Capitulo 12

ABBY

Siguiendo el mapa y las indicaciones que me ha dado Rick Stone, después de conducir durante media hora por la carretera de Carmel Valley, tomo la curva final que me lleva hacia lo que estoy buscando: un magnífico y antiguo edificio de arquitectura española, que se yergue en una colina desde la que domina las montañas y los cañones del valle. Un letrero de madera sobre el muro de piedra anuncia, con letras pequeñas y discretas, que el visitante está ante The Prayer House.

Sorprendentemente, la finca no tiene puerta, así que entro y sigo un camino de gravilla que me lleva por entre unos jardines que hay a la izquierda del edificio. Observo los huertos y a las mujeres que están trabajando en ellos, y más allá, en el patio trasero, la ropa tendida en cuerdas, secándose al sol. Al ver las fundas de las almohadas colgando, pesadas y gruesas, recuerdo mis días en el convento, cuando debíamos tender la ropa interior dentro de las fundas, por modestia.

Es un sentimiento agridulce el que me hace desear quedarme sentada en el Jeep durante largos momentos, después de haber apagado el motor, y pensar en lo lejos, para bien o para mal, que he llegado.

Sin embargo, tengo poco tiempo para esto. Una hermana sale del edifico y se acerca al coche con pasos rápidos. Su hábito negro y su velo blanco vuelan, como la colada, en la suave brisa.

—Buenos días —me dice, apoyándose en la ventanilla—. Soy la hermana Pauline. ¿En qué puedo ayudarla?

A primera vista, pienso que debe de ser un poco mayor que yo, aunque probablemente no tiene más de cuarenta años. Tiene una expresión de placidez en el rostro, como esas monjas mayores que yo recuerdo del convento.

—Estoy buscando a la hermana Helen —le digo.

—¿Helen Asback?

—Sí. ¿Podría decirle que estoy aquí y que me gustaría hablar con ella? Si está permitido, claro. Me llamo Abby Northrup.

La mujer sonríe.

—Venga conmigo, la acompañaré dentro.

Me quedo sorprendida al ser aceptada tan rápidamente, y debe de notarse. Mientras me bajo del Jeep, la hermana Pauline me dice:

—Aquí no estamos enclaustradas, ¿sabe? Sólo somos un puñado de mujeres que vivimos nuestras vidas.

Comenzamos a caminar, y yo hago un gesto que abarca los huertos, el jardín y la vista de los valles y las colinas.

—Parece una vida magnífica. Todo esto es maravilloso.

—Oh, nos encanta. Todas las hermanas, y las otras, claro, han trabajado mucho para tenerlo así.

—¿Las otras?

—Las que ya no son monjas —responde ella, suavemente.

—Como por ejemplo, la hermana Helen.

Ella sonríe.

—¿Fue Helen profesora suya? Debe de ser difícil dejar la costumbre de llamarla hermana, si es así.

—Bueno, en realidad no la veo desde hace muchos años. Pero tiene razón, fue profesora mía en el instituto.

Hemos llegado al ala izquierda del edificio, hecha de adobe, y no puedo evitar maravillarme ante la buganvilla que crece por toda la fachada y que se derrama por el tejado.

—Es muy vieja —me dice la hermana Pauline—. Estaba aquí cuando se fundó The Prayer House, hace veinticinco años.

—¿Sólo? Me habría parecido que este edificio es mucho más antiguo.

—En efecto. Era el hogar de las hermanas carmelitas hace más de cien años. Ahora tienen un nuevo monasterio en Carmel. Aunque en realidad, el concepto de nuevo es un poco relativo. Llevan mucho tiempo allí —dice, riéndose.

—¿Se refiere al monasterio que hay junto a la Highway 1?

—Sí, bajo Rio Road.

«El monasterio que hay junto a la colina en que fue crucificada Marti».

Ted Wright me dijo que parecía que el lugar de la crucifixión de Marti había sido elegido deliberadamente, como los demás detalles rituales de su asesinato. ¿Habrá alguna relación entre ese monasterio y The Prayer House? ¿Y por qué siento cierta inquietud mientras sigo a la hermana Pauline dentro del edificio, pese a su cálida bienvenida?

—Ah, ya hemos llegado —dice ella, empujando las puertas dobles que hay en el centro de este ala del edificio.

Entramos en una enorme sala de recepción, con paredes blancas de adobe y ventanas y puertas con marcos de madera. Es muy parecido a las habitaciones de las viejas misiones españolas que he visto por toda California, con el olor a cera de las velas de vigilia en el ambiente.

—Comemos aquí a las dos —me dice la hermana Pauline—. Eso nos deja una mañana más larga para trabajar en el huerto y en el jardín, antes de las oraciones de la tarde —explica. Después, se saca un reloj del hábito y mira la hora—. Helen ya debe de estar en la cocina. La llevaré a verla, y después, ¿por qué no se queda a comer con nosotras? Tenemos visitas a menudo, y nos gusta compartir la comida de nuestro huerto con ellas.

—Me encantaría —digo, y noto que me ruge el estómago al pensarlo—. ¿No mantienen el silencio durante las comidas?

—Sólo durante la cena. La hora de la comida es para la buena conversación y para hacer planes.

Me lleva hasta una cocina grande y brillante, llena de ollas de bronce y esencias burbujeantes. En el centro, la hermana Helen está junto a los fogones, removiendo algo en una enorme cazuela. Un aroma delicioso a verduras y hierbas se extiende por la cocina, y la hermana Helen, para mi asombro, está absorta en su trabajo, canturreando alegremente.

Cuando nos acercamos a ella, me doy cuenta de que tiene una ligera sonrisa en los labios. No recuerdo haberla visto nunca tan feliz. Lleva unos pantalones marrones gastados y una camisa rosa, y tiene el pelo suelto, corto y canoso.

—¿Helen? —le dice suavemente la hermana Pauline, y le toca el hombro.

La hermana Helen se da la vuelta. Al verme, abre mucho los ojos, y su sonrisa se desvanece.

—Tienes visita —le dice la hermana Pauline.

—¿Es que no ves que estoy ocupada, Pauline? —Le dice la hermana, con aspereza—. No tengo tiempo para hablar con nadie.

Se vuelve de nuevo hacia los fogones y continúa revolviendo la cazuela. Sin embargo, el canturreo ha cesado, junto con su tranquilidad, aparentemente. Mi vieja profesora me da la espalda, pero no antes de que yo vea que tiene el ceño fruncido... ¿o es una expresión de miedo?

—Lo siento —dice la hermana Pauline—. La señora Northrup me dijo que fue alumna tuya. Pensé que querrías verla.

No hay respuesta de la hermana Helen, sólo más tensión en su espalda.

La hermana Pauline me mira y me arrastra suavemente con ella. Cuando hemos salido de la cocina, me dice:

—No debe hacerle caso a Helen. Ha tenido una vida muy difícil en los últimos años, y es posible que no quiera que nada le recuerde esa vida. Estoy segura de que cambiará de actitud cuando haya tenido algo de tiempo para reflexionar. ¿Quizá después de la comida?

Yo no estoy tan segura de eso, pero sigo a la hermana Pauline hasta el comedor, donde hay dispuestas varias mesas estrechas y largas. Varias mujeres están sentadas en las sillas, charlando. Algunas llevan hábitos, y otras, ropa de calle. Dos de ellas tienen el pelo blanco, y las demás parecen jóvenes, de unos treinta años.

Hay un crucifijo colgado en una de las paredes de la sala. Y enfrente, un retrato de la mujer a la que vi con la hermana Helen en el entierro de Marti.

—¿Quién es esa mujer? —pregunto, señalando con la cabeza el retrato.

—Es Lydia Greyson, nuestra fundadora. Ella abrió de nuevo esta casa, y la reformó en los años setenta, convirtiéndola en un hogar para muchas de las mujeres que ve aquí hoy. Otras, como yo misma, vinimos más tarde.

—¿Es monja?

—Lo fue hace mucho tiempo —me dice la hermana Pauline—. Pero salió del convento y se casó, y ahora es una mujer muy rica. Durante los veinte años pasados, Lydia le ha proporcionado un hogar en esta casa a las hermanas y antiguas hermanas cuyos conventos se cerraron. Nuestro contrato con ella consiste en que debemos cuidar de la finca y del edificio y mantenernos a nosotras mismas, lo cual hacemos de muy diversas formas. Cultivamos verduras y hacemos pan, como se hacía en las abadías de antaño. Una de las hermanas escribe libros espirituales, que algunas veces han sido éxitos de ventas. Otra, Helen, en realidad, hace sopa, que se embotellan y se transportan hasta Carmel, Santa Bárbara y varios pueblos de la zona, donde se venden en restaurantes y tiendas de regalos.

—Esto es como el Valhalla —digo yo—. El cielo en la tierra. Pero ¿siguen las mismas reglas y tienen las mismas restricciones que en un convento?

Ella asiente.

—Tenemos ciertas reglas que se conservan desde antes del concilio de los años sesenta. En otras cosas, somos mucho más libres. Por ejemplo, tenemos que elegir el trabajo que desempeñamos. Y, extrañamente, parece que hay un trabajo que encaja con cada una de nosotras. Algo que nos hace disfrutar —la hermana sonríe—. Hay una maravillosa sincronía aquí, en este tipo de cosas.

—Guau. Así que es de verdad un Valhalla —digo yo. Pero en mi tono de voz se percibe una pregunta.

—Bueno, es cierto que tenemos nuestros momentos —me dice la hermana Pauline, confidencialmente—. Somos casi cincuenta mujeres, y hay algunos días... bueno, probablemente no debería decirlo —mira hacia arriba y se ríe.

Nos sentamos junto a las demás mujeres que han estado charlando mientras esperaban la comida. La hermana Pauline me presenta a todo el mundo, y una de las mayores, la hermana Gabriel, me dice:

—¿Has venido a ver a Helen? Que tengas suerte, entonces. Pobrecita, últimamente no es ella misma.

—Lleva unos cuantos meses muy extraña, es cierto. Quizá le venga bien ver a una de sus antiguas estudiantes —añade otra.

«A cualquiera de sus antiguas estudiantes salvo a mí», pienso mientras suena la campana. La sala se llena de mujeres, y se traen a las mesas soperas llenas de caldo cremoso, seguidas de platos de pan recién hecho y de mantequilla y de fuentes de ensalada fresca.

Cuando todas nos hemos servido y empezado a comer sopa, yo pregunto:

—¿Habéis mencionado que la hermana Helen ha estado comportándose de una forma extraña últimamente?

Una mujer de unos treinta años, Louisa, se mete un mechón de pelo detrás de la oreja y sonríe.

—Sigue olvidándose de ponerle zanahorias a la sopa. Mira, hoy no hay ninguna. Y para ella, esto es una gran metedura de pata. Está completamente dedicada a sus sopas.

—¿Y no os disteis cuenta de que el otro día no estuvo aquí? —Dice otra de las mujeres—. No apareció hasta medianoche.

Eso es interesante.

—¿Está permitido? —pregunto yo.

—Oh, claro —responde Louisa—. No se anima a la gente a que lo haga, pero aquí no estamos prisioneras.

—Está claro que las cosas han cambiado en la Iglesia —digo.

La hermana Gabriel me pregunta:

—¿Eres una de las otras?

—¿De las otras?

—De las que lo dejó.

—¿Qué le hace pensar eso? —le pregunto, sonriendo.

—Oh, deja marca, no creas que no —responde la monja.

—¿Y qué marca cree que me ha dejado a mí?

—Sobre todo, tus modales en la mesa —me dice ella, resueltamente—. Tu manera de partir el pan en pedacitos y de ponerle mantequilla a cada uno cuando te lo vas a comer, y la manera en la que has tomado un poco de cada plato que te han pasado, incluso de las alubias, que es evidente que no te gustan, porque apenas las has tocado. No hay mucha gente que tenga modales de convento hoy día.

—Es usted una buena detective —observo yo, sonriendo.

—No. Lo que ocurre es que reconozco a una monja cuando la veo.

—Bien, tiene razón —le digo, concediéndole la victoria—. Pero fue hace mucho tiempo. Tenía dieciocho años.

Ella mira a su alrededor, como diciendo: «¿Lo veis? Lo sabía».

Durante unos momentos, nos quedamos en silencio, mientras todo el mundo disfruta de la ensalada y de la deliciosa sopa de la hermana Helen, con zanahorias o sin ellas.

Justo cuando estoy a punto de preguntar si ella va a venir a comer con nosotras, la hermana aparece por la puerta. Nos mira, pero se sienta en un rincón del comedor. La hermana Pauline lo nota, pero no dice nada.

—¿Lo veis? —Dice Louisa—. Ya ni siquiera se sienta con nosotras. Y Tammy dice que cuando fue a la compra a Albertson's el otro día, no podía creerse la lista de Helen. Había apuntado muchísimo pollo. Después le preguntó a Helen por qué, y ella le dijo que a veces se le estropeaba la sopa y tenía que comenzar de nuevo. Os digo que hay algo raro.

—Shh, Louisa —dice la monja mayor—. Helen tiene derecho a conservar su privacidad. Y esa amiga suya murió, ya lo sabes. Probablemente, está muy dolida.

Louisa me mira.

—¿Lo sabías? Fue una cosa horrible. Sucedió aquí mismo, en Carmel.

—¿Te refieres a Marti Bright? Sí, lo sabía. También era amiga mía. Marti y yo entramos juntas al convento de Joseph and Mary, en Santa Rosa. La hermana Helen fue nuestra madrina.

Hay varias exclamaciones de asombro y asentimientos, como si una pieza del rompecabezas capital hubiera encajado en su hueco.

—Me temo que le fallamos al salimos —añado.

—Pero ya no debería seguir enfadada contigo —dice Louisa—. Ahora que ella misma ya no es monja, creo que debería entenderte. La Iglesia se ha corrompido para ella, ¿sabes?

—¡Louisa!

Me he quedado asombrada de la sinceridad y el cotilleo de Louisa. La hermana Gabriel es más parecida a las monjas que yo conocía, cuyo trabajo era regañar a las jóvenes y mantenerlas a raya.

—Lo siento —dice Louisa, y alza la barbilla—, pero es cierto. Todos esos años que le dio a la Iglesia, y después la dejaron abandonada en la calle cuando cerró su convento...

La hermana Pauline la interrumpe con su voz suave y amable.

—Las cosas no ocurrieron exactamente así, Louisa. Quizá es de tu propia amargura de la que estás hablando, y no de la de Helen.

A Louisa le brillan los ojos oscuros.

—¿Y por qué no? Ellos no me permitieron tomar un descanso cuando era profesora, ni siquiera cuando estaba en las sesiones de quimioterapia. ¡Y tampoco quisieron pagarme el tratamiento!

—Shh —dice la hermana Gabriel, severamente, y me mira a mí—. Debes entender que este asunto es muy controvertido y hay muchas formas de verlo. Además, hubo muchos legos católicos que ofrecieron su ayuda en los meses en que los conventos estaban cerrando. Todavía ayudan, de hecho. Si no fuera así, Louisa no estaría aquí ahora. Ninguna estaríamos aquí.

—¿Por qué dice eso? —pregunto yo.

Es Louisa quien responde.

—Lo dice porque la Iglesia le vendió este antiguo convento y la finca a Lydia Greyson. Casi se lo regaló. Parte del acuerdo de venta era que ella lo reconstruiría, con su propio dinero, claro, y les proporcionaría refugio a las hermanas que habían perdido sus hogares —explica, y le lanza una mirada de enfado a la hermana Gabriel—. O a las que se pusieron enfermas y no tenían seguro médico, como yo.

Mientras pincha las verduras con el tenedor, no creo que nadie pueda acallar a Louisa en esta ocasión.

—Sabes muy bien, Gabriel, que cuando los conventos cerraron, echaron a la calle a las hermanas para que otros se encargaran de ellas. La mayoría de la gente no lo sabe, ni siquiera hoy día.

—Eso fue entonces —dice la hermana Pauline—. Esto es ahora, Louisa.

—Dile eso a Helen —replica Louisa—. Cosas así pueden dejar a una persona con mucho resentimiento. Yo lo sé.

La hermana Helen desaparece del comedor después de la comida, y no se la ve por ninguna parte. Con la teoría de que cualquier conocimiento nuevo puede ayudarme en este momento, permito que la hermana Pauline me lleve de paseo por el jardín, los huertos y el terreno circundante. Quizá me diga algo que me ayude a entender lo que está ocurriendo con la hermana Helen.

El terreno es mucho más extenso de lo que se ve desde la carretera. Detrás de The Prayer House hay una colina baja con huertos y macizos de flores. A ambos lados del camino hay plantadas hierbas aromáticas, y la brisa expande el aroma calmante del romero. A unos cien metros veo a la hermana Helen, subiendo la colina de al lado hacia un grupo de edificios viejos, casi en ruinas. Lleva un cubo en cada mano, y cojea ligeramente.

Pauline sigue mi mirada.

—Trabaja mucho. Algunas veces me preocupa.

—¿Qué son esos edificios?

—Forman parte de lo que era el convento carmelita original. Se usaban para ahumar carne y para herrar a los caballos que ayudaban en las tareas de la granja —suspira y sacude la cabeza—. Ya no los usamos, pero Helen amontona ahí los desechos para fabricar abono orgánico. Todos los días, pese a los dolores que sufre en las articulaciones, lleva los restos de la cocina, lo que para alguna gente es basura, a lo alto de esa colina. Nos proporciona un magnífico abono para los huertos.

Yo observo a mi vieja profesora mientras sube por la ladera. En un momento dado, se tropieza por el peso de los cubos, pero después se yergue de nuevo. Pese a nuestras diferencias, siento afecto por ella.

—Y si tiene tantos dolores, ¿por qué no la ayuda nadie? —le pregunto a la hermana Pauline.

—Créeme, lo hemos intentado. Pero me temo que Helen no quiere que nadie se acerque a su trabajo. Parece casi como si estuviera haciendo penitencia por algún pecado, aunque yo no puedo imaginarme que Helen haya hecho nada que merezca un trabajo tan duro.

Yo sigo observando a mi profesora mientras ella rodea los edificios y va hacia el terreno que hay detrás. Cada vez cojea más, y mientras desaparece, yo me pregunto qué es eso tan horrible que ha podido hacer para conducirse de ese modo.

Llegamos a lo alto de nuestra colina y la hermana Pauline me señala otra elevación que hay hacia el este, a varios kilómetros.

—Aquél es el límite de la propiedad —me dice, moviendo el brazo de un lado a otro—. Desde allí, hasta allí.

Yo me quedo sorprendida.

—Es enorme —comento yo—. Cientos de hectáreas. Y el terreno es muy caro por aquí. La fundadora de The Prayer House es una mujer muy generosa si os ha dado todo esto.

—Lydia es maravillosa —afirma Pauline—. Ella planeó que este lugar fuera un refugio para las hermanas que, por una u otra razón, no fueron capaces de adaptarse a los cambios que trajo el Concilio Vaticano II, a salir de sus conventos y vivir en el exterior. Algunas estaban enfermas, y otras... bueno, necesitaban cuidados y un lugar más retirado para vivir, con menos dificultades y tensiones de las que la gente experimenta en el mundo. Lydia fundó The Prayer House especialmente para ellas.

Con una suave carcajada, añade:

—Se podría decir que las que vinimos aquí nos parecemos más a las carmelitas que vivían en la antigua abadía que a las profesoras y enfermeras que queríamos ser al principio. A veces me imagino, incluso, que ellas han vuelto a través de nosotras. Para vivir de nuevo, ¿sabes?

—¡Hermana Pauline! —Exclamo, con los ojos abiertos como platos—. ¿Reencarnación? ¿No es eso un poco heterodoxo para una monja?

—¡Cielo Santo, no! Yo diría que es ortodoxo. Después de todo, la reencarnación estuvo presente en la Biblia hasta el siglo tercero después de Cristo. Fue un hombre que la borró de las Sagradas Escrituras, no Dios.

Yo sacudo la cabeza.

—Tengo que decir que estoy sorprendida de la mezcla de mujeres que me he encontrado aquí. Una antigua monja que despotrica contra la Iglesia, mi vieja profesora, que canturrea mientras hace sus sopas como si no hubiera un trabajo mejor para ella en el mundo, y ahora... alguien que cree que puede ser la reencarnación de una carmelita.

La hermana Pauline se ríe.

—Si vuelve a menudo por aquí, cosa que espero que haga, se dará cuenta de que cada cual aquí tiene su experiencia única con respecto a la vida y a la Iglesia. Hacemos todo lo que podemos por respetar las creencias de cada persona, sean cuales sean.

—Estoy impresionada, y asombrada de que funcione.

La hermana Pauline sonríe de nuevo, y me acerca a una pequeña gruta con una estatua de la Virgen María. Frente a ella hay un banco, bajo la sombra de un roble centenario. Mira su reloj y me dice:

—Llegaré tarde a la oración de la tarde si no me voy. ¿Le gustaría sentarse aquí durante un rato? Quizá pueda convencer a Helen para que venga a hablar con usted después del rezo.

Yo no sé qué hacer, porque deben de ser casi las tres, y las posibilidades de que la hermana Helen venga a hablar conmigo no son muchas. Además, todavía tengo muchas cosas que hacer. Encontrar a Jeffrey, encontrar a Ben, organizar la información que tengo, reflexionar sobre ella...

De repente, todo me parece demasiado, y estoy agotada de Río.

—Está bien. Gracias, hermana. Me quedaré una hora. ¿Podría decirle a la hermana Helen que estaré aquí, y que me gustaría mucho hablar con ella?

La hermana Pauline me asegura que lo hará. Después desciende, ligera, por la colina.

En vez de sentarme en el banco, yo me acomodo bajo el roble, mirando el cielo. No hay apenas ruido, salvo el piar de los pájaros, y noto la agradable calidez del sol en la piel. Es el primero momento de paz que experimento desde que murió Marti.

Cierro los ojos mientras pienso en ella, y en la forma en que me abandonó durante los meses anteriores a su asesinato. Desde Río, he empezado a entender el porqué. Todavía no puedo aceptarlo, pero lo entiendo. Marti estaba buscando a su hijo.

Y estoy segura de que hablar con la hermana Helen despejaría muchas de mis dudas.

Al poco tiempo, noto que una sombra se interpone entre el sol y yo. Mi primera esperanza es que sea la hermana. Sin embargo, cuando abro los ojos, me doy cuenta de que es Lydia Greyson, la fundadora de The Prayer House y la mujer que le dio a Marti un lugar seguro para descansar entre los miembros de su familia. Ella está de pie sobre mí.

Entonces, me siento, protegiéndome los ojos del sol con la mano. Estoy junto a alguien, pienso, que también será capaz de decirme muchas cosas.

Pero... ¿lo hará?