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Paige llevaba media hora delante del hotel, incapaz de dar un paso para entrar o irse de allí. El portero le echaba miradas desconfiadas, que se tornaban todo amabilidad cuando unos clientes entraban o salían, para regresar enseguida a la figura solitaria que miraba la puerta con un temblor tan fuerte que los dientes le castañeteaban.

El miedo a que Alice no la reconociera la paralizaba. También sentía vergüenza por su aspecto ajado y agotado. En la foto del periódico se apreciaba el vestido elegante de su hermana, y su peinado tenía que ser fruto de las manos expertas de un peluquero. ¿Desde cuándo no se daba Paige el lujo de acudir a un salón de belleza? Ella misma se cortaba el pelo con el fin de ahorrarse unos cuantos dólares. Insegura, se pasó una mano por los mechones cortos y acto seguido se estudió esa misma mano, enrojecida y reseca, con las uñas mordisqueadas.

Era una persona patética que esperaba que su hermana la salvara de su triste existencia. Dio un paso atrás sin perder de vista el vestíbulo donde las luces brillaban con un tono dorado como el sol mientras ella permanecía en la penumbra. Las lágrimas le nublaron la vista y retrocedió otro poco más. En silencio trataba de convencerse de que el pasado no se podía cambiar; a ella le había tocado lo peor y a Alice lo mejor. ¿A quién iba a engañar? Su impulso no era más que una estupidez. Dio otro paso atrás y demasiado tarde se dio cuenta de que la acera terminaba ahí. Su pie se quedó en vilo hasta que perdió el equilibrio. Braceó en un intento de controlarse, oyó a lo lejos un grito, tal vez el portero, y con el rabillo del ojo vio una silueta grande y amarilla que se acercaba. Un fuerte golpe la lanzó por los aires.

Lo siguiente que supo fue que alguien le sostenía una mano y unas voces traspasaban la niebla que la rodeaba.

—Daniel, hay que llamar a una ambulancia. Ha perdido el conocimiento.

También oyó otra voz, con un deje de pánico:

—Joder, no la he visto. Se me ha echado encima y no he podido evitarla…

Paige entornó los ojos y distinguió una silueta difusa, que a tenor del delicado perfume que desprendía tenía que tratarse de una mujer. Una voz suave le pedía que no se moviera. Sorprendentemente no le dolía nada, solo se sentía aturdida. Logró enfocar la vista para encontrarse con unos ojos verdes con reflejos dorados que la estudiaban con preocupación. Algo en su interior se agitó, como un aleteo que la inquietó aún más que la preocupación de haberse roto algo. A pesar de las recomendaciones de la desconocida, se sentó llevándose una mano a la cabeza.

—No debería moverse.

La mujer tenía un acento que le resultó extraño, no era de Nueva York. La miró de soslayo y el aleteo regresó, pero más intenso, porque empezaba a reconocer esos rasgos delicados, tan similares a los de su madre.

Era Alice, su hermana, quien la miraba con el ceño fruncido. A su alrededor un coro de curiosos la observaba sin disimulo. De repente el pánico se adueñó de Paige; no quería que su hermana la viera en semejante estado, ni distinguir compasión en sus ojos.

—¿Y mi bolso? —graznó.

Por segunda vez esa noche no reconoció su voz.

—Aquí tiene —le contestó una voz masculina.

Paige se lo cogió de las manos. Era un hombre de estatura mediana y rostro agradable, pelo rubio y mirada bondadosa. Lo reconoció al instante: era el tipo de la foto, el marido de Alice. Iba elegantemente vestido con un traje azul marino, una camisa blanca y una corbata granate. Casi estuvo a punto de soltar una carcajada preguntándose cómo reaccionaría si le diera las gracias a su cuñado. Pero estaba demasiado mortificada y asustada para gastar bromas.

Desoyendo las recomendaciones se puso en pie. Tenía que alejarse de allí antes de que su hermana la reconociera. Se sacudió con gestos torpes la gabardina y dio un paso inseguro con la vista clavada en el suelo.

—No puede marcharse, la ambulancia está a punto de llegar —señaló Alice.

Aquello la asustó todavía más, no tenía seguro y no podía permitirse pagar la factura de un médico, menos aún de un hospital. Negó con la cabeza y reprimió una mueca de dolor.

—No, estoy bien…

Se aventuró a mirar a su hermana de soslayo y reconoció las similitudes: las dos tenían el mismo tono de cabello, la misma estatura, los mismos rasgos. Pero también se hicieron evidentes las diferencias: el rostro de Alice era algo más aniñado, su melena, que le llegaba a los hombros, lucía un saludable brillo sedoso y su silueta era más curvilínea y femenina. Paige envidió el abrigo de ante color crema con el que su hermana se protegía del frío de las noches de otoño. Una sonrisa amarga le estiró los labios resecos. Aunque la tenía ahí mismo, era incapaz de darse a conocer porque Alice se había convertido en una extraña.

Una mano la detuvo cuando se disponía a dar un paso hacia la acera. Era su cuñado. Quiso sacudir el brazo, sin embargo lo miró a los ojos. Con él sí se atrevía.

—He dicho que estoy bien —espetó secamente.

Se dispuso a alejarse, dejando atrás su estúpido sueño de reunirse con su hermana. Ni siquiera sentía deseos de saber si su madre también estaba en la ciudad. Las dos habían decidido seguir sin ella; pues bien, Paige la perdedora haría lo mismo. Ya había llegado a la acera cuando la oyó:

—¿Paige?

Nada más oír su nombre algo en el tono la sacudió; fue como volver treinta años atrás, cuando jugaban al escondite y Alice era la que tenía que encontrarla. Reconoció la vacilación, pero también el estupor. No respondió ni se dio la vuelta, decidida a seguir adelante.

—Paige…, ¿eres tú?

Esa vez percibió un ligero temblor. Tomó aire para darse fuerzas, porque su determinación de alejarse sin revelar su identidad se estaba haciendo añicos. Se dio la vuelta tomándose su tiempo y se encaró con su hermana.

—¿Perdona?

Alice dio un paso hacia ella con una mano extendida.

—Eres Paige —susurró como si nadie más tuviese que oírla. Tenía los ojos muy abiertos y estaba muy pálida—. Eres Paige —repitió, tratando de convencerse.

Entonces quiso decirle que no, que se llamaba Barbara o Carla o Jane, cualquier nombre menos Paige, porque eso habría sido como desnudar su dolor delante de todos esos extraños. Allí estaba su hermana, la que se colaba en su cama a oscuras y dormía a su lado fuertemente abrazada a ella; la que le susurraba sus secretos y compartía sus sueños. Era la niña de seis años que desapareció aquella noche mientras Paige la observaba con el corazón en un puño, prisionera de la venganza de su padre.

—Sí, me llamo Paige —afirmó con un hilo de voz.

Los brazos de Alice la envolvieron y durante unos segundos Paige sintió deseos de llorar por todos los años que habían vivido separadas, como lo estaba haciendo su hermana. Un sorprendente desapego se lo impidió: no podía olvidar que no la habían buscado, que la habían dejado en manos de un alcohólico. De manera que permaneció rígida, sin devolverle el abrazo.

—Dios, eres Paige —murmuraba Alice entre sollozos—, eres tú.

—Sí, soy Paige y tú eres Alice —fue lo único que atinó a decir con los dientes apretados.

—No me lo puedo creer…, después de tantos años…

Media hora después Paige estaba sentada en la suite de su hermana con un vaso de agua en una mano y el bolso en la otra, como si tuviese que salir de allí corriendo porque no era su lugar. Observaba cuanto la rodeaba con disimulo y no perdía de vista a su hermana, que le acariciaba el pelo con un gesto lleno de ternura.

—Qué guapa eres —le dijo Alice.

Por toda respuesta Paige esbozó una sonrisa socarrona. Estaba que daba asco y su hermana le decía que era guapa. Menuda mentirosa.

Su cuñado, que estaba sentado justo enfrente, contemplaba a su mujer como si fuera la cosa más preciada del universo. Los celos invadieron a Paige, quien quiso gritarle que el ángel con el que se había casado la había abandonado a cambio de una nueva vida. Se mordió la lengua y se dejó avasallar por las atenciones de su hermana.

—Cuéntame qué ha sido de ti… —Alice dudó, bajó la mirada a sus manos finas y elegantes—. ¿Él sigue…? Ya sabes…

—Murió hace años de cirrosis. Tuvo lo que se merecía —explicó, incapaz de controlar la amargura de su voz. Quería mortificarla, que supiera cómo había sido su vida junto a Roger—. Tuve una infancia de lo más divertida, entre botellas de ginebra y vomitonas de nuestro querido padre.

Alice echó una mirada a su marido, que se puso en pie al momento.

—Creo que necesitáis hablar a solas, bajaré al bar.

Se inclinó sobre Alice para besarla en la coronilla con tanto cariño que Paige desvió la mirada hacia cualquier punto con tal de no ver la ternura que le dedicaba. Una vez solas, Alice se puso en pie y fue a la ventana. Se mantuvo en silencio unos minutos que resultaron eternos a su hermana.

—Estás enfadada con nosotras.

Una carcajada, que resumió todo el resentimiento que la ahogaba, brotó de la garganta seca de Paige. No veía el rostro de Alice, pero la tensión de su espalda era evidente. Bien, eso la reconfortó. Meditó si valía la pena hablar de aquel viaje, cuando había ido a buscarlas y se dio de bruces con unos extraños en el que había sido su hogar hasta aquella noche que prefería olvidar. Pero se lo guardó, no deseaba que Alice supiera que había estado pensando en su familia cada día de su vida hasta los dieciocho años. Su madre y su hermana habían disfrutado de una nueva oportunidad en Canadá, borrándola de paso de sus vidas.

—No, claro que no. ¿Cómo voy a estar enfadada con mi madre y mi hermana?

Alice se le puso delante abrazándose para darse calor, porque la frialdad de su hermana le helaba la sangre. Detectó los signos de fatiga en el rostro de Paige: los cercos bajo los ojos, las mejillas hundidas y el rictus de amargura en la boca. Tenían la misma edad, sin embargo parecía mayor y sus ojos carecían de emociones.

—Te buscamos. Mamá puso una denuncia, pero como aún no estaban divorciados, no podía alegar secuestro. Si hubiese tenido la custodia de sus hijas, el FBI podría haber hecho algo, pero Roger estaba en su derecho de llevarse a una de nosotras. Entonces contrató un detective, sin que sirviera de nada. Fue como si la tierra os hubiese tragado.

—Ya… —Su respuesta sonó lacónica, pero en su interior una tempestad se estaba fraguando. Le presionaba el pecho con tanta fuerza que apenas si conseguía respirar—. Eso me consuela. Roger y yo vivimos esos primeros meses en México. Unas bonitas vacaciones muy largas.

—Eso explica por qué no os encontraron. —Alice dudó unos segundos y preguntó con voz insegura—: ¿No quieres saber nada de mamá?

Paige se encogió de hombros y bebió un trago de agua; de no ser por la ligera agitación del líquido en el vaso, ni siquiera habría percibido su propio temblor. No quería escuchar nada más ni albergar falsas esperanzas. Si su madre la buscó, no fue suficiente para sacarla de la pesadilla en la que se convirtió su vida. Era preferible volver a lo malo conocido que quedarse allí con sueños rotos que nunca se harían realidad.

—No, y tengo que irme —dijo al tiempo que se ponía en pie.

Alice le quitó el vaso de las manos. Tras dejarlo en la mesita, la sujetó por los hombros con una fuerza sorprendente. Las dos hermanas se midieron con la mirada: los ojos de una húmedos de lágrimas, los de la otra parecían los de un animal herido. Alice parpadeó.

—Mamá murió hace diez años y hasta el último momento no dejó de pensar en ti. Hizo cuanto estuvo en sus manos para encontrarte. No la culpes por lo que hizo Roger.

Entonces Paige no pudo permanecer callada por más tiempo, se desasió y esa vez fue ella quien se abrazó, pues volvía a sentirse como aquella noche: pequeña y vulnerable, porque durante todos esos años nadie le brindó ayuda, nadie la alejó de ese padre alcohólico, ni de las burlas de los niños por ser la hija de un borracho, ni de los amigos de juerga de Roger que no la dejaron en paz en cuanto se fue haciendo mujer. Nadie podía entender lo que supuso vivir con el miedo a ser separada del único ser que la hería pero que, al fin y al cabo, era su única familia. Durante años vivió aterrada ante la posibilidad de que los servicios sociales se la llevaran, que una vez más la arrancaran de su hogar, aunque muchas veces no fuera más que una triste y patética caravana.

—Pues no le costó mucho volver a casarse y largarse a Canadá. —Paige sonrió victoriosa cuando Alice, algo ruborizada y turbada, desvió la mirada—. Sí, hermanita. Tras la muerte de Roger yo acababa de cumplir dieciocho años, así que vendí lo poco que nos quedaba. Te aseguro que no fue mucho pero me lo gasté todo en un billete de autobús para regresar a casa. ¿Y sabes por qué no lo hice antes? —preguntó con rabia. Ya no podía callarse, estaba al límite de su control antes de perder la batalla contra las lágrimas que pugnaban por salir—. Porque Roger me amenazaba con volver a por mí y matar a mamá. De manera que cuando me vi libre, fui a buscaros. Pobre de mí. La señora que vivía en nuestra casa me contó que mamá se había casado con un hombre que se la llevó a Canadá con su hija, su única hija. Esa mujer ni siquiera sabía que Clarisa tenía otra.

Acabó gritando y, a punto de quebrarse, cogió su viejo bolso para salir de allí cuanto antes. No soportaba que nadie la viera llorar, ya se sentía demasiado humillada como para que además Alice vislumbrara una grieta en su coraza.

—Por Dios, Paige, no puedes juzgarla —rogó Alice—. Cuando conoció a Christian, hacía diez años que Roger y tú habíais desaparecido. Estuvo en tratamiento psiquiátrico, se quedó en los huesos y apenas dormía. Se pasaba las noches andando como un alma en pena abrazada a tu osito de peluche. Tuvo una oportunidad de volver a ser feliz y fui yo quien insistió, quien la animó a aceptar la propuesta de matrimonio de Christian, porque sabía que era un buen hombre y cuidaría de ella.

Paige sintió cómo su corazón se partía en dos, dividido entre el dolor que despertaban las palabras de Alice y el resentimiento.

—¿Pensaste en mí cuando os marchasteis a Canadá? ¿No se os ocurrió que un día podría volver?

La oyó sollozar suavemente.

—Cada día de mi vida, pero tenía que pensar en mamá, que se estaba consumiendo, o en ti, que te habías convertido en un fantasma.

—Esa noche, cuando volví a casa, os odié a las dos.

Dio un paso hacia la puerta hasta que oyó a Alice:

—Seguro que no tanto como me he odiado yo día tras día por no haber sido más fuerte y evitar que Roger te llevara con él, por no hacer feliz a mamá porque le faltabas tú. Tu recuerdo se convirtió en una barrera entre las dos, porque cada vez que me miraba te veía a ti.

Paige notó que su hermana le daba la vuelta y se encontró con el fiel reflejo de su propio rostro bañado en lágrimas. Su coraza se agrietó otro poco más. No supo quién dio el primer paso, pero por primera vez en treinta años se abrazaron, se aferraron la una a la otra como lo habían hecho la última noche que pasaron juntas. Era difícil decir quién sostenía a quién, porque los dos cuerpos se sacudían y sus llantos se entremezclaban entre palabras incoherentes de consuelo.