27
A la mañana siguiente Alice apenas desayunó e intentó centrarse en su caligrafía, que mejoraba con una lentitud exasperante. El cansancio y la tristeza que arrastraba desde su discusión con Jackson no la ayudaban mucho a concentrarse. Apenas había dormido y, aburrida de dar vueltas en la cama, se había levantado de madrugada. Había bajado al salón y se había hecho un ovillo en el sofá, con la televisión puesta sin volumen. Solo había sentido la necesidad de romper la soledad y la oscuridad, pero en su cabeza las acusaciones que se habían lanzado mutuamente se repetían una y otra vez.
El teléfono la sobresaltó devolviéndola al comedor donde estaba sentada y se levantó a desgana. Estaba sola en casa y alguien tenía que atender la llamada. Juliette había llevado a Gary al médico y los niños asistían a una fiesta en el pueblo.
—¿Sí?
—Hola, Paige…
Alice se puso tan tensa que la rigidez de su espalda le resultó dolorosa. Se aferró al teléfono y cerró los ojos, concentrándose en respirar y sosegar los latidos desbocados de su corazón.
—¿Cómo has conseguido este número?
—Te tengo vigilada, Paige. Si crees que con tener apagado el móvil me vas a mantener al margen, estás muy equivocada. No me ha costado mucho dar contigo. El día que desapareciste encontré un folleto de Prados Verdes en nuestro piso. Después del accidente hice unas cuantas llamadas, dije que era un amigo de la familia y esos canadienses tuvieron la amabilidad de darme este número de teléfono.
—¿Qué quieres?
—Ya lo sabes, diez mil dólares en billetes de cincuenta —le recordó Dash.
Alice pudo adivinar su sonrisa maliciosa al saber que la tenía contra las cuerdas.
—¿Cómo has averiguado la verdad?
La risa de Dash le pareció una bisagra oxidada; desagradable y amenazadora.
—No creo que sea el momento, Paige. Conviene ser prudente con los teléfonos, pero te diré que tu cicatriz de la clavícula me sacó de dudas. Fui a identificar el cadáver porque necesitaba largarme de Nueva York cuanto antes, sino no me habría ni molestado en contestar la llamada, y como el seguro me pagaba el viaje, fue como un regalo caído del cielo. Al principio pensé que la muerta eras tú, porque a pesar de tener la cara destrozada, tenía tus rasgos y el color de tu pelo. Pero algo no acababa de encajar, se la veía más gorda. Tú no tenías esas tetas ni esas caderas. —Soltó un bufido con desprecio—. Tú no eres más que piel y huesos. Así que fui al hospital para ver a la otra mujer. Estabas tan drogada que cuando te miré el hombro ni siquiera te enteraste. De manera que me callé y esperé a ver si descubrían la verdad, pero tú no les dijiste quién eras. Te largaste del hospital llamándote Alice Ridgway. —Se mantuvo callado unos segundos—. Pensé en denunciarte, pero después vi la oportunidad de sacar provecho de la situación. Quiero los diez mil pasado mañana. Será la víspera de Navidad, una bonita fecha para un regalo, y tú me debes mucho después de haberte cargado a Edward y haberme dejado a mí con el muerto. —Dash se rio de su propio juego de palabra—. ¿Qué le hiciste? Da igual, era un cabrón. Pero tú, tú sí que me debes mucho…
Alice tragó con dificultad y se sentó, con el sabor de la bilis inundándola como una oleada. Indiferente a su turbación, Dash seguía hablando:
—Pasado mañana nos vemos en el motel donde me alojo. A medianoche, como si fueras Santa Claus.
Si entraba en el juego de Dash, nunca saldría de él. Pero si se negaba a darle el dinero, ese hombre no dudaría en denunciarla. En un mundo perfecto, las personas como Dash no existirían, pero sabía muy bien que los mundos perfectos eran un sueño. Las personas como ella siempre acababan tropezando con gente como Dash.
Alice memorizó la dirección del motel, consciente de que se estaba arrojando al vacío.
—No sé si podré reunir esa cantidad para cuando lo quieres —señaló en un triste intento de darse tiempo.
—Me da igual, Paige, quiero el dinero pasado mañana. Sé dónde estás, ya he averiguado dónde vives. No intentes hacerte la lista o mantendré una conversación con el tipo del baile antes de hablar con la policía.
Y colgó sin más.
Ella se quedó sentada con la mirada perdida, aunque su mente trabajaba a marchas forzadas, al ritmo de sus latidos desbocados. Necesitaba la carpeta con los documentos que Marc le había entregado unas semanas antes. En su día no prestó atención y se había limitado a quedarse con el carnet de conducir, las tarjetas de crédito y todo lo relacionado con el seguro médico. Todo lo demás se había quedado en la carpeta y, ante su falta de interés, Jackson la había guardado en su despacho. Allí estarían todos los documentos del banco de Billings, pero ni siquiera sabía la dirección. ¿Le darían diez mil dólares de buenas a primeras? ¿Tendría que avisar con tiempo? Para ella esa cantidad representaba una fortuna y dudaba mucho que fuera tan sencillo como ir al banco y pedir esa suma de dinero como si fuera calderilla. Llamaría a Marc; tal vez él podría encargarse de tenerlo listo para ir a recogerlo y llevárselo a Dash. Mientras tanto, tendría que pensar en desaparecer.
Por desgracia, tampoco sabía el número del abogado. Fue al despacho de Jackson y, con aprensión por tener que remover sus cosas, buscó lo que necesitaba. Estaba tan enfrascada en su registro que no sintió la presencia hasta que oyó una voz demasiado conocida. Instintivamente se puso tensa.
—¿Puedo ayudarte?
Jackson la observaba desde la puerta con el rostro serio. Alice se esforzó por mostrarse tan serena como él.
—Necesito la carpeta de los documentos que me trajo Marc y su número de teléfono.
Él se acercó al escritorio sin pronunciar ni una palabra y Alice se apartó para dejarle sitio. No soportaría que la tocara, porque si lo hacía se vendría abajo. Estaba a punto de perder el control sobre su persona, seguía en pie a fuerza de pura voluntad, y esta no resistiría un roce ni aunque fuese de manera casual. Lejos de sentir la indiferencia que aparentaba, Alice dejó que Jackson abriera un cajón y sacara una carpeta que le tendió sin mirarla.
—Aquí lo tienes todo.
—Gracias… —musitó ella, cada vez más dolida y a punto de venirse abajo.
Jackson permaneció quieto mirando el cartapacio de su mesa, incapaz de encontrar las palabras para disculparse. Durante toda la mañana había sopesado la manera de pedirle perdón por sus palabras y zanjar la discusión, pero ahora que la tenía delante, la vergüenza lo amordazaba. Aunque había mentido dándole a entender que echaba de menos a la mujer de Vancouver, en realidad la Alice que vivía con él le había robado el corazón, a pesar de todas las dudas que lo agobiaban.
—Alice…
Con un esfuerzo sobrehumano ella respiró hondo y dio un paso atrás, sujetando la carpeta contra el pecho. Necesitaba que se marchara. No quería derramar lágrimas delante de Jackson, no quería volver a mostrarse tan vulnerable como cuando él la había sorprendido llorando en la terraza. Su coraza era lo único que la mantenía en pie; en su interior una angustiosa cavidad se hacía cada vez más grande, amenazando con resquebrajar esa fina película de entereza y acabar rompiéndola en mil pedazos. Su orgullo y su instinto de supervivencia se lo impedían.
Meneó la cabeza en silencio.
—No digas nada —susurró ella—. Ya has dejado claro lo que piensas de mí. No soy quien tú quieres que sea. En tu mente has creado a una mujer que ya no existe.
El aire se hizo denso y pesado, los segundos se alargaron y Alice no fue consciente del paso atrás que dio hasta que una silla la frenó. Algo pequeño y duro se le coló en el pecho. Deseó cerrar los ojos y desaparecer en algún lugar donde no sintiera nada, donde su alma dejara de llorar por no tener el control de su vida y por perder una y otra vez todo lo que amaba.
Jackson salió en silencio, con la mandíbula crispada. Alice nunca había sido suya y si en algo se había mostrado sincera era en el hecho de que no pensaba quedarse con ellos en el rancho. Tenso hasta lo insufrible, fue a la puerta principal y la abrió, pero fue incapaz de salir, consciente de que si lo hacía la perdería para siempre. Eran dos adultos y, si eso significaba algo, podían encontrar la forma de arreglar el desbarajuste de la discusión de la noche anterior. Cuando regresó a la puerta del despacho entrecerrada oyó sus palabras:
—Marc, necesito diez mil dólares. Sí, y quería saber si podías llamar al banco para que lo tuviesen listo pasado mañana… No, no hace falta que me lo traigas al rancho, iré a Billings personalmente. No, no hay ningún problema. Sí, gracias por encargarte de esto. Sí, todo va bien… Sí, transmitiré tus saludos a la familia. Gracias, Marc.
Jackson oyó que colgaba y segundos después ella rompió a llorar, ese llanto casi imperceptible que resultaba más desgarrador que un grito. Hasta en el más profundo dolor Alice controlaba sus emociones, como si para ella pasar desapercibida fuera tan vital como respirar. Incluso cuando hicieron el amor fue silenciosa. Sus ojos lo decían todo, cosas que le llegaban al alma, cosas que lo seducían y lo asustaban. Cerró los ojos con la frente apoyada contra la pared junto a la puerta y decidió dejarla sola. Alice no le agradecería su consuelo en esos momentos, estando tan enfadada con él. Ya la conocía lo suficiente para saber que para ella el hecho de llorar era una muestra de debilidad que no deseaba compartir con nadie.
Salió de la casa y echó a andar recordando la conversación telefónica. ¿Por qué necesitaba Alice diez mil dólares, tan de repente? ¿Para qué? Decidió que si ella no le contaba nada, él la seguiría y saldría de dudas. Aunque ella se negara a aceptar su ayuda, él velaría por su seguridad. Cada vez estaba más convencido de que Alice corría peligro.