18
Cuando llegó Esther, Alice estaba terminando sus tareas de caligrafía y, algo avergonzada, escondió disimuladamente en una carpeta sus torpes intentos de escribir como una persona adulta en lugar de como una niña de cinco años. Por supuesto, la mujer iba acompañada de su hija, que nada más entrar buscó en el salón algún indicio de la presencia de Jackson. Alice percibió que los celos asomaban y se recriminó por ello; no podía convertirse en una mujer que procuraba mantener las distancias y al mismo tiempo asesinaba con la mirada a quien se acercara a él. De modo que procuró sonreír y se sentó cerca de Juliette mientras Esther hablaba sin dejar que nadie metiera baza.
—¿Dónde está Jackson? —intervino por primera vez Jenny interrumpiendo a su madre—. Ayer le dijimos que vendríamos.
Alice apretó los labios, reprimiendo la respuesta que se moría por soltar.
—Trabajando —contestó Juliette—. Sabes que nunca está en casa por las tardes.
—Ese hombre está muy solo —opinó Esther, con un mohín de contrariedad—. Y ya sabes que un hombre solo puede caer en las garras de cualquier buscona. —Alice no supo si había sido una casualidad, pero lo cierto es que la miró unos segundos antes de volver a prestar toda su atención a Juliette—. Necesita una buena mujer que le ayude a educar a esos niños. Y esos pequeños necesitan cuanto antes a una madre. No es que lo estés haciendo mal —añadió, esbozando una sonrisa conciliadora—, pero ya no tienes edad de andar corriendo tras esos críos. En cuanto te despistes, se te escaparán de las manos y no podrás controlarlos.
—Sabes que no me importa, siempre he cuidado de ellos y se portan muy bien. Además, Alice me ayuda mucho. Se lleva muy bien con ellos y los niños la adoran.
De repente los ojos de las mujeres Winter taladraron a la aludida.
—Ya —empezó Esther con acritud—, pero tarde o temprano Alice retomará su vida. Acostumbrada al ritmo de una gran ciudad, no creo que le apetezca quedarse en el campo. Hay que conocer esto y haber vivido en un rancho para apreciar nuestro modo de vida. Ya ves lo que pasó con Karla…
Juliette apretó los dientes y por primera vez Alice la vio enfadada. Pese a ello, la joven se negó a caer en la tentación de ser tan grosera como Esther, que hablaba de ella sin prestarle atención, pese a estar sentada justo enfrente, dejando bien claro que no era bienvenida en esa comunidad.
—¿Y cuándo piensas marcharte? —preguntó Jenny, dirigiéndose por fin a Alice. Sus ojos eran dos esquirlas de hielo.
—Todavía no lo sé. Me gusta estar aquí —añadió con voz engañosamente melosa.
La tensión se hizo palpable en el salón. Esther fue la primera en romper el incómodo silencio.
—¿Te has enterado de que Roberta y Mitch se han comprado un coche nuevo? —Hizo una mueca de censura—. Y después dicen que las cosas les van mal… Pues en mi opinión, cuando no hay dinero, tampoco ha de haber coches nuevos.
Juliette esbozó una sonrisa tensa.
—Si no recuerdo mal, el coche de Mitch tenía más de diez años. No creo que se pueda calificar de despilfarro comprarse uno nuevo. Tampoco es que se hayan gastado una fortuna.
—Como siempre, Juliette, te empeñas en defender a todos esos aprovechados…
La mujer siguió despotricando de unos y otros, y a los quince minutos Alice pensó que si no hacía algo para entretenerse, cometería una locura con tal de no oír más a Esther. Se adelantó para servir el café con la esperanza de que la señora Winter se callara si tenía la boca ocupada en otra cosa. Sin embargo, Esther encontró la manera de seguir hablando; entre tanto su hija Jenny miraba la puerta con ojos anhelantes. Jackson parecía ser la verdadera razón de su visita, pues no prestaba atención a la cháchara de su madre ni mostraba el menor interés por lo que la rodeaba. Esa clara demostración de descortesía hacia Juliette encendió el mal genio de Alice.
Esther se llevó a la boca una galleta casera que Juliette había horneado esa misma mañana.
—Hummm… —barbotó masticando. Tragó como un pavo y cogió otra, que desapareció enseguida en su boca—. Querida, ¿no están un pelín secas? Tal vez deberías echarles más mantequilla, como hago yo. A mí las galletas siempre me salen deliciosas…
Esa mujer le resultaba tan desagradable como un dolor de muelas. Su salvación llegó en forma de abuelo, que apareció en la puerta vestido con un pijama. Se había abotonado mal la chaqueta y una punta colgaba en un pico mientras la otra se perdía en los pantalones.
—Papá, ¿qué haces en pijama a estas horas? —preguntó Juliette, poniéndose en pie—. No son más que las cinco de la tarde.
—¿Ah… sí? —repuso el abuelo, pero no pareció importarle lo poco adecuado de su atuendo, porque se fijó en la visita y sonrió—. ¡Vaya, pero si ha venido a vernos Esther!
La mujer se puso en pie con la nariz fruncida, como si la simple presencia del anciano la molestara.
—Buenas tardes, Gary. ¿Cómo te encuentras?
—Bien, bien, gracias. ¿Y tú?
—Bien, como siempre —replicó Esther a desgana.
—Sí, ya lo veo —convino Gary con un extraño brillo en los ojos que puso a Alice en alerta—. Se te ve fenomenal… fenomenal de gorda —añadió con una sonrisa—. Como siempre.
El rostro de la mujer se congestionó hasta parecer a punto de estallar. Alice sonrió y guiñó un ojo a Gary, pero Juliette se deshacía en disculpas por la grosería de su padre.
—Lo siento, Esther. Ya sabes que con la edad… no sabe lo que dice.
Pero Gary no parecía haber acabado, porque su atención se centró en la otra Winter.
—¿Y tú eres la pequeña Jenny? Dios, qué mayor te has hecho. Todavía te recuerdo con coletas y esa ortodoncia que no te cabía en la boca, y eso que la tienes grande…
La aludida miraba sin parpadear a Gary como si fuera el ejemplar de una especie en vías de extinción. Asintió sin abrir la boca.
—Te pareces mucho a tu madre, ella también era delgada como un fideo cuando tenía tu edad, pero ya ves. Si no sigues su ejemplo y no te comes todo lo que te pase por delante de la boca, tal vez te libres de parecer un barrilete de whisky.
Una nueva exclamación de Esther estalló en el salón. Alice saltó de su asiento con la intención de alejar cuanto antes a Gary. Lo sacó entre protestas, dejando atrás a una pobre Juliette que intentaba apaciguar a su visita.
—Por Dios —decía Esther, airada—, no sé cómo no lo has metido en una residencia…
—Es mi padre, Esther, y no lo dejaría a manos de unos extraños. No lo hace con mala intención, es que dice lo primero que se le ocurre.
—Lo que tú digas, pero te estás engañando. Los viejos se hacen insoportables y en las residencias no consienten tantas estupideces…
—Vieja amargada —masculló Gary en la puerta—, en cuanto pudo metió a su madre en un asilo y se olvidó de ella.
Sin contestar, Alice lo condujo escaleras arriba. En el dormitorio lo sentó en la mecedora y le acarició el cabello.
—A mí tampoco me cae bien esa mujer, pero cuando te portas así, pones a Juliette en un aprieto.
Gary hizo un gesto vago con la mano.
—Bah… Mi hija es demasiado buena, lleva más de cincuenta años aguantando los cotilleos de Esther. Era una enana que apenas tenía dientes y ya se las arreglaba para fastidiar todas las fiestas de cumpleaños haciendo llorar a algún niño. No me extraña que Fred se largara. Es insoportable.
Alice se sentó a su lado en una pequeña banqueta y soltó un suspiro. Ella también entendía a ese Fred; por desgracia había conocido a muchas mujeres como Esther, que disfrutaban hiriendo con sus palabras.
Gary seguía rezongando.
—Nos ha dejado en paz unas semanas, después de la muerte de Daniel, pero a esa vieja arpía se le ha metido en la cabeza cazar a Jackson para su hija. Ella cree que soy tonto y que no me doy cuenta. Y la pobre chica, que no tiene gran cosa en la mollera que digamos, sigue a mi nieto como un perrillo faldero.
Alice frunció el ceño agachando la cabeza. ¿Qué pensaría de ello el aludido? No podía imaginar a un hombre como Jackson con una joven de poco más de veinte años. Desde luego le daría hijos, cuidaría de su casa y metería en el paquete a una suegra como Esther. Esa idea se le antojó inconcebible; no soportaba imaginar a los niños a merced de esa mujer. Pero lo que más la irritaba era imaginar a Jenny en brazos de Jackson y recibiendo sus besos. Aquello la hizo removerse incómoda.
—¿En qué piensas? —inquirió Gary.
Alice se sacudió los celos que pugnaban por aflorar a la superficie.
—Que eres un viejo pillo muy maleducado, porque Esther puede ser una arpía, como tú has dicho, pero es una visita de Juliette y al menos deberías tener la delicadeza de no montar un espectáculo.
Gary se encogió de hombros.
—Estoy en mi casa y puedo hacer lo que quiera. Además, si yo soy un maleducado, tú eres una cobarde.
Alice arqueó las cejas y esperó a que siguiera.
—Has salido corriendo del salón con la primera excusa para dejar atrás al barrilete y su hija.
Los hombros de Alice se sacudieron, delatando la risa que escondía tras una mano. A los dos segundos ambos se reían sin tapujos.
—Tienes razón, soy una cobarde, no soporto a esa mujer. No sé de dónde saca Juliette ese aguante. Tal vez el responsable seas tú, porque a cada momento pones a prueba su paciencia.
La risa fue remitiendo. Gary permaneció en silencio con la vista perdida en algún punto lejano del paisaje que se divisaba desde la ventana. En esas ocasiones representaba sus ochenta y cinco años, por las arrugas del rostro, por las manos que la artritis y el duro trabajo de toda una vida en el rancho había deformado, por su cuerpo flaco y encorvado por los golpes que le había asestado la vida, por el pelo fino que dejaba entrever la rosada piel del cráneo. Y en ese momento sus ojos habían perdido su viveza, volviéndose vacilantes. Alice no pudo evitar sujetarle una mano y posar la otra encima, aprisionándola con suavidad.
—¿En qué piensas, viejo pillo?
Gary le devolvió el apretón.
—En que Jackson no necesita a una Jenny en su vida, pero algunas veces lo veo tan solo, siempre pendiente del rancho, que me temo que se dejaría embaucar fácilmente. —La mirada, antes apagada, brilló con intensidad—. Necesita a una mujer fuerte que le dé el cariño que no le han dado hasta ahora. No como esa Karla…
Alice agachó la cabeza, temiendo que Gary adivinara sus emociones si la miraba a los ojos. Ella tampoco veía a Jackson con una joven como Jenny, pero en su caso el juicio no era imparcial, pues estaba motivado por los celos.
—Nadie habla de Karla —expuso, deseando borrar de su mente a Jenny. Era mejor pensar en una mujer que formaba parte del pasado de Jackson a imaginar a una que pudiera participar de su futuro—. Ni siquiera los niños la mencionan. Tampoco he visto fotos suyas.
—Cuando se marchó hace años, fue un alivio para todos. —Gary volvió a perderse en su contemplación, pero enseguida siguió hablando—. Era muy guapa, pero un mal bicho. Jackson la dejó embarazada; una insensatez que pagó muy caro. Él se empeñó en casarse y Karla cedió porque pensaba que de esa manera podía escapar de la casa de sus padres, que eran muy estrictos. Al principio toda su atención se centró en Lindsay, a la que trataba como si fuera una muñeca. La exhibía con vestiditos ridículos, pero apenas soportaba sus llantos de bebé. Después vino Megan, y las discusiones entre Karla y Jackson empezaron a hacerse demasiado frecuentes. Ron fue un desliz. Jackson la oyó una mañana pedir cita y la siguió hasta la clínica donde pensaba abortar sin ni siquiera decírselo. Al final logró convencerla de que tuviera el bebé sin saber que Karla lo odiaría aún más por obligarla a sufrir otro embarazo y otro parto. No le gustaban los niños, apenas les prestaba atención, desde el principio Juliette fue quien los crio. Y mi nieto pagó un precio muy alto. A Karla no le gustaba vivir en esta casa; cuando se casó con Jackson, pensó que la vida en un rancho sería mucho más divertida, pero aquí nos levantamos al alba y nos acostamos temprano. Tampoco se pueden dejar de lado las obligaciones, porque los caballos tienen que comer cada día, no entienden de vacaciones ni fiestas. Siempre estaba amenazando con largarse, poniendo al límite la paciencia de Jackson, a quien culpaba de haber arruinado su vida… Aun así nadie pensó que llegaría tan lejos…
Gary miró a su acompañante con el rabillo del ojo.
—Daniel no te habló de ella, ¿verdad? Pobre chico, fue un juguete en sus manos…
Alice negó en silencio, intentando asimilar las revelaciones de Gary. No imaginaba a Jackson con una mujer tan egoísta y se preguntó qué huella habría dejado una madre tan desapegada en los niños. Pero lo que más la asombraba era que las palabras de Gary daban a entender que Daniel había desempeñado un papel determinante en el fin del matrimonio. Sospechando lo que había ocurrido, suspiró sin atreverse a indagar nada más.
—No me sorprende que te lo ocultara; no tenía motivos para sentirse orgulloso de lo que había hecho —siguió Gary en voz baja—. Todos tenemos nuestros secretos…, aunque en una pareja acaban creando una grieta que no hace más que crecer hasta que el amor desaparece…
De repente la mirada desvaída del anciano la contempló sin parpadear.
—Yo también tuve mi secreto… Durante años me atormentó hasta que no pude aguantar más y se lo conté a mi Mathilde. —La mano de Gary se puso tensa entre las de Alice y se cerró en un puño—. ¿Sabes lo que se siente al matar a un hombre?
Alice se encogió por dentro hasta convertirse en un ovillo asustado, aunque por fuera permaneciera sentada con la espalda rígida. Sin saber adónde quería llegar a parar Gary, negó en silencio, ya que temía no controlar el pánico que amenazaba con escapársele. ¿Acaso lo sabía? ¿Habría averiguado Gary que ella había matado a Edward? Tragó con dificultad y esperó a que el abuelo siguiera, sintiéndose en precario equilibrio sobre una cuerda tendida en un precipicio que amenazaba con tragársela de un momento a otro.
—Maté un hombre —musitó Gary en voz baja. Volvió a su contemplación y relató su secreto con voz ausente—: Con dieciocho años recién cumplidos me llamaron a filas para luchar en la Segunda Guerra Mundial y enseguida me mandaron a Europa. Estuve en Alemania, pero para mí la guerra fue en su mayor parte luchar contra el papeleo, porque me destinaron a Intendencia. Estábamos en Berlín, el ejército alemán se había venido abajo y la cúpula militar había sido arrestada. La mayor parte de los edificios estaban en ruinas por los bombardeos y los civiles iban de un lado a otro como espectros sin hogar. No era el espectáculo que podía esperar un joven que se enorgullecía de formar parte de los vencedores.
Gary soltó un profundo suspiro.
—Mi capitán me ordenó llevar unas órdenes escritas a otro oficial y como estaba relativamente cerca decidí ir andando hasta mi destino. En un callejón vi pasar una gata escuálida. —Gary se peinó con una mano temblorosa—. La seguí con la intención de averiguar dónde se iba a meter para llevarle más tarde algo de comida.
Alice esbozó una leve sonrisa a pesar del latido atronador de su corazón.
—Y en efecto —siguió el anciano—, la encontré, y también vi a la camada, cuatro gatitos grises con los ojos aún cerrados. Pero advertí que allí había alguien más, así que desenfundé mi arma. Frente a mí había un joven soldado raso alemán vestido con un uniforme harapiento. Ninguno de los dos dijo nada al principio; estábamos aterrados, hasta que reaccioné y le ordené que soltara su arma. Entonces él empezó a gritarme en alemán y yo hice lo mismo en mi idioma. Ninguno de los dos entendía lo que decía el otro y ninguno cedía. No sé a quién le temblaban más las manos; él disparó primero, pero el arma se le encasquilló y yo le acerté de lleno en el pecho. Todavía me despierto por la noche viendo esos ojos velados por el dolor, la confusión y el miedo. Ni siquiera llegué a saber su nombre.
Agachó la cabeza y el pecho se le hundió, lo que le hizo parecer aún más frágil.
—Cuando regresé mi familia me recibió como a un héroe, pero fui incapaz de hablar de ello; me avergonzaba confesar que había matado a un chico de mi edad tan aterrado como yo. Me azoraba mi cobardía, porque si no hubiese disparado hubieran hecho preso a ese chico y hubiera salido después de unos años… Así que me lo guardé, y cuanto más tiempo pasaba, peor me sentía. Pensé que al casarme con la mujer que amaba mi vida volvería a ser la misma que antes de la guerra, pero me equivoqué. De día lograba apartar el recuerdo, pero por las noches me atormentaba hasta impedirme dormir, porque en cuanto cerraba los ojos el rostro del chico parecía decirme: «Tú me robaste mi vida…». Una noche, llorando como nunca más lo he hecho en mi vida, se lo conté a Mathilde, a pesar del temor a que me rechazara. No soportaba tener un secreto que se interponía entre los dos siempre que nos quedábamos a solas.
La garganta de Alice se fue cerrando hasta que le costó respirar y trató sin éxito de serenarse. No eran los ojos de Edward lo que recordaba, era la imagen de su cuerpo tirado en el suelo, desnudo, indefenso, y la mancha de sangre que se iba extendiendo. Ninguno de los dos había sido consciente de lo que iba a suceder hasta que se oyó el golpe seco contra la mesilla. Tal vez Edward ni siquiera se percató de que estaba viviendo sus últimos segundos.
—¿Por qué me cuentas eso? —logró articular Alice en un susurro.
Gary se encogió de hombros.
—No lo sé, tal vez porque ya soy un viejo, porque me has conocido en el ocaso de mi vida y ya no necesito la aprobación de nadie. De todas formas, mi familia no lo sabe. No soportaría que mi hija o mi nieto se enteraran, y mucho menos los niños. Prefiero que me sigan considerando un abuelo que chochea un poco, no un hombre capaz de matar a un chiquillo en una guerra que sacó lo peor de los dos.
Alice no pudo contenerse y abrazó a Gary, mientras la congoja que llevaba anidada en el pecho desde hacía semanas estaba a punto de desbordarse. Él le echó un brazo sobre los hombros y siguió hablando con voz ausente:
—Durante años logré apartar el recuerdo de ese soldado, pero desde hace meses acude una y otra vez a mí. Es como si al acercarse mi hora me estuviese espiando para ver cómo me lleva la muerte, como si en ese momento fuéramos a estar en paz. No consigo recordar en qué día de la semana estamos y en cambio veo claramente cada línea del rostro de ese chico: la boca crispada, las aletas de su nariz dilatadas, los ojos desorbitados por el terror. Y sudaba mucho a pesar del frío. Yo también… Es un sudor diferente, frío, y se te pega a la piel hasta llegar a los huesos…
Sabía de sobra de qué hablaba Gary porque ella se despertaba así por las noches, cuando el recuerdo de Edward se colaba en sus sueños. Entonces se sentaba a oscuras jadeando de miedo, con el camisón pegado a la piel helada y mirando los rincones como si su víctima tuviera que aparecer en cualquier momento.
—¿Sabes lo que me dijo Mathilde después de enterarse de mi secreto? —Alice negó en silencio—. Me dijo que el chico y yo tuvimos las mismas posibilidades de salir de aquel callejón, pero por lo que sea yo sobreviví. Siempre hay una razón. Y creo que ahora debería decirte lo mismo; los tres ibais en ese coche y teníais las mismas probabilidades de salir con vida del accidente. Sin embargo, tú fuiste la única que lo logró. Eso tiene que significar algo. —Le acarició el cabello con mano temblorosa y Alice presionó el rostro contra la camisa de Gary—. No dejes que eso te venza. Tú sobreviviste, no te sientas culpable. Y, sobre todo, no vivas solo para el recuerdo de Daniel, de tu hermana y de lo que pudo ser. Estás viva y tienes mucho que descubrir; volverás a enamorarte, a sentir ilusión. Y tal vez lo tengas todo mucho más cerca de lo que imaginas.