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Lo primero que vio Jackson nada más bajar del coche fue la puerta entornada de su oficina. Tras dejar a Randy en casa de su suegra, había regresado al rancho con la intención de recomponerse un poco en su pequeña oficina antes de presentarse en casa. Cerró la puerta del coche sin apartar la mirada de la caseta; tal vez su capataz estuviese allí, aunque recordaba que Rob le había avisado que se marcharía temprano para ir a comer a casa de su hija. Quizás hubiese cerrado mal la puerta por las prisas.

Subió los dos escalones de un salto. En el interior, la mesa de su capataz seguía pulcramente ordenada, con la silla girada hacia la salida, y los archivadores, donde Rob se empeñaba en recoger todos los datos del rancho, estaban cerrados. Su capataz era de los que desconfiaban de los ordenadores y prefería llevar un registro de todo su trabajo en papel.

—¿Rob? —Se fijó en su despacho, cuya puerta estaba también entreabierta.

Esta se abrió de repente y a continuación apareció Eddie con aire contrito.

—¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió Jackson con brusquedad.

Eddie se lo quedó mirando con las cejas arqueadas.

—¿Qué le ha pasado?

Jackson hizo una mueca llevándose una mano al labio inferior, que pulsaba al ritmo de su corazón.

—Un accidente.

—¿Se encuentra bien?

—Sí, pero no me has contestado.

Eddie se metió las manos en los bolsillos del chaquetón encogiéndose de hombros.

—Vine en busca de Rob para comentarle una cosa. Cuando llegué, la puerta estaba entornada y llamé, pero nadie contestó, así que entré pensando que tal vez estuviese en el aseo. Solo quería asegurarme —concluyó con las manos alzadas en un gesto apaciguador.

Jackson escrutaba el rostro de su empleado. No le gustaba que Eddie hubiese entrado en su despacho. Lo dejaba claro a los peones: no quería que nadie entrara allí si él no estaba, porque algunas veces guardaba importantes sumas de dinero para pagar a los proveedores.

—¿La puerta no estaba cerrada? —insistió Jackson.

Eddie negó con la cabeza.

—Mire, lo siento —se disculpó dando un paso adelante—. No quería meter las narices donde no debo, pero necesito hablar con Rob. Entré en su despacho pensando que podía estar allí o en el aseo…

Eddie parecía sincero e incómodo. Jackson soltó un suspiro, de repente se sentía cansado y deseaba volver cuanto antes a casa, aunque no había comprado lo que Juliette le había encargado.

—¿Qué querías de Rob? No está en el rancho y no sé cuándo volverá exactamente. Si tienes algún problema, cuéntamelo e intentaré ayudarte.

Eddie se frotó las manos contra las perneras de los pantalones con aire aún más cohibido.

—Verá, he conocido a una chica y me gusta mucho… —Echó un vistazo de soslayo a su jefe—. Anoche me enteré de que mañana es su cumpleaños y me gustaría comprarle un regalito, algo de eso que les gusta a las chicas, pero… —Carraspeó y se rascó la cabeza—. Quería preguntarle a Rob si podía recibir un anticipo, porque estamos a final de mes y estoy sin blanca.

Jackson ladeó un poco la cabeza sorprendido por la petición, o más bien lo que la había motivado. No parecía el tipo de hombre que se molestara en comprar detalles a sus amigas.

—En efecto, damos anticipos a los peones que lo necesitan, pero tienen que pedirlo veinticuatro horas antes, y hoy estamos a sábado. A esta hora el banco está cerrado y mañana es domingo.

Eddie pareció desinflarse y fijó la mirada al suelo.

—No lo sabía. Los chicos me dijeron que podía pedir algo pero no que tenía que hacerlo con tiempo. Además —añadió encogiéndose de hombros—, me enteré ayer noche por casualidad del cumpleaños.

—¿Cuánto necesitas? —preguntó.

—No mucho, pensaba comprarle algo, unos pendientes tal vez, y después quería llevarla a cenar algo en un sitio no muy caro.

Jackson se metió una mano en el bolsillo de los vaqueros con gesto lento y, reprimiendo una mueca de dolor, se sacó unos pocos billetes de veinte.

—Puedo adelantarte unos sesenta dólares, no llevo nada más encima y como es fin de semana, no tengo fondos aquí. ¿Te sirve?

Eddie sonrió.

—Claro, me vendrá de perlas.

—En la calle principal hay una tienda que se llama Capricho, donde venden bisutería —le explicó cuando le entregaba los billetes—. A mi hija Lindsay le encanta todo lo que hay allí. Y en la pizzería Lorenzo se come muy bien y es económica.

Eddie le agradeció la información con una sonrisa y se llevó una mano a la frente.

—Gracias, jefe, a mi chica le encantará la sorpresa.

—Espera, tengo que darte un recibo por el adelanto.

Una vez solo, Jackson estudió su despacho con detenimiento: el ordenador estaba apagado, los cajones permanecían cerrados y no parecía faltar nada. Pese a ello, no las tenía todas consigo; ese hombre no le inspiraba confianza, lo había contratado de manera impulsiva y desde entonces se recriminaba su estupidez, pero Eddie no había hecho nada que le diera un motivo para echarlo.

Eddie salió cerrando la puerta tras él. En cuanto estuvo fuera, su rostro se demudó y escupió al suelo con cara de asco. Le revolvía las tripas haber tenido que rebajarse a un papel tan servil, pero el jefe había estado a punto de pillarlo registrando su despacho en busca de las llaves de la casa. Había estado espiando a Rob porque había oído decir a uno de los empleados que se marchaba al pueblo. Y Jackson se había ido en su coche después de recordarle a Rob que no contara con él esa mañana.

No le costó nada abrir la cerradura con un juego de ganzúas y una vez dentro se puso a buscar, abriendo y cerrando los cajones con rapidez. En sus pesquisas había encontrado unos billetes de avión para Cheyenne, pero solo tuvo tiempo de mirar la fecha, porque Jackson entró justo en ese momento. Si no hubiese llamado a su capataz, lo habría pillado con las manos en la masa.

Se subió el cuello del chaquetón y echó un vistazo a la casa; delante, los hijos del jefe jugaban entre gritos y risas. Sabía que durante el fin de semana el ritmo de la familia se relajaba, pero de lunes a viernes todos seguían un horario estricto. Cada miembro de la familia era previsible y seguía el mismo patrón un día tras otro. El único problema, y de peso, era que Alice nunca salía sola; siempre iba acompañada de alguien, ya fuera el abuelo, Jackson o la tía. Pero no tenía prisa, tarde o temprano acabaría por presentarse una oportunidad. Esta vez no se precipitaría como había ocurrido con Dash. Además, desde que salía con Jenny, su venganza había tomado otro cariz, porque gracias a la chica había averiguado muchas más cosas, como por ejemplo que a finales de mes Jackson sacaba del banco el dinero con el que pagaba a los peones eventuales y lo guardaba en la caja fuerte del despacho de la casa. Si se organizaba un poco, podía conseguir su venganza y sacar una buena tajada.

La puerta de la casa se abrió y la vio salir. La atracción que había sentido por ella se había convertido en odio. Aquella mañana en Nueva York estuvo a punto de tenerla a su merced, pero lo pilló en baja forma con una resaca de mil demonios y él acabó desplomándose en el suelo. Recordaba el golpe, el dolor fulminante que le hizo perder el conocimiento, y ella se largó dejándole tirado. Después llegó Dash… Pero esa parte ya estaba resuelta, ahora únicamente quedaba ajustar cuentas con Alice.

Aunque estaba demasiado lejos para distinguir sus rasgos, recordaba a la perfección sus ojos, siempre distantes cuando lo miraban. No pudo reprimir el impulso de saludarla con la mano y se alejó enseguida; ya se había arriesgado suficiente ese día. Ahora tenía otro as en la manga.