Capitulo 18
El rostro de Lydia Greyson aparece en algún lugar por encima de mí.
—¿Abby? ¿Abby, me oyes?
No me funciona la boca, así que no puedo decirle nada. Vuelvo a hundirme en la oscuridad, agradecida por la inconsciencia.
Cerca, oigo la voz de Ben.
—¿Cómo ha podido ocurrir algo así? —está diciendo—. Se suponía que usted no...
—Shh, lo va a oír —susurra Lydia—. Creo que está despierta.
Ben desaparece en el silencio, pero oigo hablar a otra persona.
—Exijo hablar con esa monja.
Es el agente Mauro, y por su tono de voz, no me gustaría ser «esa monja».
Encerrada en mi nube, yo formulo cosas nuevas en mi cabeza. Una es que la nube es de color salmón, con vetas doradas. Segundo, que los ángeles están cantando una canción gregoriana. Estoy en el cielo, sin duda. O en un mal viaje de drogas.
¿Yo tomo drogas?
No me acuerdo.
Tengo la visión de mí misma, luchando contra alguien en el coro, clavándole un codo en las costillas. Intento retorcerme para darle una patada en la entrepierna, pero sea quien sea el que me está agarrando se da cuenta, creo, de cuáles son mis intenciones. Me bloquea y me empuja, y entonces es cuando veo el suelo de la capilla bajo mi cara.
Creo que esa persona no es de The Prayer House. Y no es una mujer. Al menos, no es una mujer de aquí. Es más fuerte que yo, y yo no soy débil.
A menos que...
Abro los ojos. La cara preocupada de Ben está a centímetros de la mía.
—¿Estás bien? —me está preguntando.
—Abadía —le digo.
—Sí, ya sé —él sonríe—. Estamos en una abadía.
Se vuelve hacia alguien que está a su lado. Lydia Greyson entra en mi campo de visión.
—Sabe dónde está. Creo que está bien —dice Ben.
—No —digo yo, intentando no gritar, aunque mi voz no es más que un susurro ronco—. Eso es lo que ella quería decir. Abadía. Pero no pudo escribirlo bien, o se borró con las pisadas... abadía... abadías de antaño... no mi nombre.
Ben me mira como si yo me hubiera vuelto loca.
Entonces, de repente, su expresión se despeja de dudas.
—¿Te refieres a lo que escribió Marti en el suelo, antes de que la mataran? ¿Crees que quería decir «abadía»? ¿Como ésta?
Yo intento asentir, pero el dolor que siento en la cabeza me lo impide.
—The Prayer House era una abadía. La hermana Pauline lo dijo. Marti quería escribir... Ben, creo que quería enviarnos aquí.
Es todo lo que puedo decir. Pero antes de hundirme de nuevo en la inconsciencia, veo que la mirada de Lydia Greyson se endurece.
—No puede pensar con lógica —dice con rigidez—. Ha sido la caída.
Cuando salgo de mi nube, me encuentro en una cama, en lo que resulta ser la enfermería de The Prayer House. Hay una monja con un hábito blanco tomándome el pulso e inspeccionando el chichón que tengo en la frente.
Ben está sentado a mi lado, vigilándome.
—Bienvenida al mundo de los vivos —me dice, y me toma la mano—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy dolorida.
—Debe de ser muy flexible —dice la monja con una sonrisa—. Y ha tenido mucha suerte al no haberse hecho mucho más daño con una caída como esa.
—¿Qué tengo?
—Hasta el momento, no hay síntomas de conmoción cerebral. El chichón desaparecerá en unos cuantos días, y que yo sepa, no se ha roto ningún hueso. Es un milagro —dice, y sonríe de nuevo—. Pero bueno, aquí tenemos unos cuantos. A propósito, soy la hermana Anne. Era enfermera antes de venir a vivir aquí.
—Gracias por atenderme, hermana.
Ella asiente.
—Intentamos conseguir una ambulancia cuando la encontramos, pero Carmel Valley Road está cortada cerca de Mid Valley.
Yo miro a Ben.
—¿Y cómo conseguiste llegar tú?
—Se puede decir que estaba por aquí.
—¿Y Arnie también?
Él sacude la cabeza.
—No, sólo yo. Estaba trabajando en un caso.
Yo intento enfocar la visión, que tengo ligeramente nublada.
—¿Vas a contarme en qué caso, o vas a llevarte el secreto a la tumba?
—No a mi tumba —dice él, con un suspiro—. A la del agente inmobiliario de la zona, Rick Stone. Lo han encontrado muerto junto a su oficina hace unas horas.
—¿Muerto? —yo intento sentarme, pero me duele la cabeza cuando me muevo. La hermana Anne me empuja suavemente hacia atrás.
—¿Lo conoces? —me pregunta Ben.
—Sí, lo he visto una vez. ¿Cómo murió? —estoy pensando que alguna feminista del pueblo ha debido de darle un porrazo.
—De un balazo en la cabeza —responde Ben—. Estilo ejecución.
—¿Como Marti?
—Podría ser.
—¿Hay algún sospechoso?
—Uno. ¿A que no sabes quién?
—No me lo digas. Jeffrey.
—El mismo que viste y calza. Alguien lo vio cerca de la oficina poco tiempo antes de que se descubriera el cuerpo.
Esta vez me siento, pese al dolor.
—¿Que alguien lo ha visto por allí?
—Mauro y Hillars, en realidad.
—No puede ser verdad. ¿Y por qué no lo detuvieron?
—Decidieron seguirlo para ver adonde iba y con quién se encontraba.
—¿Y?
Ben se encoge de hombros.
—Lo perdieron.
—¡No es posible! ¿Jeffrey se las arregló para zafarse del Servicio Secreto?
—Supongo que es mejor eludiendo la ley de lo que ninguno pensábamos.
Parece que Ben está avergonzado, y yo me quedo callada, pensando.
—¿Qué estabas haciendo aquí a estas horas? —me pregunta Ben, después de un momento.
—No sé. ¿Qué hora es?
El mira su reloj.
—Más de las cinco de la mañana.
—Dios, qué nochecita. Vine a hablar con la hermana Helen.
—¿Y lo conseguiste?
—Más o menos.
—¿Te sientes con fuerzas para contarme lo que ocurrió?
—Creo que sí —digo yo, mientras me palpo con delicadeza el chichón, con una mueca de dolor en la cara—. Hablé con la hermana Helen, y después decidí quedarme a dormir por la tormenta. A mitad de la noche fui a la capilla a pensar. Alguien se acercó a mí, y yo intenté defenderme, pero me hizo perder el equilibrio.
Ben se congestiona de ira.
—¿Crees que fue un hombre, entonces?
—O una mujer muy fuerte.
Recuerdo la fuerza casi anormal de la hermana Helen cuando me empujó, en mi casa, esta misma tarde. Pero ella estaba encolerizada. Seguramente, no me habría tirado por la barandilla a sangre fría.
—¿Qué estabas haciendo en la oficina de Rick Stone ayer? —me pregunta Ben, evidentemente, con la intención de tomarme por sorpresa con la noticia de que conoce mis andanzas.
—¿Te refieres a ayer, cuando me estabas siguiendo? —le pregunto, y él se ruboriza.
—¿Me viste?
—Vi tu coche de incógnito.
—Oh, eso —dice. Se recupera y alza la barbilla—. Bueno, ¿qué estabas haciendo en la oficina de Stone?
—Pidiendo indicaciones para llegar aquí.
—¿Eso es todo?
—¿Quieres decir que si fui allí a matar a Rick Stone?
—No, no es eso lo que quiero decir. Mauro y Hillars creen que fuiste a llevarle un mensaje de Jeffrey.
—Mauro y Hillars se pueden ir al infierno.
Eso hace que me gane una mirada de la hermana Anne.
—Ya debe de sentirse mejor —comenta secamente.
—Sí.
Pese a sus protestas, bajo las piernas de la cama.
—Me quiero ir a casa.
—No puedes —me dice Ben con firmeza. Me levanta las piernas y me las mete bajo las mantas de nuevo.
—La carretera todavía está cortada —me dice—. Además, ya lo he arreglado todo con Lydia Greyson para que te quedes hoy aquí.
—¿Tú lo has arreglado? —le pregunto yo, molesta—. ¿Y desde cuándo arreglas tú mi vida?
—Desde que Jeffrey anda por ahí suelto —dice él, con calma—. Todavía tiene una llave de tu casa, y no quiero que estés allí sola si aparece.
—Pues a mí no me importa mucho lo que tú quieras.
—Además, no podemos pasar por alto la posibilidad de que Jeffrey sea el que te ha tirado por la barandilla del coro.
¿Jeffrey?
¿Me acuerdo de algo que pueda darme una pista? ¿Algo que haya visto por el rabillo del ojo, o un olor? Me parece que había algo... ¿un sonido?
—Además, como te he dicho —continúa Ben—, la carretera está cortada. No habrán terminado de arreglarla hasta más tarde.
—Entonces, ¿tú te vas a quedar también?
—No, yo voy a volver al pueblo en un helicóptero de la televisión. Estarán aquí cubriendo la noticia de las inundaciones.
—Bueno, entonces también podrán llevarme a mí.
—No. No hay suficiente sitio. Es un helicóptero pequeño.
—Entonces, alquilaré uno.
Él hace un gesto de irritación y se pone de pie, agitando las manos.
—¿Quieres dejar de discutir? ¡Dios, Abby! Acabas de sufrir una caída de tres metros de altura, y estás peor que nunca.
La hermana Anne interviene.
—Me gustaría de veras que se quedara en cama durante unas cuantas horas más, Abby. Sólo para asegurarme de que no se me ha escapado nada. Me siento responsable por usted —me dice. La hermana tiene aspecto de estar cansada. Y Ben también. Y yo sólo les estoy dando más pena.
—Está bien. Ben, ¿podrías hacerme un favor? Cuando vuelvas al pueblo, llama a Sol, mi abogado, y dile que no puedo ir a la cita que teníamos hoy. Dile que me pondré en contacto con él.
—Lo pensaré —dice él, irritado todavía—. ¿Qué ocurre con Sol?
—Nada de lo que tú tengas que preocuparte. A propósito, ¿cómo he llegado aquí desde la capilla?
—Por alguna razón que nunca entenderé —me dice Ben, frunciendo el ceño—. Me preocupé lo suficiente de ti como para traerte.
—Y yo la examiné para asegurarme de que se podía moverla —me dice la hermana Anne.
—Entonces, ¿los dos llevan conmigo dos, o tres horas?
Ben se encoge de hombros.
—Su amigo —me dice la hermana Anne— es un hombre muy cabezota. No quería apartarse de su lado.
—Soy policía —argumenta Ben—. Mi trabajo es no dejar desprotegidas a las víctimas de crímenes violentos.
La hermana Anne mira al techo con resignación.
—Sí, claro —dice—. Sólo estaba haciendo su trabajo.
Cuando Ben se marcha, Lydia Greyson ocupa su lugar. Yo todavía estoy echando chispas por mi estado y por la falta de libertad que supone, pero Lydia se queda sentada a mi lado, aparentemente impasible ante mis gruñidos. Ella no habla, pero pasa las hojas de lo que parece un documento legal y anota cosas en los márgenes. Lleva unas pequeñas gafas de lectura colocadas en mitad del puente de la nariz.
Recuerdo la conversación que tuvieron Lydia y Ben cuando pensaban que yo no podía oírlos.
—¿Qué quería decir Ben —le pregunto—, cuando dijo que había algo que se suponía que usted no iba a hacer, y usted le pidió que se callara porque yo estaba despierta y podía oírlos?
Ella titubea y se quita las gafas.
—Me imagino que no pasará nada porque se lo diga. El llamó antes y preguntó si usted estaba aquí. Yo le dije que se iba a quedar a pasar la noche, y él me dijo que su marido había sido visto por la zona. Dijo que Jeffrey era sospechoso de haber asesinado a un agente inmobiliario. Yo le dije al detective Schaeffer que usted estaba durmiendo, y él me pidió que no permitiera que le ocurriera nada.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo. Eres afortunada, Abby, por tener a alguien que se preocupe tanto por ti.
—Pero ¿cómo sabías tú que yo estaba dormida? De hecho, no lo estaba. Estuve despierta durante horas antes de ir a la capilla.
—Supongo que pensé que no querías que te molestaran —dice. Se pone las gafas y vuelve a sus papeles—. ¿Sobrepasé los límites al querer cuidarla?
—No —respondo yo, aunque de mala gana. Me pregunto: ¿realmente estoy protegida aquí, o soy una prisionera? ¿Hasta qué punto puedo confiar en Lydia Greyson?
Esto son sólo pensamientos efímeros que se pierden mientras me dejo llevar por el sueño. Cuando vuelvo a despertarme, el sol entra por las ventanas de la enfermería. Los pájaros están cantando, y parece que la lluvia ha cesado.
Hay una bandeja en una mesa junto a la cama, con un vaso de zumo de naranja, huevos, beicon y magdalenas con mantequilla y mermelada. Yo nunca comería tanto en casa pero esta mañana tengo más hambre que un lobo y lo termino todo. Ya no me duele tanto la cabeza, ni tampoco los músculos. Lydia se ha ido, y cuando termino de desayunar, la hermana Anne se acerca a mi cama y charlamos un rato sobre la vida en The Prayer House. Al cabo de un rato, miro el reloj de la pared.
—Me gustaría ir a hablar con la hermana Helen —le digo—. Quizá pueda ir a la cocina y sentarme con ella. Allí es donde estará ahora, ¿no? Es casi mediodía.
—Oh, no sé...
—De veras, me siento mejor. Ni siquiera me duele nada.
Su mirada me dice que no se lo ha creído.
—Abby, le prometí al detective Schaeffer que no la perdería de vista hasta que estuviera segura de que se había recuperado.
—Y me he recuperado —insisto.
Para demostrarlo, deslizo las piernas por un lado de la cama y me pongo de pie, esforzándome por no hacer una mueca cuando el dolor me sube desde los tobillos. Ha sido una caída horrorosa, y en realidad me siento como si me hubiera arrollado una locomotora.
—Míreme —le digo con firmeza—. Ya estoy bien.
La hermana Anne arquea una ceja.
—Ya lo veo.
—Vamos, hermana. Sólo quiero estar sentada en la cocina en vez de estar aquí en la cama. Quizá incluso pueda tomarme un cuenco de sopa de la hermana Helen a escondidas.
Ella sonríe.
—Me sorprendería que ella no la obligara a tomárselo. Pese a su actitud áspera, es una protectora nata.
La hermana Anne se saca la linterna de bolsillo del hábito y me enfoca las pupilas.
Finalmente, asiente y emite un sonido de satisfacción. Se incorpora y dice:
—No hay síntomas de conmoción cerebral. Creo que ya está bien. Sin embargo, lo mejor sería que guardara reposo durante el resto del día. Y prométame que volverá aquí y me dejará examinarla de nuevo antes de marcharse.
—Se lo prometo —le digo yo.
—Otra cosa. Dígale a Helen que le prepare una manzanilla. La ayudará a relajar los músculos de las piernas.
—De acuerdo. Y gracias. De veras, muchas gracias. Le agradezco mucho que haya cuidado de mí.
—Es lo que hacemos aquí —responde ella—. La primera regla de The Prayer House, desde el tiempo en que fue fundada, es «En verdad os digo que cuando hacéis esto por el más insignificante de sus hijos, lo hacéis por mí».
En un baño anexo a la enfermería, me lavo la cara y los dientes, pensando en lo que acaba de decirme la hermana Anne.
Mi mente ha comenzado a reaccionar después de la caída, y estoy empezando a recordar lo que pensé justo antes de la caída en la capilla, a encajar las piezas que tengo, pero por una u otra razón, no estoy lo suficientemente despejada como para ver las cosas claras.
Ahora estoy incluso más ansiosa por hablar con mi vieja profesora.
Me han dejado la ropa en una cómoda que hay en el baño, y me visto con cuidado. Después bajo a la cocina, todavía un poco débil.
La hermana Helen está junto a la mesa cortando verduras. Alza la vista, sorprendida de verme. Sin preguntar nada, tomo una silla que está junto a la pared y la arrastro hasta la mesa, donde me siento antes de caerme. Detrás de la hermana Helen hay una nevera con una puerta de cristal. Está llena de verduras, algunas de ellas, ordenadamente colocadas en manojos.
—Qué despensa más estupenda —comento yo.
—Nuestros huertos producen mucho.
—¿Y qué hace, tener aquí una buena provisión, para no tener que recogerlos y limpiarlos todos los días?
—Más o menos.
—Entonces, esta mañana ya debía de tener hecho la mitad del trabajo.
Ella se limita a mirarme.
Bueno, no hay muchas que todavía tengan barro de la tormenta. Debe de haber estado fregando toda la mañana.
En vez de responder a eso directamente, la hermana dice:
—No tienes buen aspecto. Me he enterado de lo que te ha ocurrido.
—La hermana Anne pensó que ya estaba bien como para venir aquí. Me ha dicho que le pidiera una manzanilla.
La hermana Helen se encoge de hombros.
—Siempre hay una tetera con agua caliente. Supongo que hacer una manzanilla no es mucho trabajo.
Yo contengo una sonrisa. —¿Quiere que me la haga yo misma? Está bien.
—No —dice ella, de mala gana—. Yo lo haré. —Gracias, hermana.
—¡No me llames así! Ya no soy monja —refunfuña mientras saca una bolsita de manzanilla de un paquete y lo pone en una taza. Después, vierte agua hirviendo encima.
—Disculpe, es una costumbre difícil de abandonar —digo yo—. ¿Tiene una cuchara?
—La señorita se ha quedado imposibilitada, ¿no? ¿O es que está acostumbrada a que le sirvan?
Yo no puedo evitar sonreír al oír eso.
—A mí raramente me sirven. Yo me hago la comida, y lo crea o no, también me hago mis infusiones.
—Ya.
Toma una cucharilla de un cajón y me la da. Después toma una patata y comienza a pelarla. Sus labios se curvan ligeramente hacia arriba. Casi está sonriendo.
—Es realmente feliz aquí, ¿verdad? —Le pregunto, calentándome las manos alrededor de la taza, mientras la manzanilla está lista—. Estaba sonriendo y canturreando cuando la hermana Pauline y yo entramos en la cocina el otro día.
—Supongo que aquí todo va bien.
—Ja. Más que bien, creo yo. Ahora. Helen, he estado pensando. Se ha comportado como si estuviera muy enfadada conmigo desde que me vio en el funeral de Marti. Y tuvo un ataque de rabia hacia mí la otra noche. Yo he estado pensando mucho en cuál podría ser la razón. Al principio pensaba que quizá fuera porque tengo una vida fácil, comparada con todas las dificultades que usted ha sufrido. Entonces, pensé que quizá estuviera enfadada porque mi marido está intentando ponerle las manos encima a The Prayer House, y usted pensaba que yo estaba compinchada con él.
Ella no responde.
—Pero ¿sabe? Desde que me he despertado de la caída, esta mañana, estoy dándole vueltas a una cosa. Qué raro, lo que puede hacer un buen golpe en la cabeza con una piedra. Supongo que, en realidad, sólo está enfadada conmigo por Justin. Y tengo que preguntarme por qué. Helen, usted conoce a Justin desde hace años, así que debe saber que nunca he hecho nada que pudiera hacerle daño. Y creo que sabe que Marti me pidió que lo cuidara en caso de que le ocurriera algo.
Ella frunce el ceño.
—Y tú ni siquiera hiciste un buen trabajo en eso, ¿verdad?
—De hecho, yo creía que sí, al menos hasta hace unos meses...
—Cuando le diste prioridad a tu vida personal sobre la seguridad de Justin. Oh, no creas que no lo sabía. Todo Carmel habla de que tu marido tiene una aventura con tu hermana, y que tú estás por ahí pavoneándote con ese detective.
—¡Nosotros no nos pavoneamos! —digo yo, defensivamente, volviendo a mis años de adolescente.
Helen deja la patata sobre la encimera.
—Jovencita, Marti no sólo quería que vigiláramos a su hijo, como si fuera un coche caro aparcado en un callejón cualquiera. Nos confió la seguridad de su hijo —dice. Se le quiebra la voz y se derrumba—. Tú le fallaste. Y yo también.
—Lo sé. Y lo lamento tanto que usted no se lo imagina. He querido a Justin tanto como usted.
—¿Querer a Justin? ¿Qué sabes tú de querer a un niño? ¿Qué sabes tú de los sacrificios que cuesta darle el tiempo y la energía a un niño, estar ahí cada vez que te necesita aunque no te apetezca, no darle nunca la espalda, pase lo que pase? ¿Qué sabes...
Entonces se interrumpe y aprieta los labios. Toma de nuevo la patata y sigue pelándola, bruscamente.
Yo le doy un sorbo a la manzanilla, satisfecha porque estoy en el buen camino. Repaso mentalmente los últimos días.
—¿Sabe lo que pienso? Creo que la persona con la que ha estado realmente enfadada es con Marti, por dar a Justin en adopción. Y creo que eso tiene mucho que ver con el momento en que Joseph and Mary cerró. Se sintió abandonada, traicionada después de haberle dedicado su vida a la Iglesia, y ahora no puede soportar que otros pasen por lo mismo.
—¿Adonde quieres llegar? —me pregunta ella.
—A la primera regla de The Prayer House, hermana. Es una regla que espero que usted cumpla.
En sus viejos ojos se refleja una mirada de cautela.
—«En verdad os digo que cuando hacéis esto por el más insignificante de sus hijos, lo hacéis por mí».
Ella evita mi mirada.
—Eso es lo que ha estado haciendo aquí, ¿no es así? —le pregunto—. ¿Preocupándose por «el más insignificante de sus hijos»?
La hermana Helen no responde.
—Siento mucho lo que le pasó. Siento que las cosas no fueran distintas. Pero ahora sí son distintas, ¿no? ¿Son buenas? Verá, fue el canturreo, hermana. Eso es lo que no cuadraba para mí, desde la primera vez que la vi en esta cocina, contenta, llena de paz, y canturreando.
—Está bien, ¿qué quieres decir?
—Quiero decir que no he podido evitar preguntarme cómo podía ser tan feliz, incluso aunque estuviera aquí, cuando Justin, el niño al que ha querido durante años como si fuera su hijo, había sido secuestrado y posiblemente estuviera muerto.
Ella se estremece, como si de repente, una carga que había llevado demasiado tiempo se le hubiera caído de los hombros.
—No podía ser tan feliz, ¿verdad? —le digo—. Así es como lo supe.
Yo le tomo la mano y se la sujeto firmemente.
—Quiero que me lleve con Justin, hermana. Lléveme con él ahora.