Capitulo 21

Dejo a Justin en las manos capaces de la tía Helen y vuelvo a casa, desde The Prayer House, por la tarde. Mi cabeza no deja de dar vueltas con todo lo que he averiguado durante las pasadas veinticuatro horas. Antes de marcharme, le pregunté a la hermana Helen por qué no acudió a la policía después de que Justin la llamara diciéndole que se había escapado de sus secuestradores. ¿Por qué no les llevó la fotografía que Justin había tomado de la cabaña como prueba de lo que le había ocurrido?

—¿Y en quién iba a confiar? —me pregunta ella, simplemente.

Por su tono paranoico, me doy cuenta de que eso es, posiblemente, una desconfianza en las autoridades que le ha quedado desde sus tiempos en la calle. Además, Marti le había pedido que protegiera a Justin hasta que ella pudiera resolverlo todo.

—Entonces, ¿por qué me trajo la fotografía? —le pregunto yo.

—Estaba furiosa contigo y muy preocupada por Justin, después de que Marti fuera asesinada. Quería que supieras lo que habías hecho ayudando a dejar a Justin con esa gente, con ese padre.

Mientras vuelvo a Carmel, me doy cuenta de que no me encuentro demasiado bien. Todavía estoy muy dolorida de la caída. He tenido mucha suerte, sin embargo, porque podría haber muerto. Sé con seguridad que la persona que me tiró por la barandilla me quería fuera de juego para siempre.

¿Jeffrey? ¿Jeffrey, durante todo este tiempo?

Es lo único que tiene sentido. Enviar a los Ryan a Brasil, secuestrar a Justin y esconderlo... incluso contárselo al presidente. Cuando Marti supo lo que había ocurrido y se enfrentó a él, se deshizo de ella. Y anoche era mi turno.

Con todo esto en la cabeza, soy más cautelosa de lo habitual mientras me acerco a Windhaven, mirando hacia todas partes por Scenic buscando el coche de Jeffrey, por si acaso está vigilando la vecindad, esperando a que yo llegue.

Entro en la calle de casa y aprieto el control remoto de la puerta del garaje, y me siento aliviada de que el Mercedes no esté allí. Después, entro a casa por la puerta del garaje y, cuando estoy en la cocina, tengo la sensación de que hay algo extraño, y me doy cuenta de que la ventana de la cocina está abierta y las botellas que yo había puesto en el alféizar están colocadas en el suelo. Oigo sonidos que provienen de mi estudio, como si alguien se estuviera moviendo allí. Después oigo un clic y un ligero chirrido de la silla de mi escritorio. Tomo una de las botellas de vino por el cuello y, sigilosamente, camino por el pasillo hasta la puerta de mi estudio.

Cuando llego allí, tengo tanto miedo que me duele el estómago. Murphy está en casa de Frannie, y no tengo ayuda. Me quedo a un lado de la puerta, escuchando, y oigo otro pequeño chirrido de la silla. Tengo que hacer algo, no puedo quedarme allí fuera para siempre.

—¿Quién es? —digo, con la voz tan firme como puedo—. ¿Jeffrey? ¿Eres tú? Tengo el teléfono inalámbrico, y voy a llamar a la policía.

No hay respuesta. Recuerdo, demasiado tarde, que me dejé el inalámbrico sobre mi escritorio la última vez que lo utilicé. Él sabe que ha sido un farol.

Oigo los sonidos que hace la silla cuando alguien se levanta, y unos pasos que se acercan a la puerta. Entonces, levanto la botella de vino.

Pero no es Jeffrey el que aparece.

—Tranquila, Abby —dice Tommy Lawrence, con las manos en alto—. Tranquila.

Ahora está en el pasillo, y yo todavía tengo la botella alzada en el aire.

—Aléjate de la puerta —le digo yo.

—Claro, Abby, claro. Eh, no pasa nada. Soy inofensivo.

Cuando se ha alejado de la puerta, yo entro en el estudio. Veo que ha estado en mi escritorio, y mi ordenador está encendido. Me acerco y miro a mi alrededor, sin dejar de vigilar la puerta. Tommy comienza a entrar, pero yo le digo que salga.

—¡Hazlo! —le grito, cuando veo que no se mueve, y él da un paso hacia atrás.

—¿Qué demonios has estado haciendo?

—Yo... te estaba esperando —me dice—. Siento haberte asustado. Creía que no te importaría si encendía el ordenador para mirar mis mensajes de correo electrónico.

—¡Mentira!

Miro la pantalla del ordenador. El nombre del archivo que está leyendo es Dervish, y al verlo, me quedo anonadada.

—¡Has estado leyendo mi diario! ¿Cómo has podido hacerlo? ¿Qué derecho tienes a husmear en algo tan privado?

Mi diccionario está sobre la mesa, y yo no recuerdo haberlo puesto allí. Lo aparto, y encuentro, escondido debajo del volumen, el paquete con las cartas de Marti que había desaparecido de mi buhardilla.

—¡Dios mío! ¡Eras tú el que estaba en el ático!

Seguramente, no sólo el día que yo te oí, sino también el día que te oyó Frannie. ¿Cuánto tiempo llevas en Carmel? ¿Y cuánto tiempo has estado acosando a Marti esta vez?

Tommy palidece.

—No lo entiendes. No la estaba acosando, de verdad, no. Pero todavía la quería, y me figuraba que si podía averiguar más cosas de ella, sería como si no la hubiera perdido de nuevo. Así que, sí, era yo la persona a la que oyó tu asistenta aquel día. Pensaba que seguramente tendrías cartas de Marti en la buhardilla, y en realidad, no quería entrar aquí cuando vine, sólo quería hablar contigo. Pero tú no estabas en casa...

—Y pensaste, ¿por qué no voy a entrar, de todos modos?

—Bueno, algo así.

Yo estoy empezando a calmarme.

—Esto es un allanamiento de morada —le digo—. Además, has entrado en una propiedad privada. Supongo que sabes que va contra la ley.

—Iba a devolverte las cartas —me dice—. Por eso las he traído.

—Sí, claro, y de paso, pensaste que podrías echarle una miradita a mi diario.

Él me lanza su sonrisa de azoramiento, pero esta vez no funciona.

—No sé quién y qué eres en realidad —le digo—, ni qué estás haciendo aquí. Pero no quiero verte más. Voy a llamar a la policía.

Tomo el teléfono inalámbrico de mi escritorio. Él se acerca a mí.

—No, espera, Abby. Por favor, no lo hagas.

—Claro que voy a hacerlo. ¡Aléjate de mí!

—Abby, ¡deja el teléfono!

Yo marco el número de emergencia de la policía con una mano, mientras que en la otra todavía tengo la botella de vino.

—Vas a estropearlo todo —dice él—. Todo por lo que he estado trabajando.

—¡He dicho que te alejes de mí!

Él intenta quitarme el teléfono, y yo le doy un golpe con la botella en un lado de la cabeza, no demasiado fuerte. Sin embargo, eso me proporciona el segundo que necesito para salir corriendo de la oficina y gritarle al auricular que hay un intruso en mi casa y que necesito ayuda.

El contestador me dice que no cuelgue, pero la policía ya ha llegado a casa.

—Bueno, qué rapidez —le digo a Ben, cuando entra por la puerta principal.

Él se queda allí quieto, con la cara enrojecida y respirando entrecortadamente, como si hubiera venido corriendo.

—Ya conoces al departamento de policía de Carmel —me dice él—. Siempre trabajando. ¿Y dónde está ese desgraciado?

Arnie, el compañero de Ben, ha atrapado a Tommy intentando escaparse por la puerta del garaje. Lo arrastra dentro de casa, esposado, le lee sus derechos y lo sienta en una de las sillas de la cocina. Tommy tiene cara de malhumor, y de hecho, está más enfadado de lo que uno hubiera imaginado, para ser un delincuente al que acaban de detener.

Yo me quedo junto a la mesa, de brazos cruzados.

—Bueno, supongo que vosotros dos me estabais siguiendo otra vez —digo—. Y cuando llegó mi llamada a la centralita de la policía, estabais en el lugar preciso para atender la emergencia.

—Espero que no sea una queja —dice Ben, dejándose caer en una silla—. Ya tenemos suficientes quejas sin las tuyas. Niños en los árboles, alguien que está sentado en un coche, gatos en el tejado...

—No —respondo yo—, no es una queja. Pero nosotros tenemos que hablar.

—¿Y si tenemos una pequeña conversación, primero, con tu visitante? —dice él, mirando a Tommy.

—Encantada.

Ben se saca una pequeña libreta y un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta, pero antes de empezar a escribir, lee algunas notas.

—Muy bien, Thomas Jefferson Lawrence. Esto es lo que sabemos de ti. Estás hasta el cuello de deudas y no te alojas en La Playa en absoluto. Has quedado con la gente para verte en el bar del hotel y le has dicho a todo el mundo que estabas registrado allí. Sin embargo, en realidad te alojas en el Travelodge de Fremont, en Monterrey. Y están a punto de echarte por no pagar tu habitación. ¿Es correcto hasta el momento?

Tommy se encoge de hombros, pero me lanza una mirada de inseguridad.

—Además te has estado manteniendo con las tarjetas de crédito, y están a punto de llegar al límite, sobre todo, gracias a tu viajecito a Río.

Ben me mira con la ceja arqueada.

—Está bien, así que lo sabes todo —le digo yo, molesta—. Continúa.

—En tercer lugar, tienes la posibilidad de conseguir unos estupendos ingresos en el futuro, pero sólo si consigues escribir, para el mes que viene, cierto libro para un editor que está muy interesado, y si te lo aprueban.

—¿Qué libro? —pregunto yo—. ¿Y por qué me da la sensación de que no es uno de tus libros de suspense, Tommy?

Él mira al suelo.

—El libro en cuestión —dice Ben—, es sobre un crimen real. Según su editor, es sobre la crucifixión y asesinato de una tal Marti Bright. Y, a propósito, incluye la reacción de sus amigos y su familia. Lo cual explica...

—Por qué Tommy me rondaba todo el tiempo —termino yo por él—. Hasta el punto de seguirme a Río. ¿Cuánto dinero te van a dar por este libro, Tommy?

Él no responde, así que lo hace Ben.

—Lo suficiente como para quitarse todas las deudas durante mucho, mucho tiempo. Merece la pena, casi tanto como para haber pensado todo esto de antemano.

—¿Qué quieres decir? —pregunto.

—Bueno, supongamos que él estaba furioso con Marti por algún motivo, por ejemplo, porque lo había rechazado durante años. Así que la mata en un ataque de rabia, de una forma monstruosa que le garantice una gran atención de los medios de comunicación. Después va a hablar con su agente y le dice que es un viejo amigo de Marti, y que tiene relación con sus amigos y su familia. Es una gran historia, porque no todos los días crucifican a alguien. Así que su agente negocia un trato de siete cifras, una película para Hollywood, todo tipo de programas basura en televisión...

—Dios Santo... —yo me quedo mirando a Tommy, sin poder hablar.

—Yo no la maté —dice él, obstinadamente—. Yo no la maté.

—No diga nada hasta que no esté en presencia de su abogado —le sugiere Arnie.

—¡No necesito un abogado! ¡Yo no la maté, yo la quería!

—Amor, pasión... son casi las primeras causas de asesinato —dice Arnie.

—No. Yo no. ¡Marti lo era todo para mí!

Ben me mira.

—Estaba obsesionado con ella en el instituto —digo yo—. Ella apenas lo conocía.

Tommy me lanza una mirada de enfado.

—Es cierto, y lo sabes. Por Dios, Tommy, ¡has venido a mi casa a robar las cartas que me escribió! Tú apenas la conocías, y ella nunca te prestó atención.

El no responde, pero yo me doy cuenta de que tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Bueno —dice Ben, mientras se levanta de la silla con un suspiro—. No parece que vayamos a llegar a ninguna parte aquí. Vamos a llevarlo a la comisaría.

Arnie levanta a Tommy de la silla. Tommy no se resiste, pero dice:

—Están cometiendo un gran error.

—Sí, sí —replica Arnie—. Pues demándeme.

—¡No piense que no voy a hacerlo!

—Si me dieran un dólar por cada idiota que dice eso, me haría rico —responde Arnie. Después se vuelve hacia Ben, que le dice—:

—Llévalo al coche. Yo voy ahora.

—Eh, jefe —pregunta Arnie, mientras va hacia la puerta con Tommy—: ¿Cree que yo podría escribir un libro de todo esto?

—Si lo haces, a mí no me menciones —responde Ben—. Y tranquilo con lo de «jefe». Todavía no he llegado allí.

Cuando nos quedamos solos, Ben me mira.

—¿Qué piensas?

—¿Te refieres a que si creo que él mató a Marti? No lo sé. Desde el principio, hay algo acerca de él que no me convencía. Demasiados secretos. Pero, Ben, ¿qué pasa con Jeffrey? Yo he pensado que es él quien ha podido matar a Marti.

Finalmente, le cuento todo lo de la estafa inmobiliaria, y él se enfada mucho.

—¿Por qué no me contaste todo esto en The Prayer House, cuando te dije que estábamos buscando a Jeffrey por el asesinato de Rick Stone?

—No lo pensé, demonios. No estaba precisamente en mi mejor momento de salud.

—Pero si me hubieras contado las cosas desde el principio...

Yo me froto la cara.

—¿De verdad quieres discutir? ¿Ahora? Acabas de atrapar al posible asesino de Marti, que, si resulta culpable, te llevará a la jefatura del departamento de policía de Carmel. Además, yo todavía estoy recuperándome de lo de anoche. Me vendría bien dormir un poco.

Él suspira.

—Está bien, pero tenemos que hablar.

—Claro. Hablaremos. ¿Cuándo?

—En cuanto tenga un minuto. Primero tengo que interrogar oficialmente a Lawrence en la comisaría, y después tendré que hacer todo el papeleo...

—¿Lo ves? Nunca ha sido demasiado fácil, ¿no te parece?

—¿Quieres decir para ti y para mí? —Me pregunta, y me toma por los hombros, pero yo me doy la vuelta—. Abby... eh, Abby, ¿tienes dudas sobre lo nuestro?

—Sí, Ben —le digo. En realidad, estoy cansada de que los hombres me dejen plantada para ir a encargarse de los negocios.

Sin embargo, al ver su expresión de desconcierto, no puedo evitar suavizarme.

—Vete, jefe. Haz tus cosas, encierra a ese hombre.

—Sabes que me quedaría si pudiera.

—Sí, claro. Vete.

—Sólo una cosa más —me dice, titubeando—. Mientras Jeffrey ande por ahí suelto, voy a dejar a un oficial en la puerta de tu casa. Tengo a un ayudante del comisario a mi disposición, y lo llamaré desde mi coche. No me voy a ir hasta que aparezca.

—Bueno, eso podré soportarlo.

—Y, Abby... quiero que seas muy cautelosa. Ten cuidado.

—Lo tendré. Vete. Y no te preocupes. Puedo cuidar de mí misma.

Él mira la ventana del patio y las botellas del suelo.

—Sí, eres toda una Jesse James.

—¿Jesse James?

—Es una novela de detectives que acabo de leer. Jessica James, una periodista especializada en crímenes. Tú me recuerdas a ella.

—¿De verdad? ¿En qué, concretamente?

—Bueno, para empezar, por esa boca que tienes. Y para continuar, por tus malas pulgas.

«¿Por qué tuviste que entrometerte?», oigo, en mitad de mis sueños. «Tú nunca fuiste de las que te entrometías. ¿Por qué has tenido que hacerlo ahora?».

Yo me despierto, pero no veo nada. La habitación está a oscuras. Siento miedo, y me siento débil cuando intento sentarme. Una mano me echa hacia atrás.

—Podríamos haberlo tenido todo. ¿Por qué has tenido que estropearlo?

—¿Jeffrey?

Siento algo frío en las muñecas, primero en una y luego en la otra.

—Así que tú y tu policía queréis jugar, ¿no? Bueno, pues he traído estas esposas —me dice. Tiene la voz ronca y las manos ásperas—. Te va a gustar, querida. Karen y yo ya las hemos usado muchas veces. Nos hemos divertido mucho con ellas, de hecho.

Yo noto cuerdas en los tobillos. Antes de que pueda pensar y reaccionar, me separa las piernas y me ata cada una a un poste de la cama. Yo intento levantar una rodilla, pero no se mueve más que unos centímetros.

—Lo siento, querida, pero te quiero indefensa esta noche. Como estaría yo si te dejara contarles lo que he hecho. Quiero que sepas lo que se siente.

Abro la boca para gritar, pero él me la tapa con la boca. Yo le doy un mordisco, y él me abofetea con tanta fuerza que me deja aturdida. Después, me cubre con su cuerpo y me empuja la barbilla con el antebrazo, para mantener mi cabeza echada hacia atrás. Tengo la mandíbula bloqueada, y no puedo gritar. Siento que una mano me tira del pijama y se me mete entre los muslos. Empiezo a llorar de impotencia y de rabia.

—¿Cómo te sientes? ¿Cómo es estar completamente indefenso?

Yo lucho con mi cuerpo, pero mis esfuerzos para quitármelo de encima no sirven de nada. Lo único que puedo hacer es alejarme un centímetro de sus dedos invasores. Obtengo un momento de alivio, pero Jeffrey me empuja y se mete en mi cuerpo. Comienza a embestirme con tanta fuerza, una y otra vez, con tanta brutalidad, que siento un dolor insoportable.

—¿Sabes lo harto que estaba de oír que querías tener un hijo? —me suelta Jeffrey. Su respiración me llega en jadeos—. ¿Querías que te doliera ahí abajo, que un doctor, que otro hombre, usara sus instrumentos sangrientos contigo? Bueno, pues ya lo tienes. Todo lo que siempre has querido, esposa.

Una nueva clase de agonía me invade, robándome la cordura y la voluntad. Grito de nuevo, aunque no hay sonido. Es lo último que recuerdo antes de despertarme en la colina.