10
Paige perdió la cuenta de los días y las noches y se dejó llevar por el ritmo del hospital. Confundía a las enfermeras del turno de la mañana con las del turno de la tarde, y las de la tarde con las de la noche. Le administraban tantos calmantes para aliviarle el dolor que dormitaba la mayor parte del día. Y así lo prefería, porque cuando su mente se despejaba, los recuerdos del accidente la atormentaban y se entremezclaban con el rostro de su padre, el de Dash o el de Edward, que se burlaban de ella por haber creído que podría manejar las riendas de su propio destino. Cuando los sedantes vencían su vigilia, al menos no sentía nada, flotaba en un limbo carente de sentimientos.
Algunos días un hombre se sentaba a su lado, otras veces era una joven de pelo negro y mirada clara. Una vez fue una mujer de cierta edad, que se echó a llorar nada más verla y salió precipitadamente de la habitación. Paige no reaccionó a ninguna de las visitas porque estaba más allá de toda emoción. Ni siquiera preguntaba quiénes eran ni por qué todos se empeñaban en llamarla Alice. ¿Acaso no veían la diferencia? ¿Es que no reconocían a una perdedora, una mujer que había matado a un hombre?
Con la vista clavada en la ventana, se fijó en el cielo gris. Desde que la habían llevado a aquel lugar, el sol no había hecho acto de presencia ni un solo día. Recordó al hombre de la carretera, una persona anónima que la mantuvo despierta hasta que sus fuerzas se debilitaron. No recordaba casi nada de él, solo frases aisladas sin sentido, solo sus ojos, cuya imagen la atormentaba porque algo se le escapaba, algo que él le había preguntado.
Un movimiento captó su atención y con el rabillo del ojo vio al hombre rubio de voz profunda que solía sentarse junto a su cama. Le era familiar a pesar de saber que no lo conocía; en realidad ni siquiera sabía dónde se encontraba, porque desde que despertó no se había preocupado en averiguarlo. Era un hospital, todo lo demás sobraba. Tan solo necesitaba reponerse y seguir su camino. Era una superviviente, había salido adelante a pesar del alcoholismo de su padre, la ausencia de su hermana y de su madre, los errores, la pobreza y la humillación de verse juzgada por los demás sin que la conocieran. Sencillamente porque era una Hooper.
Se cambiaría de nombre, nunca más volvería a ser Paige Hooper, la hija de un alcohólico. Nadie volvería a aprovecharse de ella ni de su debilidad, no la rebajarían con miradas despectivas y palabras hirientes. Con el tiempo lograría recordar a Alice sin que el corazón se debatiera en su interior como un pajarillo azorado, sin que la garganta se le contrajera hasta lo insufrible. Y Daniel se convertiría en su referente con respecto a los hombres: no habría más perdedores.
El roce de las patas de la silla en el suelo le indicó que el hombre se había acercado a su cama. Siempre que la visitaba le acariciaba el brazo con las yemas de los dedos. Había algo tranquilizador en ese roce. Cuando la tocaba, ella cerraba los ojos y se centraba en el deslizar de los dedos sobre su piel, un toque que nada tenía que ver con las manos frías e impersonales de las enfermeras que la atendían de manera mecánica, como si no fuera más que un trozo de carne.
—Buenos días, Alice. ¿Cómo te encuentras hoy?
No se cansaba de preguntarle lo mismo aunque ella nunca contestara. Pero ese día no la tocó. Lo observó con el rabillo del ojo y se fijó en el cabello rubio dorado con las puntas mucho más claras que las raíces. Su tez era morena, señal de que pasaba mucho tiempo al aire libre. También advirtió que tenía una boca bonita, pero no como la de una mujer, sino firme y sensual. Le llamó la atención el hoyuelo en la barbilla. No pudo ver sus ojos porque estaba leyendo una carta, de manera que se concentró en las manos, grandes y anchas; manos de un hombre que trabajaba sin temer el esfuerzo, seguras y a la vez tiernas. Lo sabía por esas caricias que ese día no llegaban.
El hombre dobló la carta para meterla en el sobre. Su meditación se vio interrumpida por el médico, que entró sujetando una tablilla.
—Hola, Alice. ¿Todo bien hoy?
Paige dio la callada por respuesta y volvió a su contemplación de la ventana desde donde podía observar a un gorrión dando saltitos sobre el alféizar. Era como ella: pequeño, anodino, pero duro, batallando día tras día para sobrevivir.
Los dos hombres salieron y la dejaron sola. En el pasillo el médico asintió con los labios apretados.
—Bien, tengo buenas y malas noticias.
Jackson soltó un suspiro y se colocó las manos en la cintura a la espera.
—Las buenas —pidió.
—La lesión del pulmón va por buen camino, los dedos están cicatrizando muy bien, el injerto de cartílago de la nariz no da muestras de rechazo. En resumen, su estado físico mejora día a día.
—¿La mala?
—Su estado anímico nos tiene preocupados. La resonancia magnética no muestra señales de lesiones, pero su silencio, su apatía, su falta de apetito… Está emocionalmente aislada; desde aquel día, cuando gritó, no ha mostrado dolor o pena. Ninguna emoción.
Jackson se pasó las manos por el rostro, incapaz de entender las implicaciones.
—¿No la pueden ayudar?
—Si ella no nos dice nada, es difícil averiguar a qué se debe ese mutismo. Hemos pedido a Psiquiatría que le hicieran una evaluación y no han podido ayudarnos mucho.
—Ha perdido a su marido —le recordó Jackson.
—Ya, por eso. No sabemos muy bien qué proceso está siguiendo, tiene sus propios mecanismos de defensa para protegerse de un trauma. Algunas veces, los pacientes desarrollan una sensibilidad que les hace presentir las desgracias. El accidente en sí fue una experiencia aterradora, y aunque no ha preguntado por su marido, tiene que intuir que ha fallecido. Sin embargo no muestra su dolor, se ha encerrado en un silencio que nos preocupa. Tal vez debamos pensar en una terapia…
Jackson asintió, aturdido. Estaba agotado. Llevaba varias semanas acudiendo cada dos o tres días para estar unas horas con ella mientras el trabajo en el rancho seguía su curso. Los caballos no entendían de desgracias ajenas.
—No sé qué hacer —reconoció.
El cirujano le dio un suave apretón en el hombro.
—Tengo otra buena noticia que olvidaba.
—Dios, me está alegrando el día —soltó Jackson con ironía.
El médico sonrió y se subió las gafas por el puente de la nariz con el dedo índice.
—Esta le gustará. Cuando me dijo que mi paciente era Alice Ridgway, no quise indagar más porque lo que me apremiaba era atenderla sin tener que pelearme con la dirección del hospital, ni con una compañía aseguradora, pero tuve mis dudas. Nada nos permitía asegurar que fuera ella. Usted mismo nos lo dijo. Han pasado dos semanas desde la última cirugía reparadora y aún cuesta vislumbrar su verdadero rostro.
—Por favor —insistió Jackson, impaciente.
—Sí, sí, claro. Esta mañana se presentó un señor preguntando por la mujer del accidente. Nos dijo que fue testigo de lo ocurrido aquel día en la carretera. En fin, nos comentó que estuvo hablándole para que no perdiera el conocimiento y le preguntó su nombre. —La sonrisa del médico se acentuó un poco más—. Ella le contestó Alice. Es Alice Ridgway.
Sintió que se aliviaba un peso que no había querido reconocer y soltó el aire retenido por la incertidumbre. Era Alice, la mujer que lo había cautivado en Vancouver. De pronto lo asaltó un impulso protector; cuidaría de ella, lo haría por Daniel, y porque cada día que pasaba a su lado se sentía más atraído por ella. Quería borrar el dolor y la pena de su mirada, devolverle la sonrisa, recuperar sus gestos tan femeninos, como peinarse con los dedos hasta dejar la mano sobre la nuca, fruncir la nariz al sonreír, echar la cabeza atrás al reírse o acariciarse el labio inferior con el índice cuando se mostraba meditabunda. Durante la boda la había espiado con disimulo, como un hambriento habría devorado con la mirada un manjar exquisito y prohibido.
—¿Qué le ha pasado a su pelo? —preguntó de repente.
—Oh, tuvimos que cortárselo. Lo siento, las enfermeras hicieron lo que pudieron, no son peluqueras. Pero el pelo crece.
—¿Y la mano derecha?
El médico hizo una mueca.
—Esa es otra mala noticia. Parece haber perdido movilidad. Hemos empezado la rehabilitación para que gane fuerza, pero no albergo muchas esperanzas. Tenía varios tendones seccionados y ha perdido tejido. No volverá a usarla como antes del accidente. A pesar de su actual aspecto, y dadas las circunstancias, puede considerarse afortunada. He visto las fotos del coche después del accidente, quedó hecho un amasijo de hierros. Fue un milagro. Ese día Alice Ridgway volvió a nacer.
—¿Alguien se ha preocupado por la otra mujer? —quiso saber Jackson, sintiendo piedad por esa desconocida.
—En el bolso de la señorita Paige Hooper encontraron un móvil, la policía llamó a varios teléfonos hasta que dieron con un tal Dash Carter. Por lo visto era su pareja. El hombre vino a reconocer el cadáver poco después del accidente y ordenó que la incineraran, pero se marchó sin pagar la factura y sin la urna. Nadie parece preocuparse por ello. Una pena.
—Sí, tiene que ser la hermana de Alice. Creo que su apellido de soltera era Hooper y usted me dijo que en las fotos de los permisos de conducir las dos mujeres se parecían. Sé por mi primo que su mujer tenía una hermana que llevaba tiempo desaparecida. Tal vez se reencontraron en Nueva York. En ese caso, Alice querrá tener la urna de su hermana Paige y más adelante decidirá qué hacer con ella. Yo me haré cargo de todo.
—Bien, la funeraria se pondrá en contacto con usted.
En la habitación Paige oyó el principio de la conversación con desapego, un parte médico más, hasta que captó las últimas frases. Algo en su interior se removió y la voz de su hermana regresó a su memoria tan clara como si la tuviese a su lado:
«Déjame darte la vida que te mereces».
«Por ti, estoy dispuesta a todo».
Todos creían que era Alice. Una oleada de calor la envolvió, su hermana quiso darle la vida que no tuvo y en el accidente Alice volvió a nacer. Su supuesto cuerpo había sido incinerado, ya no quedaba ninguna prueba. Un extraño sentimiento se apoderó de ella, una mezcla de dolor y vergüenza porque lo que estaba pensando la aterraba y a la vez suponía su única salida si quería huir de su pasado. Se convertiría en Alice Ridgway, en la viuda de Daniel, y a través de ella los dos seguirían vivos en su recuerdo. Saldría del hospital siendo una mujer nueva, la que habría sido si su padre no la hubiese elegido al azar treinta años antes. Cerró los ojos unos segundos y se despidió de Paige Hooper, la niña asustada, y saludó a la nueva Alice. Abrió los párpados al oír unos pasos.
Jackson entró y se sentó con gesto cansado.
Ella lo estudió con atención por primera vez y constató que tenía los ojos verdes y que las pestañas y las cejas eran ligeramente más oscuras que el cabello. Por fin pudo ponerle un nombre: era Jackson, el primo de Daniel que había asistido a la boda.
—Hola, Jacques —dijo con una voz que no reconoció.
Jackson se sobresaltó al oírla y se acercó a ella de inmediato saltando de la silla.
—Hola, señora Ridgway. Veo que tu memoria no ha mejorado. Me llamo…
—Jackson —lo interrumpió en un susurro ronco—. Lo recuerdo.
Se sonrieron, él con un gesto de alivio en el rostro, ella con una mueca de dolor por los puntos que le tiraban en la parte interna del labio inferior.
Se centró en aquellos ojos verdes y durante unos segundos una sorprendente paz la envolvió, al tiempo que se aligeraba la opresión que llevaba semanas impidiéndole respirar con normalidad.
—Bienvenida —murmuró él.
La sensación de sosiego duró poco, pero Paige atesoró el recuerdo como si le hubiesen regalado una limosna.
Jackson apretó los labios dividido entre la alegría de verla dar señales de normalidad y el deber de comunicarle la noticia de la muerte de Daniel.
—Alice, tengo que hablarte de Daniel…
Ella apartó la mirada al momento y parpadeó repetidas veces. De nuevo el corazón le latía de manera errática y la presión en el pecho regresó.
—No digas nada —susurró con la vista fija en un punto lejano, más allá de la ventana del hospital—. No necesito que me lo digas: lo sé. No puedo… no puedo hablar de ello…
—Lo entiendo, pero había otra mujer en el coche…
—Sí, era mi hermana —susurró ella con voz ronca—. Era Paige.