Capítulo 4

Dejo a Ben en el aparcamiento, subiéndose a su coche y prometiéndome de nuevo que va a encontrar al asesino de Marti. Es una promesa reconfortante, aunque me temo que sólo es eso. Me pregunto cuánto tiempo pasará antes de que me interroguen de nuevo. No hemos hablado más del hecho de que mi nombre estuviera escrito en la escena del crimen, ni de la letra «A» que le han grabado a Murphy en la espalda. Aunque eso me parece extraño, lo atribuyo a que Ben tiene prisa por volver a la comisaría y al caso.

En casa, lo primero que hago es atender a Murphy. Abro una cápsula de vitamina E y se la froto suavemente en la herida para acelerar la cicatrización. Después, compruebo que las ventanas están cerradas, subo a mi habitación, me pongo el pijama y me acuesto. Llamo a Murphy y doy unos golpecitos sobre la cama para que suba y se tumbe a mi lado. Con cuidado de no hacerle daño, lo abrazo mientras los dos nos quedamos dormidos. El me lame la mano y me mira con los ojos llenos de preguntas. Preguntas para las que yo no tengo respuesta.

A primera hora de la mañana llamo al veterinario y me dice que lleve a Murphy a su consulta a la una. Después llamo a Frannie para decirle que Murphy ya está en casa y para contarle lo que le han hecho. Frannie se queda horrorizada, y las dos comentamos lo que ha ocurrido durante unos minutos. Después, llamo a Ben para preguntarle si han hecho algún progreso en el caso y si se sabe algo del funeral de Marti. Sin embargo, Ben no está en la comisaría. La secretaria me dice que le dejará un mensaje para que me llame cuando vuelva.

Después, me pongo a escribir para no pensar en nada. Sin embargo, no parece que lo consiga. Sentada ante el ordenador, en mi despacho, intento comenzar con la columna de la próxima semana, pero la cabeza no me funciona. Me siento como si fuera sonámbula, y finalmente dejo de intentar escribir las agudezas y las observaciones cáusticas sobre la vida en Carmel, de las cuales parece que tanto turistas como residentes disfrutan. En vez de eso, jugueteo con el teclado, escribiendo el nombre de Marti y la letra «A» una y otra vez, como una chica que escribe el apellido de su novio detrás de su propio nombre en el libro de geografía: Annie Smith. Annie Smith Jones. Señora David Jones. El sueño de todas las mujeres... conseguir esa alianza, casarse con ese hombre.

Me pregunto por qué Marti no se casó. ¿Fue por el bebé? ¿Sentía que no sería justo tener una vida feliz de casada, después de haberse separado de un niño que podría o debería haber formado parte de esa vida? La parte de «debería» sería de Marti. Ella pensaría eso. Yo no.

Así que he vuelto a pensar en Shining Bright de nuevo. Finalmente, cierro este ejercicio de futilidad y abro el archivo de mi diario, que guardo con la palabra «Dervish» en un documento oculto, que sólo alguien diestro en informática podría encontrar. Tiene un camino muy intrincado, y la razón es que quiero mantenerlo alejado de los ojos entrometidos de Jeffrey.

Lo cual no puede ser tan difícil. Jeffrey no entiende mucho de ordenadores; él tiene secretarias para eso. Son ayudantes, en realidad, pero él no las llama ayudantes ni permite que se denominen así en sus curriculum vítae; permitir eso debilitaría, según él ha dicho abiertamente, su posición de poder.

Cuando entro al archivo de mi curriculum, me doy cuenta de que la última vez que escribí algo fue hace seis meses, cuando encontré a Jeffrey con la rubia tonta. Desde entonces no he tenido el valor suficiente como para plasmar mi vida en blanco y negro. Mis sentimientos han sido de vergüenza, de humillación.

Yo había comenzado a escribir diarios cuando tenía veinte años, pero cuando conocí a Jeffrey, la costumbre se convirtió en una necesidad absoluta. El cielo estaba cerrado aquel día en que me enamoré perdidamente de Jeffrey Northrup. Y, como yo todavía creía en los diarios, escribí la locura de nuestras vidas sobre las páginas blancas de un libro nuevo, como si estuviera haciendo la cama de mi corazón con sábanas recién limpias. Al principio, escribí todos los «sé que realmente me quiere» y los «me moriré si no se acuerda de mi cumpleaños».

La ironía de todo esto es que es Jeffrey el que está muerto ahora, no yo. Oh, él habla y anda, sí. Pero para mí, el funeral se celebró hace seis meses.

Conocí a mi marido hace dieciséis años en el Pebble Beach Golf Club. Yo había venido de San Francisco y estaba comiendo con un par de amigas. Las tres teníamos veintitantos años. Ellas eran secretarias, como diría Jeffrey, aunque poco les faltaba para dirigir Monterrey para sus jefes. Yo estaba trabajando de reportera para el San Francisco Chronicle, y estaba empezando una buena carrera. Había venido a comer y a tomar un poco el sol.

Jeffrey estaba aquel día en el club, jugando al golf. A doscientos dólares la jornada, aquello lo ponía muy por encima de nosotras. Pero se acercó, sudoroso y sonriente, sobre todo cuando nos vio. No nos conocía. Según aprendí más tarde, Jeffrey siempre sonreía a las mujeres guapas.

En aquel tiempo yo era guapa. Tenía el pelo moreno y largo hasta los hombros, suavemente ondulado, y unos enormes ojos marrones. Me han dicho que tenía algo exótico. Sin embargo, yo aún tenía esos complejos de la infancia, los que me decían que no era capaz de hacer nada bien, que tenía el pelo como una rata y que nunca conseguiría nada. Siempre será un misterio para mí el porqué de esos complejos. Ciertamente, no los tenía por culpa de mis padres, que siempre me han apoyado de todas las maneras posibles. Algunas veces pienso que esas creencias venían de otra vida, que ya las tenía cuando nací.

Lo cual supone una creencia en la reencarnación, algo en lo que preferiría no pensar. La idea de tener que pasar por todo esto de nuevo me da ganas de llorar, y algunos días, de reírme.

Jeffrey me hacía reír. Al principio decía cosas muy graciosas. Era un cómico nato, que no se decidió a subirse a un escenario porque estaba obsesionado por la política y los negocios. Después, más tarde, me hacía reír de otra forma. Sé que no debería haberme reído. Pero él entraba en la habitación totalmente desnudo, con aquel... aquel apéndice que se extendía veinticinco centímetros en el aire, como si fuera la espada llameante del caballero de un antiguo romance, y mirándome con sus ojos verdes y seductores, me preguntaba:

—Lo deseas de verdad, ¿a que sí?

Y yo no podía evitarlo. Tenía el pelo húmedo de la ducha, los rizos negros colgándole por la frente, y yo recorría con los ojos su rostro y su pecho cubierto de vello canoso, y me reía. Me reía sobre todo porque para entonces, yo ya sabía que no era la única mujer con la que Jeffrey usaba aquella frase. Llevábamos diez años casados, y el viejo Jeffrey había estado con casi todas las mujeres de Carmel. La idea de que yo todavía lo deseara a él o a su impresionante espada de llamas era absurda. Así que yo intentaba ahogar las carcajadas, pero...

Algunas veces pensé que Jeffrey me iba a golpear cuando me reía. Nunca lo hizo. En vez de eso, se vengó quitándome a mi hijo.

El veterinario le pone un par de inyecciones a Murphy y, después de hacerme innumerables preguntas sobre la letra «A», lo declara curado, físicamente, al menos. Murphy todavía tiene una mirada triste. Lo llevo a casa, y me encuentro con que Frannie nos está esperando, aunque no es su día de trabajo.

—Cuando me contaste lo que había ocurrido, no podía creérmelo —me dice, y le da un abrazo a Murphy—. ¿Estás bien, amigo?

No parece que Murphy esté preparado para que lo acaricien todavía, porque se echa hacia atrás y gruñe ligeramente, lo cual me deja asombrada. Nunca había visto a Murphy comportarse de esta manera.

—El médico ha dicho que estaría susceptible durante unos días —le digo a Frannie, para disculparme.

Frannie asiente y me sigue hacia la cocina.

—Te juro que no sé cómo se escapó, Abby. Yo estaba segura de que lo había dejado dentro cuando me marché.

—Bueno, cuando se le mete en la cabeza que tiene que salir a dar una vuelta, tiene sus métodos.

—Eso es cierto —responde ella.

—Y es difícil tenerlo vigilado, últimamente —añado, mientras me muevo por la cocina—. Hay demasiados lugares en esta casa donde puede esconderse, sobre todo ahora que Jeffrey no está nunca en casa.

Frannie sacude la cabeza.

—Deberías vender esta casa. Cliff dice que puede conseguirte, como mínimo, tres veces más de lo que pagaste por ella hace dieciséis años.

Cliff, su nuevo novio, es agente inmobiliario.

—¿Y adonde iba a ir? ¿Fuera del valle? ¿A un apartamento? Echaría demasiado de menos el mar. Además, a mí siempre me ha gustado esta casa.

Frannie echa una mirada a su alrededor.

—Tienes unas vistas estupendas, eso es cierto. Pero yo en tu lugar estaría nerviosa por las noches, aquí sola.

—¿Nerviosa? ¿Por qué?

—¿No has oído nada?

—¿Oír qué, Frannie?

—La semana pasada, cuando subí a la buhardilla...

Se interrumpe, y se da la vuelta.

—¿Qué pasa en la buhardilla? ¿Oíste algo raro?

Ella me mira de nuevo.

—¿Por qué? ¿Tú también?

—¡Frannie, ya está bien? Dímelo. ¿Qué es lo que has oído?

—Un ruido. Nada más que un ruido. Me costó bastante reunir el valor suficiente como para subir. Cuando lo hice, allí arriba no había nadie.

—Eso es raro. Yo también oí un ruido. Me asusté mucho.

Frannie abre unos ojos como platos.

—¿Y qué crees que era?

—¿Ahora, a plena luz del día? Creo que era una ardilla.

—¿Y anoche?

—Anoche pensé que podría haber un asesino de película, escondido entre las sombras, esperando para agarrarme.

Ella se estremece.

—Yo también pensé algo parecido. Abby, deberías salir de aquí. Cliff dice que...

Me parece que Cliff está trabajando mucho para conseguir una venta y una comisión. Cambio de tema.

—Frannie, ¿has quitado una de las bombillas? Sólo hay una ahí arriba.

—No. Creía que lo habías hecho tú. Yo tenía intención de subir a poner otra, porque no se veía nada, pero después se me olvidó.

—No importa, lo haré yo. Pero, si tú no la quitaste, ¿quién lo hizo?

—¿Jeffrey? —sugiere Frannie, encogiéndose de hombros.

—El odia subir a la buhardilla. Dice que está...

—Llena de cosas que no sirven para nada, que lo hacen estornudar —dice ella por mí, sonriendo—. Por eso, cada vez que limpio, subo algunas de sus cosas favoritas.

—¡No!

—Sí —dice ella, con una sonrisa de satisfacción—. No fue muy agradable lo que te hizo con esa fulana.

Ben llama alrededor de las seis. —Necesito verte. ¿Podemos quedar en el pueblo?

—Claro, pero ¿por qué no vienes aquí?

El pueblo está muy cerca, pero yo ya estoy vestida con ropa de andar por casa, y no me apetece vestirme de nuevo para salir.

—Ya sabes que no me gusta ir —me dice él.

—Jeffrey está codeándose con el presidente. No va a venir hasta el fin de semana.

—De todas formas.

Ben está esperando el ascenso a jefe de policía, cuando el jefe actual se jubile. Pero pese a todos los artistas y escritores que viven aquí, Carmel sigue siendo un pueblo muy conservador, y a Ben lo preocupan los cotilleos. Una aventura adúltera en su carpeta personal no impresionaría al ayuntamiento, ni a aquellos que podrían nombrarlo.

—No sé por qué no te divorcias de él y acabas de una vez con esa situación —me dice, y no por primera vez.

—Ya sabes que le he prometido que no lo haría hasta después de las elecciones, en noviembre. La libertad será mi regalo de Navidad.

—De todas formas, no me siento muy tranquilo. El instinto me dice que Jeffrey está tramando algo, y no tiene nada que ver con el hecho de que mueva los hilos en el partido reinante. ¿Tienes idea de qué podría ser?

—¿En la política? No, no lo sé. Él dice que está preocupado porque cualquier escándalo en su vida podría afectar al presidente, y no quiere correr ningún riesgo, dado el clima moral que impera en el país en esto días.

—Abby, ¿hasta qué punto está Jeffrey ligado al presidente?

—Son uña y carne, por lo que yo sé. Jeffrey es uno de los pocos hombres del país que habla con él por teléfono varias veces a la semana. Dirige la campaña para la reelección desde las sombras, claro.

—¿Y Jeffrey? ¿Tiene aspiraciones de hacerse con el cargo?

—En absoluto. Él considera a los políticos unos zánganos, o unas piezas de ajedrez que puede mover a su capricho.

—Abby, el divorcio no es tan escandaloso hoy día. Y él sólo trabaja para el presidente. ¿No has pensado que quizá Jeffrey no quiera que te divorcies de él todavía para poder seguir viviendo en la casa?

—Sí, como si se lo estuviera pasando tan bien aquí.

—Entonces, es otra cosa. Quizá quiera que vuelvas con él.

—Bueno, pues puede esperar sentado.

Ben suspira.

—Está bien. Entonces, ¿vienes a cenar conmigo? Estoy en el Red Lion.

—¿Quieres cenar conmigo en público? Dios Santo, Ben, ¿has tomado drogas?

—A nadie del bar le va a importar. No es como el Mission Ranch, Abby.

—Está bien, pero... ¿por qué no quedamos en el Bully III?

—Ya estoy en el Red Lion.

—Pero el Bully III tiene las mejores salsas del mundo.

—De todas formas, tú no vas a comer mucho.

Yo suspiro.

—Me conoces demasiado bien.

—¿Qué tal está Murphy? —me pregunta Ben, una vez que estamos sentados en una mesa del Red Lion, junto a la chimenea, y hemos pedido las bebidas. Este pub es un sitio muy frecuentado por la gente del pueblo, y casi todo el mundo nos conoce. Estoy muy sorprendida por el hecho de que Ben haya quedado conmigo aquí.

—¿Murphy? No está mal. Pero está un poco irritable.

Él frunce el ceño.

—¿Te has enterado de algo más sobre lo que ha podido ocurrirle?

—No. El chico que me lo trajo a casa me dijo que no había nadie por el lugar donde lo encontró, así que no he salido a preguntar.

—De todas formas creo que debería hablar con él. Quizá vio algo, pero no se dio cuenta de que era importante. ¿Le pediste el número de teléfono?

—No. Ojalá lo hubiera hecho. Trajo a Murphy con una correa suya, pero se le olvidó llevársela. Parece cara. Hecha especialmente para sus perros, incluso.

—¿Por qué no me la enseñas? Si la hizo un artesano del pueblo, podría encontrarlo.

—Está bien. Te la enseñaré.

—A propósito, hemos dado con el hermano de Marti, Ned —dice Ben, y sonríe para darle las gracias a la camarera, que nos ha traído las bebidas—. Va a venir para organizar el funeral.

—Por eso te llamé antes. ¿Te dieron el recado?

El asiente, y le da un sorbo a su cerveza.

—Me pareció que podíamos hablar aquí, en vez de hacerlo por teléfono.

Yo jugueteo con mi copa de vino.

—¿Cuándo será el entierro?

—Ted me ha dicho que podrá ser a finales de semana. Cree que los informes de toxicología no serán más que algo rutinario, y les ha metido prisa para que lo hagan lo antes posible. Dice que lo hace por ti. Le caes muy bien.

—Ted es un encanto. Y su mujer también, así que no te hagas ideas raras. Pero volvamos al hermano de Marti. ¿Él quiere que el funeral se celebre aquí? Qué raro.

—Me da la impresión de que le parece que es la forma más expeditiva de hacerlo. Financieramente, quiero decir. Y también me da la impresión de que Marti y él no se llevaban bien.

—Eso es cierto. Ella no hablaba mucho de él, y yo los vi muy pocas veces juntos.

—¿Y no sabes por qué estaban distanciados?

—No. Pero él es mucho mayor. Le sacaba diez años, creo. Quizá estuviera resentido desde que llegó un bebé nuevo a la casa y él dejó de ser el hijo único.

Le doy un sorbito a mi vino, y Ben me mira con una expresión burlona.

—Un peinado estupendo —comenta, mirando la coleta que me he hecho en dos segundos—. Y me encantan las zapatillas de deporte viejas. Es puro Carmel.

—Bueno, tengo que tener los pies ligeros cuando estoy contigo.

El arquea una ceja.

—¿Y por qué?

—Quizá porque me has traído aquí para interrogarme.

—Podría haberlo hecho en la comisaría.

—¿Así que me has traído aquí para seducirme? Vaya, yo creía que eso lo hacíamos en tu casa, no en público.

Él no responde, y yo suspiro.

—Está bien, sigamos. ¿Qué quieres saber?

Él deja la jarra de cerveza sobre la mesa.

—Quiero que me cuentes lo del bebé de Marti —dice—. Se te ha olvidado mencionar eso, Abby. La razón de que tenga una cicatriz de cesárea.

—No se me ha olvidado —respondo yo, encogiéndome de hombros—. Es sólo que le prometí que no se lo diría a nadie.

—Pero ella está...

—Muerta. Ya lo sé. Pero ¿por qué necesitas saber eso ahora?

—No estoy seguro. Tengo el presentimiento de que tiene algo que ver con su muerte.

—¿De veras?

Los presentimientos de Ben son algo a lo que he aprendido a prestar atención. Es conocido por su intuición, y razona mucho mejor que la mayoría de la gente.

Además, el vino me ha aflojado la lengua. No es difícil, con el estómago vacío.

—Fue hace mucho tiempo —le digo, después de que hayamos pedido la comida—. En los ochenta. Marti había estado trabajando mucho en América Central, así que yo no la veía con frecuencia. Un día apareció en la puerta de mi casa, de parto. Fue poco después de que yo me hubiera casado con Jeffrey.

—¿Vino aquí? ¿A Carmel?

—Sí. Yo intenté convencerla de que le contara al padre lo del bebé, para que él la ayudara, pero ella no quiso. Dijo que sería mucho mejor que nadie lo supiera. Ni siquiera me dijo quién era el padre del niño.

—Quizá él estuviera casado —dice Ben.

—Quizá.

—¿Qué quería ella de ti?

—Creo que sólo quería que estuviera a su lado. Sus padres habían muerto en un accidente de aviación en Honduras, unos años antes, y salvo Ned, no tenía a nadie más en el mundo. Ella nunca tuvo mucho tiempo para hacer amigos, con todos los viajes y el tipo de trabajo que hacía.

—¿Así que tú estuviste con ella durante el parto?

—Sí.

Ben se queda silencioso durante un momento.

—¿Qué pensó Jeffrey de todo esto?

—No se enteró. Estaba fuera cuando ocurrió todo, y Marti me hizo jurarle que le guardaría el secreto.

—Pero... las mujeres normalmente le cuentan a sus maridos cosas que mantendrían en secreto para los demás.

—En este caso no.

Él no me presiona más, y no tengo que decirle lo poco que confiaba en mi marido, incluso en los primeros tiempos de nuestro matrimonio.

—Hay una cosa que no entiendo. ¿Cómo pudo ocultar su embarazo? ¿No era famosa ya, por aquel entonces?

—Sí, pero Marti siempre fue muy delgada. Pudo ocultarlo durante los primeros seis meses. Después de eso pidió un permiso sabático del trabajo y se fue a una cabaña al bosque.

—¿Una cabaña? Parece muy duro.

—Marti estaba acostumbrada a las condiciones difíciles. Era muy fuerte.

—¿Dónde estaba esa cabaña?

—Creo que me dijo que estaba en Maine. Se la prestó un amigo.

—¿Dónde nació el bebé?

—Aquí mismo, en Monterrey.

—¿En el Community Hospital?

—Sí.

La camarera nos trae los platos, y Ben se pone a juguetear con el sándwich de pavo caliente que ha pedido.

—Entonces, hay otra cosa que no entiendo. ¿Cómo se las arregló para mantener el nacimiento de su hijo en secreto durante tantos años? Sobre todo, teniendo en cuenta que lo tuvo en un lugar público, como el CHOMP.

El CHOMP, el Community Hospital de la Península de Monterrey, es prominente porque es el primer hospital al que acuden las celebridades cuando están enfermas.

—En primer lugar, ella no tuvo cuidados médicos durante el embarazo. Marti conocía medicinas alternativas, y también conocía muy bien su cuerpo. Además, cuando iba a dar a luz, entró por urgencias. Y pagó en metálico.

—¿En metálico? Eso debió de costarle mucho dinero.

—Yo la ayudé.

—Ah. Eso lo explica.

Ben prueba el sándwich y hace una mueca de repugnancia. Sabía que no iba a gustarle; a Ben le encanta el pavo, pero odia la salsa con demasiada pimienta. Además, el sándwich está hecho con tostadas. El prefiere pan blanco.

—De todos modos —continúa—, con sistemas informáticos, incluso en los ochenta es lógico que hubiera un registro del nacimiento.

—Y lo hubo. Para María González, de Salinas.

¿Sabes cuántos González hay en Salinas? Marti les dijo que estaba en Carmel trabajando de muchacha para mí cuando se puso de parto.

—¿Y consiguió hacerse pasar por hispana?

—Era morena, tenía los ojos marrones, y estaba bronceada de pasar tantos años trabajando de fotógrafa más abajo del Ecuador. Además, hablaba español. Sí lo consiguió.

La verdad es que la mayoría de los ocupados médicos de los hospitales no miran a la gente como a gente. Sobre todo, cuando se apellidan González y no tienen seguro.

—Yo les confirmé que era mi muchacha, y que yo era lo más cercano que tenía a una familia.

—Y, dado que tú pagaste en metálico, nadie hizo demasiadas preguntas.

—Exacto. Nos imaginamos que sería mejor esto que ir al hospital del condado. A Marti le habría resultado más difícil perderse en el sistema allí, dado que el gobierno siempre vigila más las cosas.

—Tus estratagemas no dejan de asombrarme —dice Ben, y sacude la cabeza, fijando su atención en una rebanada caliente de pan de ajo.

—Devuélvelo —le digo.

—¿Eh?

—Devuelve el sándwich de pavo. Diles que la salsa tiene demasiada pimienta, y que no te gustan las tostadas. Te darán otra cosa.

—No, no quiero molestarlos.

—No creo que les importe mucho. Te prepararán otra cosa.

Él aparta el plato.

—De todas formas, no tengo mucha hambre.

—Deberíamos haber ido al Bully III.

Él me lanza una miradita. A decir verdad, yo tampoco tengo hambre. Cuando la camarera vuelve y nos pregunta qué tal estaba la comida, le decimos que estaba muy buena. Ella se lleva los platos y nos trae otra ronda de bebidas. Por mí, perfecto.

Después de cenar nos vamos a dar un paseo por Sixth Street y Ocean Avenue. La mayoría de las tiendas ya están cerradas, pero los restaurantes están iluminados por toda la calle.

—¿Te encuentras mejor? —me pregunta Ben.

—¿Mejor? ¿A qué te refieres?

—Mejor que cuando estabas en tu casa sentada, pensando.

—Ah, eso. Sí, claro. Me has hecho beber vino y cenar. ¿Por qué no iba a encontrarme mejor? Me siento como un cebón, de hecho.

—Pues eso es raro, porque no pareces un cebón.

—¿De veras? ¿Y por qué me siento como si estuviera a punto de caerme un hacha encima?

—Nunca puedo engañarte, ¿verdad? —me pregunta mi amante.

—Será mejor que lo tengas en mente. Bueno, ¿qué ocurre?

—No te lo he contado todo.

—Ni por un momento lo había creído. ¿Y qué es lo que tienes que decirme?

—Mauro y Hillars quieren hablar contigo de nuevo.

—Oh, Dios —digo yo, con un gruñido, y extiendo las muñecas hacia él como si fuera a ponerme las esposas—. Vaya forma de acabar el día.

El contiene una sonrisa, pero yo me doy cuenta de que le está bailando en los labios.

—Ahora no. Sólo quería que supieras que lo han mencionado. Dijeron que se pondrían en contacto contigo.

—¿Qué demonios está ocurriendo? ¿Por qué está el Servicio Secreto mezclado en esto?

—No lo sé.

—No me mientas.

—Abby, te lo prometo, ellos no me han dicho ni me van a decir lo que están haciendo aquí. Entre tú y yo, me estoy volviendo loco. He pensado que, cuando hablen contigo, quizá tú puedas averiguar algo.

—Ah, ya veo. Y querrás que te lo cuente, ¿verdad?

Nos quedamos callados. Él me toma la mano y se la mete al bolsillo.

—He pensado que lo harías. Nosotros compartimos algunas cosas muy buenas, ¿no?

—Unas pocas —digo yo. Mientras seguimos caminando, añado—: Vamos a compartir muchas más si no dejas de hacer lo que estás haciendo con mis dedos.

—Es mi nueva técnica de interrogatorio —responde Ben.

—Bueno, ¿pues sabes una cosa? Funciona.

Por primera vez, en los cinco meses que llevamos juntos, Ben viene a mi casa. Y, por supuesto, es la ocasión que elige Jeffrey para volver pronto de un viaje.

Los dos estamos bajo las mantas en mi habitación, en la que yo duermo sola ahora, aunque Jeffrey sigue compartiendo los armarios. Hemos encendido la chimenea, y hemos dejado las puertas correderas un poco abiertas para poder oír las olas rompiendo contra las rocas. Hemos puesto una música suave.

Incluso así, oigo los pasos de mi marido por las escaleras. No hay forma de no distinguirlos, después de tantos años.

Ben y yo estamos desnudos, y nuestra ropa está desperdigada por el suelo, así que no hay tiempo para agarrar nada, ponérnoslo y fingir que estamos manteniendo una reunión de miembros del municipio. Cuando Jeffrey entra, yo me siento en la cama, cubriéndome con la sábana hasta el cuello.

—Has llegado muy pronto —me quejo en voz alta, con la esperanza de poder culparlo a él por habernos sorprendido.

Él entiende lo que está ocurriendo con sólo una mirada.

—Bueno, si hubiera sabido que tenías invitados, habría llamado antes —dice, en un tono ligeramente irónico.

Sin embargo, pese a su intento de permanecer indiferente, yo podría jurar que se le ha erizado el pelo, como a un león cuando otro macho se adentra en su territorio.

Por su parte, Ben lucha por mantener la dignidad, cosa difícil, dado que está desnudo, tumbado junto a la mujer de otro hombre. Yo oigo cómo trabaja el mecanismo de su cerebro: «¿Me levanto de la cama y me encierro en el baño mientras ellos dos lo resuelven, o me pongo la ropa y salgo corriendo por la puerta?».

—Quédate ahí, Ben —le digo yo, con firmeza—. Esto no es nada nuevo para Jeffrey, después de todo.

Yo siento que se está deslizando bajo las sábanas, centímetro a centímetro.

—Hola, Ben —dice Jeffrey—. ¿Qué tal va lo de tu ascenso? He oído que vas a presentarte al puesto de jefe de policía.

La amenaza de que va a descubrirnos es evidente. Yo sé que es improbable que la lleve a cabo, porque yo los tengo a él y a la rubia tonta como garantía, pero de todas formas, él tiene que fanfarronear un poco.

—Va bien —dice Ben, en un tono coloquial que hace que me enorgullezca de él. Parece que ha decidido fingir que está en nuestro salón, vestido con un esmoquin—. Y a ti, ¿qué tal te van las cosas?

—Bien, bien —dice Jeffrey, y entra en el vestidor—. Bueno, vosotros dos seguid con lo que estabais haciendo. Yo sólo he venido por camisas limpias.

Ben y yo nos miramos. Jeffrey toma sus camisas. Después se detiene junto a la cómoda y comienza a buscar sus gemelos. Se toma su tiempo para encontrarlos. Ben y yo estamos inmóviles en la cama, con las sábanas hasta el cuello, sin respirar.

—Bueno, me marcho ya —dice Jeffrey, después de cien años, y se dirige hacia la puerta. Sólo se detiene en el rellano, cuando Murphy le gruñe. Oímos sus pasos bajar por las escaleras, y después, su coche alejándose.

Ben gruñe y se tapa la cara con la manta. Su voz me llega amortiguada.

—Si se lo dice a todo el mundo, estoy perdido.

Yo me meto bajo las sábanas y me acerco a él.

—Bueno, jovencito, entonces será mejor que disfrutemos mientras podamos. Vamos a ver qué hay por aquí...