryan. Por favor, no lo hagas a menos que algo vaya mal».
—Bueno, hay algo que va mal, Marti —susurro—. Muy mal. Dime qué puedo hacer.
Dadas las circunstancias, parece que la casa de los Ryan está demasiado tranquila. ¿No debería haber algún tipo de actividad?
Mauro dijo que Justin había sido secuestrado tres meses antes. No sería extraño que las cosas se hubieran calmado desde los primeros días de actividad frenética. Y si el FBI y la policía no sabían nada...
El dijo que las negociaciones estaban en marcha.
Yo no había oído nunca que las negociaciones de un secuestro pudieran durar tanto.
He vigilado a los Ryan durante el tiempo suficiente, quince años, como para saber que son unos magníficos padres. ¿Cómo pueden soportar mantenerse en silencio si hace tres meses que su hijo desapareció?
Hace más de tres meses que yo he estado por aquí. Y eso hace que me sienta culpable. Antes, venía a comprobar cómo estaba Justin al menos una vez al mes. Cuando era más pequeño, trabajé como voluntaria en la biblioteca de su colegio, y mientras él crecía, he venido a verlo nadar, a las competiciones de atletismo y a los partidos de baloncesto y de béisbol, según la temporada. Nunca me he acercado ni a él, ni a los Ryan, ni ellos podrían saber la conexión que tengo con Marti si me vieran entre una multitud. Pero he visto cómo el hijo de Marti saludaba a sus padres en esos eventos, y cómo ellos lo animaban y lo apoyaban, y nunca he percibido otra cosa que amor en su forma de tratar al niño.
Sin embargo, mi vigilancia se interrumpió hace seis meses. Desde que Jeffrey trajo a Karen a nuestra casa aquel día, he estado distraída por los últimos estertores de nuestro matrimonio. Aunque he intentado mantener el sentido del humor e incluso he admitido que mi matrimonio había terminado mucho tiempo antes, no he podido admitir ante nadie la conmoción que supuso para mí su traición. Incluso mi trabajo ha acusado el golpe, porque yo he dedicado la mayor parte de mi energía en concentrarme en Ben, en perderme en él y en nuestra relación.
«Yo no estaba aquí cuando tu hijo me necesitaba, Marti. Si hubiera estado, podría haber visto algo. A alguien merodeando, vigilando, esperando una oportunidad para llevarse a un niño de quince años».
Desesperadamente, me defiendo. «¿Cómo iba a saberlo? Justin no es débil. Es delgado y fibroso, pero fuerte, como tú, Marti. Es la estrella de su equipo de natación, y es muy bueno en atletismo. ¿Cómo iba yo a saber que alguien iba a salir de la nada y se lo iba a llevar?».
Sin embargo, mis argumentos no son suficientes, ni siquiera para mí. Marti me encargó que velara por la seguridad de Justin. Y yo les he fallado a los dos.
Me decido a bajar del Jeep y cruzo la calle. Subo las escaleras y llamo a la puerta de la casa victoriana. Sin embargo, nadie abre. Vuelvo a intentarlo, pero no obtengo respuesta, y no oigo ningún sonido dentro de la casa. Además, no veo la furgoneta Tauros de la familia aparcada en la calle, y sé que no tienen garaje.
Cuando bajo las escaleras para marcharme, frustrada, oigo que alguien me llama desde la casa de al lado. Es una anciana de pelo blanco que está en el porche de la entrada. Lo tiene adornado con calabazas de Halloween. Todavía quedan tres semanas para el primero de noviembre, y las calabazas están empezando a hundirse.
—¿Está buscando a los Ryan? —me pregunta, con la voz temblorosa.
—Sí —respondo yo—. ¿Sabe dónde están?
—Están en Europa. En Francia. Y van a estar una buena temporada fuera.
No es raro que la gente de la Península viaje, y pase sólo la mitad del año aquí. Sin embargo, yo sé que los Ryan nunca han hecho eso.
¿Y por qué iban a hacerlo ahora que su hijo está secuestrado? ¿No sería más lógico que quisieran estar allí, por si acaso aparecía su hijo?
Yo me estremezco. «Marti, todo esto marcha muy mal. Terriblemente mal».
Bajo las escaleras y cruzo el césped hasta la casa de la vecina.
—¿Le han dejado alguna dirección, o un número de teléfono?
—¿Quién es usted? —me pregunta. De repente, se ha vuelto desconfiada—. Probablemente, no debería estar contándole esto.
—Soy la madre de uno de los compañeros de colego de Justin. Tengo algo para él.
—Ah, bueno. Entonces, supongo que no hay nada malo en darle la dirección. Espere un minuto.
Ella entra en su casa, y sale un momento después, con un trozo de papel. Yo subo los escalones para tomarlo y miro la dirección. Es una calle que no puedo pronunciar, en París, Francia.
—¿Y se han llevado a Justin? —le pregunto—. No lo hemos visto en la escuela este otoño, y hemos pensado que podría estar enfermo.
—Oh, no, está bien. Es un buen chico. Es bueno con su padre y con su madre, no como el mío. Nunca me llama, y nunca viene a verme —me dice, y las comisuras de sus labios se curvan hacia abajo, mientras me mira fijamente a los ojos a través de las nubes de sus cataratas—. Usted no lo entendería. Tendría que vivirlo para entender cómo es.
—Lo lamento. Debe de sentirse mal. Eh... ¿Justin se marchó con los Ryan?
Ella asiente.
—Pidieron permiso en la escuela para llevárselo durante una temporada. Mary me dijo que tenía que llevarse los libros, y que Justin refunfuñaba por eso.
—¿Le dijeron cuánto tiempo iban a estar fuera?
Por primera vez, ella titubea.
—Supongo que eso podrá preguntarlo en la escuela...
—Oh, seguro que sí. Pero estaba haciendo unos recados, y pensé que podría pasarme por aquí...
Ella asiente de nuevo, como si aquello tuviera sentido.
—No me dijeron nada el día que se marcharon. Simplemente, dieron por hecho que les recogería el correo. Siempre lo he hecho, claro. Y ellos recogen el mío, es algo mutuo. Aunque yo ya no viajo mucho, en realidad, tal y como está el transporte aéreo hoy en día... Lo único que haces es guardar cola en los mostradores y esperar, y mi cadera ya no es lo que era, así que con sólo caminar de puerta en puerta... —me explica, y aprieta los labios con una expresión de desaprobación.
—Lo sé —le digo yo—. Y cada año empeora. ¿Señora...
—Jeffers.
—Señora Jeffers, ¿vio marcharse a los Ryan, por casualidad?
—No, no. Se marcharon en mitad de la noche, sin despedirse. Eso me pareció raro.
—¿Que se marcharan a mitad de la noche?
—No, que se llevaran su coche. Por eso supe que se habían marchado. Oí el ruido del motor. Y no se puede dejar el coche durante meses en el aparcamiento del aeropuerto, ¿sabe? A menos que seas rico. Es mucho más barato tomar un taxi.
—Tiene razón, señora Jeffers, toda la razón. A propósito, ¿cuándo se marcharon?
—O, yo diría que hace varias semanas. Un par de meses, al menos.
Yo no sé qué pensar de todo esto. Le doy las gracias a la vecina y le digo:
—Bueno, siento no haberlos encontrado. Pero me alegro de saber que Justin está bien. Mi hijo lo echaba de menos.
Yo me doy la vuelta para marcharme, pero ella sigue hablando.
—Oh, ellos también.
Entonces, me vuelvo hacia ella de nuevo.
—¿Ellos?
—Los Ryan. Echaban muchísimo de menos al niño.
—No lo entiendo. Me ha dicho que todos se fueron juntos.
—No, jovencita, eso no es lo que yo le he dicho. La gente cree que me equivoco, pero no es así. Lo cierto es que Justin se marchó un mes antes que el matrimonio.
Ahora soy yo la que está confusa.
—No... ¿cómo lo sabe?
—Bueno, la misma Mary me lo contó. Tenían los billetes para julio. Pero Paul, el señor Ryan, es abogado, y no pudo marcharse por causa de su trabajo. Así que enviaron a Justin por delante. Y cuando llego el momento de marcharse también, ella ya lo echaba de menos como una loca.
—¿Ella le contó que lo echaba de menos?
—Pobrecita, no tuvo que hacerlo. Yo la veía por la ventana de mi cocina. Está frente a la de ellos. La veía llorar como si tuviera roto el corazón. Quiere mucho a ese niño.
—Pero entonces, ¿por qué lo envió a Francia antes que ellos?
—Porque él tenía que estar allí a tiempo para empezar el curso en una escuela especial. ¿No se lo había contado?
—No, no.
—Me dijeron que le habían dado una beca para estudiar Historia, o algo así. Por eso le dieron el permiso en la escuela de aquí.
—¿Así que Justin se marchó hace tres meses? ¿En julio? ¿Y los Ryan no se marcharon hasta agosto?
—Eso es. Me sorprende que Mary no le dijera a su hijo que Justin se había ido. Pero bueno, como ya le he dicho, a mí tampoco me avisaron cuando se marcharon. Un poco grosero, he de decir.
Yo me arriesgo a hacerle una pregunta más.
—¿Ha estado aquí alguien más preguntando por los Ryan?
Ella sacude la cabeza.
—Nadie. Bueno, los testigos de Jehová, claro. Un par de ellos, vestidos con su mejor traje del domingo. Han venido muchas veces, tantas que casi podríamos darles el correo para que lo repartan. Así nos ahorrarían un poco de dinero de los impuestos.
—No es mala idea —le digo yo, sonriendo—. Y es interesante el hecho de que siempre vayan de dos en dos.
«Mauro y Hillars, si no me equivoco».
La señora Jeffers me mira con los ojos entrecerrados.
—Ellos me hicieron las mismas preguntas que usted. Pero yo no les conté mucho. Así que, sea cual sea el problema que tienen los Ryan, usted no tiene por qué preocuparse.
Yo la miro, sorprendida.
—¡Ja! Se creía que me había engañado, ¿verdad? —me dice, con una sonrisa picara.
—¿Engañarla?
—Bueno, es evidente que está ocurriendo algo. Pero, de todas formas, a ellos no les dije nada.
—¿A los Ryan?
—Señorita, ¿quiere prestar atención, por favor? A los testigos de Jehová. No les dije absolutamente nada.
Cuando vuelvo al Jeep, miro la dirección que me ha dado la señora Jeffers.
«Bueno, ¿y ahora qué, Marti?».
Me parece bastante evidente que toda aquella historia del viaje a París es una invención para cubrir la desaparición de Justin. Entonces, ¿dónde están los Ryan?
Si se marcharon un mes después de que su hijo desapareciera, en agosto, ¿sería porque habrían tenido alguna noticia suya? ¿Habrán ido a buscarlo?
Y si es así, ¿se lo habrán dicho a alguien? ¿A Marti, por ejemplo?
Ellos le dijeron que habían secuestrado al niño. Mauro y Hillars dijeron que Marti era quien les había contado al presidente y a su familia que habían secuestrado a Justin. Acudió a ellos cuando sus propios esfuerzos fracasaron.
Y, por supuesto, los Ryan han sabido desde el principio que Marti es la madre biológica de Justin.
Yo la ayudé a organizar la adopción, a través de Sol. Aunque ni los Ryan, ni nadie más, ni siquiera Jeffrey, supieron que yo estaba involucrada. Y que yo sepa, Marti nunca se acercó a Justin después de dárselo a sus padres adoptivos.
Es raro que Mauro y Hillars no me dijeran que los Ryan también se habían marchado. ¿Desde cuándo lo sabían? ¿Y dónde demonios están?
Los Ryan, quiero decir. No tengo por qué preguntarme dónde están Mauro y Hillars, pienso al mirar por el espejo retrovisor. Están en un Volvo negro y brillante, justo detrás de mí.
—Esto no es una buena idea —me dice el agente Mauro, mientras se apoya en la ventanilla del Jeep—. Tenemos que pedirle que se aleje de aquí, señora Northrup.
—Bueno, entonces —digo yo, irritada—, yo debo pedirles que me digan por qué. Y, ¿dónde están los Ryan?
—No puedo responder a eso —me dice—. Por favor, señora Northrup, márchese ahora mismo. Váyase a casa y olvide todo esto.
—Lo siento, pero no puedo hacer eso. Le prometí a Marti que cuidaría de Justin.
—La mejor forma de ayudar al niño es que se mantenga aparte.
—¿Aparte de qué? —le pregunto, enfadada—. ¿Qué saben ustedes? ¿Con quién están negociando la liberación de Justin? ¿Y por qué están tardando tanto?
—No puedo decírselo.
Yo arranco el motor.
—Entonces, tendré que averiguarlo de otra manera.
Su expresión se endurece.
—Señora Northrup, ¿me permite que le recuerde que usted todavía puede ser considerada sospechosa del asesinato de Marti Bright? La única razón por la que no hemos tomado medidas contra usted es que el detective Schaeffer responde por usted. Sin embargo, las cosas podrían cambiar en cualquier momento.
—¿Quiere decir que si no soy una niña buena, va a arrestarme?
—No, quiero decir que si pienso que tenemos un buen motivo, la arrestaré.
—Agente Mauro, no se tire ese farol conmigo. Yo no maté a Marti, y no hay forma de que ustedes puedan probarlo.
—Quizá no podamos en este momento. Pero si su marido no aparece pronto, yo podría arrestarla por instigar un crimen, por obstrucción a la justicia y por albergar a un fugitivo. Y después de unos cuantos días en una celda, quién sabe lo que terminaría admitiendo.
—Mire, ahora sí que está confundido. Al único ser a quien albergo es a mi perro, y que yo sepa, eso no va contra la ley.
El agente Mauro se agarra con fuerza a la ventanilla.
—Señora Northrup, hemos conseguido una orden de búsqueda y captura para su marido, y su hermana, Karen Dean, dice que usted es la única persona que puede saber dónde está.
«Esa desgraciada».
—Mi hermana está loca, y la ha tomado conmigo. Quiere casarse con Jeffrey, y piensa que soy yo la que le está negando el divorcio. Si hay alguien que lo esté escondiendo, ésa es ella.
—¿Y el hermano de Marti Bright, Ned Bright? ¿Él también está loco? Todo el mundo está loco salvo usted, ¿no es eso, señora Northrup?
—Claro que no. Pero, según Henry Kissinger, incluso los paranoicos tienen enemigos.
—¿Así es como piensa jugar la partida, no? ¿Se cree una heroína juvenil que va por el pueblo intentando resolver los crímenes, e interponiéndose en la investigación?
—Si no me dice qué está ocurriendo, no me deja otra elección —le digo yo. Pero, en realidad, estoy comenzando a preocuparme.
Mauro abre la puerta de mi coche, que yo había olvidado cerrar con llave.
—Por favor, apague el motor y baje del coche, señora Northrup.
—No.
—No monte un espectáculo.
—A menos que tenga una orden de arresto contra mí, no voy a ir a ninguna parte con usted —respondo yo. Sin embargo, comienzo a preocuparme seriamente, y me tiemblan las manos sobre el volante.
—¿Dale? —Le dice él a Hillars, que está sentado en el Volvo—. Ven a ayudarme, ¿quieres? Vamos a llevarnos a la señora Northrup a charlar un poco.
—No pueden hacer esto —protesto cuando Hillars se une a nosotros. Pero no sirve de nada. Mauro se inclina hacia delante, apaga el motor y mete las llaves bajo la alfombrilla. Después me sacan del coche entre los dos y me ponen las esposas antes de que yo pueda evitarlo.
Nunca he tenido tanto miedo en toda mi vida.
No me llevan al departamento de policía de Carmel, sino a una habitación del hotel Embassy Suites, en Seaside. Me suben por la escalera trasera, para que nadie pueda vernos. No hay nadie más en la habitación, sólo nosotros tres, y ellos me sientan en una silla frente a una enorme mesa. Tengo las manos esposadas frente a mí, y hay un vaso de agua sobre la mesa, del cual me permiten beber.
Llevamos aquí más o menos dos horas, y ahora lo entiendo todo. Estos dos tienen una misión, y les han dado carta blanca para llevarla a cabo. Son más peligrosos que unos simples policías. Tienen poder, y no les importan las reglas.
Si antes tenía miedo, ahora estoy aterrorizada.
—Bueno, háblenos de su marido —dice Mauro, mientras camina por la habitación.
—¿Qué quiere saber sobre él? Si no me dice qué es lo que necesita saber...
—¿Dónde está? —me interrumpe Mauro.
—Ya le he dicho que no lo sé. Jeffrey va y viene todo el tiempo. Él nunca me dice dónde está.
—Si su matrimonio va tan mal, ¿por qué no se han divorciado?
—Eso no es asunto suyo.
—Es asunto nuestro, sí, porque nos permitiría comprender algunas cosas, como por ejemplo el motivo por el que ha desaparecido.
—¿No se está poniendo un poco melodramático? Probablemente, Jeffrey estará en uno de sus viajes de negocios. Incluso es posible que esté con su jefe.
Mauro se queda mirándome fijamente.
—¿El presidente? —digo yo, irónicamente—. ¿El hombre que los envió aquí?
—¿Y por qué iba a estar su marido con el presidente Chase? —me pregunta.
—Oh, vamos, no me diga que no sabe que son uña y carne. Jeffrey es su hombre en la sombra.
Mauro mira a Hillars, que sacude la cabeza. No sé si ya sabían lo que acabo de decirles, pero claramente, es un territorio en el que no quieren adentrarse.
—Hay una cosa de las que nos dijo el otro día que no concuerda en absoluto. Nos dijo que no sabía quién es el padre biológico de Justin. Si Marti Bright y usted eran tan amigas, al menos debe de tener usted alguna pista.
—Pues no. Apareció en mi casa cuando ya estaba de parto. Yo no conocí al hombre.
—Pero ella tuvo que rellenar un certificado de nacimiento —insiste Mauro—. Y usted estaba con ella en el hospital.
De nuevo, me quedo asombrada por lo mucho que saben. Sin embargo, no parece que hayan sido capaces de encontrar el certificado, porque seguramente no se les habrá ocurrido buscar por María González, el nombre falso que utilizó Marti.
Un tanto a favor de nuestro equipo, sea cual sea el beneficio.
—Según recuerdo, rellenó la casilla del padre como «desconocido» —digo yo, y es cierto—. Me dijo que era un hombre al que conoció en uno de sus viajes, y no quería involucrarlo. Pero ¿por qué es tan importante eso?
—Es importante si el padre ha averiguado que tuvo un hijo con Marti Bright y ha considerado su silencio como una traición. Si es un hombre inestable, eso podría haberlo encolerizado. Entonces podría haber secuestrado al niño, y si es así, también podría haber asesinado a Marti Bright en un ataque de rabia ciega.
—Eso son muchas condiciones, agente Mauro.
—Tenemos que mirar el caso desde todas las perspectivas, señora Northrup.
Mi paciencia y mi miedo se están disipando. Doy un golpe con las manos en la mesa. Las esposas resuenan sobre la madera oscura.
—Mire, Marti viajó con mucha gente ese año. Uno de ellos era el joven congresista Gary Chase. ¿Por qué no le pregunta a él si es el padre de Justin, y si ésa es la razón por la que los ha enviado a buscar al niño? ¡Pregúntenle si le dio un ataque de rabia a poco tiempo de las elecciones y secuestró a su hijo, y después crucificó a su madre en aquella maldita colina!
Me doy cuenta de que los ha afectado. Hillars palidece, y Mauro se queda inmóvil.
¿Será que ya han tenido en cuenta esa posibilidad? Yo no lo había hecho hasta el momento, aunque debo confesar que me lo había preguntado. Una vez, oí en la televisión que Chase estaba de vacaciones en su cabaña de Maine.
Marti pasó los tres últimos meses de su embarazo en una cabaña en Maine. Cuando oí en las noticias que Chase tenía esa cabaña, me pregunté si él era el amigo que se la había prestado.
Dios Santo. ¿Será él el padre de Justin? Estaba casado en aquel momento, no estaba disponible, como dijo Marti. Él no hubiera podido ayudarla a criar al niño.
Y si él es el padre de Justin, y Marti se lo dijo, eso explicaría por qué ha enviado al Servicio Secreto a buscar a Justin. No iba a dejar una investigación semejante para el FBI ni para los investigadores locales. Tenía que enviar a sus mejores hombres.
Entonces, ¿conocía Jeffrey la existencia del bebé de Marti, también? ¿Y por eso estaba preocupado? ¿Lo preocupaba que el secreto de Chase saliera a la luz y provocara un escándalo justo antes de las elecciones?
Claramente, Mauro no sabe qué decir. Se mete las manos en los bolsillos del pantalón y mira al techo. Después carraspea. Cuando comienza a hablar de nuevo, la voz le suena calmada. El tema ha cambiado.
—Señora Northrup, sé que su visita de hoy a la casa de los Ryan no ha sido la primera. Usted lo ha hecho más veces. Frecuentemente, de hecho.
—Yo nunca he hablado con los Ryan.
—Eso no es lo importante. Ha pasado horas frente a su casa, espiándolos.
—Yo no los he espiado. Sólo me aseguraba de que Justin estaba bien.
—Y ha venido a asegurarse muy a menudo, ¿no es así? Todos los meses, durante los pasados quince años. Señora Northrup, usted no ha tenido hijos, ¿verdad? ¿Cómo explica esta obsesión con Justin Ryan?
«Obsesión». La palabra me golpea exactamente entre los ojos.
«Estás obsesionada con tener un hijo», me ha dicho Jeffrey, en tono de acusación, muchas veces. «Obsesionada con adoptar. Supéralo, por Dios, no es saludable. Es una obsesión».
«No es una obsesión», le decía yo. «Es el deseo más saludable del mundo, querer tener un hijo».
Pero ¿qué les digo a estos hombres, que no saben cómo he llegado a este punto en mi vida, y a los que no les importaría si lo supieran?
—Señora Northrup, le he hecho una pregunta. Usted nunca tuvo hijos, ¿verdad?
—Necesito comer algo —digo, sujetándome las manos temblorosas—. Tengo hipoglucemia, bajo nivel de azúcar en sangre. No pueden tenerme aquí sin comer. Podría entrar en choque, y tendrían que llevarme al hospital. Les harían preguntas. ¿Es eso lo que quieren?
Mauro me mira de una forma que me da a entender que no se lo cree. De todas formas, se acerca al teléfono y pide a recepción tres sándwiches de pavo y café.
Cuando termina, se acerca a Hillars, que está junto a la ventana. Susurran algo, mirándome de vez en cuando. Yo cierro los ojos y apoyo la cabeza en las manos, pensando de nuevo en aquella palabra, «obsesión».
Cuando conocí a Jeffrey, hace dieciséis años, yo tenía veintitrés. Había sido nominada para el Pulitzer, y tenía una carrera brillante ante mí. Pero un maldito día conocí a Jeffrey. Unos meses después nos casamos, y yo me retiré a Carmel, a hacer realidad mi sueño de infancia, de convertirme en ama de casa y madre.
Jeffrey y yo nunca habíamos hablado de tener hijos. Cuando me quedé embarazada, tres meses después de la boda, él se quedó lívido. Yo pensé que sólo necesitaba tiempo para acostumbrarse. Sin embargo, ahora ya sé que él quería ser el único niño de la familia. Cuando estaba de cuatro meses, me llevó a navegar en un barco que tenía. Me aseguró que el mar estaría lo suficientemente calmado para la excursión, pese a que acababa de haber una terrible tormenta en la costa.
—Es el mejor momento para ir —me dijo—. Está todo tan dramático y salvaje después de una tormenta... Abby, te va a encantar.
Yo no puedo demostrar que mi marido intentara matar a nuestro hijo. De hecho, con el tiempo me las arreglé para convencerme de que había sido un accidente. Hasta aquel punto quería aferrarme a nuestro matrimonio en aquellos días.
Recuerdo que Jeffrey viró inesperada y bruscamente, para evitar un enorme tablón de madera, según declaró ante la Guardia Costera más tarde. Era parte de las escaleras de la playa de Carmel, que habían sido arrastradas hasta Santa Cruz por la marea de la tormenta. En ese momento, nos sorprendió una ola de ocho metros. Yo intenté agarrarme a la barandilla, pero caí al mar. La lucha por mantenerme a flote entre las olas y los tablones de madera fue demasiado. Finalmente, Jeffrey me sacó del agua. Terminé en el hospital, con varios huesos rotos, heridas internas y un aborto. Me dijeron que no podría tener hijos.
Marti dio a luz un poco después, y el espacio que había dejado en mi corazón mi hijo lo llenaron Justin y la promesa que le hice a Marti de que lo cuidaría siempre. Esto se convirtió para mí en una verdad sagrada, una que nunca traicionaría.
Dudo que Marti quisiera que yo le hiciera una visita mensual a su hijo. Simplemente, ocurrió así. Uno de esos hábitos diarios, mensuales, que uno desarrolla. En este caso, se extendió a lo largo de los años.
Y ahora, Justin ha desaparecido. Igual que mi hijo.
Yo soy más vieja y más sabia que cuando aborté, en los primeros meses de mi matrimonio. Y no se me escapa que la razón por la que Mauro y Hillars están tan interesados en interrogar a Jeffrey es porque piensan que puede tener algo que ver en el secuestro de Justin.
Pero ¿por qué iba a hacer Jeffrey algo así?
Tendría que ser debido a la conexión que alguien podría hacer entre Justin y Chase. Todo lo que ha hecho Jeffrey últimamente ha tenido algo que ver con la reelección del presidente.
—¿Señora Northrup? Le he hecho una pregunta.
Yo salgo de mi ensimismamiento y miro a Mauro, que se ha sentado frente a mí. Hillars está al teléfono.
—Disculpe, ¿cuál era?
—Le he pedido que me cuente todo lo que sepa sobre Helen Asback.
—¿Se refiere a la hermana Helen?
—Supongo que todavía puede ostentar ese título.
—¿Todavía? ¿Qué quiere decir?
—¿No sabe que dejó su orden?
—¿Quiere decir que cambió de orden? —le pregunto, aunque me parece increíble.
—No, quiero decir que dejó de ser monja. En los ochenta. ¿No lo sabía?
Yo hago un gesto negativo con la cabeza, confusa y asombrada.
—No. Ya le he dicho que no he tenido contacto con ella desde hace veinte años, cuando Marti y yo dejamos Joseph and Mary Motherhouse.
—Pero la señora Bright tenía contacto con ella, ¿no es así?
—No estoy segura. Es posible. Pero si lo tuvo, a mí no me lo contó.
Yo no puedo creerlo. ¿La hermana Helen ya no es monja? Es como decir que la luna ya no va a salir más, o que el sol se ha quemado.
—¿Y cómo sabe usted todo esto? ¿Ha hablado con ella?
—Señora Northrup —me dice Mauro, en tono de exasperación—, ella fue quien nos alertó sobre usted. La señora Asback está de acuerdo con Ned Bright en que usted ha podido tener algo que ver con el asesinato de Marti Bright.
—¡Eso es absurdo! ¡No lo creo! Ella estaba enfadada conmigo por dejar el convento, pero eso fue hace muchísimo tiempo. ¿Por qué iba a decir algo así? Marti y yo éramos amigas desde niñas.
—No, según Helen Asback. Según ella, Marti Bright ya no confiaba en usted. Y el hermano de la señora Bright lo confirma.
Me siento como si estuviera dentro de un drama kafkiano, en el que nada tiene sentido. ¿Que Marti ya no confiaba en mí? Eso no puede ser cierto.
Hillars cuelga el teléfono y se acerca a Mauro. Susurran de nuevo. Mauro hace un gesto de protesta, pero Hillars sacude la mano como para calmarlo.
Mauro suspira y se acerca a mí. Saca una llave y abre las esposas.
—Me temo que se va a perder el almuerzo —me dice—. Tenemos que irnos.
—Y yo que lo estaba deseando.
Me pongo de pie, flexiono las rodillas y me froto las muñecas. Miro el reloj y digo:
—Por otra parte, todavía tengo tiempo para ir a ver a mi abogado y demandarlos a los dos por arresto indebido.
—Pero usted no ha sido arrestada —dice Mauro, suavemente—. Nadie ha reservado esta habitación. No hay constancia, en ningún sitio, de esta conversación.
—¿Quiere decir que es mi palabra contra la suya? Agente Mauro... con el clima que se vive en el país actualmente, me da la sensación de que la gente creerá que un ciudadano inocente se ha visto acosado por dos agentes renegados del Servicio Secreto.
Hillars me habla con su voz baja y grave.
—Tengo que admitir que posiblemente tiene razón en eso, señora Northrup. Sin embargo, puede que quiera tener en consideración el hecho de que el agente Mauro y yo tenemos, quizá, la mejor oportunidad de encontrar al asesino de Marti Bright. Si de veras es usted inocente, no querrá atarnos las manos de ninguna manera, ¿verdad? —Entonces, intenta tomarme del brazo—. Vamos, la llevaremos de vuelta a su coche.
Pese a su amistoso acento sureño, el agente Hillars me produce escalofríos.
—No, gracias —respondo yo, dando dos pasos hacia atrás—. Tomaré un taxi.
Ellos se miran y se encogen de hombros, casi al unísono. Después caminan hacia la puerta y la abren, cediéndome el paso.
Cuando salimos, nos cruzamos con el servicio de habitaciones, que llega con la cena. Yo tomo un sándwich de pavo del carrito y me lo meto en la boca. Muerdo con fuerza, deseando que fuera el brazo del agente Mauro.