16
Unos días después de aquella conversación Alice corría sobre la cinta andadora. Era la primera vez que se atrevía a esforzarse tanto, pero pensaba que si se agotaba físicamente, tal vez pudiera dormir sin que las pesadillas la atormentaran. Aumentó el ritmo hasta que los pulmones le ardieron. Cuando estaba llegando al límite de su resistencia, se sentó en un banco con los ojos cerrados y la respiración agitada.
Temía el momento de esparcir las cenizas de Daniel y Alice. Así como el instante de tener que abandonar el refugio que representaba el rancho. La asustaba la soledad a la que se vería condenada, pero quedarse implicaba arriesgarse a seguir encariñándose con los habitantes de esa casa. Y estaba Jackson, que la observaba siempre desde cierta distancia. Sus miradas la turbaban demasiado y le hacían anhelar cosas que no le estaban permitidas.
Juliette entró con los brazos cargados de toallas para dejarlas en un banquillo junto a Alice.
—Por Dios, niña, ¿qué te ocurre? Estás bañada en sudor. —Sin esperar una respuesta cogió una de las toallas y se la colocó sobre los hombros antes de secarle el sudor del rostro con otra—. No puedes castigarte así, al final te pondrás enferma.
—Estoy bien —musitó Alice—, no te preocupes.
Juliette se sentó a su lado en el banco con el ceño fruncido. Le arregló el pelo con un gesto colmado de ternura y Alice saboreó la caricia con los ojos cerrados.
—Me tienes preocupada. Últimamente estás muy callada y comes muy poco. Te machacas aquí y de noche te oigo ir y venir en tu habitación. Si algo te preocupa, estamos aquí para ayudarte.
—No sé si debería irme ya, Juliette. Quedarme es posponer lo inevitable. Tengo que retomar mi vida.
Los ojos de la mujer se empañaron y apretó los labios en una fina línea.
—Cariño, he pasado por lo que tú acabas de vivir y además he perdido a un hijo. Lastimándote no conseguirás sentirte mejor. No te flageles por haber sobrevivido a ese accidente. Y no tengas prisa, estamos encantados de tenerte con nosotros.
Desde luego, pero debería haber sido la verdadera Alice la que estuviese allí sentada junto a una mujer cálida como Juliette, no Paige, una sombra que no aportaba nada a nadie.
—Además —siguió la mujer con voz temblorosa—, ahora que estás con nosotros es como tener un poco de Daniel. Nuestra relación no era la mejor del mundo, discutíamos mucho. Yo quería que viviera en el rancho, pero supongo que me equivoqué al insistir tanto y con ello no hice más que precipitar su marcha. Los padres deberíamos dejar que los hijos hagan lo que quieren, no lo que creemos que es lo mejor para ellos. Además, cometí el error de compararlo siempre con Jackson. Creo que acabó acumulando cierto rencor hacia su primo por ser el mayor y el que siempre hacía lo correcto.
—No te tortures por lo que ya ha pasado…
—Se fue enfadado y me aseguró que no volvería a poner un pie aquí. Estuvimos diez años sin vernos… Nunca me perdonaré haber dejado que pasaran tantos años sin poner remedio a ese silencio que ahora me avergüenza.
El recuerdo de Daniel confesándole sus errores en aquella habitación de motel regresó a su memoria. Estaba en su mano aliviar el dolor de esa mujer.
—Él te quería, Juliette. Cuando Daniel me propuso venir al rancho, su intención era demostrarte que había cambiado. Deseaba enmendar sus errores, estaba muy arrepentido. Durante los años que pasó lejos del rancho se convirtió en un buen hombre.
—No sabes cuánto me consuelan tus palabras —dijo con voz quebrada.
Alice vio que las lágrimas bañaban las mejillas carnosas de Juliette. Un profundo sentimiento de vergüenza la atenazó mientras abrazaba a la mujer. Había estado tan ensimismada con sus tribulaciones que no pensó que Juliette era la madre de Daniel y había perdido a su hijo. El dolor las unió en un abrazo, aunque los ojos de Alice permanecieron secos y tan solo su corazón lloró por ese día que había cambiado sus vidas, cada una a su manera.
—Me gustaría que pasaras la Navidad con nosotros —murmuró Juliette contra su pelo.
Una Navidad de verdad. Alice sonrió y asintió con un nudo en el pecho.
—Sería un placer para mí…
—¡Juliette! ¿Dónde demonios te has metido? —gritó Gary desde algún lugar de la casa, y las dos mujeres se separaron de golpe.
—Dios, no quiero ni pensar qué habrá pasado —barbotó Juliette.
En la entrada, el anciano las esperaba flanqueado por Megan y Ron. Los niños se miraban de reojo con el rostro serio mientras el abuelo fruncía el ceño hasta juntar las cejas.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Juliette.
Ron dio un paso atrás alejándose de las dos mujeres mientras Megan avanzó con los ojos muy abiertos.
—Hoy, en el autobús, Lindsay se ha pasado todo el rato llorando y he oído que su amiga Mary Jo decía que ha sangrado.
Gary alzó las manos.
—A mí no me miréis, yo no sé nada del asunto. Esa cría ha entrado como una exhalación y ha subido a su cuarto.
—Por Dios, en esta casa no se puede tener un día tranquilo —exclamó Juliette, quien ya se dirigía a las escaleras, pero cuando estaba en el segundo escalón se dio la vuelta—. Alice, ¿te importaría subir conmigo? No sé lo que me voy a encontrar…
Ella asintió.
—Claro, no creo que sea muy grave.
La puerta de Lindsay estaba cerrada y al otro lado se oía el llanto de la joven. Alice llamó, pero por toda respuesta solo oyó los sollozos, que recrudecieron. Decidieron entrar por las buenas y, una vez dentro, vieron a la muchacha hecha un ovillo sobre la cama. Asustadas, las dos mujeres se acercaron, cada una se situó a un lado de la cama y se sentaron.
—Cielo, ¿qué te pasa? —preguntó Juliette, acariciándole el pelo mientras miraba azorada a Alice.
—Estoy sangrando —gimoteó la chica—, y me duele…
—Ay… Dios. —Juliette la obligó a sentarse y empezó a buscar en las manos, las piernas y el rostro señales de alguna herida—. ¿Te han pegado? ¿Dónde te duele?
—¡Juliette! No me han pegado… Estoy sangrando.
Alice se rascó una ceja arqueada porque empezaba a entender el motivo de su agitación. Como ella, Lindsay no tenía una hermana mayor o una madre que la hubiese preparado para el momento que estaba viviendo y los comentarios en el instituto algunas veces eran más inquietantes que tranquilizadores. Juliette seguía buscando alguna herida, así que Alice, con una sonrisa apenas reprimida, la tomó de un brazo para que pusiera fin a sus pesquisas.
—Tranquila, no le pasa nada malo.
El rostro de la mujer era de total desconcierto.
—¿No? ¿Cómo lo sabes?
—Cielo —empezó Alice con voz suave dirigiéndose a Lindsay—, cuando dices que has sangrado es porque has tenido tu primera menstruación, ¿no es así?
Lindsay asintió, y dos gruesas lágrimas se le escaparon.
—Oh… —fue lo único que Juliette atinó a decir—. No había caído en eso.
—¿Te has puesto una compresa? —inquirió Alice a la joven.
Lindsay asintió de nuevo.
—Me dieron una en la enfermería y cogí una braguita de mi bolsa de deporte.
En ese momento Jackson entró con cara de preocupación; todavía sostenía su sombrero en una mano y respiraba de forma agitada. La joven se tumbó de nuevo tapándose la cabeza con la almohada.
—¿Qué está pasando aquí? —indagó Jackson bruscamente—. Ron ha ido a buscarme diciéndome que Lindsay está sangrando.
—Esto es vergonzoso. —La voz de la joven se oía amortiguada por la tela con que se cubría la boca y su cuerpo se agitó de nuevo con el llanto.
Azorada, Juliette dio un paso atrás alzando las manos.
—Creo que yo no estoy en condiciones de ayudar. He criado un hijo y soy de otra época. —Cuando pasó junto a Alice le dio un apretón en el hombro—. Sintiéndolo mucho, lo dejo en tus manos.
Jackson negaba con la cabeza, y sus ojos iban de su hija a las dos mujeres. El corazón le latía deprisa y notaba que el miedo le contraía las entrañas, pero la actitud de Juliette y Alice no parecía presagiar ninguna desgracia. Para más asombro de Jackson, su tía desapareció en silencio.
—¿Te importaría decirme de qué se trata? —preguntó a Alice.
—Tu hija ha tenido su primera menstruación.
Un nuevo llanto se oyó bajo la almohada, pero él tenía toda su atención puesta en Alice.
—¿Qué? He venido con el corazón en un puño pensando que se estaba desangrando, ¿solo por eso?
Los ojos de Alice brillaron de diversión al ver la confusión de Jackson. Palmeó los pies de la cama invitándole a que se sentara.
—Venga, Jacques, es un gran día. Para una chica es un momento importante; una mañana se levanta siendo una niña y cuando se acuesta ya es una mujer. Así de simple, no hay que dramatizar.
—Pero yo no quiero tener esa cosa asquerosa, y encima me duele la barriga —se lamentó Lindsay.
Jackson se sentó con cuidado, mirando a su hija sin saber qué hacer. Le palmeó torpemente los pies.
—¿Y ahora qué? —inquirió con auténtico desconcierto.
—Háblale del tema y de todo lo demás —propuso Alice, cada vez más divertida.
—La verdad, no sé si sabré, y… ¿qué es eso de todo lo demás? —exclamó, pegando un salto hasta ponerse en pie como si le hubiesen pinchado el trasero.
Bajo la almohada se hizo un silencio que revelaba que Lindsay estaba escuchando con mucha atención. Alice sospechó que nadie se había molestado en explicarle nada, y viendo la reacción de Juliette, una mujer de otra época y bastante conservadora, y el azoramiento de Jackson, no le extrañaba que así fuera.
—Pues ya sabes: los chicos, los riesgos, las precauciones.
Las mejillas de Jackson se tiñeron de rojo y se aferró con más fuerza a su sombrero, que no había soltado.
—Yo no puedo hablar de esas cosas con mi hija —declaró con un deje de perplejidad en la voz—. Por Dios, es una niña.
—Ya no —le recordó Alice—. Técnicamente es una mujer.
Lindsay sacó la cabeza de debajo de la almohada y sus ojos irritados e hinchados por el llanto enternecieron a Alice.
—No llores, cariño. Ya sabías que eso te pasaría, ¿no? Pues ha llegado y no hay marcha atrás. Una vez que empieza, no se puede devolver.
—Pero mañana tengo entrenamiento en la piscina y no puedo ponerme bañador con una compresa.
—Pues te pondrás un tampón.
A sus espaldas se oyó una exclamación de Jackson. Alice reprimió una sonrisa.
—Son muy fáciles de poner, ya verás —explicó a la joven.
—Eso es asqueroso —gimoteó Lindsay—. Mi amiga Mary Jo lo intentó y me dijo que le costó mucho y le molestaba.
En el dormitorio estalló una nueva exclamación de Jackson, que iba de un lado a otro estrujando el ala de su Stetson.
—Eso es porque no lo hizo bien; después te explicaré cómo tienes que ponértelo —siguió Alice, aún más divertida.
Esa vez oyó un suspiro de alivio a sus espaldas que estuvo a punto de arrancarle una carcajada.
—¿Me ayudarás? —preguntó Lindsay, tímida—, porque no creo que Juliette se haya puesto un tampón en su vida.
—Por Dios —masculló Jackson, fulminándolas con la mirada—. No quiero oír hablar de ese tema.
La puerta se abrió con un leve gemido y apareció Gary, que asomó la cabeza como una gallina con el cuello flácido estirado. Justo debajo, Ron y Megan intentaban averiguar hasta dónde había llegado la sangre y si su hermana seguía entera.
—¿Podemos hacer algo? —preguntó el anciano.
—Nada —replicó Jackson con gesto impaciente—, no es nada.
—Ah… entiendo —musitó Gary, asintiendo con gesto solemne—. Chico, tus problemas acaban de empezar. Lo sé, yo tuve dos hijas. Vamos, pequeños, aquí no hay nada para nosotros. Vamos a atracar la despensa.
Gary cerró la puerta despacio con una risita que se mereció una mirada airada de Jackson.
Alice se puso en pie e indicó a Lindsay que hiciera lo mismo. A su edad ella también se había visto en esa situación, pero en su caso nadie estuvo a su lado. Lindsay se merecía que alguien la guiara con ternura; le envolvió el rostro entre sus manos y le secó las lágrimas con los pulgares.
—Ve a mi cuarto, ahora mismo estoy contigo.
Jackson echó una mirada a su hija y soltó un suspiro. Cuando pasó a su lado la cogió por los hombros y le dio un abrazo.
—Lo siento, pequeña, no he reaccionado muy bien.
—No pasa nada, papá —susurró Lindsay contra el pecho de su padre—. Yo tampoco pensaba que me pondría así. —Se apartó y sonrió—. Ahora ya estoy mucho más tranquila.
Cuando se quedaron solos, Jackson se rascó la mejilla, incómodo, y miró a Alice de reojo sin saber qué demonios decirle. Ella estaba de espaldas y no le veía la cara, pero algo en su ademán lo intrigó, porque sus hombros se sacudían. ¿Estaría llorando, o más bien riéndose? No tardó en averiguarlo, porque al cabo de unos segundos oyó sus carcajadas. El arrepentimiento por haberla presionado unos días antes se disolvió. Alice había estado un poco tensa y él no había tenido valor para disculparse, pero en ese momento volvían a tratarse con cordialidad. Evidentemente, Alice no era rencorosa.
—No te burles de mí —le pidió con fingida indignación, sonriendo a su pesar.
Alice se dio la vuelta mientras seguía riendo y se sentó en la cama de Lindsay, intentando recuperar la compostura. En cuanto lo miró a la cara, rompió a reír de nuevo.
—Por Dios, Jackson, te has puesto como un tomate.
—Eso es por el sofocón que me ha entrado al venir hasta aquí corriendo. Deberías haber visto a Ron gritando que su hermana se estaba desangrando.
Alice se pasó las manos por el rostro en un intento de apaciguarse. Carraspeó.
—Vale, no lo voy a discutir, pero yo diría que te has puesto colorado porque te avergüenza hablar de esto.
Él se sentó a su lado y se rio entre dientes. Era cierto, Alice lo había calado.
—No te has criado en esta casa, aquí no se hablaba de esas cosas. Ya has visto la reacción de Juliette; es una mujer muy tradicional y a ella la educaron para que fuera muy discreta en cuestiones femeninas.
Al oír sus palabras Alice no pudo reprimir una nueva oleada de carcajadas. Jackson era un hombre chapado a la antigua, hasta en esos temas.
—¿Pero tú te has oído? Hablas como un abuelo. Dilo, no lo temas: la menstruación, la regla, la dolorosa, el fastidio de todos los meses, pero no lo llames «cuestiones femeninas»… —le dijo entre risas.
—Pues así es como lo llama mi tía —replicó él sonriendo.
Alice le echó una mirada de reojo y cuando estuvo segura de controlar su hilaridad, le dio un codazo.
—Tuvo que ser un infierno para un buen chico enterarse de que los niños no vienen solos…
—Tú búrlate todo lo que quieras, pero hasta los trece años no supe que las mujeres tenían eso. Y no te rías —la sermoneó—. Me lo explicó Randy y estuvo riéndose como tú durante meses.
Ella alzó las manos en son de paz y se mordió el labio inferior para controlarse. Lo último que quería era ofenderlo, pero Jackson no se daba cuenta de que era como un soplo de aire fresco para ella: un hombre leal, tierno, tradicional e irresistible. Firme como una roca. Poco a poco se disipó la efervescencia de la risa y soltó un suspiro.
—Eres adorable.
Jackson arqueó las cejas.
—Vaya, eso nadie me lo ha dicho desde que tenía cinco años. Ahora me siento como un idiota. ¿Qué habrá pensado mi hija?
—Que tiene un padre maravilloso que no habla de cuestiones femeninas.
Jackson sonrió, más para sí mismo que para Alice.
—Gracias por ocuparte de todo. No sé qué habría hecho sin ti. Me imagino que esconder la cabeza y pasarle el muerto a mi tía. —Inhaló y soltó el aire poco a poco. Aún le debía una disculpa a Alice y ese era el mejor momento—. Lo siento —soltó sin más explicaciones.
—¿Sientes que tu hija ya sea una mujer?
Jackson fue hasta la ventana, incapaz de mirarla a la cara.
—Siento haberme portado como un idiota el otro día en la cocina. No sé por qué fui tan estúpido. Estás en tu derecho de llevar tus asuntos como consideres conveniente.
Alice estudió su espalda tensa y se acercó a él hasta que lo tuvo a un paso.
—No le des más vueltas. Tenías razón, pero… hay tantas cosas que…
Jackson se dio la vuelta tan rápido que la sorprendió.
—¿Qué cosas, Alice?
—Cosas que no entenderías —susurró ella. Cualquier rastro de risa había desaparecido. ¿Por qué se empeñaba Jackson en disculparse? Ella no quería volver a lo mismo, porque temía lo que tenía que decirle—. Cosas que quisiera olvidar, que quisiera haber hecho de otra manera. Cosas que no me permiten llorar… Ojalá pudiera dar marcha atrás y cambiar todo lo que hice mal…
Jackson necesitaba sentirla cerca. Salvó el paso que los separaba, le acarició el pelo y le colocó un mechón tras la oreja con tanta ternura que Alice cerró los ojos.
—No puedo creer que hicieras nada malo.
Ella alzó los párpados para encontrarse con la mirada profunda de un hombre que se le antojaba maravilloso. Una sensación de vértigo la envolvió, como si se precipitara desde un rascacielos.
—No me conoces…
—Siempre te empeñas en decirme lo mismo, pero lo que he visto de ti desde que estás con nosotros se me antoja perfecto. Está en tus manos permitir que los demás te conozcan. Deja de pensar que te encuentras sola, Alice.
—No puedo…
Jackson nunca la entendería, sobre todo porque le faltaba una explicación que ella se negaba a darle.
Sin darle tiempo a añadir nada más, Alice se marchó a su habitación sin mirarlo. Si Jackson vislumbrara un resquicio de lo que había hecho sin duda la repudiaría, y si sus ojos la miraran un día con desprecio no lograría reponerse de ello. A su lado se sentía vulnerable porque él despertaba el deseo de dejarse llevar por tantos sueños que nunca vería cumplidos.
Esa noche en la cena Lindsay lucía una sonrisa de oreja a oreja y solo los párpados ligeramente hinchados delataban su llanto, ya olvidado.
Sin embargo Gary se negaba a comer en una actitud tan infantil que Alice sintió el impulso de rodear su enjuto cuerpo con los brazos y plantarle un beso en la coronilla.
—No me gusta y no comeré —farfulló el anciano, obstinado.
—Otras veces has comido esta crema de verduras y sé que te gusta —le recordó Juliette con paciencia.
Gary negó con terquedad.
—No, y no se hable más.
—A mí tampoco me gusta —se aventuró a opinar Ron, pero al captar la mirada de su padre se apresuró a llenarse la boca y tragar de inmediato.
Alice dejó su cuchara con cuidado y cogió la de Gary, que seguía junto al plato sin que el anciano la hubiese tocado siquiera.
—Bien, como te portas como un niño, te trataremos como tal. —Ignorando la mirada airada de Gary y rezando para que su mano no la dejara en ridículo, con sumo cuidado llenó la cuchara y la llevó a la boca apretada del abuelo—. Una cucharadita por Juliette, que se ha esmerado en cocinarnos esta exquisita cena.
Gary abrió la boca a regañadientes, aunque sus ojos chispeaban de júbilo por ser el centro de atención de toda la mesa.
Jackson, por su parte, observaba a Alice con una sonrisa a medio camino entre la ternura y la tristeza, porque presentía que ella le escondía algo que los separaría irremediablemente antes de haberla conocido siquiera. Sospechaba que ese secreto no tenía que ver con Daniel, sino que era algo que arrastraba de un pasado anterior a su matrimonio con su primo. Le era imposible llegar a esa mujer, al menos mientras estuviese convencida de que mantener las distancias era lo único que podrían llegar a compartir.
—Bien, Gary —seguía Alice—. Y ahora, una para Jackson que trabaja mucho… Deberías seguir el ejemplo de tu nieto, que odia el cordero y sin embargo se lo come sin chistar. ¡Ese es un buen ejemplo para los niños!
Ron soltó una risita.
Jackson sonrió al recordar el día de la boda. Un día antes de la ceremonia, Daniel los llevó a un restaurante para almorzar los tres juntos y, al leer la carta, él declaró que detestaba el cordero. Alice había soltado una risita antes de comentarle que servirían cordero en el convite de la boda.
Esos pocos recuerdos lo acercaban a la mujer de Vancouver. Algunas veces observaba a Alice buscando esos detalles que lo habían encandilado y a veces llegaba a encontrarlos, como cuando se reía con una carcajada limpia, echando la cabeza atrás, y después fruncía la nariz en un gesto que le parecía de lo más tierno. Esos momentos eran escasos y resultaba difícil detectar en ella algún rastro de la mujer que fue en el pasado, porque la que compartía mesa con la familia en ese momento era distinta: el mismo rostro, el mismo pelo, algún que otro gesto, escasos recuerdos en común, pero en su interior algo se había roto. La tristeza de su mirada la delataba y su reserva lo confirmaba.
—Y ahora, una cuchara por Lindsay, porque hoy ha sido un día importante. Y también porque mañana Jackson nos llevará a comprarle ropa interior, porque el algodón y las florecitas ya no pegan a una mujer hecha y derecha.
La cuchara del aludido dio con el canto del plato. El comentario le había producido tal sorpresa que tragó con dificultad.
—¿Qué?
—Venga, Jacques, es por el bien de tu hija.
Gary se rio por lo bajo y antes de darse cuenta tenía la boca llena otra vez.
—Has hecho trampa —la acusó el abuelo.
—Lo siento, la vida es así… —musitó Alice, centrada en llenar la cuchara—. Otra por Megan, porque es la chica más guay de su clase. —Guiñó un ojo a la pequeña. A continuación limpió con su servilleta el labio inferior del abuelo, que formaba una sonrisa apenas contenida—. Y otra para Ron, que hace los deberes más rápido que nadie.
—¿Y no hay una cucharada para ti? —preguntó Megan, sonriendo.
—Pues claro —convino Alice—. La última será la mía.
—Y eso por qué —quiso saber Gary, desconfiando de las intenciones de su improvisada cuidadora.
—Porque si te lo comes todo, me casaré contigo…
Los niños se rieron, al igual que Gary, y Juliette dedicó a Alice una sonrisa que le calentó el corazón, pero Jackson frunció el ceño.
—Jovencita —dijo Gary con tono pomposo antes de limpiarse los labios con la servilleta—, si me lo hubieses dicho hace diez años, te habría tomado la palabra, pero ahora mi bandera está siempre a media asta.
Alice rompió a reír.
—¡Papá! —exclamó Juliette, horrorizada.
Después de la cena, en la cocina, Alice se encontró con Jackson, que en la mesa apenas había abierto la boca, y un silencio tenso se instaló entre los dos.
—Cuando te marches, les romperás el corazón —dijo él, sin mirarla.
—Estoy segura de que todos seguirán adelante… —murmuró Alice.
Se sirvió un vaso de leche con manos temblorosas. A ella también se le partiría el corazón. Esa familia era todo lo que había soñado; seres alegres y tiernos que llenaban de calidez un hogar. Y él era el hombre perfecto que habría deseado de haber sido ella otra persona.
Jackson le quitó la botella de las manos y la dejó bruscamente sobre la mesa.
—¿Y tú qué harás? ¿Adónde irás?
—No lo sé.
La aterraba pensar en dejar el rancho, abandonar aquel refugio que le apaciguaba el alma. Pero por encima de todo temía perder la ilusión de ser una persona digna de recibir afecto y amor. ¿Cuántas veces había soñado volar alto y dejar atrás la pesadilla? Ahora estaba en sus manos emprender el vuelo, pero Jackson y los suyos tiraban de ella. Pero eso nunca lo admitiría delante de él.
—Ya no te queda nadie. Aquí tienes a los tuyos.
—No me digas eso —susurró Alice, con la vista clavada en una gota de leche sobre la superficie de mármol.
Jackson decidió que ya no le importaba lo que pudiera ser correcto o no, si era la viuda de su primo o no, porque no quería perderla, no pensaba permitir que los dejara atrás sin expresarle lo que sentía por ella. La cogió por los hombros y la acercó hacia sí.
—¿Te pasarás una vida torturándote por todo lo que te ha salido mal en la vida sin pensar en lo que podrías tener?
—¿Y qué podría tener, Jackson? —preguntó ella alzando la barbilla, temerosa de ahogarse en sus ojos.
—Todo —murmuró él, y la besó con ternura, demorándose en sus labios suaves sin dejar de mirarla. La rodeó con los brazos y se estremeció al sentirla tan frágil como una figura de papel de seda, tan etérea como un soplo de aire que se le escapaba de las manos.
Los párpados de Alice fueron cediendo a medida que aceptaba el beso con desesperación y le echaba los brazos al cuello devolviéndole cada caricia. Tal vez fuera el único beso que podría darle, y si tenía que vivir el resto de sus días lejos de él, lo haría con el recuerdo de lo que era ser adorada por un hombre maravilloso.
Cuando se separaron, Alice se alejó con la cabeza gacha, olvidando el vaso de leche.
—Buenas noches… —susurró, consciente del implacable escrutinio de Jackson.